El enigma Messi

Que esta generación de cracks haya nadado otra vez hasta la orilla para ahogarse de la manera más insospechada, agobiada de despiste, de languidez y de algo muy parecido a la sumisión, ya da para la lupa gruesa y la lupa fina, pero el específico caso del crack entra en el terreno del franco misterio e incluso en el terreno de la tentación psicologista.

05 JUL 2015 - 14:30 | Actualizado

No se tratará, ni por asomo, de analizar a un futbolista cual si fuera un boxeador, un golfista o un tenista, un hábito muy difundido en tiempos de cierta tiranía de las estadísticas forzadas: Messi ganó tantos torneos, Mascherano ganó tantos torneos, Tevez ganó tantos torneos, etcétera.

Desde luego que es válido llevar la cuenta de cuántas veces un futbolista ha formado parte de un equipo campeón y qué grado de influencia tuvo; ese procedimiento es posible, a menudo fecundo y en algunas ocasiones, indispensable.

Pero urge reponer lo obvio porque tal parece que lo obvio es lo primero que se pierde de vista: una cosa es un deporte individual y otra cosa es un deporte colectivo.

Un deporte colectivo se define por la confrontación de dos conjuntos y si se omite ese elemento fundacional se vuelve imposible abocarse a un análisis serio.

Ergo, la inspiración o el coraje o ambas virtudes reunidas en un solo jugador pueden devenir decisivas y en un sentido metafórico la medida de todas las cosas, pero sólo en un sentido metafórico, desde el momento que jamás, lo que equivale a decir nunca, pero nunca, nunca, un equipo gana o pierde por el exclusivo imperio de una de sus piezas.

Sí, de sus piezas, porque desde cierta perspectiva un equipo es un rompecabezas, que en tanto tal depende de la calidad de sus encastres.

Argentina no perdió la final del Mundial 2014 sólo porque Messi no apareció en su mejor versión: en esos 120 minutos jugados en el Maracaná pasaron decenas, centenares de cosas, en los 105 por 70 de la cancha en general y en las áreas en particular, allí donde perdió el equipo que desaprovechó sus momentos de marea alta y sus oportunidades y ganó el equipo que sobrellevó sus momentos de marea baja y cuando supo encadenar una buena jugada asociada convirtió el gol y se llevó la Copa.

Argentina no perdió la Copa América sólo porque Messi no apareció en su mejor versión: antes de los penales pasaron decenas, centenares de cosas, entre otras que Chile tuvo una determinación, una claridad conceptual, una disciplina, un fervor y, digámoslo, una mentalidad ganadora ausente en la Selección Nacional.

Esto es: el equipo argentino en sí no estuvo a la altura de las circunstancias.

Dicho todo, parece revelarse igual de cierto que no se perdió esta nueva final sólo porque Messi no apareció en su mejor versión, como que un Messi de mejor talante y de un rendimiento más acorde con su potencial hubiera estado en posición de contribuir de gran forma a su equipo y acaso a un diferente desenlace del juego.

Es cierto que el destino es lo que en efecto pasó y no lo que pudo haber pasado; es cierto que los rivales también juegan y en ese sentido los méritos de los jugadores chilenos van de suyo; es cierto que en el Barcelona se siente más cómodo, tiene compañeros con una mayor fidelidad a las necesidades del colectivo, que lo interpretan más y mejor; pero tampoco es ocioso ni odioso preguntarse por qué insondable razón tanto en el Maracaná cuanto en el Estadio Nacional de Santiago se fue haciendo cada vez más chiquito, primero contrariado, después fastidiado y por último desentendido, al punto de convertirse en un jugador del montón, o menos que eso, en un testigo privilegiado, en una especie de escribano con camiseta que trota la cancha para dar fe de que se está jugando un partido.

Nadie le pide que se haga de la pelota y gambetee a seis adversarios, tampoco que gambetee a cinco, o a cuatro, o a tres, ni siquiera a dos, ni a uno, incluso, pero que por lo menos la pida, la pelota, la busque, la reclame; que por lo menos levante esa bandera de la desobediencia ante la adversidad que es propia de cualquier deportista de élite, ni hablar de un número 1, ni hablar de Messi, que ha sabido escribir páginas fantásticas.

Salgamos rápido de la trasnochada deducción de que a Messi no le interesa jugar con la camiseta argentina: ¿qué sentido tiene, entonces, que haya elegido vestir la albiceleste en lugar de la de España?, ¿qué sentido tiene que luego de coronar con su club, en la Champions, en lugar de ir a retozar con su familia a una isla del Caribe haya ido al invierno de Chile, a jugar, sí, pero también a recibir decenas de patadas y exponerse a lo que otra vez se ha expuesto: devenir la moneda al aire que separa al reparador de sueños del más desangelado de la vereda?.

Claro que desentenderse de todas y cada una de las crueldades que ahora misma se desatan sobre Messi no alcanza para cancelar unas cuantas preguntas, por ejemplo la siguiente: ¿qué pasará por la cabeza de Messi cuando su selección, la Selección, está en el tramo más fragoroso de una final, del Mundo, de América, y él anda de aquí para allá ensimismado, impasible, a paso de trekking?.

¿Qué abstracto universo fagocita a Messi?

¿Qué tipo de tecla no se activa a tiempo?

Dicho sin ánimo de ironizar, es un misterio, un verdadero y descomunal misterio, imposible de reducir al célebre facilismo de las tertulias de café: “es un pecho frío”.

