Una lápida en Glyn Du

21 OCT 2017 - 20:44 | Actualizado

Por Carlos Hughes / carloshughes@grupojornada.com
Twitter: @carloshughestre


La memoria es un laberinto azaroso y complejo.

La historia lo refirió Jacobo Lienert-Brown una madrugada de alcohol agreste que reunía a montaraces y embaucadores de la meseta en la zona de Colelache, en la estepa patagónica. Abunda en temeridades y episodios fortuitos y corre sobre un albur de certidumbre un tanto escabrosa.

Me llegó por fortuna: Algún oyente atinó a garabatear apuntes, el día postrero, sobre aquellos episodios. Tienen, debe advertirse al lector, la penumbra de toda resaca que se experimenta bajo el influjo de ginebras burdas. Y darle credibilidad requiere de audacia.

Sobre el recodo más sombrío de un camposanto galés en la zona de Glyn Du se distingue, entre la maleza brava que sólo allí –y sólo allí- crece desaforadamente, una lápida extravagante y sobrecogedora que reza, y cito textual, lo siguiente: “Los trámites de la muerte resultan pedregosos”.

Lleva allí, se cree, más de un siglo. Durante todo ese tiempo historiadores y documentalistas dieron por cierto que Halfpenny Jones, cuya osamenta descansa dos metros bajo esa tierra, apeló a la metáfora. Las narraciones de aquella noche en Colelache los desmienten.

Ya en la curva final de su obra Jones, cuyas novelas promovieron menos pasiones que desencantos, se obsesionó con un personaje borgiano originado, se estima, bajo el imperio de madrugadas místicas.

Lo imaginó desde sobremesas abundantes en alcoholes variopintos; y en los días de su propio epílogo se afanó en la tarea de construirlo bajo una prosa tenaz, aunque un tanto árida.

Su protagonista conforma un personaje verosímil de pasar ordinario, con luces escazas y sombras tenues. Se gana el sustento como funebrero, profesión errante y de prestigio precario, y divide la vida entre las fosas que cava sin pasión, lecturas de textos tenebrosos y apuntes vacilantes de tinte novelesco que, se cree, fueron pergeñados cuando ya portaba una paranoia irrevocable.

El personaje en cuestión tiene pretensiones de escritor. Sueña con figuras estupendas y aventuras desaforadas; también lee los clásicos, hurga en la historia de textos incunables. Jones alcanza tal estado de éxtasis que su realidad se traspapela en la ficción, sobrevive en un limbo generoso y total. Se apasiona en su construcción pero termina por modelarle una personalidad que se le asemeja demasiado, con virtudes de meseta y defectos cumbres. Al final no sabe si se posa cada noche en una narración novelesca o simplemente garabatea sobre su biografía, en la que de todas formas se desconoce. O lo intenta.

En ese entrevero apuesta más allá y desafía a su personaje a escribir sobre un escritor que escribe sobre un escritor, y a este último le da sus propias características. Las de Jones, se entiende…

Ese párrafo inicia una pelea sorda entre protagonistas que le generan furia apasionada y que sólo morigera con un licor belicoso al que se vuelve adicto en noches que se le ocurren perpetuas.

El texto se vuelve belicoso, su personaje y el protagonista que este construye en su propia novela dentro de la novela, se celan, confrontan y discuten acaloradamente cada dos páginas. La enemistad llega a límites insospechados y trasciende los escritos mientras Halfpenny apenas si sobrevive en un estado de ensueño permanente.

Desbocado, al drama pasional le incluye una dama sombría de cabellos torrentosos como los ríos azabaches, esbelta y de rasgos musulmanes, con rostro aceitunados y ojos esmeralda; de piernas extensas, pechos puntudos y caderas rumbosas y un halo de misterio y de intriga que genera ardores desaforados.

El saldo sólo potencia los odios: se enamoran de ella. Todos, incluso Halfpenny que en su desvarío insostenible cree verla marchar en cada amanecer. Si es que realmente amanece.

Una madrugada se sobresalta, se descubre bañado en sudor y observa las tinieblas que conforman sus propios vapores, condensados en el frío de un Agosto glacial. Ya no es el escritor maduro de otros tiempos sino el mismísimo personaje que su escritor de novela logró construir. En ese estado febril, a tientas en la oscuridad, toma las ropas más cercanas y encara la noche profunda rumbo al camposanto galés. Munido de un trabuco naranjero rescatado del olvido busca, desesperadamente, a su rival; hurga en la maleza como sí sorteara los párrafos mientras planea con precisión de relojero el instante fatal en el que le dará muerte, aun cuando sospecha que en ese acto definitivo también él se morirá un poco.

Cree ver el sol en el horizonte, pero también el poniente. No sabe ya de horas, ni de días, ni de meses. Se sospecha, asegura Jacobo Lienert-Brown, que tampoco acierta sobre años.

Corre frenético, se cae, se levanta y vuelve a caer sobre el barro espeso del caótico cementerio. Hasta que se da de bruces con una lápida escabrosa que dice, textual, “Los trámites de la muerte resultan pedregosos”.

Es que Halfpenny Jones ya estaba muerto.
 

