Último Tren a la Colonia, primer capítulo

09 OCT 2015 - 9:10 | Actualizado

Les dejo aquí el inicio de Último Tren a la Colonia, que presenté en junio de este 2015 en la Feria del Libro de Gaiman. Ojalá lo disfruten

Francisco

El día que Francisco se paró frente a la puerta, el pequeño Howell corrió hasta el cuarto, se hundió debajo de su camastro y no salió por las siguientes tres semanas. En cambio su hermano Zachariah, desoyendo todas las recomendaciones, enfrentó sin miedo alguno el encuentro con ese hombre de aspecto hosco, tapado con pieles de guanaco, que tenía en su mirada toda la seriedad del sur del mundo. Francisco cruzó medio desierto para encontrar a esos seres blanquísimos que usurpaban parte de su territorio. Los galeses llevaban tiempo luchando contra el olvido y esperaban temerosos ese momento; aunque ya descreían de aquellas leyendas de indios salvajes, que se almorzaban a los extraños y jugaban con la cabeza de los enemigos, de las que tanto les habían hablado en Europa. De todas formas, Howell estaba convencido de que los indios los comerían crudos y su hermano Zachariah, que disfrutaba con su aprensión, le había metido en la cabeza el cuento de que siempre agarraban primero a los más pequeños porque resultaban más tiernos y sabrosos a tal punto que se los devoraban sin matarlos siquiera.

Francisco llegó una helada mañana de invierno, en medio de la escarcha, esquivando el fango, y ganó en silencio su lugar frente a la puerta de la casa de los Jenkins. Cuando los galeses advirtieron su presencia, el cacique ya los miraba desde el pequeño montículo que separaba los ranchos de la meseta infinita, rodeado por ocho o nueve perros de los tamaños más disímiles y seis o siete indios que, después se sabría, eran parte de su familia. Tenía marcadas las huellas del tiempo en su piel cetrina. A los galeses les pareció que se trataba de un anciano aunque pasaron muchos años hasta que los dejó, ya en los tiempos del ferrocarril. Aquel día no todos corrieron como Howell para meterse debajo de algún camastro, pero su presencia provocó pánico porque veían en Francisco a todas las leyendas que les habían contado sobre la Patagonia en los callejones de Liverpool, los bares de Manchester y las llanuras de Mountain Ash. Y la mayoría se quedó esperando, con resignación, que sacara por fin sus lanzas salvajes y emprendiera a los gritos contra ellos, los matara uno a uno y se los comiera a la carrera, en medio de un banquete de sangre. La tía Mary Anne habían pensado muchas veces sobre eso a la luz del fuego en el invierno glaciar. Estaba segura de que habían cruzado medio mundo para morir a manos de los aborígenes. La misma Rachel Thomas de Jenkins, que después sobrevivió para enterrar a varios de sus compañeros en aquella aventura, a su propio marido y también a algunos hijos, había dejado de coser hacía tiempo porque, decía,ni bien un indio se dé cuenta de que estamos aquí desamparados nos degollarán unos tras otros y harán la gran fiesta con nuestra carne blanca y dulzona.

Howell se había creído todos esos cuentos y por eso los Jenkins lucharon durante tres semanas para sacarlo de aquella habitación. El pánico se aplacaba durante el día pero retornaba con la oscuridad cuando Zachariah le traía una historia distinta cada noche, plena de crueldad, con un Francisco al que describía despiadado y colosal. Hasta que una mañana fueron a buscarlo con el té de ruda y tilo para bajar los espasmos de los malos sueños, siguiendo los consejos de la Nain Sara Jane, y ya no estaba en su cuarto. Los Jenkins dieron vuelta la casucha, al derecho y al revés, suponiendo que sólo se trataba de un cambio de escondite para escaparle a la infusión con gusto a destierro con que lo despertaban desde que apareció el cacique. Gritaron su nombre varias veces y escudriñaron en cada rincón, pero no apareció. Tampoco lo hallaron en el baño, que por ese entonces se ubicaba a unos diez metros de la casa para que el tufo de las descargas al pozo de las aguas negras no se metiera en la cocina. Recorrieron la chacra, dando unos alaridos enormes que hacían volar los pájaros y rompían los silencios eternos de aquella Patagonia del olvido; Y hasta inspeccionaron la vera del río pensando el peor de los finales. Con el sol bien arriba, ya sobre el mediodía, el Reverendo de la Colonia tomó cartas en el asunto y organizó una búsqueda con cuadrillas que formó con los adultos disponibles. Unos fueron hacia el mar, otros optaron por desandar el camino que no habían vuelto a recorrer desde la época del desembarco, con rumbo norte, y aquellos que tenían alguna experiencia manejando armas se aventuraron hacia el oeste, tierra de aborígenes, entre los que se anotó Sulun aun cuando rehuía a la violencia porque se decía un hombre de Dios y de paz. Rachel se unió al grupo que tomó hacia la costa del Atlántico y la Nain se quedó con su nieto Zachariah, que fue el único que adivinó la suerte de su hermano:Debe andar con los indios, dijo.

El día, que había llegado con el sabor dulce de la primavera, se volvió de pronto amargo y se llenó de angustia, y los colonos volvieron a enfrentarse con los fantasmas del pasado reciente, con los galeses que se habían perdido en el traslado desde el mar hasta el Camwy, como llamaban al río, y las historias cruentas que les habían contado sobre este rincón perdido de Sudamérica.

Los grupos fueron llegando sin novedades, ganados por la desazón, pero ni Sulun ni Rachel, ni mucho menos Zachariah, se mostraron desesperanzados, ni siquiera cuando la noche comenzó a sumir sobre la comarca en la oscuridad total de esa noche sin luna.



Howell despertó sobresaltado, empapado en sudor. El sueño, esta vez, resultó fatal: se vio crucificado en medio de la meseta, con los pies destrozados, y chorreando sangre por todo el cuerpo mientras los indios gritaba desbocados, poseídos, a su alrededor y un brujo fiero, con cuatro dientes, le seccionaba las extremidades mirándolo con una sonrisa ladina. Le había pasado en otras ocasiones, pero esta vez lo invadió un aroma nauseabundo que lo atemorizó por completo porque lo sintió real, palpable, como no había ocurrido antes.

