Cómo olvidarla...

24 DIC 2016 - 13:13 | Actualizado

Por Carlos Hughes
carloshughes@grupojornada.com
En Twitter: @carloshughestre

Todas las navidades íbamos a la casa de la Nain, que en realidad era el hogar que compartía con Sulun, su esposo en segundas nupcias, y papá de mis dos tías más jóvenes. Nain tenía la figura y el semblante de una abuela de cuentos de hada. Regordeta, de sonrisa fácil y hablar trabado por un galés que jamás se le fue de la punta de la lengua, cocinaba magistralmente –tengo vivo el recuerdo de sus tiempos de Casa de Té- y con ella sus nietos, que éramos muchos, sentíamos la protección total de ese cariño insondable.

Sara Jane la pasó mal. Hermosa de joven, se casó con un policía montaraz –lo imagino borrachín y golpeador- y anduvo sujetando los hijos por todo el territorio al son de los traslados. Tuvo cuatro con él, entre ellos el único varón –Omar del que, dicen, heredamos su postura- y fue llevando la vida hasta que se quedó sola y conoció a Sulun, ya en esa chacra que compartieron hasta los últimos días..

Cada año, para estas fechas, recuerdo aquellos días felices de una prole enorme reunida en torno a una larga mesa que capitaneaba Sulun –el Taid postizo- y que juntaba a tías, tíos y primos como pocas veces durante el resto del año. El día allí era completo: llegábamos bien temprano y los más chicos disfrutábamos de los frutales, de las escapadas furtivas al tambo que funcionaba muy cerca de la casa, de los cruces tenebrosos por los canales de riego y las guerras soñadas que armábamos descabezando cardos con alguna rama caída, como eliminado enemigos entre mosqueteros audaces.

Las travesuras tenían punto de partida en Marcelo, el mayor de los primos, cuya malicia nacía –supongo- de la inopinada crianza entre hermanas. Por él solíamos pescar los peores retos, sea por escapar a la orilla del río o por cazar algún pájaro y jugar alguna broma pesada a algunas de sus hermanas, mayores que él.

Mabel, que durante años creí hermana de Nain y no mi tía mayor, Pety –mi madrina, que llegaba de Gaiman- mamá y Omarcito eran hijos de mi abuela con mi abuelo Iolo, a quien no conocí. Después estaban –están- Nora, maestra de piano que se recibió y sólo utilizó el instrumento para guardar ropa, y Élida, que heredó la magia para los platos dulces. Ellas dos se quedaron con la chacra. Primero se fue Nain, después de sufrir esas enfermedades horrendas que te hacen olvidar el mundo, y tras ella –al poco tiempo, acaso de tristeza- falleció Taid.

Aquella chacra de los sueños dorados y los recuerdos latentes murió con ellos. Se dividió, se vendió y ya no existe. Allí llegó el progreso, con sus parcelas dividas, sus habitantes de ciudad durmiendo sin ruidos de bocinas ni sirenas, y la frialdad de saber que ya no lo surcan vacas, toros ni caballos sino apenas un par de cuatriciclos de última generación.

Todos los años cuando llega esta fecha me acuerdo de la Nain.Cuando se fue, se llevó algunos de mis años más felices.

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24 DIC 2016 - 13:13

Por Carlos Hughes
carloshughes@grupojornada.com
En Twitter: @carloshughestre

Todas las navidades íbamos a la casa de la Nain, que en realidad era el hogar que compartía con Sulun, su esposo en segundas nupcias, y papá de mis dos tías más jóvenes. Nain tenía la figura y el semblante de una abuela de cuentos de hada. Regordeta, de sonrisa fácil y hablar trabado por un galés que jamás se le fue de la punta de la lengua, cocinaba magistralmente –tengo vivo el recuerdo de sus tiempos de Casa de Té- y con ella sus nietos, que éramos muchos, sentíamos la protección total de ese cariño insondable.

Sara Jane la pasó mal. Hermosa de joven, se casó con un policía montaraz –lo imagino borrachín y golpeador- y anduvo sujetando los hijos por todo el territorio al son de los traslados. Tuvo cuatro con él, entre ellos el único varón –Omar del que, dicen, heredamos su postura- y fue llevando la vida hasta que se quedó sola y conoció a Sulun, ya en esa chacra que compartieron hasta los últimos días..

Cada año, para estas fechas, recuerdo aquellos días felices de una prole enorme reunida en torno a una larga mesa que capitaneaba Sulun –el Taid postizo- y que juntaba a tías, tíos y primos como pocas veces durante el resto del año. El día allí era completo: llegábamos bien temprano y los más chicos disfrutábamos de los frutales, de las escapadas furtivas al tambo que funcionaba muy cerca de la casa, de los cruces tenebrosos por los canales de riego y las guerras soñadas que armábamos descabezando cardos con alguna rama caída, como eliminado enemigos entre mosqueteros audaces.

Las travesuras tenían punto de partida en Marcelo, el mayor de los primos, cuya malicia nacía –supongo- de la inopinada crianza entre hermanas. Por él solíamos pescar los peores retos, sea por escapar a la orilla del río o por cazar algún pájaro y jugar alguna broma pesada a algunas de sus hermanas, mayores que él.

Mabel, que durante años creí hermana de Nain y no mi tía mayor, Pety –mi madrina, que llegaba de Gaiman- mamá y Omarcito eran hijos de mi abuela con mi abuelo Iolo, a quien no conocí. Después estaban –están- Nora, maestra de piano que se recibió y sólo utilizó el instrumento para guardar ropa, y Élida, que heredó la magia para los platos dulces. Ellas dos se quedaron con la chacra. Primero se fue Nain, después de sufrir esas enfermedades horrendas que te hacen olvidar el mundo, y tras ella –al poco tiempo, acaso de tristeza- falleció Taid.

Aquella chacra de los sueños dorados y los recuerdos latentes murió con ellos. Se dividió, se vendió y ya no existe. Allí llegó el progreso, con sus parcelas dividas, sus habitantes de ciudad durmiendo sin ruidos de bocinas ni sirenas, y la frialdad de saber que ya no lo surcan vacas, toros ni caballos sino apenas un par de cuatriciclos de última generación.

Todos los años cuando llega esta fecha me acuerdo de la Nain.Cuando se fue, se llevó algunos de mis años más felices.


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