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21 OCT 2017 - 20:44

Por Carlos Hughes / carloshughes@grupojornada.com
Twitter: @carloshughestre


La memoria es un laberinto azaroso y complejo.

La historia lo refirió Jacobo Lienert-Brown una madrugada de alcohol agreste que reunía a montaraces y embaucadores de la meseta en la zona de Colelache, en la estepa patagónica. Abunda en temeridades y episodios fortuitos y corre sobre un albur de certidumbre un tanto escabrosa.

Me llegó por fortuna: Algún oyente atinó a garabatear apuntes, el día postrero, sobre aquellos episodios. Tienen, debe advertirse al lector, la penumbra de toda resaca que se experimenta bajo el influjo de ginebras burdas. Y darle credibilidad requiere de audacia.

Sobre el recodo más sombrío de un camposanto galés en la zona de Glyn Du se distingue, entre la maleza brava que sólo allí –y sólo allí- crece desaforadamente, una lápida extravagante y sobrecogedora que reza, y cito textual, lo siguiente: “Los trámites de la muerte resultan pedregosos”.

Lleva allí, se cree, más de un siglo. Durante todo ese tiempo historiadores y documentalistas dieron por cierto que Halfpenny Jones, cuya osamenta descansa dos metros bajo esa tierra, apeló a la metáfora. Las narraciones de aquella noche en Colelache los desmienten.

Ya en la curva final de su obra Jones, cuyas novelas promovieron menos pasiones que desencantos, se obsesionó con un personaje borgiano originado, se estima, bajo el imperio de madrugadas místicas.

Lo imaginó desde sobremesas abundantes en alcoholes variopintos; y en los días de su propio epílogo se afanó en la tarea de construirlo bajo una prosa tenaz, aunque un tanto árida.

Su protagonista conforma un personaje verosímil de pasar ordinario, con luces escazas y sombras tenues. Se gana el sustento como funebrero, profesión errante y de prestigio precario, y divide la vida entre las fosas que cava sin pasión, lecturas de textos tenebrosos y apuntes vacilantes de tinte novelesco que, se cree, fueron pergeñados cuando ya portaba una paranoia irrevocable.

El personaje en cuestión tiene pretensiones de escritor. Sueña con figuras estupendas y aventuras desaforadas; también lee los clásicos, hurga en la historia de textos incunables. Jones alcanza tal estado de éxtasis que su realidad se traspapela en la ficción, sobrevive en un limbo generoso y total. Se apasiona en su construcción pero termina por modelarle una personalidad que se le asemeja demasiado, con virtudes de meseta y defectos cumbres. Al final no sabe si se posa cada noche en una narración novelesca o simplemente garabatea sobre su biografía, en la que de todas formas se desconoce. O lo intenta.

En ese entrevero apuesta más allá y desafía a su personaje a escribir sobre un escritor que escribe sobre un escritor, y a este último le da sus propias características. Las de Jones, se entiende…

Ese párrafo inicia una pelea sorda entre protagonistas que le generan furia apasionada y que sólo morigera con un licor belicoso al que se vuelve adicto en noches que se le ocurren perpetuas.

El texto se vuelve belicoso, su personaje y el protagonista que este construye en su propia novela dentro de la novela, se celan, confrontan y discuten acaloradamente cada dos páginas. La enemistad llega a límites insospechados y trasciende los escritos mientras Halfpenny apenas si sobrevive en un estado de ensueño permanente.

Desbocado, al drama pasional le incluye una dama sombría de cabellos torrentosos como los ríos azabaches, esbelta y de rasgos musulmanes, con rostro aceitunados y ojos esmeralda; de piernas extensas, pechos puntudos y caderas rumbosas y un halo de misterio y de intriga que genera ardores desaforados.

El saldo sólo potencia los odios: se enamoran de ella. Todos, incluso Halfpenny que en su desvarío insostenible cree verla marchar en cada amanecer. Si es que realmente amanece.

Una madrugada se sobresalta, se descubre bañado en sudor y observa las tinieblas que conforman sus propios vapores, condensados en el frío de un Agosto glacial. Ya no es el escritor maduro de otros tiempos sino el mismísimo personaje que su escritor de novela logró construir. En ese estado febril, a tientas en la oscuridad, toma las ropas más cercanas y encara la noche profunda rumbo al camposanto galés. Munido de un trabuco naranjero rescatado del olvido busca, desesperadamente, a su rival; hurga en la maleza como sí sorteara los párrafos mientras planea con precisión de relojero el instante fatal en el que le dará muerte, aun cuando sospecha que en ese acto definitivo también él se morirá un poco.

Cree ver el sol en el horizonte, pero también el poniente. No sabe ya de horas, ni de días, ni de meses. Se sospecha, asegura Jacobo Lienert-Brown, que tampoco acierta sobre años.

Corre frenético, se cae, se levanta y vuelve a caer sobre el barro espeso del caótico cementerio. Hasta que se da de bruces con una lápida escabrosa que dice, textual, “Los trámites de la muerte resultan pedregosos”.

Es que Halfpenny Jones ya estaba muerto.
 


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