Años después contaría que esa mañana decidió que debía despojarse de sus miedos de una vez y para siempre o resignarse a pelear con los fantasmas de sus pesadillas durante toda la vida. Así lo dejó asentado, también, en un improvisado diario de recuerdos que comenzó a escribir en sus viajes en tren cuando era ya un adulto duro y franco.

Esa fue una mañana de urgencia. Me vestí lo más rápido que pude y salí para la toldería. Es difícil estar semanas sin poder dormir, o despertar varias veces atrapado por el pánico. Tomé coraje y decidí ir hasta el campamento indio para sacarme todas las dudas de una vez.

Si lo pienso ahora, con la experiencia que dan los años, aquello fue temerario. Por esos días teníamos una idea equivocada sobre los aborígenes. Todavía los creíamos hostiles y hasta ese momento, más allá de Francisco, con el resto sólo nos mirábamos. Y con temor. Yo había escuchado que estaban río arriba y por eso me fui bordeando la margen norte, sorteando algunos arbustos que tenían más altura que yo y así fue como me encontré a Nahuel. Me acuerdo claramente porque iba mirando el suelo para no embarrar los únicos zapatos que tenía —y ganarme los retos de Nain— cuando de pronto levanté la cabeza y estábamos a diez centímetros, casi nos podíamos sentir el aliento. Creo que él tenía tanto miedo como yo.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que comenzamos a hablar, a tratar de comunicarnos, pero fue bastante. Hoy me parece una eternidad. De pronto él me mostró dos palos largos que llevaba en las manos y me hizo un ademán apuntando al río. Yo no entendí así que caminó unos metros e indicó unos pescados que, me di cuenta, había capturado. Ni sé cómo fue que empezamos a hablar pero en un rato me estaba enseñando a pescar así, arponeando. Ahí se me fue el miedo y ya no volví a soñar.

Fue Omar Price quien, finalmente, los encontró cerca de un recodo del río, mezclados entre los piquillines y algunos árboles. Howell y Nahuel, hijo mayor del Cacique Francisco, estaban enfrascados en un intento tozudo por comunicarse y por momentos, aun con las dificultades del idioma, franqueaban la barrera cultural que imponían los siglos rompiendo, así, la cadencia del resto del continente que siempre había saldado esas diferencias bajo el rigor de los pistolones y el filo de las espadas.

Sulun miró con recelo aquella amistad cuando esa noche Omar Price llegó a su chacra con Howell, pero con el tiempo fue cediendo y terminó por apreciar a Nahuel, a su padre Francisco y a casi todos los aborígenes con los que confraternizó. Rachel, en cambio, cobijó desde el primer instante al hijo del Cacique aun cuando, con el paso del tiempo, solía renegar con el resto de su tribu pues sospechaba que le robaban hortalizas, ya que desaparecían misteriosamente en primavera, cuando la toldería se instalaba en la tangente de la Colonia.

Nahuel y Howell iniciaron una amistad que ya no se rompería. El hijo del Cacique fue el primer contacto del mellizo fuera de su grupo familiar y con él descubriría, con los años, ese mundo que había más allá de su cuarto.

Sulun y Rachel ya no se atemorizaron cuando, un par de días después, Howell volvió a desaparecer sin dar aviso. Omar Price los condujo para que dieran con él, otra vez, en aquel recodo que se convirtió en el lugar de encuentro con el hijo de Francisco. Se transformó en la rutina de las siestas hasta que, a los pocos días, se les unió Zachariah.

Los tres fueron creciendo con sus juegos, que insólitamente entrelazaban. Mientras los mellizos se imaginaban duros guerreros galeses, con los poderes mágicos que les instituían los druidas, y luchaban contra los feroces ejércitos de la Corona ignominiosa que veían en cada árbol, en cada cardo de la vegetación, a los que descabezaban con sus espadas letales de ramas caídas; Nahuel se veía como el gran Cacique Tehuelche que lideraba la Patagonia bajo el influjo de los chamanes legendarios, y daba pelea a esos blancos que, como le había enseñado Francisco, y a éste Inacayal, constituían el peor enemigo de su pueblo allá en el norte lejano.

Entre los juegos míticos que jugaban en sus cabezas mientras avanzaban acá y allá por el valle, que poco a poco se iba formando desde el trabajo tozudo de los galeses, los mellizos fueron aprendiendo a ensamblar flechas en las ramas, fabricando lanzas y a confeccionar un arma de caza que los aborígenes llamaban boleadora, usada por Nahuel y los suyos con singular éxito para atrapar guanacos en la meseta infinita. Zachariah no imaginaba entonces que, años después, algunos de los secretos aprendidos en esos días serían vitales para sobrevivir en las selvas tropicales, en medio de las guerras.

El hijo del Cacique fue el primero de su pueblo que aprendió algunas palabras en galés mientras le marcaba a Zachariah y a Howell las cosas, enseñándoles vocablos de su idioma. Con el tiempo perfeccionaron su comunicación mezclando las lenguas de tal manera que sólo ellos se entendían.

Con Nahuel, los mellizos no solo aprendieron a construir elementos de caza, sino también de pesca con los pocos recursos naturales que brindaba la Patagonia; y fue gracias a las enseñanzas del hijo del Cacique que se convirtieron en eximios jinetes, algo que Zachariah apreció especialmente cuando esa capacidad lo salvó de caer, mucho tiempo después, dentro de las grietas que se abrían a su paso en su aventura al oeste insondable.



¡Sudamérica! Rachel se asombró cuando Sulun Jenkins le habló de la reunión a la que había asistido, en Montain Ash, convocada por un grupo de galeses cansados del yugo británico. Tenían una propuesta del sur del mundo para mudar sus esperanzas y fundar una colonia en esas tierras deshabitadas por el hombre blanco.

Después de recorrer las bibliotecas de los vecinos y hurgar entre los mapas que fue encontrando, Rachel, por fin, se formó una vaga idea del tamaño de la empresa: debían cruzar el océano para llegar a un destino desconocido. Y fue por John Williams Jones, un periodista que se oponía a la travesía, que supo de las fábulas canibalescas de los aborígenes patagónicos.

Garibaldi, tal como firmaba sus artículos aquel escriba de la época, actuaba en rigor para convencer galeses que Estados Unidos era el mejor destino posible: Ya por aquellos años los lobistas accionaban en función de los intereses del dinero, como siempre ha sido, y los dueños de las tierras en Norteamérica necesitaban ocuparlas.

