Historias del crimen / Naciones enfrentadas

Por Daniel Schulman, especial para Jornada.

13 MAY 2017 - 19:50 | Actualizado

Hay un dicho que dice que los mejicanos descienden de los mayas; que los peruanos descienden de los incas; y que los argentinos descienden de la nave. En efecto, fueron múltiples las oleadas inmigratorias que llegaron a nuestro país desde varios países, principalmente entre ellos España e Italia, aunque, claro, de otros lugares también llegaron en menor cantidad.

Los lugares donde se instalaban eran también los más diversos. Así, la Boca, San Telmo, Barracas, estaban pobladas por italianos y españoles, y más hacia el centro y lo que hoy es el llamado Once (estoy hablando de la Ciudad de Buenos Aires) se poblaron de inmigrantes procedentes de Europa del Este, como polacos y rusos.

Nuestra provincia, por supuesto, no fue ajena a este fenómeno. Se sabe que en 1865 llegó el Glorioso Velero Mimosa con sus colonos galeses, a quienes les rendimos tributo año a año por las maravillas que han construido en esta hermosa tierra.

Pero no todo es color de rosa en nuestra Historia. El conflicto, la pelea, y la sangre, siempre acompañan los procesos revolucionarios. Así como un grupo de música tristemente célebre escribió y cantó “Si todo crece, crecerá lo bueno y lo malo…”, en Argentina, con el crecimiento de la población que se nutría de estos movimientos inmigratorios, también crecieron las peleas y los conflictos. Y los homicidios.

Todo sucedió en la hermosa Mendoza, allá por el siglo XIX, cuando todo se hacía con esfuerzo y a lomo de burro. El azar juntó a dos inmigrantes de distinta nacionalidad en lo que hoy es Guaymallén, en calidad de vecinos, cada cual con su finca de viñedos, en aparente armonía. Al principio iba todo bien. Ambos, francés e italiano, laburaban su tierra, y ninguno se pisaba la manguera.

Pero hubo un incidente que convirtió esa aparente calma en un mar de quilombos. Hubo un día en que los vecinos se cruzaron en compañía de sus respectivas esposas por el centro de la coqueta ciudad, y al tano no le gustó cómo el franchute saludó a su mujer, por lo que lo invitó a pelear.

Grande fue la sorpresa del tano al ver que no fue el primero en pegar, ni el segundo, ni el tercero. El francés lo llenó de bollos y lo dejó tirado en el suelo de la plaza, con la trucha llena de sangre y el orgullo pisoteado: estaba lleno de gente que se reía del pobre infortunado.

Los días pasaron y las lesiones del italiano fueron sanando, pero lo que no iba sanando era la bronca que le había quedado por la paliza que le pegó el francés. Eso crecía y crecía de la misma manera en que crecían los viñedos de ambos, separados por una gran medianera que además de dividir las propiedades era casi una frontera entre dos países con hábitos y culturas diferentes.

Uno de esos días, el francés iba caminando por sus viñedos, en soledad, mientras el sol le daba en la cara y rozaba con las yemas de los dedos el fruto de su laburo, al momento en que ve que un bulto que se asoma desde la medianera. Como tenía el sol de frente, tuvo que afinar un poco la vista y usar una mano a modo de visera.

Logró reconocer la pelada del tano y una mirada desafiante y rencorosa que era indicio de que la mala onda aún continuaba, y muy probablemente las ganas de seguir cagándose a trompadas seguían intactas. “¿Que fais-tu là? Pourquoi ne pas laisser tomber et a réussi à choquer?” (¿Qué hace usted ahí? ¿Por qué no baja y lo arreglamos a los golpes?). El tano, que lo seguía mirando con cara de pocos amigos y con más bronca porque pensó que el franchute lo había puteado, bajó a los tumbos pero antes de darle tiempo al otro para que le vuelva a meter una piña, sacó un revólver que tenía en la cintura, y sin mediar palabra en ningún idioma, lo cagó de un tiro en el pecho.

El francés estuvo agonizando unos segundos entre sus viñedos, con la mirada perdida, mientras llegaba su mujer, entre mocos, gritos, y llantos, alertada por el estruendo de la detonación. Al llegar se arrojó sobre su marido y la sangre que emanaba le manchó el vestido.

El tano que estaba mirando toda la escena casi como un espectador, se acongojó al ver a la mujer llorar por su marido muerto. Ahí se dio cuenta de la cagada que se había mandado. Solito fue hasta la comisaría más cercana y cantó todo y se entregó.

Cuentan las crónicas de la época que su estancia en prisión duró bastante poco. Estuvo un año y medio preso en Mendoza y ahí aprendió otras técnicas de cultivo para los viñedos, que pudo aplicar rápidamente una vez que salió en libertad. Su producción se vio significativamente favorecida por esas nuevas técnicas y al ver que los viñedos de la viuda del francés venían en franca decadencia, decidió asociarse a ella.

Entre los dos sacaron buenos vinos durante muchos años. Se convirtieron en unos de los más renombrados productores de la zona. Y cada tanto solían sacar alguna edición especial en honor al fulano muerto.

Los años del tano y su esposa siguieron sin ningún contratiempo. Luego de un tiempo terminaron por venderle toda su parte a la viuda del franchute y se mudaron a Buenos Aires.

