Un suplemento especial / Das Neves por Das Neves

Un homenaje al exgobernador, con textos del libro “Mario Das Neves, Hagamos futuro/Mi historia de cara a una nueva Argentina”, publicado por Planeta en 2011.

04 NOV 2017 - 21:09 | Actualizado

Das Neves por Das Neves

Repasar la historia de Mario Das Neves resulta complejo y engorroso. Desde los primeros años de militancia hasta su día final protagonizó una vida plagada de circunstancias y hechos políticos que lo marcaron a él y también a los lugares que ocupó; y a la gente con la que compartió.

En marzo de 2011 Editorial Planeta publicó “Mario Das Neves, Hagamos futuro/Mi historia de cara a una nueva Argentina” que, aun cuando todavía le quedaba por delante su ingreso definitivo a la historia, convirtiéndose en el único que logró tres veces la gobernación de Chubut, y tenía aspiraciones allende las fronteras provinciales, resulta una magnífica fuente de consulta para conocer su visión, sus pensamientos y gran parte del recorrido de su vida, desde los primeros años.

Su infancia, la lucha de sus padres cuando llegaron al país tras dejar su Portugal natal, su juventud, los primeros años de militancia, su salud y su mirada de Pablo y María Victoria, sus hijos, forman parte de esta síntesis de esa narración en primera persona. Das Neves por Das Neves es entonces la intención de tener una visión más intimista de cosas, momentos, que acaso no resulten tan conocidos para el gran público.#

No te rindas, por Carlos Guajardo / Especial para Jornada

Fui sin querer y entré porque una voz me gritó que entrara. Llegué pronto hasta el hombre que con un celular estaba hablando no sé con quién pero si sé que algo le reprochaba sobre el SUM de alguna escuela. Hizo un gesto para que me sentara y pronto empezamos a hablar. No fue tan largo. Le pregunté qué le pesaba más, si la enfermedad o la gestión, y no anduvo con vueltas para decirme que “con la enfermedad sufro yo y mi familia. Si no gestiono, ni hago cosas sufre mucha gente”.

Después quise saber cuántas veces lo habían operado y me dijo “no sé, no llevo la cuenta pero una enfermera me dijo que la próxima vez me iban a operar de parado”. Sonrió por primera vez y eso me dio coraje para preguntarle si no le tenía miedo a la muerte. “No”. Fue tajante como cuando me dijo si quería tomar una cerveza.

No faltaba mucho para que el veredicto que el destino le había dictado llegue implacable. No llegó antes porque sus ganas de vivir y sus compromisos con su provincia eran más fuerte que su cuerpo débil, injustamente maltratado.

A la hora de las preguntas se impone saber dónde está ahora el hombre que pensó más en los sueños ajenos que en los propios. Quien se llevó aquellos arrebatos incontenibles, aquellas luchas a veces inconscientes contra molinos de viento mucho más altos y más fuertes, aquel que sostenía que no se trataba que la gente sufra lo menos posible sino que la cosa era que no sufriera.

La vida pasa rápido. Es un tiempo pequeño. No es la hora de juzgar en este tiempo de dolor familiar y duelo provinciano. Para eso, habrá un tribunal inapelable que será la historia.

Si para él la vida pasó rápido y el tiempo fue pequeño es porque lo dedicó al resto, a los que estaban enfrente, a los que necesitaban.

Eso sí: rápido y pequeño pero intenso. Eligió un camino que siguió hasta el final y que él mismo se encargó de marcar. Habló más fuerte que todos aunque no necesitó gritar para ello.

Siempre sostuvo que nunca hacía falta rendirse a los pies de nadie y por eso eligió una frase de cabecera que lo acompañó tanto en los discursos como en sus años: “Más vale un minuto de pie que toda una vida arrodillado”.

Ese día, cuando respondió sobre la muerte también dio algunas pistas sobre sus dolores. “Tengo el dolor que cura cuando puedo resolver que al techo de una escuela no lo perforen las aguas de lluvia. Si no lo hago, el dolor me lastima”.

Por eso es que su nombre rojo merece recordarlo en sus direcciones esenciales de los últimos tiempos: con sus terribles sufrimientos a cuestas, su incertidumbre de estar mañana, sus descensos a los confines del dolor.

En estas últimas horas de triste despedida, alguien dijo que merecía una estatua. Pero hecha con el aire y atravesada por su mirada y por su voz. Y sobre esa estatua poner todas las flores de su última recorrida, toda la sangre que la gente quiso darle.

