Historia del crimen / Muchos funerales y ninguna boda

Por Daniel Schulman, especial para Jornada.

25 MAR 2017 - 21:45 | Actualizado

Por  Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

El tipo era peón de campo y toda la vida había sido peón de campo. Eso era lo único que sabía hacer y era lo único que le daba sentido a su vida. Sin saberlo, claro, porque era de reflexionar poco y de hablar menos.

Pero casi desde que nació que era peón de campo. Su padre había laburado en un campo también como peón, y mientras fueron creciendo él y sus hermanos, todos fueron a un internado – escuela que quedaba a varios kilómetros del lugar. Igualmente, no todos terminaban la primaria. Los que la terminaban seguían estudiando y varios de ellos se iban luego al pueblo o a alguna ciudad más o menos grande, encaraban otro estilo de vida, y cada tanto iban a visitar a los viejos.

El tipo, nuestro tipo, a duras penas aprendió a leer y escribir. Era el menor de los siete hermanos y era el que más extrañaba a los viejos. Y como sucedía eso, a los diez años volvió con el viejo y la vieja y los ayudó en los quehaceres. Aprendió rápidamente todo lo que tenía que saber para el oficio y los patrones le fueron tomando aprecio.

Cuando el padre murió él fue quien lo reemplazó en el puesto. Y estaba tan imbuido en todo ese ambiente de laburo que era muy raro verlo en el pueblo. Dicen los que saben que en quince años fue al pueblo menos de diez veces. Un poco porque no le gustaba el rejunte de gente, otro poco porque para llegar al pueblo tenía que atravesar casi noventa kilómetros de camino inhóspito y el único vehículo que siempre dominó fue el caballo. La tracción a combustión nunca fue de su agrado, y por ese motivo casi no salía del campo. La comida y el resto de los menesteres se lo solía llevar un encargado, tipo de confianza de los dueños de la propiedad y solían compartir mates y algún que otro asado cada vez que iban, cuestión que tenía una frecuencia de una vez por semana o un poco más.

Así fue toda su vida. Y no lo digo en sentido figurado. Cuando la cosa mostró un pequeño atisbo de cambio todo se fue al carajo y eso fue lo que precipitó que se tuvieran que habilitar unas cuantas parcelas más en el cementerio de la ciudad más cercana.

Todo empezó a terminar un caluroso día de verano. Era un día en que la tierra se partía del calor que hacía y el agua en el campo escaseaba. Los animales se encontraban merodeando por toda la extensión y el peón cortaba algunas maderas para arreglar un tramo del alambrado perimetral. Todo hasta ese momento iba normal, sin nada nuevo que llamara la atención.

Pero pasada la hora de la modorra el peón vio un nuevo color en una camioneta que se acercaba. No era la camioneta del patrón ni del ayudante. Era un color nuevo, aunque identificó una cara conocida en esos cinco tipos que a paso raudo levantaban polvareda y se abrían paso a través de una huella muy pocas veces transitada.

Los que bajaron empezaron a inspeccionar el lugar con la mirada, salvo el ayudante del patrón, que se acercó tímidamente al peón y saludó con la misma cordialidad de siempre. El fulano, que se olía venir algo raro porque no le llevaban ninguna pilcha ni comida ni nada, se mantuvo más parco que nunca. Apenas si contestó el saludo y se quedó como rulo de estatua escuchando lo que el ayudante tenía para decir.

“Hola, ¿cómo te va? Che, escuchame. Voy a hacer corta la cuestión, porque estos tipos vienen a mirar y nada más. Ni se van a calentar en saludar ni nada de eso. El patrón vendió el campo. Se lo vendió a ese que está ahí parado con esa gorrita azul. ¿Lo ves? El nuevo dueño del campo es ese tipo. Y vino a conocerlo. Vino a ver qué onda este lugar y qué puede emprender acá. Si nada cambiara, escuchame, si nada cambiara, yo no haría tanta vuelta, ¿entendés? Pero este tipo nos raja a los dos. Me acaba de comunicar la noticia. Me raja a mí como encargado y te raja a vos como peón. A partir de hoy nos quedamos sin laburo. El otro tipo que está al lado de él, ese de remera, ¿lo ves? Ese es el abogado y lo trajo acá para arreglar el tema de la indemnización y toda esa cuestión. Así que, hermano, nos quedamos sin laburo los dos. Nos rajaron”.

El peón que estaba escuchando cómo se le venía el mundo abajo de un mangazo sin anestesia, se metió al tranquito para su casa y salió con una escopeta, y empezó a repartir perdigones con la efusividad con que se reparten caramelos entre los nenes cuando se revienta la piñata.

Primero uno, después otro, después otro, después otro, y así, hasta que todos quedaron tirados en el piso, con sangre brotando desde las tripas. Recién ahí, el peón agarró la chata con que habían llegado los fulanos estos y la prendió fuego, haciendo lo
mismo con su casa y con la casa del patrón. Todo lo que se podía incendiar, se incendió.

Y el peón se suicidó de un balazo en la cabeza.

Sólo uno de todos los que bajaron de la camioneta quedó herido pero vivo y se arrastró durante unos cuantos kilómetros hasta que encontró a otra persona que pudiera darle una mano.

