Historias Mínimas / El cuaderno verde del Che

Por Sergio Pravaz, especial para Jornada.

07 OCT 2017 - 21:04 | Actualizado

Por Sergio Pravaz

Nació en un lugar determinado de la geografía argentina; durante su vida se empecinó en no ser de ningún lugar y también en ser él mismo en todos los lugares.

Fue un caminante en la línea de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, es decir un magnífico ejemplar de vagamundos (término tan noble y tan denostado) de esos que no se niegan al aprendizaje de cada experiencia.

Para conocer la realidad y ser ese otro que se le anunciaba desde cada tendón se metió en el interior de todas las realidades que le fue posible y tomó conciencia de lo que soñaba y creía justo, como quien se tira cargado de piedras a un río para aprender a nadar cuando la creciente arrecia.

Aprendió a mirar lejos aún a riesgo de ver demasiado; tal vez le fueron revelados muchos de los secretos que la muerte finalmente espanta; tal vez pensó que los hombres no debemos acceder al todo arrastrando solo un cuerpo.

Aun así no escatimó esfuerzos para poner en valor una teoría esencial que encierra una moral que aún hoy causa estragos en los escudriñadores de teorías; la decencia, la honradez, la solidaridad, la cultura, el ejemplo, el valor, la inteligencia y el desprecio por los honores fueron sus adargas bajo el brazo.

Siempre le importó llevar a cabo lo que consideraba correcto, más allá de la victoria o la derrota.

Pudo observar en los hombres un germen del que carecen los dioses, lo soñó, fue por él, y no pudo alejar las bestias de la especie.

Tuvo buena madera para la pluma; de no haber llevado la vida que llevó hubiese sido escritor dijo una vez; era muy bueno para narrar, tenía la pulsión necesaria, una prosa elegante y la irreverencia adecuada; escribió todo lo que pudo en los escasos momentos que su actividad se lo permitió: diarios personales, crónicas, discursos, memos, proyectos, polémicas, artículos para la prensa y leyó y estudió como un descosido aún en los lugares más inverosímiles.

Amaba la poesía aunque felizmente no hizo muchos intentos por escribirla; de algún modo la encarnó porque en poco más de una década hizo tanto como pocas palabras hacen dentro de un buen poema; además, no desconocía que el mensaje de una poética está cifrado también para las generaciones futuras.

Cuando cayó Rolando, uno de sus mejores hombres en Bolivia, el Che llevó a cabo un singular responso para el guerrero que yacía apelando a unos versos de Pablo Neruda.

En su mochila boliviana había libros, un cuaderno donde anotó los poemas que disfrutaba (hoy editado por Seix Barral como el “Cuaderno verde del Che”, antología con 69 poemas de César Vallejo, Pablo Neruda, Nicolás Guillén y León Felipe) sus propios escritos y dos textos de León Trotsky, quien en 1925, en el entierro del gran poeta ruso Serguei Esenin dijo: “...a pesar de los pesares, ama la época que te toca vivir porque es tu patria en el tiempo”.

Sin dudas un cruce de destinos y la poesía que los sujeta, como siempre hace ella.

En Cuba se lo venera por lo que fue pero también por lo que pudo ser; allí es un héroe legendario, legítimo, un pasaporte para el diálogo, un ícono pop -al igual que en el mundo- y ciertamente una necesidad de Estado.

El mercado lo ha convertido en una gran mercancía con potencia suficiente para vender cualquier producto; a pesar de esa operación de maquillaje, siempre derrama parte de su temperamento y su figura inoxidable permanece mientras los otros, los camaradas, los enemigos, los amigos, los distraídos, los recién llegados, los adversarios, los admiradores y los colados, envejecen o mueren.

Ricardo Piglia dijo: “... que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con  la lectura, es como un
oráculo, una cristalización casi perfecta; sin dudas señala algo maravilloso que lo enaltece quizás más que la pose del guerrero; antes de ser asesinado en La Higuera, el Che le indicó a la maestra que lo acompañaba un error ortográfico en la frase que había en el pizarrón; “falta el acento” -le dijo- refiriéndose a la frase “Yo sé leer”.