Conocerlo era conocerlo desde lo profundo porque otra de otra manera no se lo podía conocer. Ese hombre profundo era el cabrón de paso corto pero ligero. El que hacía temblar de miedo a algún colaborador que no había cumplido con su palabra y era el hombre profundo que se quebraba en lágrimas cuando entraba en una casa de barro o en la oscuridad de los ojos de quien había perdido un ser querido por esta violencia desatada que nunca da tregua.

Era el hijo, el esposo y el padre que amaba. Aún con sus ojos cerrados. Era el compañero leal, con palabras sin vueltas. Era el amigo con gestos que nunca ya podrán ser devueltos. Era el de las palabras fuertes. El de los carajos y los gorilas. El de las puteadas y el de las frases de aliento. El de no te rindas que yo no me rindo.

Todo eso le restaba importancia a su gesto adusto para llenar de humanidad la enormidad de sus palabras, la muchedumbre de sus consejos, la pelea desigual de los últimos días con sus ojos ya pobres pero millonarios en miradas.

El mar, amigo inseparable de la vida y de la muerte se atreve a cantarte sin pensar en el último suspiro: “Me muero con cada ola, cada día. Me muero con cada día en cada ola. Pero el día no muere. Nunca. No muere. ¿Y la ola? No muere.

Y ahora, Mario Das Neves me despido. Me voy a mis deberes. ¿Y qué hora es? La hora de cantar.

Entonces canta. Canto.

Cantemos.#

La infancia y más atrás

Cuando llegaron a la Argentina, mis padres, inmigrantes portugueses, se radicaron en Avellaneda, más precisamente en Sarandí. Mi abuelo materno ya vivía ahí, justo al lado de la fábrica Sasetru, y se quedó hasta que murió. Así que yo nací en Avellaneda, en el Hospital Fiorito, en el histórico Hospital Fiorito, el 27 de abril de 1951.

La mayoría de los portugueses que llegaron a la Argentina se dedicaron a cultivar flores o a la herrería. De hecho, mi abuelo Das Neves fue parte de la avanzada inmigratoria y llegó a tener una empresa grande, con unos ciento veinte trabajadores.

Dionisio Das Neves, mi padre, llegó de Portugal a los diecisiete años. Vino solo y casi podría decirse que su mayor objetivo era conocer a su propio padre. El primer dato fuerte es que mi papá no sabía leer ni escribir. Aprendió después, pero lo hacía con dificultad. Aparte de ser un gran laburante, todas las mañanas se tomaba alrededor de una hora para leer los titulares del diario. Sólo los titulares, lo demás lo suplía en su momento escuchando los noticieros radiales de la mañana y, más tarde, viendo los noticieros por televisión. Era una persona extremadamente informada. Además de un maestro con los números. En eso no tenía dudas y no se equivocaba.

Obviamente, no había ido a la escuela porque había tenido una vida complicada. No de abandono, porque estaba al cuidado de mi bisabuelo, pero sí una vida dura.

Mi viejo era “elastiquero”. Es decir, herrero especializado en reparar y mantener los elásticos de los autos, camiones y colectivos. Empezó a trabajar en la empresa del abuelo Das Neves, que estaba en Rivadavia 1240, en Valentín Alsina, pero duró poco, creo que sólo dos o tres semanas. Era rebelde, buscaba ser independiente y tenía la voluntad y la capacidad de trabaja como para lograr sus objetivos.

Cuando dejó la empresa de mi abuelo, instaló su propio taller con otros portugueses. Estaba en Andrés Baranda y Santa Fe, en Quilmes. Y empezaron a trabajar ahí. Recuerdo a mi papá como un tipo que trabajaba mañana, tarde y noche, sábados y domingos incluidos.

Por ese entonces vivíamos en Berazategui, al lado de la fábrica Ducilo. Algunos domingos, mi hermano Rogelio y yo tomábamos el colectivo hasta la estación Quilmes y ahí tomábamos otro colectivo, el 85, hasta el taller de mi papá. Yo tendría seis o siete años y Rogelio ocho o nueve. La mayoría de los choferes nos conocían porque llevaban a arreglar los elásticos de los colectivos a lo de mi viejo. Alrededor de las 11:00 u 11:30 de la mañana, todos los domingos que San Lorenzo jugaba de local, pasábamos a buscar a mi papá para ir a la cancha. Mi viejo se sacaba el mameluco lleno de grasa, se pegaba una ducha y nos íbamos los tres a ver la tercera, la reserva y la primera. Era como ir todo el día de picnic. ¿Cómo no voy a ser fanático de San Lorenzo si de chiquito vi todas las categorías desde el tablón?