Rachel Williams quedó atónita con el relato. El hombre le describió un desierto salvaje plagado de indios de dos metros de altura y un extraño color ámbar en la piel, matarifes que vivían enterrados en las dunas esperando el paso de los incautos para comerlos vivos en medios de orgías de sangre que eran famosas en el continente.

El día que partieron de Liverpool, con los mellizos Howell y Zachariah, la Nain Sara Jane y todos los baúles que les permitieron, Rachel comenzó a llorar desconsoladamente y no se detuvo hasta que cruzaron el Trópico bajo un sol tajante que les puso colorada la piel y les hizo hervir las cabezas.

El paso por la gran ciudad del norte, ya en la nación anfitriona, resultó un pequeño bálsamo pero cuando llegaron a la tierra prometida se encontraron con la nada misma, sin agua, con pocas reservas de alimentos y asustados hasta la médula por aquellas historias de bárbaros que les habían contado.

El viaje se hizo en un barco lleno de grietas que crujía por las noches ante cada ola del mar profundo; y la mitad de los galeses que se animó a la travesía vació sus vísceras una y otra vez por la falta de costumbre al bamboleo de la navegación.

Habían pasado dos meses y 14 mil kilómetros de océano. No encontraron ese desierto hostil, plagado de fieras, del que tanto les había advertido Garibaldi pero desde el instante mismo en que vieron tierra, se dieron cuenta de que tampoco los esperaba el Edén. El invierno pleno, además, se encargó de recibirlos con una lluvia pertinaz y un viento de mil demonios que los mantuvo a bordo de aquella embarcación mínima durante los primeros dos días.

Debieron esperar el paso de la tempestad para comenzar el desembarco. Resultó trabajoso porque sólo había un par de botes y con ellos se hicieron interminables viajes a la costa para trasladar primero a los viajeros, unos 150, luego los víveres y por últimos algunas herramientas y pequeños muebles.

Raquel volvió a lidiar con la Nain. Su madre no quería saber nada en Liverpool a la hora de emprender viaje y ahora se empacaba por continuar a bordo. Fue la última en bajar bajo amenaza de quedar abandonada, en soledad, dentro de aquella caja de madera que no dejaba de crujir.

A modo de bienvenida el gobierno local había enviado por tierra algunas vacas y unos cuantos caballos. Pasaron la primera jornada en unas cuevas tenebrosas que se inundaban con la marea alta mientras improvisaban casuchas rústicas para resguardar los víveres y almacenar herramientas.

Lo primero que anotó Sulun Jenkins en su diario fue desolador.Me pregunto cómo haremos nosotros, que somos casi todos mineros, para sembrar algo aquí. Me arrepiento de haberle hecho promesas a Rachel porque estoy viendo lo difícil que será cumplirlas.Más allá de los metros que hemos ocupado todo parece desolación, y encima hay que andar esquivando la cagatina de los animales que nos estaban esperando.

Durante la primera noche en tierra se desató una tormenta furiosa. El cielo comenzó a cubrirse con los últimos rayos del sol y las primeras gotas, que alegraron a los galeses porque los trasladaban a la humedad de aquellos hogares que habían dejado en Europa, se transformaron en un vendaval de agua y viento que los obligó a refugiarse en aquellas construcciones precarias pensadas para provisiones, no para abrigo. El frío penetró como cuchillada filosa por las hendijas que dejaban las maderas, desprolijamente clavadas, y les caló hasta los huesos. Los más pequeños fueron un solo llanto hasta la madrugada y los más grandes ni tiempo tuvieron de pensar en el descanso: unos sosteniendo las paredes para que no se las lleven las ráfagas temerarias que los sacudían y otros buscando los animales que a la mitad del diluvio se soltaron y corrieron hacia el campo infinito.

El sol recién volvió a media mañana pero la noche dejó un panorama deprimente. Las provisiones se mojaron y hubo que tirar la mayoría; y aquellas casuchas quedaron tan maltrechas que debieron derribarse completamente para ponerlas en pie nuevamente con lo poco que no se había quebrado bajo el rigor de las ráfagas.

Sulun Jenkins y Omar Price no se amilanaron ante semejante adversidad. Y, cuando algunos ya pensaban en el retorno al viejo continente, organizaron a un grupo de adultos y se dieron a la tarea de empezar la nueva vida.

Rescataron lo poco que había quedado en condiciones de ser utilizado y construyeron un par de refugios para las mujeres y los más chicos. Allí alojaron esos alimentos que se salvaron del temporal y comenzaron a desmontar los arbustos de los alrededores, luchando con el fango, mientras otro grupo, más numeroso, salió a buscar los animales perdidos.

En una semana tuvieron disponibles un par de hectáreas para sembrar, pero por más que lo intentaron, tirando todo tipo de semillas, nada creció en esa tierra gris que después de la lluvia se secó y no hubo forma de ablandarla. El agua que dispusieron para regar, y que encontraron después de varios intentos cavando la tierra, tampoco los benefició ya que por mucho que se alejaran del mar nunca perdía su porción de sal y terminaba arruinando el suelo. De modo que de nada sirvió el esfuerzo de Daniel Harris por acostumbrar a un par de caballos a la tarea de tirar del pesado arado que habían traído consigo.

Sulun tardó varios días en domesticar una vaca para sacarle su leche. A diferencia de los animales que había conocido en Gales, los que el Gobierno les dejó en ese lugar olvidado de Dios no estaban acostumbrados a que los toquen, ni mucho menos a que les aprieten las tetas.

La primera vez que lo intentó tuvo la precaria idea de enlazar la vaca en el cuello y atarse la soga a la cintura para evitar algún intento de fuga pero, ni bien puso sus manos sobre las ubres, el animal salió disparado hacia el campo y lo arrastró varios kilómetros entre los arbustos en punta, piquillines ásperos y un par de tunas enanas que Sulun recorrió desde su frente hasta la punta de sus pies. Durante tres días Rachel estuvo quitándole espinas de la espalda, los sobacos, las piernas y hasta los testículos, que tuvo hinchados las siguientes semanas con un ardor de mil demonios que apenas si le permitía ponerse pantalones. Cada noche la Nain, que a regañadientes había tenido que hacerse cargo de los mellizos con todos estos acontecimientos, le lavaba las partes con un té frío de ruda que le dejaba un tufo espantoso al punto que Rachel lo obligó a dormir lejos del resto de la familia hasta que finalmente sanó.