Vueltas de la vida, al poco tiempo de instalarse, fueron a comer a un restaurant de comida francesa y su mujer se murió en plena velada atorándose con el hueso de un pollo.

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13 MAY 2017 - 19:50

Hay un dicho que dice que los mejicanos descienden de los mayas; que los peruanos descienden de los incas; y que los argentinos descienden de la nave. En efecto, fueron múltiples las oleadas inmigratorias que llegaron a nuestro país desde varios países, principalmente entre ellos España e Italia, aunque, claro, de otros lugares también llegaron en menor cantidad.

Los lugares donde se instalaban eran también los más diversos. Así, la Boca, San Telmo, Barracas, estaban pobladas por italianos y españoles, y más hacia el centro y lo que hoy es el llamado Once (estoy hablando de la Ciudad de Buenos Aires) se poblaron de inmigrantes procedentes de Europa del Este, como polacos y rusos.

Nuestra provincia, por supuesto, no fue ajena a este fenómeno. Se sabe que en 1865 llegó el Glorioso Velero Mimosa con sus colonos galeses, a quienes les rendimos tributo año a año por las maravillas que han construido en esta hermosa tierra.

Pero no todo es color de rosa en nuestra Historia. El conflicto, la pelea, y la sangre, siempre acompañan los procesos revolucionarios. Así como un grupo de música tristemente célebre escribió y cantó “Si todo crece, crecerá lo bueno y lo malo…”, en Argentina, con el crecimiento de la población que se nutría de estos movimientos inmigratorios, también crecieron las peleas y los conflictos. Y los homicidios.

Todo sucedió en la hermosa Mendoza, allá por el siglo XIX, cuando todo se hacía con esfuerzo y a lomo de burro. El azar juntó a dos inmigrantes de distinta nacionalidad en lo que hoy es Guaymallén, en calidad de vecinos, cada cual con su finca de viñedos, en aparente armonía. Al principio iba todo bien. Ambos, francés e italiano, laburaban su tierra, y ninguno se pisaba la manguera.

Pero hubo un incidente que convirtió esa aparente calma en un mar de quilombos. Hubo un día en que los vecinos se cruzaron en compañía de sus respectivas esposas por el centro de la coqueta ciudad, y al tano no le gustó cómo el franchute saludó a su mujer, por lo que lo invitó a pelear.

Grande fue la sorpresa del tano al ver que no fue el primero en pegar, ni el segundo, ni el tercero. El francés lo llenó de bollos y lo dejó tirado en el suelo de la plaza, con la trucha llena de sangre y el orgullo pisoteado: estaba lleno de gente que se reía del pobre infortunado.

Los días pasaron y las lesiones del italiano fueron sanando, pero lo que no iba sanando era la bronca que le había quedado por la paliza que le pegó el francés. Eso crecía y crecía de la misma manera en que crecían los viñedos de ambos, separados por una gran medianera que además de dividir las propiedades era casi una frontera entre dos países con hábitos y culturas diferentes.

Uno de esos días, el francés iba caminando por sus viñedos, en soledad, mientras el sol le daba en la cara y rozaba con las yemas de los dedos el fruto de su laburo, al momento en que ve que un bulto que se asoma desde la medianera. Como tenía el sol de frente, tuvo que afinar un poco la vista y usar una mano a modo de visera.

Logró reconocer la pelada del tano y una mirada desafiante y rencorosa que era indicio de que la mala onda aún continuaba, y muy probablemente las ganas de seguir cagándose a trompadas seguían intactas. “¿Que fais-tu là? Pourquoi ne pas laisser tomber et a réussi à choquer?” (¿Qué hace usted ahí? ¿Por qué no baja y lo arreglamos a los golpes?). El tano, que lo seguía mirando con cara de pocos amigos y con más bronca porque pensó que el franchute lo había puteado, bajó a los tumbos pero antes de darle tiempo al otro para que le vuelva a meter una piña, sacó un revólver que tenía en la cintura, y sin mediar palabra en ningún idioma, lo cagó de un tiro en el pecho.

El francés estuvo agonizando unos segundos entre sus viñedos, con la mirada perdida, mientras llegaba su mujer, entre mocos, gritos, y llantos, alertada por el estruendo de la detonación. Al llegar se arrojó sobre su marido y la sangre que emanaba le manchó el vestido.

El tano que estaba mirando toda la escena casi como un espectador, se acongojó al ver a la mujer llorar por su marido muerto. Ahí se dio cuenta de la cagada que se había mandado. Solito fue hasta la comisaría más cercana y cantó todo y se entregó.

Cuentan las crónicas de la época que su estancia en prisión duró bastante poco. Estuvo un año y medio preso en Mendoza y ahí aprendió otras técnicas de cultivo para los viñedos, que pudo aplicar rápidamente una vez que salió en libertad. Su producción se vio significativamente favorecida por esas nuevas técnicas y al ver que los viñedos de la viuda del francés venían en franca decadencia, decidió asociarse a ella.

Entre los dos sacaron buenos vinos durante muchos años. Se convirtieron en unos de los más renombrados productores de la zona. Y cada tanto solían sacar alguna edición especial en honor al fulano muerto.

Los años del tano y su esposa siguieron sin ningún contratiempo. Luego de un tiempo terminaron por venderle toda su parte a la viuda del franchute y se mudaron a Buenos Aires.

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