Historias Mínimas / Textos

Por Luis Jones, especial para Jornada.

09 SEP 2017 - 19:41 | Actualizado

En la trampa

No los separaban más de cinco o seis metros de arena. Estaban solos en la playa en medio de la gente que hablaba, reía o gritaba al entrar o salir del mar. Por momentos habían intercambiado alguna sonrisa rápida. Quizás se sentían solos y únicos en la playa. Él pasaba la mayor parte del tiempo sentado junto a un pequeño bolso marrón. A veces se levantaba y ocasionalmente volvía al mar. Luego de mojarse los pies retornaba para sentarse en una loneta. Ella siempre en el mismo sitio, cada tanto, renovaba la crema bronceadora. Parecía ser una secretaria administrativa pulcra, ligeramente llamativa. Él podía ser un oficinista que, saturado por la rutina, la cortaba con ese paseo a la playa.

Ya no quedaba tanta gente, solo aquellos que aprovechan hasta el último momento. Repentinamente se levantó una fuerte brisa y la sombrilla con motivos marinos, emprendió vuelo. Él la corrió y logró agarrarla a metros de ahí. Cuando se la entregó un gracias seco y una sonrisa armada fue el agradecimiento.

El sol comenzaba a irse tiñendo un horizonte rojo como epílogo de un día caluroso. Él se quedó dormido en ese atardecer ya más silencioso. Cuando despertó ella se había ido. Sólo sus huellas en la arena y la funda de la sombrilla quedaban en el lugar en que había estado. Descontando que la había olvidado la puso en su bolso y se alejó hacia el hotel...

Casi fue un sueño. Volvió a la realidad al otro día. En el aeropuerto, camino a casa, no pasó el control de embarque. Dentro de su bolso marrón en la funda de la sombrilla encontraron cocaína. Fue inútil tratar de explicarlo. La policía no le creyó nada.

Un sueño dentro de otro

Cuando Inés cerró la puerta de su casa notó que el color había cambiado. El tiempo ha ido degradando la pintura, pensó. Con la mano derecha impulsó la bufanda roja alrededor del cuello. Creyó que el saco que llevaba era el tejido por mamá y que lo había donado para una feria. No obstante perduraba su cariño por él y se sintió a gusto. Una ligera brisa fresca le certificó que estaba caminando por una calle vacía. Los árboles podados le permitieron ubicarse en una primavera que pronto alumbraría. Caminó por esa calle despoblada hasta llegar a mitad de cuadra. Allí, sobre la vereda de enfrente vio una verdulería. La habían abierto hace poco seguramente, porque ella no la había registrado. O también podía ser que las compras en el super hicieron que por innecesidad la obviara. Al llegar a la esquina se abrió la plaza ante si. Cuando comenzó a cruzarla como siempre, advirtió sobre un cantero lateral una estatua de un caballo con las patas delanteras alzadas. Era una obra de arte maravillosa, además ella siempre le encantaron los caballos, pensando que, como los gatos, eran muy fotogénicos. Sin embargo le extrañó no recordarla. Es que ese hábito de cruzar así la plaza quizás le había impedido ver el monumento. Se cruzó a la vereda de enfrente donde estaba el Registro Civil. No obstante no vio ninguno de los números de las casas para identificar donde se hallaba. Anduvo una cuadra más y entró a la empresa donde trabajaba. La puerta estaba abierta y más baja porque tuvo que agacharse para entrar. La recepcionista era más joven que la habitual y no le prestó atención a su llegada. Quizás la titular había faltado y esta la reemplazaba y naturalmente la desconocía. Se detuvo un instante casi paralizada cuando pensó si se hallaba en el lugar que suponía, porque en un esquinero del ingreso había un jarrón de grandes proporciones color ámbar con totoras adentro.

La tarde transcurrió con algunas contradicciones. Ahora, afortunadamente, estaba de vuelta en casa luego de un día con muchas cosas inexplicables. Calentó una sopa en el microondas y luego mientras se cambiaba para ir a dormir comió una manzana.

Le pareció que no había pasado mucho tiempo cuando sorpresivamente tuvo un estremecimiento sintiendo que transpiraba. El gato blanco la miraba expectante en el vano de la puerta del dormitorio como aguardando ante ese alerta que Inés transmitía. Alarmada miró el reloj en la mesa de luz. Eran las 5 y 20 del 23 de diciembre. Lo primero que le vino a la cabeza fue que no había preparado nada para nochebuena. Ni siquiera en los regalos había pensado. En esas preocupaciones estaba cuando recordó que el gato blanco había muerto hacia más de tres años.

