Hágalo usted mismo

Historias del crimen.

29 JUL 2017 - 21:33 | Actualizado

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo  Forense

El tipo salió de su casa como todas las mañanas rumbo a un trabajo que no le gustaba para nada pero que tenía que cumplir para poder comer. Todavía no se había decidido a tomar la iniciativa de buscar uno nuevo, o bien virar hacia otros rumbos.
De alguna manera estar en esa lugar el confería una suerte de atmósfera de tranquilidad y cierta seguridad, aunque había días que sufría lentamente permanecer las entre seis y ocho horas diarias en ese laburo.
Metódico Organizado. Esquemático. Planificador. Obsesivo. Bien neurótico. Así era todas las mañanas. Como casi todos los que se levantan por la mañana temprano para ir a cumplir con sus obligaciones. Pero en el caso del fulano éste, la cosa le jodía y mucho.
Le generaba angustia no hacer las cosas como todos los días y también hacerlas como todos los días. El meollo del asunto era ese laburo, ese lugar, esa atmósfera, esa tranquilidad, esa abulia de él y de muchos. Ese rostro y todo lo que representaba física y simbólicamente era, en gran medida, el origen y causa de toda esa neurosis que se le había disparado hacia las conductas compulsivas y ciertas ideas obsesivas, encontrando cierto sosiego muy de vez en cuando, cuando notaba que durante una semana había cumplido todo ese ritual inicial diario en la misma cantidad de minutos.
Pero esa mañana habría de pasarle algo que iba a descalabrarle todo su castillo de neurosis y tendría que probar suerte en otros rumbos anímicos. Esa mañana, mientras iba a tomarse el subte, se anoticia de que el mismo estaba cerrado.
Al principio no lo pudo creer y no dio crédito a lo que ocurría. “Pero sí, sí, está cerrado, flaco”, le contestaba un pibe con pinta de colegial que no se hacía mucho problema por el contratiempo. “¿Y ahora?”. “¿Cómo y ahora?”, retrucó el colegial. “Ahora tomate otra cosa. O andá a pata al laburo, flaco. Caminá”, alcanzó a decir antes de perderse en esa muchedumbre de ignotos.
El tipo se quedó unos dos o tres minutos ahí, contemplando la boca del subte y la reja que impedía el paso. Estaba inmóvil. No le carburara el cerebro por la mala noticia y no sabía cómo arrancar. “Bueno, tampoco son tantas las cuadras. Voy a caminar”.
Y así fue, casi de accidente, que nuestro tipo se vio obligado a elegir otro modo de locomoción. En este caso fue de tracción a sangre, porque se podría haber tomado un colectivo pero él le tenía cierta idea de rechazo a los colectivos.
Podría haber llamado también a algún compañero de laburo con auto y que le diera una mano y lo pasara a buscar. Pero su neurosis le impedía eso también.
Durante la caminata que se extendió por una media hora, minuto más minuto menos, el fulano iba con los sentidos alertas, no sólo por el temor a ser víctima de un delito, sino también porque se le abría un nuevo universo ante él. Nunca había salido a pasear por esos lares.
No conocía los negocios de esa zona, ni sus calles, ni las estructuras arquitectónicas, ni nada de eso. No conocía, en realidad, mucho más allá de su departamento y su laburo.
Y como se vio forzado a tener que tomar contacto con todo eso, empezó a relajarse y a disfrutarlo.