Mi papá se casó al poco tiempo de llegar a la Argentina. No tenía más de dieciocho años y mi mamá, dieciséis. Dos años más tarde ya habíamos nacido Rogelio y yo.

Mi viejo falleció hace tres años. Mi mamá tiene setenta y uno. Está muy bien. Vital y sana. La verdad, siento que mis padres me marcaron la cancha. Y estoy muy orgulloso de ellos. Pero no solamente m e marcaron a mí sino también a los cinco nietos, las tres hijas de mi hermano, mi hija y mi hijo, que es el único nieto varón. Más allá de que todos los chicos sufren la muerte de sus abuelos, cuando falleció mi padre los vi a los cinco realmente consternados. Y es el día de hoy que cuando hablan del abuelo, pese a que hace tres años que se fue, siempre están conmovidos.

Lo respetaban mucho porque, aunque era más tiernito que Lassie, parecía un tipo duro. Se sentaba a la cabecera de la mesa y, desde ahí, con la mirada marcaba el terreno. Sin embargo, siempre estuvo adecuado a los tiempos que corrían, a las demandas de las nuevas generaciones, actualizado, entendiendo a los nietos.

A mí me marcó claramente en el camino del trabajo y del esfuerzo; en que nadie regala nada, en que no hay posibilidades de ningún éxito, de nada en la vida, si no es por medio del trabajo y el esfuerzo. Uno puede tener un poco de suerte, pero la suerte, como bien suele decirse, va y viene, así que hay que acompañarla.

De modo que la de mi padre fue una vida muy agitada, y también muy definida por su condición de jefe de familia. Antes de morir, cuando ya estaba muy enfermo, le habló a mi hijo Pablo, su único nieto varón:

- Cuando yo me vaya, acá, en esta punta de la mesa, te tenés que sentar vos.

Y Pablo reivindica esas palabras cada vez que puede.

Esto sucedió en la “famosa” casa de Playa Unión, donde todavía nos juntamos los sábados y domingos, y donde pasamos las fiestas y los veranos. Mi papá también le dio a Pablo las llaves del último auto que había comprado, con la misma marca de siempre, un Ford. Mi viejo también tenía muy buena relación con las nietas, pero el varón era el varón. ¡Esas coas del apellido! Y como hablaba medio atravesado por su lengua de origen, no decía “nieto” varón, decía “nioto” varón.

Mis padres son originarios de Algarve, al sur de Portugal. Hace algo más de tres años, a fines de 2007, me llamó el licenciado Enrique Meyer, ministro de Turismo de Nación, y me dijo:

- Mario, en un par de meses se hace la Feria Internacional de Turismo en Portugal. No puedo ir. Quisiera que vayas vos, que sos representante de una provincia turística e hijo de portugueses.

Fui en enero de 2008. Tuve un encuentro de alrededor de una hora con el presidente de Portugal, que me recibió con una enorme calidez. Después viajé hacia el sur. Habré llegado a Faro, la capital de Algarve, alrededor de las once de la mañana y me quedé hasta las seis de la tarde. Estuve en la Intendencia, donde me hicieron un agasajo con los concejales y representantes de los partidos políticos. Hablaron todos, uno por uno. Dijeron que se sentían muy felices y orgullosos de que un hijo de portugueses hubiese llegado a gobernador y, también, de que estuviese ahí, con ellos, conociendo el lugar donde habían nacido sus padres y abuelos. Luego de eso, aunque no estábamos en temporada, me llevaron a conocer la playa. Son preciosas y, gracias al turismo, la zona ha tenido un crecimiento importante.

Por último, fui a visitar a la última amiga de mi mamá que quedaba viva. Se habían despedido en 1945 y no volvieron a verse. Me encontré con una señora grande y saludable. En un momento, estábamos tomando un café y ella me dijo:

- ¿Querés conocer las casas donde vivieron tu papá y tu mamá?

Le respondí que por supuesto y ahí fuimos. Mi padre siempre había contado que su casa era una especie de chacra. Ahora pasa la autovía que va de Faro a Lisboa, una de las nuevas que hicieron cuando Portugal se incorporó a la Comunidad Económica Europea. A unos ochocientos metros de ahí había una casa chica, convertida por el tiempo en una tapera, que había sido la casa de mi madre. Fue muy importante para mí conocer el lugar donde habían nacido mis viejos. Tomé un pedazo de tierra de la casa de mi padre y me la traje.