Rescatado de la tecnología

Te cuento que ahora estoy en un taller de rehabilitación para adictos a la tecnología. ¡Qué idea la de este tipo! Es profesor de yoga y viendo lo que pasa ahora en que cada vez estamos más dependientes de la tecnología, organizó esto. El lugar es bárbaro, bien lejos de todo. Hacemos respiración, caminamos y meditación con una música que nunca había escuchado.

El otro día hicimos una carrera de embolsados. Me reí como cuando era chico. Ah, eso sí, antes de entrar dejamos la tecnología afuera. Sólo llevábamos ropa informal. Poca, viste, porque además debemos lavarla en un arroyo que hay acá, y sin jabón ¿te imaginás?

Comida natural. Nada envasado. Además renuncia a la carne, lo que nos llevó a hablar de hamburguesas y bifes de chorizo. A veces me quedo con hambre. La otra noche no me podía dormir por eso y me descubrí mordisqueando una ramita con hojas. Tenía gusto a apio ¿podés creer? ¡Cómo extraño el chocolate a la noche! Bueno, pero ahí tenés, esto también te hace bien a la salud corporal. Porque la otra, la del bocho, estamos luchando todavía. Vos sabés que la noche anterior a esa que me diera hambre, empecé a pensar en el celular. Es que yo lo ponía a cargar en la mesa de luz mientras dormía y así sentía que el flujo de datos seguía estando a mano, por cualquier cosa ¿entendés? A mí, el celular, me gustaba llevarlo en el bolsillo, porque así cuando sentía la vibración, parecía que formaba parte de mi sistema nervioso ¿me seguís?

Ah, no nos permiten llamarnos por nuestros nombres, sólo apodos. Yo me quise poner Sansón (se me ocurrió por lo fuerte que me sentía). No, me dijeron, se parece a Samsung. Fuera toda la tecnología. Ni las marcas. Estamos en otra.

Un atardecer me quedé sin voz cantando con los otros y cuando quise acordarme estaba durmiendo la siesta en una hamaca paraguaya. También me estoy dejando crecer la barba, parezco un hechicero. Pienso que me va a hacer bien. Es que andaba mal. Me di cuenta en un cumple, cuando levanto la vista del celu no me acordaba a quién se lo estábamos festejando. Una vez, fijate vos, en el casamiento de Lita, levanto el celular en vez de la copa. Todos se rieron. Yo me preocupé. Vos sabés que la tercera noche aquí, como los demás se habían ido a dormir, yo me quedé viendo en el cielo las constelaciones, porque hasta ahora yo venía mirando sólo el cielorraso antes de dormir. Miro la luna y en una de esas se me cruzó la idea que podía haber sido cuadrada, como una tablet ¿entendés? No, pero ya estoy cambiando, salvo que se me clavó una espina en el pie y ahora no puedo caminar tanto. ¡Qué bien me hubiera venido el celu, hermano! Pero no, ya estoy mucho mejor, de veras.

Un destino más feliz

Lo recibió más bien como una atención a quien los repartía. Estaba cansado de esos volantes con ofertas imposibles.

Luego de que logró sentarse en el colectivo, lo leyó:

“¿En tu matrimonio hay desprecio o traición? lo atraigo por más lejos que sea. Sin preguntas te diré pasado, presente y futuro. Rompo cadenas de amargura, quito épocas de mala suerte. Anulo envidias, brujerías y alejo enemigos. Si no tenés pareja te ayudo a encontrarla.

Conservá el folleto, te dará suerte”.

Y esto, todo, lo lograba la señora Mariel, que contaba para ello con un don, de nacimiento, naturalmente.

Había algunas cosas de estas que le tocaban, con mayor o menor importancia, así que dos días después, fue a verla. Lo que lo decidió fue el horóscopo del día anterior: “Que sea lo que sea, sin expectativas todo tiene más sentido”.

En su consultorio, discretamente decorado y con luz mortecina, la señora Mariel se mostró solícita, y luego de escuchar por largo rato sus problemas, le prometió que se pondría a trabajar en lo suyo.

Salió más conforme y le impactó la frase de despedida: “El Destino tiene otros planes para usted”.

Estaba eufórico, el horizonte se había abierto de pronto y parecía prometedor.

