Historias del crimen / No va más… rojo el 50

Por Daniel Schulman, especial para Jornada.

07 OCT 2017 - 21:08 | Actualizado

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

El tipo es raro, un poco apartadizo, saluda siempre muy educadamente pero con poca efusividad. Sus vecinos no dudan en afirmar que lo conocen poco o nada, que siempre lo ven arreglando el pequeño jardín que tiene en el frente de su casa y lavando su auto todos los fines de semana, pero que desconocen casi todos los aspectos de su vida.

Alguna que otra vez han intercambiado algunas palabras acerca de cómo estaba el clima en ese día en que se cruzaron o sobre algún resultado de algún evento deportivo. Uno recordó, sí, haber conversado no más de cinco minutos acerca de política. Pero de eso ya pasaron cerca de seis o siete años. En su trabajo la cosa no difiere mucho. Todos dicen lo mismo: que no habla con nadie y que falta mucho. Nunca cumplió la asistencia a una semana completa. Siempre alguna excusa nueva aparecía para justificar la falta, hasta que sus superiores se cansaron de esa situación y terminaron por cambiarlo de sector. Terminó trabajando en un lugar donde se trabajaba por objetivos.

Mes a mes tenía que ir cumpliendo determinadas metas, sin importar si tenía que estar todo el día metido en la oficina o trabajando desde la casa.

Mes a mes tenía que ir cumpliendo determinadas metas, sin importar si tenía que estar todo el día metido en la oficina o trabajando desde la casa. Y eso pareció funcionar porque su productividad aumentó por esa modalidad. Y como nadie sabía si el tipo iba a trabajar a la oficina o trabajaba desde la casa, se fueron olvidando de él paulatinamente.

Hay sujetos de los que se siente su presencia y hay otros de los que se siente su ausencia. En este caso, nada de esto pasaba. Era como un ente indolente que no se metía en la existencia de nadie a cambio de que nadie se metiera en la suya. Por eso, quizá, habrá llamado tanto la atención lo que hizo después, aunque una cosa de esas va a llamar la atención siempre, lo haga quien lo haga. En eso no hay vuelta que valga.

Así las cosas, un día como cualquier otro se preparó para salir de su casa y dar una vuelta, comprar algunas cosas que le faltaban, y asistir a algún evento que le resultara interesante. Teatro, no. Nunca le había gustado y a su edad había cosas que no iba a cambiar. Cine. No, tampoco. Ninguna película copada para ir a ver. Tirar alguna fichita en el casino. No, la timba no era lo suyo. Exposición de autos y motos. Sí, pero a lo mejor iría mucha gente. No le iba el tema de andar chocándose con medio mundo y pisándose los pies con la otra mitad restante.

Música… Ajá… Música podría ser. Pero tendría que ser al aire libre, el día tendría que estar agradable para bancarse el clima, y la ubicación tendría que ser por demás privilegiada, para que uno pueda estar cómodo, disfrutar de la música, y que cuando termine la cosa sea tan amplio el lugar y tantas las salidas que en el proceso no se tenga que andar rozando con nadie.

Así que se puso a buscar en la guía de espectáculos algún recital que reuniera esas características y vio uno que tenía un adicional por demás seductor: se podían alquilar balcones de un edificio cercano para disfrutarlo.

Todo cerraba. Era ese el evento que tanto había buscado y que tanto disfrutaría y la pasaría tan bien. Se decía a sí mismo que después de haber laburado tanto tiempo y haber soportado al mundo y a su mundo, se podía hacer ese regalo. Entonces el día en cuestión agarró sus bártulos y se instaló en el “depa” con balcón a la calle y se clavó un par de cervezas y se fumó un cigarrillo, mientras el sol todavía daba inclinado y se veía cómo la gente deambulaba por las calles, mientras otros iban buscando posiciones en el verde del predio.

Con el paso de las horas tanteaba con la yema de dos dedos el metal que tenía a su costado, sin mirarlo, para apaciguar un poco la ansiedad y para convencerse de que aún estaba ahí, más allá de que supiera que no se iría. Ese suave y etéreo contacto le daba una sensación de seguridad y tranquilidad, algo que tal vez nunca había sentido tan vívidamente en otras circunstancias de su vida.

Y cuando el sol ya estaba en la antípoda y la luna hacía lo suyo, las luces, el humo, el sonido, y el folklore del recital comenzó a dar vida a la noche. Ritmos que se metían en el cuerpo de los congregados, cabezas y caderas que acompañaban los compases, voces que se mezclaban en una masa única de aire y coreaba las frases que el cantante regalaba.

La noche era una fiesta. El tipo, mientras tanto, ajeno a todo ese candombe festivo, no olvidó sus intenciones, y lejos de volver a tener ese contacto suave y etéreo con el metal que estaba a su costado, su mano como garra lo alzó y se lo calzó de la manera más cómoda posible, comenzando a disparar a mansalva contra el conglomerado de gente que rápidamente se dio cuenta de que la fiesta se había convertido en tragedia.

Luego de más de cincuenta muertes y cerca de quinientos heridos, en un acto de Justicia exprés del equipo SWAT, el tipo dejó de vivir y se salvaron muchas más vidas que corrían riesgo, en esa ciudad de fama internacional de luces y timba.