Sulun Jenkins llegó a pensar que la Patagonia entera conspiraba contra sus intenciones. Y a cada frustración, entre el fango y la lluvia, maldecía por lo bajo a un tal Lewis Jones, el hombre que lo había convencido en Montain Ash del futuro prodigioso que los esperaba en el sur del mundo y quien, ni bien pisaron tierra, se había embarcado con rumbo a la Capital.

Todo en aquel desamparo tenía el sabor del fracaso. Llenaron los alrededores de agujeros profundísimos para encontrarse siempre con el mismo gusto salobre de un agua marrón oscuro y áspera. No hubo semilla, de las varias que trajeron, que prendiera siquiera un instante. La tierra renegrida sólo producía un fango pegajoso que atollaba a las vacas, bestias salvajes a las que jamás habían tocado para sacarle su leche. El viento frío del oeste les rompía los corazones. Cada mañana los galeses encontraban los cubos de agua congelados, las narices se les ponían tiesas y andaban de acá para allá con los mocos colgando, que resultaba un testigo notable del invierno riguroso.

Fue por esos días que David, uno de los jóvenes solteros que venía con el grupo, salió a explorar los alrededores y se perdió para siempre, desacostumbrado a caminar en esa tierra infinita en donde todos los puntos cardinales se parecen al sur.

No había tregua para esa gente hasta que, finalmente, aquel capitán de la aventura llegó con más caballos, algunas hogazas bastante duras, un poco de harina, azúcar y un nuevo plan:Nos trasladaremos hacia el sur,dijo. Serán un par de días de marcha pero quizás sean los últimos, pues iremos hasta un río que nos dará el agua que necesitamos, explicó. Cadfan, el carpintero del grupo, se dio a la tarea de recoger los restos de madera que habían quedado esparcidos por el campo después del vendaval de aquella primera noche y construir con ellos una especie de carro, aunque más no fuera para trasladar a las madres que llevaban pequeños en brazos. El resto de las cosas irían en los caballos pues los adultos tendrían que caminar.

Partieron con la primavera en el horizonte pero ni bien dejaron el mar a sus espaldas se vieron rodeados de una inmensidad que, hasta allí, sólo imaginaban detrás de las colinas que observaban desde la playa. Una tierra vasta sin horizontes, con arbustos de medio metro como toda vegetación, y un piso polvoriento se les presentó de repente como para amedrentar a cualquier aventurero, pero los sueños fueron más fuertes y las esperanzas cobraron mayor vigor ante aquella adversidad.

El paso cansino, sorteando lomadas y grietas, volvió lenta la marcha pero al cabo de la primera jornada habían logrado avanzar varios kilómetros. Con las estrellas como manto y varias fogatas de abrigo pasaron así la noche bajo el cielo de esa Patagonia profunda y hostil que pretendían domesticar, aun cuando la mitad de los galeses no logró pegar un ojo por el temor de que aparecieran los indios para cocinarlos a fuego lento y devorarlos de a uno.

La paz se terminó al día siguiente. El viento, al que se acostumbrarían con los años, les hizo sentir el rigor del desamparo y la lluvia se sumó al festival de la tormenta. No fue suficiente con agruparse contra la carreta y taparse con cuantas matas encontraran pues ni bien bajó la intensidad del temporal se encontraron con los pies hundidos hasta las rodillas en el fango y los animales desparramados por todo el campo. Dos días demoraron en reunir a las vacas y los caballos nuevamente para reiniciar la marcha, ahora más lenta producto de los estragos que había hecho el agua abriendo zanjones y formando lagunas.

Poco a poco, sin embargo, fueron sorteando los escollos y al séptimo día Lewis Jones, que en ocasiones gustaba de presentarse solemne y altivo, reunió al grupo en torno a la fogata nocturna y les anunció que detrás de la colina sobre la que se había puesto el sol se encontraba, por fin, el río que buscaban.

Habían penado durante toda la semana hasta allí, perdiendo animales, pertrechos y hasta un par de galeses en el medio de la tempestad de la primera jornada de los que no volvieron a saber hasta muchos años después.

Ya en el lugar que elegirían para armar su nueva vida se enteraron de que pocos kilómetros al Este, en la desembocadura del río, había encallado el barco que les traía víveres y herramientas, perdiendo casi toda la carga.

El Reverendo que lideraba el grupo, desde lo espiritual y también en los hechos, tomó entonces las riendas por primera vez desde que habían tocado tierra y organizó a la población, imponiendo trabajos según las profesiones y capacidades de cada uno y dando sermones larguísimos cada noche en los que abundaba sobre los placeres del sacrificio y los beneficios del trabajo sin intereses mezquinos. Y en la importancia de apostar por aquello aunque más no fuera en nombre de los que habían muerto en el intento.

Aprendieron rápido a fabricar ladrillos de adobe y así construyeron las primeras casas, aprovechando además algunas maderas del naufragio para improvisar muebles, muy rústicos y básicos, mientras esperaban el reparto de tierras que les había prometido el ministro del Gobierno anfitrión.

Fueron los tiempos más duros. La presencia de Francisco y su gente generó el temor de lo desconocido, acaso magnificado por las leyendas oscuras, de una fascinación insólita, que les habían contado del otro lado del mundo. Durante semanas galeses y tehuelches se miraron con recelo, sospechándose, tensionados.

El asentamiento no era sino un río sinuoso, casi desnudo de vegetación, al que rodeaba una meseta pelada y fría tanto al sur como al norte. Los inviernos traían heladas rotundas, alguna que otra nieve, un poco más de lluvia y ese viento filoso que cortaba la piel. Todo era escaso por esos días, lo que potenciaba la orfandad. No alcanzaban los abrigos, los arbustos siempre húmedos a los que echaban mano, apenas si expelía un humo hediondo que se impregnaba para siempre, y las paredes eran construcciones rústicas que se levantaban como protección de la intemperie más que como hogares, pues distaban bastante de serlo. El calor era apenas una llama tenue en derredor de la que cada familia se amuchaba como podía para regocijar el alma más que el cuerpo, todo tembleque. La mayoría llegó con su pasado de minero y esa impericia para sacarle comida a la tierra los tuvo penando por mucho tiempo. No sabían cazar y la pesca, a lo sumo, había sido un pasatiempo en su pasado europeo.