Al despedirse le entregó $500. La consulta valía $300.

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09 SEP 2017 - 19:41

En la trampa

No los separaban más de cinco o seis metros de arena. Estaban solos en la playa en medio de la gente que hablaba, reía o gritaba al entrar o salir del mar. Por momentos habían intercambiado alguna sonrisa rápida. Quizás se sentían solos y únicos en la playa. Él pasaba la mayor parte del tiempo sentado junto a un pequeño bolso marrón. A veces se levantaba y ocasionalmente volvía al mar. Luego de mojarse los pies retornaba para sentarse en una loneta. Ella siempre en el mismo sitio, cada tanto, renovaba la crema bronceadora. Parecía ser una secretaria administrativa pulcra, ligeramente llamativa. Él podía ser un oficinista que, saturado por la rutina, la cortaba con ese paseo a la playa.

Ya no quedaba tanta gente, solo aquellos que aprovechan hasta el último momento. Repentinamente se levantó una fuerte brisa y la sombrilla con motivos marinos, emprendió vuelo. Él la corrió y logró agarrarla a metros de ahí. Cuando se la entregó un gracias seco y una sonrisa armada fue el agradecimiento.

El sol comenzaba a irse tiñendo un horizonte rojo como epílogo de un día caluroso. Él se quedó dormido en ese atardecer ya más silencioso. Cuando despertó ella se había ido. Sólo sus huellas en la arena y la funda de la sombrilla quedaban en el lugar en que había estado. Descontando que la había olvidado la puso en su bolso y se alejó hacia el hotel...

Casi fue un sueño. Volvió a la realidad al otro día. En el aeropuerto, camino a casa, no pasó el control de embarque. Dentro de su bolso marrón en la funda de la sombrilla encontraron cocaína. Fue inútil tratar de explicarlo. La policía no le creyó nada.

Un sueño dentro de otro

Cuando Inés cerró la puerta de su casa notó que el color había cambiado. El tiempo ha ido degradando la pintura, pensó. Con la mano derecha impulsó la bufanda roja alrededor del cuello. Creyó que el saco que llevaba era el tejido por mamá y que lo había donado para una feria. No obstante perduraba su cariño por él y se sintió a gusto. Una ligera brisa fresca le certificó que estaba caminando por una calle vacía. Los árboles podados le permitieron ubicarse en una primavera que pronto alumbraría. Caminó por esa calle despoblada hasta llegar a mitad de cuadra. Allí, sobre la vereda de enfrente vio una verdulería. La habían abierto hace poco seguramente, porque ella no la había registrado. O también podía ser que las compras en el super hicieron que por innecesidad la obviara. Al llegar a la esquina se abrió la plaza ante si. Cuando comenzó a cruzarla como siempre, advirtió sobre un cantero lateral una estatua de un caballo con las patas delanteras alzadas. Era una obra de arte maravillosa, además ella siempre le encantaron los caballos, pensando que, como los gatos, eran muy fotogénicos. Sin embargo le extrañó no recordarla. Es que ese hábito de cruzar así la plaza quizás le había impedido ver el monumento. Se cruzó a la vereda de enfrente donde estaba el Registro Civil. No obstante no vio ninguno de los números de las casas para identificar donde se hallaba. Anduvo una cuadra más y entró a la empresa donde trabajaba. La puerta estaba abierta y más baja porque tuvo que agacharse para entrar. La recepcionista era más joven que la habitual y no le prestó atención a su llegada. Quizás la titular había faltado y esta la reemplazaba y naturalmente la desconocía. Se detuvo un instante casi paralizada cuando pensó si se hallaba en el lugar que suponía, porque en un esquinero del ingreso había un jarrón de grandes proporciones color ámbar con totoras adentro.

La tarde transcurrió con algunas contradicciones. Ahora, afortunadamente, estaba de vuelta en casa luego de un día con muchas cosas inexplicables. Calentó una sopa en el microondas y luego mientras se cambiaba para ir a dormir comió una manzana.

Le pareció que no había pasado mucho tiempo cuando sorpresivamente tuvo un estremecimiento sintiendo que transpiraba. El gato blanco la miraba expectante en el vano de la puerta del dormitorio como aguardando ante ese alerta que Inés transmitía. Alarmada miró el reloj en la mesa de luz. Eran las 5 y 20 del 23 de diciembre. Lo primero que le vino a la cabeza fue que no había preparado nada para nochebuena. Ni siquiera en los regalos había pensado. En esas preocupaciones estaba cuando recordó que el gato blanco había muerto hacia más de tres años.