“Y ese es el fin de la historia. A raíz de todo eso no puedo mover la mano derecha por las lesiones que sufrí. Así que no puedo volver a escribir ni hacer nada con esa mano”, me dijo en medio de una mateada.
“Quedate tranquilo”, le dije. “Yo la escribo a la historia”.#

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25 MAR 2017 - 21:45

Por  Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

El tipo era peón de campo y toda la vida había sido peón de campo. Eso era lo único que sabía hacer y era lo único que le daba sentido a su vida. Sin saberlo, claro, porque era de reflexionar poco y de hablar menos.

Pero casi desde que nació que era peón de campo. Su padre había laburado en un campo también como peón, y mientras fueron creciendo él y sus hermanos, todos fueron a un internado – escuela que quedaba a varios kilómetros del lugar. Igualmente, no todos terminaban la primaria. Los que la terminaban seguían estudiando y varios de ellos se iban luego al pueblo o a alguna ciudad más o menos grande, encaraban otro estilo de vida, y cada tanto iban a visitar a los viejos.

El tipo, nuestro tipo, a duras penas aprendió a leer y escribir. Era el menor de los siete hermanos y era el que más extrañaba a los viejos. Y como sucedía eso, a los diez años volvió con el viejo y la vieja y los ayudó en los quehaceres. Aprendió rápidamente todo lo que tenía que saber para el oficio y los patrones le fueron tomando aprecio.

Cuando el padre murió él fue quien lo reemplazó en el puesto. Y estaba tan imbuido en todo ese ambiente de laburo que era muy raro verlo en el pueblo. Dicen los que saben que en quince años fue al pueblo menos de diez veces. Un poco porque no le gustaba el rejunte de gente, otro poco porque para llegar al pueblo tenía que atravesar casi noventa kilómetros de camino inhóspito y el único vehículo que siempre dominó fue el caballo. La tracción a combustión nunca fue de su agrado, y por ese motivo casi no salía del campo. La comida y el resto de los menesteres se lo solía llevar un encargado, tipo de confianza de los dueños de la propiedad y solían compartir mates y algún que otro asado cada vez que iban, cuestión que tenía una frecuencia de una vez por semana o un poco más.

Así fue toda su vida. Y no lo digo en sentido figurado. Cuando la cosa mostró un pequeño atisbo de cambio todo se fue al carajo y eso fue lo que precipitó que se tuvieran que habilitar unas cuantas parcelas más en el cementerio de la ciudad más cercana.

Todo empezó a terminar un caluroso día de verano. Era un día en que la tierra se partía del calor que hacía y el agua en el campo escaseaba. Los animales se encontraban merodeando por toda la extensión y el peón cortaba algunas maderas para arreglar un tramo del alambrado perimetral. Todo hasta ese momento iba normal, sin nada nuevo que llamara la atención.

Pero pasada la hora de la modorra el peón vio un nuevo color en una camioneta que se acercaba. No era la camioneta del patrón ni del ayudante. Era un color nuevo, aunque identificó una cara conocida en esos cinco tipos que a paso raudo levantaban polvareda y se abrían paso a través de una huella muy pocas veces transitada.

Los que bajaron empezaron a inspeccionar el lugar con la mirada, salvo el ayudante del patrón, que se acercó tímidamente al peón y saludó con la misma cordialidad de siempre. El fulano, que se olía venir algo raro porque no le llevaban ninguna pilcha ni comida ni nada, se mantuvo más parco que nunca. Apenas si contestó el saludo y se quedó como rulo de estatua escuchando lo que el ayudante tenía para decir.

“Hola, ¿cómo te va? Che, escuchame. Voy a hacer corta la cuestión, porque estos tipos vienen a mirar y nada más. Ni se van a calentar en saludar ni nada de eso. El patrón vendió el campo. Se lo vendió a ese que está ahí parado con esa gorrita azul. ¿Lo ves? El nuevo dueño del campo es ese tipo. Y vino a conocerlo. Vino a ver qué onda este lugar y qué puede emprender acá. Si nada cambiara, escuchame, si nada cambiara, yo no haría tanta vuelta, ¿entendés? Pero este tipo nos raja a los dos. Me acaba de comunicar la noticia. Me raja a mí como encargado y te raja a vos como peón. A partir de hoy nos quedamos sin laburo. El otro tipo que está al lado de él, ese de remera, ¿lo ves? Ese es el abogado y lo trajo acá para arreglar el tema de la indemnización y toda esa cuestión. Así que, hermano, nos quedamos sin laburo los dos. Nos rajaron”.

El peón que estaba escuchando cómo se le venía el mundo abajo de un mangazo sin anestesia, se metió al tranquito para su casa y salió con una escopeta, y empezó a repartir perdigones con la efusividad con que se reparten caramelos entre los nenes cuando se revienta la piñata.

Primero uno, después otro, después otro, después otro, y así, hasta que todos quedaron tirados en el piso, con sangre brotando desde las tripas. Recién ahí, el peón agarró la chata con que habían llegado los fulanos estos y la prendió fuego, haciendo lo
mismo con su casa y con la casa del patrón. Todo lo que se podía incendiar, se incendió.

Y el peón se suicidó de un balazo en la cabeza.

Sólo uno de todos los que bajaron de la camioneta quedó herido pero vivo y se arrastró durante unos cuantos kilómetros hasta que encontró a otra persona que pudiera darle una mano.

“Y ese es el fin de la historia. A raíz de todo eso no puedo mover la mano derecha por las lesiones que sufrí. Así que no puedo volver a escribir ni hacer nada con esa mano”, me dijo en medio de una mateada.
“Quedate tranquilo”, le dije. “Yo la escribo a la historia”.#


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