El humano debe ser el único ser vivo que durante toda su existencia ha ido buscando, ideando, construyendo, y encontrando maneras de matarse a sí mismo y a sus semejantes. El fulano este es un claro ejemplo de eso.#

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07 OCT 2017 - 21:08

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

El tipo es raro, un poco apartadizo, saluda siempre muy educadamente pero con poca efusividad. Sus vecinos no dudan en afirmar que lo conocen poco o nada, que siempre lo ven arreglando el pequeño jardín que tiene en el frente de su casa y lavando su auto todos los fines de semana, pero que desconocen casi todos los aspectos de su vida.

Alguna que otra vez han intercambiado algunas palabras acerca de cómo estaba el clima en ese día en que se cruzaron o sobre algún resultado de algún evento deportivo. Uno recordó, sí, haber conversado no más de cinco minutos acerca de política. Pero de eso ya pasaron cerca de seis o siete años. En su trabajo la cosa no difiere mucho. Todos dicen lo mismo: que no habla con nadie y que falta mucho. Nunca cumplió la asistencia a una semana completa. Siempre alguna excusa nueva aparecía para justificar la falta, hasta que sus superiores se cansaron de esa situación y terminaron por cambiarlo de sector. Terminó trabajando en un lugar donde se trabajaba por objetivos.

Mes a mes tenía que ir cumpliendo determinadas metas, sin importar si tenía que estar todo el día metido en la oficina o trabajando desde la casa.

Mes a mes tenía que ir cumpliendo determinadas metas, sin importar si tenía que estar todo el día metido en la oficina o trabajando desde la casa. Y eso pareció funcionar porque su productividad aumentó por esa modalidad. Y como nadie sabía si el tipo iba a trabajar a la oficina o trabajaba desde la casa, se fueron olvidando de él paulatinamente.

Hay sujetos de los que se siente su presencia y hay otros de los que se siente su ausencia. En este caso, nada de esto pasaba. Era como un ente indolente que no se metía en la existencia de nadie a cambio de que nadie se metiera en la suya. Por eso, quizá, habrá llamado tanto la atención lo que hizo después, aunque una cosa de esas va a llamar la atención siempre, lo haga quien lo haga. En eso no hay vuelta que valga.

Así las cosas, un día como cualquier otro se preparó para salir de su casa y dar una vuelta, comprar algunas cosas que le faltaban, y asistir a algún evento que le resultara interesante. Teatro, no. Nunca le había gustado y a su edad había cosas que no iba a cambiar. Cine. No, tampoco. Ninguna película copada para ir a ver. Tirar alguna fichita en el casino. No, la timba no era lo suyo. Exposición de autos y motos. Sí, pero a lo mejor iría mucha gente. No le iba el tema de andar chocándose con medio mundo y pisándose los pies con la otra mitad restante.

Música… Ajá… Música podría ser. Pero tendría que ser al aire libre, el día tendría que estar agradable para bancarse el clima, y la ubicación tendría que ser por demás privilegiada, para que uno pueda estar cómodo, disfrutar de la música, y que cuando termine la cosa sea tan amplio el lugar y tantas las salidas que en el proceso no se tenga que andar rozando con nadie.

Así que se puso a buscar en la guía de espectáculos algún recital que reuniera esas características y vio uno que tenía un adicional por demás seductor: se podían alquilar balcones de un edificio cercano para disfrutarlo.

Todo cerraba. Era ese el evento que tanto había buscado y que tanto disfrutaría y la pasaría tan bien. Se decía a sí mismo que después de haber laburado tanto tiempo y haber soportado al mundo y a su mundo, se podía hacer ese regalo. Entonces el día en cuestión agarró sus bártulos y se instaló en el “depa” con balcón a la calle y se clavó un par de cervezas y se fumó un cigarrillo, mientras el sol todavía daba inclinado y se veía cómo la gente deambulaba por las calles, mientras otros iban buscando posiciones en el verde del predio.

Con el paso de las horas tanteaba con la yema de dos dedos el metal que tenía a su costado, sin mirarlo, para apaciguar un poco la ansiedad y para convencerse de que aún estaba ahí, más allá de que supiera que no se iría. Ese suave y etéreo contacto le daba una sensación de seguridad y tranquilidad, algo que tal vez nunca había sentido tan vívidamente en otras circunstancias de su vida.

Y cuando el sol ya estaba en la antípoda y la luna hacía lo suyo, las luces, el humo, el sonido, y el folklore del recital comenzó a dar vida a la noche. Ritmos que se metían en el cuerpo de los congregados, cabezas y caderas que acompañaban los compases, voces que se mezclaban en una masa única de aire y coreaba las frases que el cantante regalaba.

La noche era una fiesta. El tipo, mientras tanto, ajeno a todo ese candombe festivo, no olvidó sus intenciones, y lejos de volver a tener ese contacto suave y etéreo con el metal que estaba a su costado, su mano como garra lo alzó y se lo calzó de la manera más cómoda posible, comenzando a disparar a mansalva contra el conglomerado de gente que rápidamente se dio cuenta de que la fiesta se había convertido en tragedia.

Luego de más de cincuenta muertes y cerca de quinientos heridos, en un acto de Justicia exprés del equipo SWAT, el tipo dejó de vivir y se salvaron muchas más vidas que corrían riesgo, en esa ciudad de fama internacional de luces y timba.

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