Rescatado de la tecnología

Te cuento que ahora estoy en un taller de rehabilitación para adictos a la tecnología. ¡Qué idea la de este tipo! Es profesor de yoga y viendo lo que pasa ahora en que cada vez estamos más dependientes de la tecnología, organizó esto. El lugar es bárbaro, bien lejos de todo. Hacemos respiración, caminamos y meditación con una música que nunca había escuchado.

El otro día hicimos una carrera de embolsados. Me reí como cuando era chico. Ah, eso sí, antes de entrar dejamos la tecnología afuera. Sólo llevábamos ropa informal. Poca, viste, porque además debemos lavarla en un arroyo que hay acá, y sin jabón ¿te imaginás?

Comida natural. Nada envasado. Además renuncia a la carne, lo que nos llevó a hablar de hamburguesas y bifes de chorizo. A veces me quedo con hambre. La otra noche no me podía dormir por eso y me descubrí mordisqueando una ramita con hojas. Tenía gusto a apio ¿podés creer? ¡Cómo extraño el chocolate a la noche! Bueno, pero ahí tenés, esto también te hace bien a la salud corporal. Porque la otra, la del bocho, estamos luchando todavía. Vos sabés que la noche anterior a esa que me diera hambre, empecé a pensar en el celular. Es que yo lo ponía a cargar en la mesa de luz mientras dormía y así sentía que el flujo de datos seguía estando a mano, por cualquier cosa ¿entendés? A mí, el celular, me gustaba llevarlo en el bolsillo, porque así cuando sentía la vibración, parecía que formaba parte de mi sistema nervioso ¿me seguís?

Ah, no nos permiten llamarnos por nuestros nombres, sólo apodos. Yo me quise poner Sansón (se me ocurrió por lo fuerte que me sentía). No, me dijeron, se parece a Samsung. Fuera toda la tecnología. Ni las marcas. Estamos en otra.

Un atardecer me quedé sin voz cantando con los otros y cuando quise acordarme estaba durmiendo la siesta en una hamaca paraguaya. También me estoy dejando crecer la barba, parezco un hechicero. Pienso que me va a hacer bien. Es que andaba mal. Me di cuenta en un cumple, cuando levanto la vista del celu no me acordaba a quién se lo estábamos festejando. Una vez, fijate vos, en el casamiento de Lita, levanto el celular en vez de la copa. Todos se rieron. Yo me preocupé. Vos sabés que la tercera noche aquí, como los demás se habían ido a dormir, yo me quedé viendo en el cielo las constelaciones, porque hasta ahora yo venía mirando sólo el cielorraso antes de dormir. Miro la luna y en una de esas se me cruzó la idea que podía haber sido cuadrada, como una tablet ¿entendés? No, pero ya estoy cambiando, salvo que se me clavó una espina en el pie y ahora no puedo caminar tanto. ¡Qué bien me hubiera venido el celu, hermano! Pero no, ya estoy mucho mejor, de veras.

Un destino más feliz

Lo recibió más bien como una atención a quien los repartía. Estaba cansado de esos volantes con ofertas imposibles.

Luego de que logró sentarse en el colectivo, lo leyó:

“¿En tu matrimonio hay desprecio o traición? lo atraigo por más lejos que sea. Sin preguntas te diré pasado, presente y futuro. Rompo cadenas de amargura, quito épocas de mala suerte. Anulo envidias, brujerías y alejo enemigos. Si no tenés pareja te ayudo a encontrarla.

Conservá el folleto, te dará suerte”.

Y esto, todo, lo lograba la señora Mariel, que contaba para ello con un don, de nacimiento, naturalmente.

Había algunas cosas de estas que le tocaban, con mayor o menor importancia, así que dos días después, fue a verla. Lo que lo decidió fue el horóscopo del día anterior: “Que sea lo que sea, sin expectativas todo tiene más sentido”.

En su consultorio, discretamente decorado y con luz mortecina, la señora Mariel se mostró solícita, y luego de escuchar por largo rato sus problemas, le prometió que se pondría a trabajar en lo suyo.

Salió más conforme y le impactó la frase de despedida: “El Destino tiene otros planes para usted”.

Estaba eufórico, el horizonte se había abierto de pronto y parecía prometedor.

Al despedirse le entregó $500. La consulta valía $300.


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