En algún momento me arrepentí de no haber ido con mi madre, pero hacía sólo cinco meses que había fallecido mi viejo y no quise exponerla a una experiencia tan intensa, con tanta emotividad.

Estando allá me di cuenta de por qué mi papá hablaba de Algarve y hablaba de Portugal pero casi nunca de Lisboa. Los algarviños, que así se llaman los habitantes de esa zona, se sienten postergados. Recuerdo ese viaje con mucha emoción, tanto por haber conocido el lugar de mis ancestros como por el excelente trato que me dieron quienes me acompañaron en la recorrida.

Pero, volviendo a mi infancia, cuando yo tenía más o menos ocho años, dejamos la casa de Berazategui, la que recuerdo de cuando tomé noción de la vida, y nos fuimos a Wilde. Para ese entonces, mi papá ya era dueño de dos talleres y compró una casa en una zona que se llama “el triángulo de Wilde”, a media cuadra de la avenida Mitre. ¿En qué calle? En la calle Chubut. Y, aunque en ese momento era impensable, porque no teníamos motivo alguno para irnos de ahí, de la calle Chubut nos fuimos a vivir a la provincia de Chubut.

Lo que pasó fue que mi mamá comenzó a tener problemas de salud a causa de la enfermedad y, a pesar de que era muy joven, estaba permanentemente con dolores reumáticos. Además, mi padre estaba un poco cansado. Desde los dieciocho años había trabajado siempre catorce, quince, dieciséis horas por día y no estaba disfrutando ni de su trabajo ni de su vida. Así que un día, en 1960, un camionero de los que iba a arreglar los elásticos al taller le dijo:

- Vamos para la Patagonia.

Y cuando esa noche mi viejo volvió a casa nos anunció lo que iba a hacer.

- Voy a elegir un lugar.

Entonces se subió al camión. Tomaron la ruta 3. Y mi padre eligió Trelew, que ahora tiene más de cien mil habitantes pero que en esa época apenas llegaba a los ocho mil.

Yo había empezado la escuela primaria en Buenos Aires. El segundo grado lo hice en Wilde, cuando vivíamos en la calle Chubut, en la escuela que estaba en la calle Martín Fierro y avenida Mitre. Hace poco fui a dar una charla a una cuadra e la escuela, en Lacalle Las Flores, y cuando hablaba con los vecinos les decía que yo había estudiado ahí, en esa escuela grande. Y el tercer grado lo hice en Trelew. Siempre en escuelas públicas. El secundario lo cursé en la Escuela de Comercio. Me recibí y después de eso volví a Buenos Aires, en la década del 70.

De alguna manera, fue en Chubut donde empezamos a construir este presente. No bien llegamos, alquilamos una casa y, mientras tanto, mi papá compró un terreno en una esquina para edificar lo que hoy es la casa donde todavía vive mi mamá. En el año 65 nos fuimos a vivir a esa esquina, que es la que todo el mundo conoce como “la esquina de Das Neves”.

Obviamente, la parte de abajo primero fue un taller y después, locales para alquilar.

En el año 2006, mi papá me dijo:

- Bueno, no alquilo más lo locales. Tiramos la pared y hacemos tu local.

Y tenía tanta generosidad y me apoyaba tanto que me dio el espacio para que o desarrollara mi actividad política. En el año 2003 a mí me costó mucho llegar porque no sólo es un esfuerzo físico enorme sino que, además, está el costo económico de una campaña, que es altísimo. Me acuerdo que llegué a los últimos tramos sin un peso y mi padre me decía:

- Vos no dejés ninguna deuda.

E insistía con eso. El sábado inmediatamente anterior a la elección, a la noche, estábamos en el local haciendo los últimos preparativos, contentos porque teníamos la convicción de que íbamos a ganar. Cuando terminamos con lo que teníamos pendiente, subí a la casa de mis padres. Nos sentamos a tomar un café.

- ¿Y cómo estás? –me preguntó mi papá-. Vas a ganar mañana.

- Sí, yo creo que sí.

- ¿Y las cuentas?¿Qué estás debiendo?¿A quién le estás debiendo?