“¡Qué boludo…! Tanto tiempo igual yo, y todo lo que puedo ver por acá. Podría salir todos los días un poquito más temprano y puedo caminar por acá, puedo agarrar otra calle y llegar igual, y no tener que aguantar el subte, el calor, la gente, los quilombos. ¡Qué boludo! Cómo me dejé estar con esto…”, se decía a sí mismo mientras pasaba por una plaza añosa, que se notaba que llevaba más años que cualquier otro residente de la zona. Se levantaban hermosos árboles por todos lados, y muchas personas leían el diario, se tomaban unos mates sobre el césped, o bien caminaban más lentamente que en cualquier otro espacio de su recorrido, para poder percibir más de ese verde casi terapéutico, de ese corazón de vida en medio de una jungla de cemento.
El tipo se sintió llamado por ese lugar. Nunca había estado ahí, pero sintió la  irreflenable pulsión de internarse allí y explorar.
Aunque sabía que ya estaba llegando tarde a su laburo y se tendría que enfrentar con ese rostro, igual se internó para empaparse de un poco de naturaleza, de vida, de rostros ignotos y dinámicas desconocidas. Así habrá estado unos veinte minutos, deambulando lentamente, palpando algunas cortezas de árboles, viendo cómo algunos perros jugaban entre ellos, y cómo algunos ancianos se sentaban en los bancos de la plaza para tirarle algo de comida a las palomas que se arremolinaban en su frenética búsqueda de alguna miga de pan.
“No, dejame de joder. No, no. Ni en pedo. Bancame un toque más que el subte está cerrado y tuve que tomarme un colectivo. Sí, quedate tranquilo que ya en un toque más estoy llegando. Sí, no te preocupes. Hoy sacamos eso”, escuchó decirle a un flaco joven a alguna otra persona por el teléfono celular.
 Cuando el flaco se dio cuenta que el fulano lo miraba con cara inquisitiva, hizo un gesto de despreocupación y largó sin filtro: “Hay que disfrutar mientras se pueda”.
Así el tipo siguió por la plaza hasta que terminó por apurar el paso hasta su laburo. Allí, esperando con muy mala onda, estaba ese rostro maligno, el rostro de su jefe, quien por puro placer sádico lo verdugueaba todos los días porque sabía que este no se defendía.
Ahí estaba el jefe aguardando al pobre tipo que llegaba con más de cuarenta minutos de retraso. Ni bien lo vio llegar empezó a zamparle un río de puteadas, a las que nuestro protagonista no respondía ni se quedaba a escuchar, mientras se dirigía a su escritorio.
“Acá no. Acá no. Puteame todo lo que quieras en tu oficina”, le plantó cuando había dejado todos sus bártulos. “Sí… Te voy a hacer algo más que putearte”, contestó el rostro.
Todos atónitos por la reacción del flaco, se miraron entre sí entre divertidos y sorprendidos. Nunca le había plantado ninguna respuesta y su andar con aplomo por ese porcelanato, ese día, le daban un aire diferente a como se acostumbraba mover a diario. Ambos fueron hasta la oficina del jefe y la puerta se cerró detrás de ellos. Bastaron sólo cinco minutos para que el flaco saliera de la misma, con mucha tranquilidad, mirando una a una las expresiones de sus compañeros de trabajo. “Renuncié. Por fin, renuncié”, alcanzó a decir cuando un estallido de aplausos lo invadió con la satisfacción más grande de su vida.
Mientras se aprestaba a atravesar la puerta de salida del edificio, sintió una mano sobre su hombro, que suavemente le impedía continuar. “Ah, sí”, contestó el fulano. “Es por el pelotudo ese, ¿no? Sí. Yo lo maté”. Habían encontrado al jefe con el abrecartas ensartado en el cuello. Cuentan los que saben que el fulano, a pesar de estar preso, se siente más libre que nunca.#

