Mi amigo el “Roña”

Historias Mínimas por Ismael Tebes.

22 JUL 2017 - 19:28 | Actualizado

No daba para grandes gastos de producción. Y por eso el personaje debía adaptarse a lo que había. Un viejo vagón-locomotora fue el lugar elegido para retratar al aire libre a aquel pibe morocho, con cara de malo y rulos con resorte. La idea era poco original: la foto vestido de boxeador en un ámbito que lo relacionara con su entonces incipiente apodo. Entonces, garpaba, de todos modos.

A falta de vestuarios, el personaje no se intimidó y, por el contrario, pareció doblar la apuesta. Se fue despojando del buzo Adidas hasta quedarse en calzoncillos. Y en plena plaza Costanera se calzó el pantaloncito de boxeador con la publicidad de AnPer Confort, su primer sponsor, olvidándose de la temperatura y de algunas miradas curiosas. Como si estuviera en un estudio, posó sin dejar de reírse por lo bizarro de la situación.

Ya le gustaban los flashes, llamar la atención, creerse una figura central aunque era, por entonces, un joven amateur que empezaba a llenar estadios por sí solo. Le gustaba ser el “Roña”, el que amaba pelearse en la calle e imponer respeto caminando por su Caleta Olivia natal con el pecho inflado.

Aunque su versión propia atribuye el apodo al hábito de agarrarse a trompadas, quienes compartieron su niñez-adolescencia hablan de su constante desalineo y cierto desapego a algunas normas de higiene. El promotor comodorense Rafael Martínez lo “descubrió” hasta convertirlo en un éxito de taquilla. Volteaba a las figuritas de la época como muñecos; se burlaba de los veteranos que subían dispuestos a bajarle los humos y, con cierta sorna, “perdonaba” la vida de muchas víctimas para volver a golpearlas después en otro festival, otro día. La mitad del público lo admiraba pero la otra soñaba con verlo morder el polvo por su altanería.

Ni se molestaba en entrenarse, no sabía ni cómo se hacían los abdominales pero tenía un talento único: golpear, lastimar e intimidar con los puños. Sin conocer de qué se trataba el márketing lo desplegó a la perfección. Sabía venderse a sí mismo, desafiar a todos y lanzar una pirotecnia difícil de responder.

Las bolsas se fueron multiplicando. Peleaba de viernes a domingo –feriados incluidos- y en distintos puntos de la Patagonia; ante rivales que aceptaban doble paliza a cambio de una buena paga; amigos que lo acompañaban en sus viajes sin ser boxeadores formales y ante guapos lugareños que buscaban sus cinco minutos de fama pero solían terminar en la enfermería.

No tenía técnica pero sí instinto. La naturaleza le había dado esa cualidad: viveza absoluta para mirarle los pies a los rivales y coordinar una derecha voleada criminal, misilística. No había mandíbula que resistiera. Era aguante, adrenalina y mucho huevo. Imposible pensar en bajarse derrotado porque al “Roña” no le gustaba perder ni una discusión.

Además de ganar en algunos casos más que muchos profesionales, Castro demostró ser un tipo generoso. Siempre consiguió peleas a sus amigos en las preliminares con la única condición de no preguntar sobre el rival a enfrentar. Esto era considerado un gesto de cobardía imperdonable.

Pibito atrevido, callejero, de carácter bonachón pero siempre pendenciero, el “Negrito” Castro y el boxeo parecían ser la misma cosa. Tenía solamente quince años cuando debutó a “escondidas” de su madre; con un permiso firmado por una vecina y la “caradurez” de un veterano. Empató con Daniel “Trompa” Arce –años después campeón sudamericano profesional- y nunca más dejó los guantes. Trabajó en el campo, vendió diarios, fue lustrabotas, mecánico y se le animó a todas las changas posibles. Pero el boxeo le dio plata, fama y un nombre que el “Roña” se encargó de devolver al deporte mismo con creces.

Creció rápido, se hizo hombre a los golpes; por eso se casó cuando todavía no había debutado (en el ring, se aclara). Tantas noches largas lo convirtieron en un personaje popular y no siempre bien visto: era una habitué de los bares y de las mesas clandestinas de pase inglés donde solía gastar lo que no tenía y escaparse en el momento justo. Y en la oscuridad de los bailes, sus dientes blancos estaban siempre listos para tramar la siguiente maldad…

Los hábitos noctámbulos siempre estuvieron ahí. Aunque después con un “tesorero” responsable, ya que un integrante de su troupe solía portar la valija con el dinero recién ganado mientras el resto copaba el espacio en lugares non sanctos, de luces rojas, música a todo volumen y señoritas que fumaban con poco estilo.