- No, bueno, mañana tengo que pagar algunos taxis que tienen que ir hasta Madryn o hasta Rawson, pero son viajes cortos.

Entonces él se levantó, se dirigió al frasco de arroz, sacó un fajo de billetes y me los dio.

- Acá tenés diez mil pesos. Los juntamos para que vos no dejes nada sin pagar.

Mi viejo siempre tenía ese estilo de estar presente. Esa actitud de apoyo y colaboración. Todas esas cosas me han ayudado mucho y, por elevación, me han ayudado a educar a mis hijos. Que las expensas, que la luz, que el gas, que no tener deudas, que sacar un crédito tiene que ser el último recurso y que uno tiene que estar seguro de que va a poder pagarlo. También el valor de la palabra. Yo utilizo mucho la palara y ése es, tal vez, el mayor capital político que tengo.

- Cuando vos das la palabra, ni un paso atrás. La palabra siempre se cumple.

Eso me repetía siempre mi padre. Él me enseñó que si uno no puede mantener la palabra es preferible callarse. Que no hay que engañar a la gente, que no hay que mentirle. Y que tampoco hay que tener miedo de decir lo que uno piensa. Realmente fue importante la presencia de mi padre. Todavía la sentimos.

Aunque, como ya dije, pasaron tres años, una vez por mes voy al cementerio. Cuando paso viniendo del aeropuerto –porque el cementerio Jardín está frente al aeropuerto- o cuando voy para Puerto Madryn. Casi diría que hablo con él. Es como rendir cuentas de mis acciones.

A veces, cuando tengo que tomar una decisión importante, me pregunto: ¿Qué decisión tomaría mi viejo en este caso?¿Qué haría él?

Todavía me sorprende la manera en que ocultó que no sabía leer ni escribir. Yo me di cuenta cuando ya era grande, cuando estaba en el colegio secundario. De más chico, siempre me había preguntado por qué, siendo un gran dirigente de fútbol, no había aceptado ser presidente del club en ninguna de las oportunidades en que se lo propusieron. Son las limitaciones de muchos inmigrantes que vinieron a la Argentina cuando eran muy jóvenes.

Pero eso no le impidió empezar, una vez más, en Trelew, con una herrería. De los dos talleres que había llegado a tener en buenos Aires, mantuvo uno con un hermano y un cuñado como socios, vendió el otro y se instaló en el centro de Trelew con un taller que estaba debajo de mi casa, el mismo donde después armó los locales. Pasado un tiempo, vendió el taller que le había quedado en Buenos Aires y, como decíamos nosotros, los familiares, “puso todos los fierros en Trelew”.

Trabajó y creció. Entonces, de la planta baja de la “esquina de Das Neves” se mudó a un taller enorme que había construido sobre la ruta. Acabamos de cerrarlo, luego de cincuenta años de operar, porque ese tipo de trabajo es muy artesanal y no se puede delegar. Es uno, el propietario, quien supervisa y tiene que estar para poner la cara frente al cliente.

Mi hermano, que estuvo toda la vida al lado de mi padre, ya tiene sesenta y un años. Rogelio está para jubilarse, el taller es muy grande y el esfuerzo que requiere también. Cuando mi hermano tenía 14 años le dijo a mi viejo que no quería seguir haciendo el secundario. La respuesta fue rápida y cortita.

- Bueno, ponete el mameluco y ¡al taller!

Hace poco publicamos un aviso en el diario para conmemorar el cincuentenario. Ahora estamos gestionando la venta de la llave, los repuestos y todo lo que hay adentro. La idea es hacer unos departamentos para que mi mamá pueda tener como renta. Aunque tengamos diferencias como cualquier familia, somos muy unidos. Y mi padre hizo mucho para que fuésemos así. A tal punto que, por ejemplo, toda la vida tuvo la intención de comprar alguna de las dos casas vecinas a la nuestra en Playa Unión. No era una cuestión de ostentación. Era par que hubiese lugar para todos, para que fuese más cómodo quedarnos los fines de semana, para que todos nietos pudiesen quedarse a dormir y no tuviesen que volver a Trelew por la ruta a la madrugada. En definitiva, para estar más tiempo juntos.

Mi viejo siempre estaba atento a ver si alguna de esas casas vecinas salía a la venta. En marzo de 2007, cando yo estaba enfermo, se enteró de que vendían una de las propiedades que estaba a la vuelta. Los fondos de esa casa y los nuestros se juntaban. ¡Qué alegría que tenía mi padre! Por supuesto, la compró. La pagó cincuenta y cinco mil dólares. Se dio el gusto de comprar esa casa que anexamos a la vieja, a la que había construido en 1985. También la fuimos arreglando de a poco. Ahora ahí vive mi hija María Victoria con su marido. Cuando se casó, Pablo también se fue a vivir a Playa Unión.