Ni ángel ni demonio, ni el bronce ni el entero barro; simplemente un hombre excepcional que actuó y murió como entendió honradamente que debía hacerlo; no es poco a cómo va el mundo.#

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07 OCT 2017 - 21:04

Por Sergio Pravaz

Nació en un lugar determinado de la geografía argentina; durante su vida se empecinó en no ser de ningún lugar y también en ser él mismo en todos los lugares.

Fue un caminante en la línea de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, es decir un magnífico ejemplar de vagamundos (término tan noble y tan denostado) de esos que no se niegan al aprendizaje de cada experiencia.

Para conocer la realidad y ser ese otro que se le anunciaba desde cada tendón se metió en el interior de todas las realidades que le fue posible y tomó conciencia de lo que soñaba y creía justo, como quien se tira cargado de piedras a un río para aprender a nadar cuando la creciente arrecia.

Aprendió a mirar lejos aún a riesgo de ver demasiado; tal vez le fueron revelados muchos de los secretos que la muerte finalmente espanta; tal vez pensó que los hombres no debemos acceder al todo arrastrando solo un cuerpo.

Aun así no escatimó esfuerzos para poner en valor una teoría esencial que encierra una moral que aún hoy causa estragos en los escudriñadores de teorías; la decencia, la honradez, la solidaridad, la cultura, el ejemplo, el valor, la inteligencia y el desprecio por los honores fueron sus adargas bajo el brazo.

Siempre le importó llevar a cabo lo que consideraba correcto, más allá de la victoria o la derrota.

Pudo observar en los hombres un germen del que carecen los dioses, lo soñó, fue por él, y no pudo alejar las bestias de la especie.

Tuvo buena madera para la pluma; de no haber llevado la vida que llevó hubiese sido escritor dijo una vez; era muy bueno para narrar, tenía la pulsión necesaria, una prosa elegante y la irreverencia adecuada; escribió todo lo que pudo en los escasos momentos que su actividad se lo permitió: diarios personales, crónicas, discursos, memos, proyectos, polémicas, artículos para la prensa y leyó y estudió como un descosido aún en los lugares más inverosímiles.

Amaba la poesía aunque felizmente no hizo muchos intentos por escribirla; de algún modo la encarnó porque en poco más de una década hizo tanto como pocas palabras hacen dentro de un buen poema; además, no desconocía que el mensaje de una poética está cifrado también para las generaciones futuras.

Cuando cayó Rolando, uno de sus mejores hombres en Bolivia, el Che llevó a cabo un singular responso para el guerrero que yacía apelando a unos versos de Pablo Neruda.

En su mochila boliviana había libros, un cuaderno donde anotó los poemas que disfrutaba (hoy editado por Seix Barral como el “Cuaderno verde del Che”, antología con 69 poemas de César Vallejo, Pablo Neruda, Nicolás Guillén y León Felipe) sus propios escritos y dos textos de León Trotsky, quien en 1925, en el entierro del gran poeta ruso Serguei Esenin dijo: “...a pesar de los pesares, ama la época que te toca vivir porque es tu patria en el tiempo”.

Sin dudas un cruce de destinos y la poesía que los sujeta, como siempre hace ella.

En Cuba se lo venera por lo que fue pero también por lo que pudo ser; allí es un héroe legendario, legítimo, un pasaporte para el diálogo, un ícono pop -al igual que en el mundo- y ciertamente una necesidad de Estado.

El mercado lo ha convertido en una gran mercancía con potencia suficiente para vender cualquier producto; a pesar de esa operación de maquillaje, siempre derrama parte de su temperamento y su figura inoxidable permanece mientras los otros, los camaradas, los enemigos, los amigos, los distraídos, los recién llegados, los adversarios, los admiradores y los colados, envejecen o mueren.

Ricardo Piglia dijo: “... que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con  la lectura, es como un
oráculo, una cristalización casi perfecta; sin dudas señala algo maravilloso que lo enaltece quizás más que la pose del guerrero; antes de ser asesinado en La Higuera, el Che le indicó a la maestra que lo acompañaba un error ortográfico en la frase que había en el pizarrón; “falta el acento” -le dijo- refiriéndose a la frase “Yo sé leer”.

Ni ángel ni demonio, ni el bronce ni el entero barro; simplemente un hombre excepcional que actuó y murió como entendió honradamente que debía hacerlo; no es poco a cómo va el mundo.#


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