Monstruo

Historias del crimen por Daniel Schulman.

15 JUL 2017 - 20:43 | Actualizado

Un 3 de diciembre de 1912, algunos meses después de que el famoso Titanic se hundiera para no emerger jamás, fue la última estacada que este fulano le hizo a un pequeño niño, de unos tiernos tres años, en un Buenos Aires que no es el mismo de hoy.

Ese niño de tiernos tres años se llamó Gerardo Jesualdo Giordano, y ese mismo día fue encontrado por su padre y otros vecinos tendido en un terreno baldío, con un piolín alrededor de su cuello, dándole unas tres o cuatro vueltas, bien apretado (“como salchichón”, según los dichos del autor del macabro hecho), y un clavo en la cabeza.

Se encontraba tapado con unas chapas que luego se supo el agresor había encontrado en ese lugar y el cuerpo mostraba signos de haber sido golpeado en vida.

Al homicida lo encontraron al día siguiente. Pasaría a la historia criminológica argentina como uno de los más monstruosos asesinos seriales, aunque su aspecto no era para nada monstruoso.

Ese pibe se llamó Cayetano Santos Godino, de 16 años al momento de su arresto, hijo de inmigrantes italianos de Calabria, analfabeto, sin ocupación conocida, sin conocimiento de nada salvo de la violencia.

Eran ocho hermanos en la pieza de un conventillo que compartían junto a sus padres.

El padre, sifilítico y alcohólico, además de laburar todo el día por dos mangos se cansaba de romperle la cabeza a Cayetano, a quien le contabilizaron cerca de treinta cicatrices en esa zona del cuerpo, todas producidas por los golpes del padre. De la madre se sabe poco.

La historia le tendría un lugar reservado a tal punto de inmortalizarlo con el apodo con el cual se lo conoció y se conoce: “El petiso orejudo”.

Muchos historiadores, científicos, escritores, y artistas han producido su aporte para tirar un poco más de luz sobre un fulano cuyo único mérito para entrar en nuestra historia han sido cuatro homicidios y siete tentativas. Así las cosas, el petiso le vino como anillo al dedo al positivismo criminológico de aquellos años, encarnado en personajes de lustre como José Ingenieros, los hermanos Ramos Mejía, Piñeiro y otros tantos, porque ese petiso, monstruoso y maldito, era la viva prueba de que la biología determinaba al delincuente. Y en este caso, al peor de los delincuentes.

Una vez que fue detenido, lo trasladaron desde el Depósito de contraventores al viejo Hospicio de las Mercedes (el actual Hospital Borda), porque lo consideraban loco o algo por el estilo.

No era del todo normal para una cárcel, pero tampoco estaba del todo loco para un manicomio.

El petiso fue el caso que forzó las teorías. El petiso, fue un inclasificable. Una categoría de un solo caso. Algo que hizo tambalear a la salud mental y la justicia de aquellos años.

Ahí en el Hospicio intentó matar a un compañero de pabellón; un paciente crónico, pero fue detenido por el personal de enfermería.

Intentó también provocar un incendio, porque además de homicida era pirómano. Y también intentó acogotar a una enfermera.

En una de las tantas entrevistas de exploración a las que fue sometido, el petiso dejó en claro que su locura no era mental, sino moral. Pidió que lo sacaran de ese Hospicio porque decía que ahí estaba lleno de locos, y él no estaba loco.

Así que entre psiquiatras y juristas, llegaron al acuerdo de que el mejor lugar para su reclusión era la vieja Penitenciaría de Ushuaia.

Un lugar recóndito en el fin del mundo, de esas cárceles que solían hacerse más o menos en la segunda mitad del Siglo XIX, un poco para poblar el territorio y otro poco para mandar a todos los presos bien lejos de la civilización.

Entre otras cosas, esa cárcel tenía una innovación para la época: había un tren que entraba al predio del penal y llegaba hasta una cantera, donde los presos iban todos los días a picar piedras, casi de la misma manera que ocurría en la actual cárcel de Sierra Chica, de donde cuentan las crónicas que salieron todos los adoquines para la ciudad de Buenos Aires y algunas otras ciudades del actual conurbano bonaerense.