La vieja es la casa familiar, la casa de las reuniones, la casa donde voy cuando tengo una situación medio complicada. Es el lugar adonde voy para pensar, para tomar decisiones y para celebrar. Puerto Madryn es bonito como también es bonito Puerto Pirámides. Playa Unión, en cambio, tiene una belleza más rústica y, para nosotros, es un lugar que está muy relacionado a la vida familiar.

A mi viejo le gustaba la mesa larga. Y eso uno lo hereda, porque a mí también me gusta. A veces Raquel me reta, me dice que deje que los chicos hagan s vida, que ya están casados y tiene sus amigos, sus compromisos, sus costumbres e, incluso, sus ganas de estar solos. Sin embargo, si no los vi en todo el fin de semana, lo más probable es que el domingo cerca de mediodía empiece a llamarlos para preguntarles qué van a hacer y si van venir.

- Hola, Pablo. ¿Qué vas a hacer?

- ¡Papá!¿Qué querés ahora?

- Nada, nada. Yo te decía si querías venir a comer.

- No sé, recién me estoy levantando, no me jodas.

Siempre que hago una cosa así, cuando corto me digo: ¡qué pesado que soy! Pero n el fondo a ellos también les gusta que los llame, que los incluya, que quiera que estemos juntos. Me hace sentir bien saber que, cuando pueden, vienen. Y cuando no pueden, hacen todo el esfuerzo para no faltar, para estar, para charlar. La familia es muy importante para mí. Aunque, como todos, tengamos problemas y a veces hasta nos agarremos unas terribles broncas.

Otra de las cosas de mi viejo que me marcó fue su carácter de planificador. Él era un planificador de la vida. Por ejemplo, en el año 79 compró el terreno sobre la ruta para hacer el taller nuevo. Cien metros sobre lo que ahora va a ser la autovía Madryn-Trelew. De esos cien metros, destinó cincuenta al taller, que se veía enorme cuando pasabas por la ruta, y los otros cincuenta los cercó y ahí iba tirando los repuestos en desuso y fierros viejos que después vendía para hacerse unos pesos extra. Y me decía:

- Yo me voy a morir y el taller no va a funcionar más. ¿Quién va a seguir con esto? Cuando yo me vaya, lo que hay que hacer son departamentitos en la parte de atrás. Cinco departamentitos, uno para cada nieto. Porque vos y tu hermano ya están cada uno en sus casas, entones van a ser para los nietos.

Y ahora que cerramos el taller estamos haciendo los departamentitos y, como dijo mi padre, va a ser uno para cada nieto. ¡Mi viejo era increíble! Lo tenía todo calculado, con ese estilo típicamente previsor e os inmigrantes: planificar el crecimiento, invertir en ladrillos, construir una vida donde todo esté agarrado a la tierra, anclado.

A veces me pongo a pensar de dónde vino mi viejo, con apenas diecisiete años y sin conocer el idioma. Pienso en su coraje, en la incertidumbre que debe de haber atravesado y entiendo cada una de sus decisiones.

Entre sus características también era muy notable la gratitud que sentía por la Argentina. En las grandes ciudades de Chubut están las distintas asociaciones de inmigrantes. En Trelew está la Asociación Portuguesa. Por supuesto, la de Comodoro Rivadavia tiene más miembros porque la comunidad es más grande. Mi viejo nunca quiso participar en ninguna de las comisiones de la Asociación.

- Yo no voy a dejar de ser portugués. Pero tampoco voy a participar de las asociaciones porque eso es hacer rancho aparte. Hay que ser agradecido y participar en las instituciones qu hay en el lugar donde uno vive.

Entonces, él participaba en el club Huracán de Trelew. Ahí fue donde desarrolló su actividad como dirigente. Incluso le han hecho varios homenajes porque la gente del club, y la de Trelew en general, lo quería muchísimo.

Cuando Mariví se estaba por casar muchos especulaban y se preguntaban dónde iría a hacer la fiesta de casamiento la hija del gobernador. ¡Esas cosas de frivolidad que tiene la gente!

- Yo la voy a hacer en el club del abuelo- dijo Mariví.