Aquellos primeros contactos con los indios terminaron por salvarles la vida porque de ellos aprendieron algunos secretos sobre la tierra y sus animales autóctonos, que al final de todas las cosas les permitieron sobrevivir a ese comienzo riguroso.

Más de una vez pensaron en la imposibilidad de la batalla, en nuevos rumbos, en otras oportunidades pero siempre el destino los dejó allí, en esa soledad del fin del mundo, como colgados de todos los mapas, en ese lugar de ruta única por el que nadie pasaba.
 

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09 OCT 2015 - 9:10

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Francisco

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Francisco llegó una helada mañana de invierno, en medio de la escarcha, esquivando el fango, y ganó en silencio su lugar frente a la puerta de la casa de los Jenkins. Cuando los galeses advirtieron su presencia, el cacique ya los miraba desde el pequeño montículo que separaba los ranchos de la meseta infinita, rodeado por ocho o nueve perros de los tamaños más disímiles y seis o siete indios que, después se sabría, eran parte de su familia. Tenía marcadas las huellas del tiempo en su piel cetrina. A los galeses les pareció que se trataba de un anciano aunque pasaron muchos años hasta que los dejó, ya en los tiempos del ferrocarril. Aquel día no todos corrieron como Howell para meterse debajo de algún camastro, pero su presencia provocó pánico porque veían en Francisco a todas las leyendas que les habían contado sobre la Patagonia en los callejones de Liverpool, los bares de Manchester y las llanuras de Mountain Ash. Y la mayoría se quedó esperando, con resignación, que sacara por fin sus lanzas salvajes y emprendiera a los gritos contra ellos, los matara uno a uno y se los comiera a la carrera, en medio de un banquete de sangre. La tía Mary Anne habían pensado muchas veces sobre eso a la luz del fuego en el invierno glaciar. Estaba segura de que habían cruzado medio mundo para morir a manos de los aborígenes. La misma Rachel Thomas de Jenkins, que después sobrevivió para enterrar a varios de sus compañeros en aquella aventura, a su propio marido y también a algunos hijos, había dejado de coser hacía tiempo porque, decía,ni bien un indio se dé cuenta de que estamos aquí desamparados nos degollarán unos tras otros y harán la gran fiesta con nuestra carne blanca y dulzona.

Howell se había creído todos esos cuentos y por eso los Jenkins lucharon durante tres semanas para sacarlo de aquella habitación. El pánico se aplacaba durante el día pero retornaba con la oscuridad cuando Zachariah le traía una historia distinta cada noche, plena de crueldad, con un Francisco al que describía despiadado y colosal. Hasta que una mañana fueron a buscarlo con el té de ruda y tilo para bajar los espasmos de los malos sueños, siguiendo los consejos de la Nain Sara Jane, y ya no estaba en su cuarto. Los Jenkins dieron vuelta la casucha, al derecho y al revés, suponiendo que sólo se trataba de un cambio de escondite para escaparle a la infusión con gusto a destierro con que lo despertaban desde que apareció el cacique. Gritaron su nombre varias veces y escudriñaron en cada rincón, pero no apareció. Tampoco lo hallaron en el baño, que por ese entonces se ubicaba a unos diez metros de la casa para que el tufo de las descargas al pozo de las aguas negras no se metiera en la cocina. Recorrieron la chacra, dando unos alaridos enormes que hacían volar los pájaros y rompían los silencios eternos de aquella Patagonia del olvido; Y hasta inspeccionaron la vera del río pensando el peor de los finales. Con el sol bien arriba, ya sobre el mediodía, el Reverendo de la Colonia tomó cartas en el asunto y organizó una búsqueda con cuadrillas que formó con los adultos disponibles. Unos fueron hacia el mar, otros optaron por desandar el camino que no habían vuelto a recorrer desde la época del desembarco, con rumbo norte, y aquellos que tenían alguna experiencia manejando armas se aventuraron hacia el oeste, tierra de aborígenes, entre los que se anotó Sulun aun cuando rehuía a la violencia porque se decía un hombre de Dios y de paz. Rachel se unió al grupo que tomó hacia la costa del Atlántico y la Nain se quedó con su nieto Zachariah, que fue el único que adivinó la suerte de su hermano:Debe andar con los indios, dijo.

El día, que había llegado con el sabor dulce de la primavera, se volvió de pronto amargo y se llenó de angustia, y los colonos volvieron a enfrentarse con los fantasmas del pasado reciente, con los galeses que se habían perdido en el traslado desde el mar hasta el Camwy, como llamaban al río, y las historias cruentas que les habían contado sobre este rincón perdido de Sudamérica.

Los grupos fueron llegando sin novedades, ganados por la desazón, pero ni Sulun ni Rachel, ni mucho menos Zachariah, se mostraron desesperanzados, ni siquiera cuando la noche comenzó a sumir sobre la comarca en la oscuridad total de esa noche sin luna.



Howell despertó sobresaltado, empapado en sudor. El sueño, esta vez, resultó fatal: se vio crucificado en medio de la meseta, con los pies destrozados, y chorreando sangre por todo el cuerpo mientras los indios gritaba desbocados, poseídos, a su alrededor y un brujo fiero, con cuatro dientes, le seccionaba las extremidades mirándolo con una sonrisa ladina. Le había pasado en otras ocasiones, pero esta vez lo invadió un aroma nauseabundo que lo atemorizó por completo porque lo sintió real, palpable, como no había ocurrido antes.

Años después contaría que esa mañana decidió que debía despojarse de sus miedos de una vez y para siempre o resignarse a pelear con los fantasmas de sus pesadillas durante toda la vida. Así lo dejó asentado, también, en un improvisado diario de recuerdos que comenzó a escribir en sus viajes en tren cuando era ya un adulto duro y franco.

Esa fue una mañana de urgencia. Me vestí lo más rápido que pude y salí para la toldería. Es difícil estar semanas sin poder dormir, o despertar varias veces atrapado por el pánico. Tomé coraje y decidí ir hasta el campamento indio para sacarme todas las dudas de una vez.