Jamás se “bajó” del personaje. Ni siquiera cuando peleó con Terry Norris en París padeciendo una infección venérea, débil como un papel o como cuando descendió del avión, desfigurado y con un sombrero de cowboy después de aquella epopeya de “La Mano de Dios” ante John David Jackson en Monterrey. La caravana arrancó en el Aeropuerto y siguió por Ruta Tres hasta Caleta mientras Castro no podía siquiera sonreír, lleno de puntos de sutura y con los ojos achinados por la inflamación. Le ganó el duelo verbal a otro eterno bocón como el panameño Roberto “Mano de Piedra” Durán y puso a cada uno en su lugar en el debido momento. Fue irrespetuoso, le ganó a los libros y se convirtió en una causa perdida para los preparadores físicos. Aun así, terminó convirtiéndose en uno de los últimos ídolos del boxeo argentino, noqueando en el rincón pedido por los fotógrafos y pintándose el pelo de múltiples colores. En el Luna Park o en donde fuera.

Detrás del “duro” había un tipo querible, algo desconfiado pero siempre leal que amaba a Myrta, su mamá y a sus hijos, los mismos que reconoció como producto de numerosas relaciones. Y que humorísticamente decía haber engendrado “con la misma… Pero con distintas mujeres”. Difícil de aguantar en el ring y casi en la misma proporción abajo, comprando una vida a toda velocidad, bien al límite. Autos, motos, accidentes, palos y muerte; un choque que casi se lo lleva puesto y que le provocó un flash en aquel oscuro 2005 donde dijo haber “nacido de nuevo”.

Lloró la muerte de “Lupín”, quien fuera además de gobernador de Santa Cruz, su amigo personal. Sí, el mismo Néstor Carlos Kirchner, primer presidente de la Nación nacido como él en la Patagonia. Y desfiló por cuanto living de la televisión lo convocara; reapareció a la vida tras su accidente con Susana Giménez; almorzó con Mirta Legrand, bailó con Tinelli y hasta participó con cierto suceso en algunos realitys, incluido Gran Hermano, donde solía hacer “autobombo” de sus atributos masculinos.

Así como atraía en la farándula, el “Roña” tenía carta blanca para poner orden en el corazón de la Doce, cuando algún punguista se atrevía a tomar lo ajeno. Hincha de Boca hasta la médula. Y fiel a sus genes le gustaba asumirse como “negro y peronista”. Vive en Morón, viene seguido al sur y aún hoy, a punto de cumplir los cincuenta años, no para de firmar autógrafos y de recibir afecto. Querido y odiado, nunca ninguneado.

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22 JUL 2017 - 19:28

No daba para grandes gastos de producción. Y por eso el personaje debía adaptarse a lo que había. Un viejo vagón-locomotora fue el lugar elegido para retratar al aire libre a aquel pibe morocho, con cara de malo y rulos con resorte. La idea era poco original: la foto vestido de boxeador en un ámbito que lo relacionara con su entonces incipiente apodo. Entonces, garpaba, de todos modos.

A falta de vestuarios, el personaje no se intimidó y, por el contrario, pareció doblar la apuesta. Se fue despojando del buzo Adidas hasta quedarse en calzoncillos. Y en plena plaza Costanera se calzó el pantaloncito de boxeador con la publicidad de AnPer Confort, su primer sponsor, olvidándose de la temperatura y de algunas miradas curiosas. Como si estuviera en un estudio, posó sin dejar de reírse por lo bizarro de la situación.

Ya le gustaban los flashes, llamar la atención, creerse una figura central aunque era, por entonces, un joven amateur que empezaba a llenar estadios por sí solo. Le gustaba ser el “Roña”, el que amaba pelearse en la calle e imponer respeto caminando por su Caleta Olivia natal con el pecho inflado.

Aunque su versión propia atribuye el apodo al hábito de agarrarse a trompadas, quienes compartieron su niñez-adolescencia hablan de su constante desalineo y cierto desapego a algunas normas de higiene. El promotor comodorense Rafael Martínez lo “descubrió” hasta convertirlo en un éxito de taquilla. Volteaba a las figuritas de la época como muñecos; se burlaba de los veteranos que subían dispuestos a bajarle los humos y, con cierta sorna, “perdonaba” la vida de muchas víctimas para volver a golpearlas después en otro festival, otro día. La mitad del público lo admiraba pero la otra soñaba con verlo morder el polvo por su altanería.

Ni se molestaba en entrenarse, no sabía ni cómo se hacían los abdominales pero tenía un talento único: golpear, lastimar e intimidar con los puños. Sin conocer de qué se trataba el márketing lo desplegó a la perfección. Sabía venderse a sí mismo, desafiar a todos y lanzar una pirotecnia difícil de responder.

Las bolsas se fueron multiplicando. Peleaba de viernes a domingo –feriados incluidos- y en distintos puntos de la Patagonia; ante rivales que aceptaban doble paliza a cambio de una buena paga; amigos que lo acompañaban en sus viajes sin ser boxeadores formales y ante guapos lugareños que buscaban sus cinco minutos de fama pero solían terminar en la enfermería.