El 11 de enero de 2010 hicimos la fiesta de casamiento en “el club del abuelo”, en Huracán. Porque uno es lo que es, más allá de un cargo, que siempre es pasajero, y de una posición. Y, en esas cosas, yo creo que he influido en mis hijos. Son muy pasionales, y también son muy derechos. A veces, cuando se rebelan frente a cosas que no les parecen justas, quiero ponerles límites, más que nada para protegerlos hasta que me doy cuenta de que a la edad de ellos yo era mucho peor.#

La juventud

En la década del 70, ya viviendo nuevamente en Buenos Aires, empecé a trabajar en el Banco del Chubut. Como la mayoría de los inmigrantes, mi padre no quería que yo trabajase sino que me dedicase por completo a estudiar. Para trabajar y para pagarme los estudios estaba él. Pero yo era rebelde. Tanto como él lo había sido con mi abuelo.

Mientras estaba estudiando en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires me enteré de que estaba por abrirse una sucursal del Banco del Chubut en la entonces Capital Federal. Le mandé una carta al presidente del banco. Aunque me había recibido de perito mercantil, no tenía muchas expectativas de que me llamaran, así que fue una enorme sorpresa cuando recibí la carta de respuesta. Me citaban, con fecha y horario, para tomarme un examen de admisión. Lo di y me aceptaron.

El 21 de octubre de 1971 empecé a trabajar en el Banco del Chubut. Por supuesto, a mi viejo nunca le gustó mucho porque él quería bancarme los estudios hasta que me recibiera. Pero después, con el tiempo, lo fue aceptando.

Creo que, en algún punto, para él debe de haber sido una frustración que yo dejara de estudiar. De todos modos, le di otras satisfacciones. La temática de “m’hijo el dotor” era algo muy fuerte en él. Y tuvo su recompensa con los nietos: Pablo y Mariví son licenciados, y Natalia, una de las hijas de mi hermano, es abogada. Ellas dos, mi hija y mi sobrina, siempre compitieron para ver cuál era la más mimada por el abuelo, la más apegada. Al punto que Mariví siempre le decía a su prima:

- ¡Cómo me ganaste! Vos tenés muchos años más que yo en esto de ser la preferida.

Cosas típicas de una familia común. Igualmente, los primos se llevan muy bien. Los cinco hacen un hermoso grupo de jóvenes.

Ya en la escuela secundaria yo había sido presidente del Centro de Estudiantes desde que estaba en cuarto año. En quinto seguí siéndolo. Además, era capitán de los equipos de fútbol y de básquet. De alguna manera, siempre tuve esa inclinación por ponerme al frente de la protesta y el reclamo, esa tendencia a liderar grupos. Y, una vez en Buenos Aires, empecé la carrera de Derecho, y empecé bien, pero después la actividad política fue tomándome cada vez más horas. Reconozco que hubo toda una etapa en la que, más que estudiar, dedicaba todo mi tiempo a la militancia.

Trabajaba en el banco, era delegado de la Asociación Bancaria, en oposición a la conducción de aquel momento, la de Arrese y Esquerra. Después, cuando vino Juan José Zanola, seguí involucrado en la actividad sindical.

No terminé mi carrera. No me arrepiento. En un primer momento iba a la Universidad de Buenos Aires. Más tarde hice un paso por la Universidad de Belgrano, pero fue más que nada para establecer algún foco de militancia. En esa época estaba como rector Avelino Porto y ahí, en la subida de la avenida Federico Lacroze, hicimos uno de los primeros paros por el arancel.

La vida política me fue llevando fuera de la universidad y en 1976 todo se complicó. Vivimos momentos de mucha ansiedad y la dictadura se llevó puestos a muchos de los que creíamos en las utopías y defendíamos nuestros ideales.

Me acuerdo que había un delegado de un banco, con el que estudiábamos juntos y que después desapareció. En esa época fumaba Particulares 30. Eran tiempos en los que uno a veces hasta atendía al público con el cigarrillo en la mano, cosa que no está bien, pero en ese entonces era así. Y tenía la costumbre de, en muchas ocasiones, tener el atado de cigarrillos sobre el mostrador. Este chico venía con información acerca de lo que estaba pasando. Me la traía en el paquete de Particulares, lo dejaba sobre el mostrador y, subrepticiamente, yo le acercaba mi propio atado, él me acercaba el de él e intercambiábamos los paquetes de cigarrillos a la vista de todo el mundo. Después, cuando terminábamos de atender, agarraba el atado, iba hasta el baño, leía la información, me ponía al tanto de las últimas –siempre desgraciadas- novedades y, cuando terminaba, lo tiraba al inodoro y lo hacía desaparecer. De esa manera pude mantenerme bastante informado.