Lo cierto es que el petiso confesó todos sus crímenes.

Cuando lo atraparon no opuso ningún tipo de resistencia y más tarde fue cantando uno a uno todos los homicidios que cometió, como así también las tentativas. Esa debe haber sido la única vez que se sintió útil en algo.

Pasó más tiempo preso que en libertad. Murió a la edad de cuarenta y pico años. Habrá estado treinta años preso.

Aprendió algunos oficios, se relacionaba con pocos presos, y prácticamente no generó conflictos en el penal.

Las crónicas cuentan que fueron otros presos los que le dieron muerte por haber matado a un gato que era mascota de ellos, pero hay otras versiones que dicen que sí, que esos presos le dieron una buena tunda, pero que su muerte se produjo tiempo más tarde, tal vez producto de alguna secuela producida por esa buena tunda recibida.

Igualmente, al momento de su muerte el petiso seguía siendo petiso, pero no orejudo: la terapéutica de aquellos consideraba que su maldad venía de sus orejas, esas protuberancias aladas que le daban ese rasgo característico, y se las operaron para que las tuviera más cercanas al cráneo.

Por supuesto que nunca se pudo probar si esa maldad se diluyó con esa intervención.

El petiso fue un monstruo de carne y hueso; no como el hombre de la bolsa o cualquier otro invento que vociferan los padres para tratar de ser coercitivos con sus hijos y lograr que hagan lo que ellos quieren.

Fue un monstruo real, de esos que al día de hoy nos seguimos cruzando por la calle, de esos que seguimos produciendo, de esos que día a día se mandan alguna de esas canalladas, sin disfraz ni antifaz, para volver a perderse entre la gente, ocultos a la vista de todos.#

La historia le tendría un lugar reservado a tal punto de inmortalizarlo con el apodo con el cual se lo conoció y se conoce: “El petiso orejudo”.

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15 JUL 2017 - 20:43

Un 3 de diciembre de 1912, algunos meses después de que el famoso Titanic se hundiera para no emerger jamás, fue la última estacada que este fulano le hizo a un pequeño niño, de unos tiernos tres años, en un Buenos Aires que no es el mismo de hoy.

Ese niño de tiernos tres años se llamó Gerardo Jesualdo Giordano, y ese mismo día fue encontrado por su padre y otros vecinos tendido en un terreno baldío, con un piolín alrededor de su cuello, dándole unas tres o cuatro vueltas, bien apretado (“como salchichón”, según los dichos del autor del macabro hecho), y un clavo en la cabeza.

Se encontraba tapado con unas chapas que luego se supo el agresor había encontrado en ese lugar y el cuerpo mostraba signos de haber sido golpeado en vida.

Al homicida lo encontraron al día siguiente. Pasaría a la historia criminológica argentina como uno de los más monstruosos asesinos seriales, aunque su aspecto no era para nada monstruoso.

Ese pibe se llamó Cayetano Santos Godino, de 16 años al momento de su arresto, hijo de inmigrantes italianos de Calabria, analfabeto, sin ocupación conocida, sin conocimiento de nada salvo de la violencia.

Eran ocho hermanos en la pieza de un conventillo que compartían junto a sus padres.

El padre, sifilítico y alcohólico, además de laburar todo el día por dos mangos se cansaba de romperle la cabeza a Cayetano, a quien le contabilizaron cerca de treinta cicatrices en esa zona del cuerpo, todas producidas por los golpes del padre. De la madre se sabe poco.

La historia le tendría un lugar reservado a tal punto de inmortalizarlo con el apodo con el cual se lo conoció y se conoce: “El petiso orejudo”.