No tenía técnica pero sí instinto. La naturaleza le había dado esa cualidad: viveza absoluta para mirarle los pies a los rivales y coordinar una derecha voleada criminal, misilística. No había mandíbula que resistiera. Era aguante, adrenalina y mucho huevo. Imposible pensar en bajarse derrotado porque al “Roña” no le gustaba perder ni una discusión.

Además de ganar en algunos casos más que muchos profesionales, Castro demostró ser un tipo generoso. Siempre consiguió peleas a sus amigos en las preliminares con la única condición de no preguntar sobre el rival a enfrentar. Esto era considerado un gesto de cobardía imperdonable.

Pibito atrevido, callejero, de carácter bonachón pero siempre pendenciero, el “Negrito” Castro y el boxeo parecían ser la misma cosa. Tenía solamente quince años cuando debutó a “escondidas” de su madre; con un permiso firmado por una vecina y la “caradurez” de un veterano. Empató con Daniel “Trompa” Arce –años después campeón sudamericano profesional- y nunca más dejó los guantes. Trabajó en el campo, vendió diarios, fue lustrabotas, mecánico y se le animó a todas las changas posibles. Pero el boxeo le dio plata, fama y un nombre que el “Roña” se encargó de devolver al deporte mismo con creces.

Creció rápido, se hizo hombre a los golpes; por eso se casó cuando todavía no había debutado (en el ring, se aclara). Tantas noches largas lo convirtieron en un personaje popular y no siempre bien visto: era una habitué de los bares y de las mesas clandestinas de pase inglés donde solía gastar lo que no tenía y escaparse en el momento justo. Y en la oscuridad de los bailes, sus dientes blancos estaban siempre listos para tramar la siguiente maldad…

Los hábitos noctámbulos siempre estuvieron ahí. Aunque después con un “tesorero” responsable, ya que un integrante de su troupe solía portar la valija con el dinero recién ganado mientras el resto copaba el espacio en lugares non sanctos, de luces rojas, música a todo volumen y señoritas que fumaban con poco estilo.

Jamás se “bajó” del personaje. Ni siquiera cuando peleó con Terry Norris en París padeciendo una infección venérea, débil como un papel o como cuando descendió del avión, desfigurado y con un sombrero de cowboy después de aquella epopeya de “La Mano de Dios” ante John David Jackson en Monterrey. La caravana arrancó en el Aeropuerto y siguió por Ruta Tres hasta Caleta mientras Castro no podía siquiera sonreír, lleno de puntos de sutura y con los ojos achinados por la inflamación. Le ganó el duelo verbal a otro eterno bocón como el panameño Roberto “Mano de Piedra” Durán y puso a cada uno en su lugar en el debido momento. Fue irrespetuoso, le ganó a los libros y se convirtió en una causa perdida para los preparadores físicos. Aun así, terminó convirtiéndose en uno de los últimos ídolos del boxeo argentino, noqueando en el rincón pedido por los fotógrafos y pintándose el pelo de múltiples colores. En el Luna Park o en donde fuera.

Detrás del “duro” había un tipo querible, algo desconfiado pero siempre leal que amaba a Myrta, su mamá y a sus hijos, los mismos que reconoció como producto de numerosas relaciones. Y que humorísticamente decía haber engendrado “con la misma… Pero con distintas mujeres”. Difícil de aguantar en el ring y casi en la misma proporción abajo, comprando una vida a toda velocidad, bien al límite. Autos, motos, accidentes, palos y muerte; un choque que casi se lo lleva puesto y que le provocó un flash en aquel oscuro 2005 donde dijo haber “nacido de nuevo”.

Lloró la muerte de “Lupín”, quien fuera además de gobernador de Santa Cruz, su amigo personal. Sí, el mismo Néstor Carlos Kirchner, primer presidente de la Nación nacido como él en la Patagonia. Y desfiló por cuanto living de la televisión lo convocara; reapareció a la vida tras su accidente con Susana Giménez; almorzó con Mirta Legrand, bailó con Tinelli y hasta participó con cierto suceso en algunos realitys, incluido Gran Hermano, donde solía hacer “autobombo” de sus atributos masculinos.

Así como atraía en la farándula, el “Roña” tenía carta blanca para poner orden en el corazón de la Doce, cuando algún punguista se atrevía a tomar lo ajeno. Hincha de Boca hasta la médula. Y fiel a sus genes le gustaba asumirse como “negro y peronista”. Vive en Morón, viene seguido al sur y aún hoy, a punto de cumplir los cincuenta años, no para de firmar autógrafos y de recibir afecto. Querido y odiado, nunca ninguneado.


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