Si lo pienso ahora, con la experiencia que dan los años, aquello fue temerario. Por esos días teníamos una idea equivocada sobre los aborígenes. Todavía los creíamos hostiles y hasta ese momento, más allá de Francisco, con el resto sólo nos mirábamos. Y con temor. Yo había escuchado que estaban río arriba y por eso me fui bordeando la margen norte, sorteando algunos arbustos que tenían más altura que yo y así fue como me encontré a Nahuel. Me acuerdo claramente porque iba mirando el suelo para no embarrar los únicos zapatos que tenía —y ganarme los retos de Nain— cuando de pronto levanté la cabeza y estábamos a diez centímetros, casi nos podíamos sentir el aliento. Creo que él tenía tanto miedo como yo.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que comenzamos a hablar, a tratar de comunicarnos, pero fue bastante. Hoy me parece una eternidad. De pronto él me mostró dos palos largos que llevaba en las manos y me hizo un ademán apuntando al río. Yo no entendí así que caminó unos metros e indicó unos pescados que, me di cuenta, había capturado. Ni sé cómo fue que empezamos a hablar pero en un rato me estaba enseñando a pescar así, arponeando. Ahí se me fue el miedo y ya no volví a soñar.

Fue Omar Price quien, finalmente, los encontró cerca de un recodo del río, mezclados entre los piquillines y algunos árboles. Howell y Nahuel, hijo mayor del Cacique Francisco, estaban enfrascados en un intento tozudo por comunicarse y por momentos, aun con las dificultades del idioma, franqueaban la barrera cultural que imponían los siglos rompiendo, así, la cadencia del resto del continente que siempre había saldado esas diferencias bajo el rigor de los pistolones y el filo de las espadas.

Sulun miró con recelo aquella amistad cuando esa noche Omar Price llegó a su chacra con Howell, pero con el tiempo fue cediendo y terminó por apreciar a Nahuel, a su padre Francisco y a casi todos los aborígenes con los que confraternizó. Rachel, en cambio, cobijó desde el primer instante al hijo del Cacique aun cuando, con el paso del tiempo, solía renegar con el resto de su tribu pues sospechaba que le robaban hortalizas, ya que desaparecían misteriosamente en primavera, cuando la toldería se instalaba en la tangente de la Colonia.

Nahuel y Howell iniciaron una amistad que ya no se rompería. El hijo del Cacique fue el primer contacto del mellizo fuera de su grupo familiar y con él descubriría, con los años, ese mundo que había más allá de su cuarto.

Sulun y Rachel ya no se atemorizaron cuando, un par de días después, Howell volvió a desaparecer sin dar aviso. Omar Price los condujo para que dieran con él, otra vez, en aquel recodo que se convirtió en el lugar de encuentro con el hijo de Francisco. Se transformó en la rutina de las siestas hasta que, a los pocos días, se les unió Zachariah.

Los tres fueron creciendo con sus juegos, que insólitamente entrelazaban. Mientras los mellizos se imaginaban duros guerreros galeses, con los poderes mágicos que les instituían los druidas, y luchaban contra los feroces ejércitos de la Corona ignominiosa que veían en cada árbol, en cada cardo de la vegetación, a los que descabezaban con sus espadas letales de ramas caídas; Nahuel se veía como el gran Cacique Tehuelche que lideraba la Patagonia bajo el influjo de los chamanes legendarios, y daba pelea a esos blancos que, como le había enseñado Francisco, y a éste Inacayal, constituían el peor enemigo de su pueblo allá en el norte lejano.

Entre los juegos míticos que jugaban en sus cabezas mientras avanzaban acá y allá por el valle, que poco a poco se iba formando desde el trabajo tozudo de los galeses, los mellizos fueron aprendiendo a ensamblar flechas en las ramas, fabricando lanzas y a confeccionar un arma de caza que los aborígenes llamaban boleadora, usada por Nahuel y los suyos con singular éxito para atrapar guanacos en la meseta infinita. Zachariah no imaginaba entonces que, años después, algunos de los secretos aprendidos en esos días serían vitales para sobrevivir en las selvas tropicales, en medio de las guerras.

El hijo del Cacique fue el primero de su pueblo que aprendió algunas palabras en galés mientras le marcaba a Zachariah y a Howell las cosas, enseñándoles vocablos de su idioma. Con el tiempo perfeccionaron su comunicación mezclando las lenguas de tal manera que sólo ellos se entendían.

Con Nahuel, los mellizos no solo aprendieron a construir elementos de caza, sino también de pesca con los pocos recursos naturales que brindaba la Patagonia; y fue gracias a las enseñanzas del hijo del Cacique que se convirtieron en eximios jinetes, algo que Zachariah apreció especialmente cuando esa capacidad lo salvó de caer, mucho tiempo después, dentro de las grietas que se abrían a su paso en su aventura al oeste insondable.



¡Sudamérica! Rachel se asombró cuando Sulun Jenkins le habló de la reunión a la que había asistido, en Montain Ash, convocada por un grupo de galeses cansados del yugo británico. Tenían una propuesta del sur del mundo para mudar sus esperanzas y fundar una colonia en esas tierras deshabitadas por el hombre blanco.

Después de recorrer las bibliotecas de los vecinos y hurgar entre los mapas que fue encontrando, Rachel, por fin, se formó una vaga idea del tamaño de la empresa: debían cruzar el océano para llegar a un destino desconocido. Y fue por John Williams Jones, un periodista que se oponía a la travesía, que supo de las fábulas canibalescas de los aborígenes patagónicos.

Garibaldi, tal como firmaba sus artículos aquel escriba de la época, actuaba en rigor para convencer galeses que Estados Unidos era el mejor destino posible: Ya por aquellos años los lobistas accionaban en función de los intereses del dinero, como siempre ha sido, y los dueños de las tierras en Norteamérica necesitaban ocuparlas.

Rachel Williams quedó atónita con el relato. El hombre le describió un desierto salvaje plagado de indios de dos metros de altura y un extraño color ámbar en la piel, matarifes que vivían enterrados en las dunas esperando el paso de los incautos para comerlos vivos en medios de orgías de sangre que eran famosas en el continente.

El día que partieron de Liverpool, con los mellizos Howell y Zachariah, la Nain Sara Jane y todos los baúles que les permitieron, Rachel comenzó a llorar desconsoladamente y no se detuvo hasta que cruzaron el Trópico bajo un sol tajante que les puso colorada la piel y les hizo hervir las cabezas.