Algo de Messi, del Messi puesto en este tipo de circunstancias, daría la sensación de que se explica menos con la nomenclatura del fútbol propiamente dicho que por los brumosos laberintos del alma humana.

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05 JUL 2015 - 14:30

No se tratará, ni por asomo, de analizar a un futbolista cual si fuera un boxeador, un golfista o un tenista, un hábito muy difundido en tiempos de cierta tiranía de las estadísticas forzadas: Messi ganó tantos torneos, Mascherano ganó tantos torneos, Tevez ganó tantos torneos, etcétera.

Desde luego que es válido llevar la cuenta de cuántas veces un futbolista ha formado parte de un equipo campeón y qué grado de influencia tuvo; ese procedimiento es posible, a menudo fecundo y en algunas ocasiones, indispensable.

Pero urge reponer lo obvio porque tal parece que lo obvio es lo primero que se pierde de vista: una cosa es un deporte individual y otra cosa es un deporte colectivo.

Un deporte colectivo se define por la confrontación de dos conjuntos y si se omite ese elemento fundacional se vuelve imposible abocarse a un análisis serio.

Ergo, la inspiración o el coraje o ambas virtudes reunidas en un solo jugador pueden devenir decisivas y en un sentido metafórico la medida de todas las cosas, pero sólo en un sentido metafórico, desde el momento que jamás, lo que equivale a decir nunca, pero nunca, nunca, un equipo gana o pierde por el exclusivo imperio de una de sus piezas.

Sí, de sus piezas, porque desde cierta perspectiva un equipo es un rompecabezas, que en tanto tal depende de la calidad de sus encastres.

Argentina no perdió la final del Mundial 2014 sólo porque Messi no apareció en su mejor versión: en esos 120 minutos jugados en el Maracaná pasaron decenas, centenares de cosas, en los 105 por 70 de la cancha en general y en las áreas en particular, allí donde perdió el equipo que desaprovechó sus momentos de marea alta y sus oportunidades y ganó el equipo que sobrellevó sus momentos de marea baja y cuando supo encadenar una buena jugada asociada convirtió el gol y se llevó la Copa.

Argentina no perdió la Copa América sólo porque Messi no apareció en su mejor versión: antes de los penales pasaron decenas, centenares de cosas, entre otras que Chile tuvo una determinación, una claridad conceptual, una disciplina, un fervor y, digámoslo, una mentalidad ganadora ausente en la Selección Nacional.

Esto es: el equipo argentino en sí no estuvo a la altura de las circunstancias.

Dicho todo, parece revelarse igual de cierto que no se perdió esta nueva final sólo porque Messi no apareció en su mejor versión, como que un Messi de mejor talante y de un rendimiento más acorde con su potencial hubiera estado en posición de contribuir de gran forma a su equipo y acaso a un diferente desenlace del juego.

Es cierto que el destino es lo que en efecto pasó y no lo que pudo haber pasado; es cierto que los rivales también juegan y en ese sentido los méritos de los jugadores chilenos van de suyo; es cierto que en el Barcelona se siente más cómodo, tiene compañeros con una mayor fidelidad a las necesidades del colectivo, que lo interpretan más y mejor; pero tampoco es ocioso ni odioso preguntarse por qué insondable razón tanto en el Maracaná cuanto en el Estadio Nacional de Santiago se fue haciendo cada vez más chiquito, primero contrariado, después fastidiado y por último desentendido, al punto de convertirse en un jugador del montón, o menos que eso, en un testigo privilegiado, en una especie de escribano con camiseta que trota la cancha para dar fe de que se está jugando un partido.

Nadie le pide que se haga de la pelota y gambetee a seis adversarios, tampoco que gambetee a cinco, o a cuatro, o a tres, ni siquiera a dos, ni a uno, incluso, pero que por lo menos la pida, la pelota, la busque, la reclame; que por lo menos levante esa bandera de la desobediencia ante la adversidad que es propia de cualquier deportista de élite, ni hablar de un número 1, ni hablar de Messi, que ha sabido escribir páginas fantásticas.

Salgamos rápido de la trasnochada deducción de que a Messi no le interesa jugar con la camiseta argentina: ¿qué sentido tiene, entonces, que haya elegido vestir la albiceleste en lugar de la de España?, ¿qué sentido tiene que luego de coronar con su club, en la Champions, en lugar de ir a retozar con su familia a una isla del Caribe haya ido al invierno de Chile, a jugar, sí, pero también a recibir decenas de patadas y exponerse a lo que otra vez se ha expuesto: devenir la moneda al aire que separa al reparador de sueños del más desangelado de la vereda?.

Claro que desentenderse de todas y cada una de las crueldades que ahora misma se desatan sobre Messi no alcanza para cancelar unas cuantas preguntas, por ejemplo la siguiente: ¿qué pasará por la cabeza de Messi cuando su selección, la Selección, está en el tramo más fragoroso de una final, del Mundo, de América, y él anda de aquí para allá ensimismado, impasible, a paso de trekking?.

¿Qué abstracto universo fagocita a Messi?

¿Qué tipo de tecla no se activa a tiempo?

Dicho sin ánimo de ironizar, es un misterio, un verdadero y descomunal misterio, imposible de reducir al célebre facilismo de las tertulias de café: “es un pecho frío”.

Algo de Messi, del Messi puesto en este tipo de circunstancias, daría la sensación de que se explica menos con la nomenclatura del fútbol propiamente dicho que por los brumosos laberintos del alma humana.


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