Muchos historiadores, científicos, escritores, y artistas han producido su aporte para tirar un poco más de luz sobre un fulano cuyo único mérito para entrar en nuestra historia han sido cuatro homicidios y siete tentativas. Así las cosas, el petiso le vino como anillo al dedo al positivismo criminológico de aquellos años, encarnado en personajes de lustre como José Ingenieros, los hermanos Ramos Mejía, Piñeiro y otros tantos, porque ese petiso, monstruoso y maldito, era la viva prueba de que la biología determinaba al delincuente. Y en este caso, al peor de los delincuentes.

Una vez que fue detenido, lo trasladaron desde el Depósito de contraventores al viejo Hospicio de las Mercedes (el actual Hospital Borda), porque lo consideraban loco o algo por el estilo.

No era del todo normal para una cárcel, pero tampoco estaba del todo loco para un manicomio.

El petiso fue el caso que forzó las teorías. El petiso, fue un inclasificable. Una categoría de un solo caso. Algo que hizo tambalear a la salud mental y la justicia de aquellos años.

Ahí en el Hospicio intentó matar a un compañero de pabellón; un paciente crónico, pero fue detenido por el personal de enfermería.

Intentó también provocar un incendio, porque además de homicida era pirómano. Y también intentó acogotar a una enfermera.

En una de las tantas entrevistas de exploración a las que fue sometido, el petiso dejó en claro que su locura no era mental, sino moral. Pidió que lo sacaran de ese Hospicio porque decía que ahí estaba lleno de locos, y él no estaba loco.

Así que entre psiquiatras y juristas, llegaron al acuerdo de que el mejor lugar para su reclusión era la vieja Penitenciaría de Ushuaia.

Un lugar recóndito en el fin del mundo, de esas cárceles que solían hacerse más o menos en la segunda mitad del Siglo XIX, un poco para poblar el territorio y otro poco para mandar a todos los presos bien lejos de la civilización.

Entre otras cosas, esa cárcel tenía una innovación para la época: había un tren que entraba al predio del penal y llegaba hasta una cantera, donde los presos iban todos los días a picar piedras, casi de la misma manera que ocurría en la actual cárcel de Sierra Chica, de donde cuentan las crónicas que salieron todos los adoquines para la ciudad de Buenos Aires y algunas otras ciudades del actual conurbano bonaerense.

Lo cierto es que el petiso confesó todos sus crímenes.

Cuando lo atraparon no opuso ningún tipo de resistencia y más tarde fue cantando uno a uno todos los homicidios que cometió, como así también las tentativas. Esa debe haber sido la única vez que se sintió útil en algo.

Pasó más tiempo preso que en libertad. Murió a la edad de cuarenta y pico años. Habrá estado treinta años preso.

Aprendió algunos oficios, se relacionaba con pocos presos, y prácticamente no generó conflictos en el penal.

Las crónicas cuentan que fueron otros presos los que le dieron muerte por haber matado a un gato que era mascota de ellos, pero hay otras versiones que dicen que sí, que esos presos le dieron una buena tunda, pero que su muerte se produjo tiempo más tarde, tal vez producto de alguna secuela producida por esa buena tunda recibida.

Igualmente, al momento de su muerte el petiso seguía siendo petiso, pero no orejudo: la terapéutica de aquellos consideraba que su maldad venía de sus orejas, esas protuberancias aladas que le daban ese rasgo característico, y se las operaron para que las tuviera más cercanas al cráneo.

Por supuesto que nunca se pudo probar si esa maldad se diluyó con esa intervención.

El petiso fue un monstruo de carne y hueso; no como el hombre de la bolsa o cualquier otro invento que vociferan los padres para tratar de ser coercitivos con sus hijos y lograr que hagan lo que ellos quieren.

Fue un monstruo real, de esos que al día de hoy nos seguimos cruzando por la calle, de esos que seguimos produciendo, de esos que día a día se mandan alguna de esas canalladas, sin disfraz ni antifaz, para volver a perderse entre la gente, ocultos a la vista de todos.#

La historia le tendría un lugar reservado a tal punto de inmortalizarlo con el apodo con el cual se lo conoció y se conoce: “El petiso orejudo”.


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