El paso por la gran ciudad del norte, ya en la nación anfitriona, resultó un pequeño bálsamo pero cuando llegaron a la tierra prometida se encontraron con la nada misma, sin agua, con pocas reservas de alimentos y asustados hasta la médula por aquellas historias de bárbaros que les habían contado.

El viaje se hizo en un barco lleno de grietas que crujía por las noches ante cada ola del mar profundo; y la mitad de los galeses que se animó a la travesía vació sus vísceras una y otra vez por la falta de costumbre al bamboleo de la navegación.

Habían pasado dos meses y 14 mil kilómetros de océano. No encontraron ese desierto hostil, plagado de fieras, del que tanto les había advertido Garibaldi pero desde el instante mismo en que vieron tierra, se dieron cuenta de que tampoco los esperaba el Edén. El invierno pleno, además, se encargó de recibirlos con una lluvia pertinaz y un viento de mil demonios que los mantuvo a bordo de aquella embarcación mínima durante los primeros dos días.

Debieron esperar el paso de la tempestad para comenzar el desembarco. Resultó trabajoso porque sólo había un par de botes y con ellos se hicieron interminables viajes a la costa para trasladar primero a los viajeros, unos 150, luego los víveres y por últimos algunas herramientas y pequeños muebles.

Raquel volvió a lidiar con la Nain. Su madre no quería saber nada en Liverpool a la hora de emprender viaje y ahora se empacaba por continuar a bordo. Fue la última en bajar bajo amenaza de quedar abandonada, en soledad, dentro de aquella caja de madera que no dejaba de crujir.

A modo de bienvenida el gobierno local había enviado por tierra algunas vacas y unos cuantos caballos. Pasaron la primera jornada en unas cuevas tenebrosas que se inundaban con la marea alta mientras improvisaban casuchas rústicas para resguardar los víveres y almacenar herramientas.

Lo primero que anotó Sulun Jenkins en su diario fue desolador.Me pregunto cómo haremos nosotros, que somos casi todos mineros, para sembrar algo aquí. Me arrepiento de haberle hecho promesas a Rachel porque estoy viendo lo difícil que será cumplirlas.Más allá de los metros que hemos ocupado todo parece desolación, y encima hay que andar esquivando la cagatina de los animales que nos estaban esperando.

Durante la primera noche en tierra se desató una tormenta furiosa. El cielo comenzó a cubrirse con los últimos rayos del sol y las primeras gotas, que alegraron a los galeses porque los trasladaban a la humedad de aquellos hogares que habían dejado en Europa, se transformaron en un vendaval de agua y viento que los obligó a refugiarse en aquellas construcciones precarias pensadas para provisiones, no para abrigo. El frío penetró como cuchillada filosa por las hendijas que dejaban las maderas, desprolijamente clavadas, y les caló hasta los huesos. Los más pequeños fueron un solo llanto hasta la madrugada y los más grandes ni tiempo tuvieron de pensar en el descanso: unos sosteniendo las paredes para que no se las lleven las ráfagas temerarias que los sacudían y otros buscando los animales que a la mitad del diluvio se soltaron y corrieron hacia el campo infinito.

El sol recién volvió a media mañana pero la noche dejó un panorama deprimente. Las provisiones se mojaron y hubo que tirar la mayoría; y aquellas casuchas quedaron tan maltrechas que debieron derribarse completamente para ponerlas en pie nuevamente con lo poco que no se había quebrado bajo el rigor de las ráfagas.

Sulun Jenkins y Omar Price no se amilanaron ante semejante adversidad. Y, cuando algunos ya pensaban en el retorno al viejo continente, organizaron a un grupo de adultos y se dieron a la tarea de empezar la nueva vida.

Rescataron lo poco que había quedado en condiciones de ser utilizado y construyeron un par de refugios para las mujeres y los más chicos. Allí alojaron esos alimentos que se salvaron del temporal y comenzaron a desmontar los arbustos de los alrededores, luchando con el fango, mientras otro grupo, más numeroso, salió a buscar los animales perdidos.

En una semana tuvieron disponibles un par de hectáreas para sembrar, pero por más que lo intentaron, tirando todo tipo de semillas, nada creció en esa tierra gris que después de la lluvia se secó y no hubo forma de ablandarla. El agua que dispusieron para regar, y que encontraron después de varios intentos cavando la tierra, tampoco los benefició ya que por mucho que se alejaran del mar nunca perdía su porción de sal y terminaba arruinando el suelo. De modo que de nada sirvió el esfuerzo de Daniel Harris por acostumbrar a un par de caballos a la tarea de tirar del pesado arado que habían traído consigo.

Sulun tardó varios días en domesticar una vaca para sacarle su leche. A diferencia de los animales que había conocido en Gales, los que el Gobierno les dejó en ese lugar olvidado de Dios no estaban acostumbrados a que los toquen, ni mucho menos a que les aprieten las tetas.

La primera vez que lo intentó tuvo la precaria idea de enlazar la vaca en el cuello y atarse la soga a la cintura para evitar algún intento de fuga pero, ni bien puso sus manos sobre las ubres, el animal salió disparado hacia el campo y lo arrastró varios kilómetros entre los arbustos en punta, piquillines ásperos y un par de tunas enanas que Sulun recorrió desde su frente hasta la punta de sus pies. Durante tres días Rachel estuvo quitándole espinas de la espalda, los sobacos, las piernas y hasta los testículos, que tuvo hinchados las siguientes semanas con un ardor de mil demonios que apenas si le permitía ponerse pantalones. Cada noche la Nain, que a regañadientes había tenido que hacerse cargo de los mellizos con todos estos acontecimientos, le lavaba las partes con un té frío de ruda que le dejaba un tufo espantoso al punto que Rachel lo obligó a dormir lejos del resto de la familia hasta que finalmente sanó.

Sulun Jenkins llegó a pensar que la Patagonia entera conspiraba contra sus intenciones. Y a cada frustración, entre el fango y la lluvia, maldecía por lo bajo a un tal Lewis Jones, el hombre que lo había convencido en Montain Ash del futuro prodigioso que los esperaba en el sur del mundo y quien, ni bien pisaron tierra, se había embarcado con rumbo a la Capital.