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29 JUL 2017 - 21:33

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo  Forense

El tipo salió de su casa como todas las mañanas rumbo a un trabajo que no le gustaba para nada pero que tenía que cumplir para poder comer. Todavía no se había decidido a tomar la iniciativa de buscar uno nuevo, o bien virar hacia otros rumbos.
De alguna manera estar en esa lugar el confería una suerte de atmósfera de tranquilidad y cierta seguridad, aunque había días que sufría lentamente permanecer las entre seis y ocho horas diarias en ese laburo.
Metódico Organizado. Esquemático. Planificador. Obsesivo. Bien neurótico. Así era todas las mañanas. Como casi todos los que se levantan por la mañana temprano para ir a cumplir con sus obligaciones. Pero en el caso del fulano éste, la cosa le jodía y mucho.
Le generaba angustia no hacer las cosas como todos los días y también hacerlas como todos los días. El meollo del asunto era ese laburo, ese lugar, esa atmósfera, esa tranquilidad, esa abulia de él y de muchos. Ese rostro y todo lo que representaba física y simbólicamente era, en gran medida, el origen y causa de toda esa neurosis que se le había disparado hacia las conductas compulsivas y ciertas ideas obsesivas, encontrando cierto sosiego muy de vez en cuando, cuando notaba que durante una semana había cumplido todo ese ritual inicial diario en la misma cantidad de minutos.
Pero esa mañana habría de pasarle algo que iba a descalabrarle todo su castillo de neurosis y tendría que probar suerte en otros rumbos anímicos. Esa mañana, mientras iba a tomarse el subte, se anoticia de que el mismo estaba cerrado.
Al principio no lo pudo creer y no dio crédito a lo que ocurría. “Pero sí, sí, está cerrado, flaco”, le contestaba un pibe con pinta de colegial que no se hacía mucho problema por el contratiempo. “¿Y ahora?”. “¿Cómo y ahora?”, retrucó el colegial. “Ahora tomate otra cosa. O andá a pata al laburo, flaco. Caminá”, alcanzó a decir antes de perderse en esa muchedumbre de ignotos.
El tipo se quedó unos dos o tres minutos ahí, contemplando la boca del subte y la reja que impedía el paso. Estaba inmóvil. No le carburara el cerebro por la mala noticia y no sabía cómo arrancar. “Bueno, tampoco son tantas las cuadras. Voy a caminar”.
Y así fue, casi de accidente, que nuestro tipo se vio obligado a elegir otro modo de locomoción. En este caso fue de tracción a sangre, porque se podría haber tomado un colectivo pero él le tenía cierta idea de rechazo a los colectivos.
Podría haber llamado también a algún compañero de laburo con auto y que le diera una mano y lo pasara a buscar. Pero su neurosis le impedía eso también.
Durante la caminata que se extendió por una media hora, minuto más minuto menos, el fulano iba con los sentidos alertas, no sólo por el temor a ser víctima de un delito, sino también porque se le abría un nuevo universo ante él. Nunca había salido a pasear por esos lares.
No conocía los negocios de esa zona, ni sus calles, ni las estructuras arquitectónicas, ni nada de eso. No conocía, en realidad, mucho más allá de su departamento y su laburo.
Y como se vio forzado a tener que tomar contacto con todo eso, empezó a relajarse y a disfrutarlo.
“¡Qué boludo…! Tanto tiempo igual yo, y todo lo que puedo ver por acá. Podría salir todos los días un poquito más temprano y puedo caminar por acá, puedo agarrar otra calle y llegar igual, y no tener que aguantar el subte, el calor, la gente, los quilombos. ¡Qué boludo! Cómo me dejé estar con esto…”, se decía a sí mismo mientras pasaba por una plaza añosa, que se notaba que llevaba más años que cualquier otro residente de la zona. Se levantaban hermosos árboles por todos lados, y muchas personas leían el diario, se tomaban unos mates sobre el césped, o bien caminaban más lentamente que en cualquier otro espacio de su recorrido, para poder percibir más de ese verde casi terapéutico, de ese corazón de vida en medio de una jungla de cemento.
El tipo se sintió llamado por ese lugar. Nunca había estado ahí, pero sintió la  irreflenable pulsión de internarse allí y explorar.
Aunque sabía que ya estaba llegando tarde a su laburo y se tendría que enfrentar con ese rostro, igual se internó para empaparse de un poco de naturaleza, de vida, de rostros ignotos y dinámicas desconocidas. Así habrá estado unos veinte minutos, deambulando lentamente, palpando algunas cortezas de árboles, viendo cómo algunos perros jugaban entre ellos, y cómo algunos ancianos se sentaban en los bancos de la plaza para tirarle algo de comida a las palomas que se arremolinaban en su frenética búsqueda de alguna miga de pan.
“No, dejame de joder. No, no. Ni en pedo. Bancame un toque más que el subte está cerrado y tuve que tomarme un colectivo. Sí, quedate tranquilo que ya en un toque más estoy llegando. Sí, no te preocupes. Hoy sacamos eso”, escuchó decirle a un flaco joven a alguna otra persona por el teléfono celular.
 Cuando el flaco se dio cuenta que el fulano lo miraba con cara inquisitiva, hizo un gesto de despreocupación y largó sin filtro: “Hay que disfrutar mientras se pueda”.
Así el tipo siguió por la plaza hasta que terminó por apurar el paso hasta su laburo. Allí, esperando con muy mala onda, estaba ese rostro maligno, el rostro de su jefe, quien por puro placer sádico lo verdugueaba todos los días porque sabía que este no se defendía.
Ahí estaba el jefe aguardando al pobre tipo que llegaba con más de cuarenta minutos de retraso. Ni bien lo vio llegar empezó a zamparle un río de puteadas, a las que nuestro protagonista no respondía ni se quedaba a escuchar, mientras se dirigía a su escritorio.
“Acá no. Acá no. Puteame todo lo que quieras en tu oficina”, le plantó cuando había dejado todos sus bártulos. “Sí… Te voy a hacer algo más que putearte”, contestó el rostro.
Todos atónitos por la reacción del flaco, se miraron entre sí entre divertidos y sorprendidos. Nunca le había plantado ninguna respuesta y su andar con aplomo por ese porcelanato, ese día, le daban un aire diferente a como se acostumbraba mover a diario. Ambos fueron hasta la oficina del jefe y la puerta se cerró detrás de ellos. Bastaron sólo cinco minutos para que el flaco saliera de la misma, con mucha tranquilidad, mirando una a una las expresiones de sus compañeros de trabajo. “Renuncié. Por fin, renuncié”, alcanzó a decir cuando un estallido de aplausos lo invadió con la satisfacción más grande de su vida.
Mientras se aprestaba a atravesar la puerta de salida del edificio, sintió una mano sobre su hombro, que suavemente le impedía continuar. “Ah, sí”, contestó el fulano. “Es por el pelotudo ese, ¿no? Sí. Yo lo maté”. Habían encontrado al jefe con el abrecartas ensartado en el cuello. Cuentan los que saben que el fulano, a pesar de estar preso, se siente más libre que nunca.#


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