Todo en aquel desamparo tenía el sabor del fracaso. Llenaron los alrededores de agujeros profundísimos para encontrarse siempre con el mismo gusto salobre de un agua marrón oscuro y áspera. No hubo semilla, de las varias que trajeron, que prendiera siquiera un instante. La tierra renegrida sólo producía un fango pegajoso que atollaba a las vacas, bestias salvajes a las que jamás habían tocado para sacarle su leche. El viento frío del oeste les rompía los corazones. Cada mañana los galeses encontraban los cubos de agua congelados, las narices se les ponían tiesas y andaban de acá para allá con los mocos colgando, que resultaba un testigo notable del invierno riguroso.

Fue por esos días que David, uno de los jóvenes solteros que venía con el grupo, salió a explorar los alrededores y se perdió para siempre, desacostumbrado a caminar en esa tierra infinita en donde todos los puntos cardinales se parecen al sur.

No había tregua para esa gente hasta que, finalmente, aquel capitán de la aventura llegó con más caballos, algunas hogazas bastante duras, un poco de harina, azúcar y un nuevo plan:Nos trasladaremos hacia el sur,dijo. Serán un par de días de marcha pero quizás sean los últimos, pues iremos hasta un río que nos dará el agua que necesitamos, explicó. Cadfan, el carpintero del grupo, se dio a la tarea de recoger los restos de madera que habían quedado esparcidos por el campo después del vendaval de aquella primera noche y construir con ellos una especie de carro, aunque más no fuera para trasladar a las madres que llevaban pequeños en brazos. El resto de las cosas irían en los caballos pues los adultos tendrían que caminar.

Partieron con la primavera en el horizonte pero ni bien dejaron el mar a sus espaldas se vieron rodeados de una inmensidad que, hasta allí, sólo imaginaban detrás de las colinas que observaban desde la playa. Una tierra vasta sin horizontes, con arbustos de medio metro como toda vegetación, y un piso polvoriento se les presentó de repente como para amedrentar a cualquier aventurero, pero los sueños fueron más fuertes y las esperanzas cobraron mayor vigor ante aquella adversidad.

El paso cansino, sorteando lomadas y grietas, volvió lenta la marcha pero al cabo de la primera jornada habían logrado avanzar varios kilómetros. Con las estrellas como manto y varias fogatas de abrigo pasaron así la noche bajo el cielo de esa Patagonia profunda y hostil que pretendían domesticar, aun cuando la mitad de los galeses no logró pegar un ojo por el temor de que aparecieran los indios para cocinarlos a fuego lento y devorarlos de a uno.

La paz se terminó al día siguiente. El viento, al que se acostumbrarían con los años, les hizo sentir el rigor del desamparo y la lluvia se sumó al festival de la tormenta. No fue suficiente con agruparse contra la carreta y taparse con cuantas matas encontraran pues ni bien bajó la intensidad del temporal se encontraron con los pies hundidos hasta las rodillas en el fango y los animales desparramados por todo el campo. Dos días demoraron en reunir a las vacas y los caballos nuevamente para reiniciar la marcha, ahora más lenta producto de los estragos que había hecho el agua abriendo zanjones y formando lagunas.

Poco a poco, sin embargo, fueron sorteando los escollos y al séptimo día Lewis Jones, que en ocasiones gustaba de presentarse solemne y altivo, reunió al grupo en torno a la fogata nocturna y les anunció que detrás de la colina sobre la que se había puesto el sol se encontraba, por fin, el río que buscaban.

Habían penado durante toda la semana hasta allí, perdiendo animales, pertrechos y hasta un par de galeses en el medio de la tempestad de la primera jornada de los que no volvieron a saber hasta muchos años después.

Ya en el lugar que elegirían para armar su nueva vida se enteraron de que pocos kilómetros al Este, en la desembocadura del río, había encallado el barco que les traía víveres y herramientas, perdiendo casi toda la carga.

El Reverendo que lideraba el grupo, desde lo espiritual y también en los hechos, tomó entonces las riendas por primera vez desde que habían tocado tierra y organizó a la población, imponiendo trabajos según las profesiones y capacidades de cada uno y dando sermones larguísimos cada noche en los que abundaba sobre los placeres del sacrificio y los beneficios del trabajo sin intereses mezquinos. Y en la importancia de apostar por aquello aunque más no fuera en nombre de los que habían muerto en el intento.

Aprendieron rápido a fabricar ladrillos de adobe y así construyeron las primeras casas, aprovechando además algunas maderas del naufragio para improvisar muebles, muy rústicos y básicos, mientras esperaban el reparto de tierras que les había prometido el ministro del Gobierno anfitrión.

Fueron los tiempos más duros. La presencia de Francisco y su gente generó el temor de lo desconocido, acaso magnificado por las leyendas oscuras, de una fascinación insólita, que les habían contado del otro lado del mundo. Durante semanas galeses y tehuelches se miraron con recelo, sospechándose, tensionados.

El asentamiento no era sino un río sinuoso, casi desnudo de vegetación, al que rodeaba una meseta pelada y fría tanto al sur como al norte. Los inviernos traían heladas rotundas, alguna que otra nieve, un poco más de lluvia y ese viento filoso que cortaba la piel. Todo era escaso por esos días, lo que potenciaba la orfandad. No alcanzaban los abrigos, los arbustos siempre húmedos a los que echaban mano, apenas si expelía un humo hediondo que se impregnaba para siempre, y las paredes eran construcciones rústicas que se levantaban como protección de la intemperie más que como hogares, pues distaban bastante de serlo. El calor era apenas una llama tenue en derredor de la que cada familia se amuchaba como podía para regocijar el alma más que el cuerpo, todo tembleque. La mayoría llegó con su pasado de minero y esa impericia para sacarle comida a la tierra los tuvo penando por mucho tiempo. No sabían cazar y la pesca, a lo sumo, había sido un pasatiempo en su pasado europeo.

Aquellos primeros contactos con los indios terminaron por salvarles la vida porque de ellos aprendieron algunos secretos sobre la tierra y sus animales autóctonos, que al final de todas las cosas les permitieron sobrevivir a ese comienzo riguroso.

Más de una vez pensaron en la imposibilidad de la batalla, en nuevos rumbos, en otras oportunidades pero siempre el destino los dejó allí, en esa soledad del fin del mundo, como colgados de todos los mapas, en ese lugar de ruta única por el que nadie pasaba.
 


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