Nunca me voy a olvidar del Mundial 78. El 2 de mayo de ese año había nacido Pablo. Vivíamos en un departamento en planta baja en la avenida Belgrano 3280. Lo había comprado en el año 74 con un dinero que mi padre me había dado para ponerlo como anticipo. Para pagar el ochenta por ciento restante había sacado un crédito del Banco Supervielle y lo pagaba con comodidad porque en ese entonces el sueldo bancario era bueno. Después, en 1976, cuando Raquel y yo nos casamos –Raquel también era empleada del banco-, me acuerdo que gracias al ministro Celestino Rodrigo, con un aguinaldo, lo cancelamos. ¡Con un aguinaldo!

Como ese departamento tenía una sola habitación, cuando nació Pablo lo cambiamos por otro en la calle Pedro Morán, casi Artigas, y así como nos había tocado hacer un buen negocio con nuestra casa anterior, con ésta, en la época de la Circular 1050, fue de terror. Lo que habíamos ganado con Rodrigo se nos esfumó después con la 1050. No perdimos el departamento por pura casualidad.

Cuando a mí me preguntan qué diferencias tengo con Kirchner, yo respondo que muchas. Pero hay una que es clave: mientras Kirchner conseguía un patrimonio importante merced a la usura y se hacía de muchas propiedades de personas que estaban económicamente ahogadas por la situación del país, nosotros casi perdemos lo único que teníamos.

Para poder afrontar la deuda hipotecaria, decidimos alquilar el departamento y sumar los dos sueldos con el objeto de pagar las cuotas. El pago se hacía en la esquina de Corrientes y Carlos Pellegrini, en el Trust Joyero Relojero. Había muchas reuniones de deudores, colas larguísimas. Fue una época difícil para todos los que estábamos con ese problema.

En 1978, cuando se hizo el Mundial de Fútbol de Argentina, vivíamos en Olazábal y Estomba, en la casa que alquilaban mis suegros. Más allá de que soy futbolero, no festejé el triunfo de la Selección Nacional. Por supuesto, grité el gol y todo eso, pero mientras todos salían a dar rienda suelta a la alegría, me quedé en la casa de mis suegros. Escuchaba la celebración y la euforia de la gente, pero como yo tenía información sobre las cosas que estaban pasando, no sentía ganas de salir a festejar. Aunque no sabía la magnitud de la tragedia que vivía la Argentina bajo la dictadura, sí sabía que estaban chupando gente.

Yo había abandonado la universidad después del golpe del 76 a raíz de la fuerte intervención de las Fuerzas Armadas en la actividad universitaria y en la militancia. Y también porque me casé con Raquel. Había que elegir, y yo elegí casarme. Fue el 31 de julio del año 76. A partir de ahí, ya llevamos treinta y cuatro años juntos y, más allá de que la hago renegar bastante, estamos felices y contentos. A pesar de haber disentido más de una vez, ella me ha apoyado siempre en todas las decisiones políticas que h tomado.

Raquel nació en Córdoba. Cuando tenía diez u once años, su familia se trasladó a Buenos Aires. En esos tiempos, su situación era bastante parecida a la mía: estudiaba bioquímica en la Universidad de Buenos Aires y su padre quería que privilegiase sus estudios y se recibiese. Así que, al igual que mi viejo, el que iba a ser mi seguro no estaba de acuerdo con que su hija trabajara. Pero a ella también siempre le gustó ganarse su propio dinero. Entonces, casi a espaldas del padre, consiguió entrar en el Baco del Chubut. ¡Lo que son las cosas de la vida! Un primo de Raquel, que era abogado en Sarmiento, una localidad de la provincia, era director del banco. Cuando ella empezó a trabajar, yo era jefe de cuentas corrientes y nos quedábamos hasta tarde a puntear las planillas. Nuestra relación fue un caso típico de romance entre el jefe y la empleada. Estuvimos de novios ocho meses.

Mis hijos me cargan porque una de las primeras salidas románticas que hicimos Raquel y yo fue a una manifestación en Plaza de Mayo, el 12 de julio de 1975, el día que echamos a López Rega. Entre la gente, caminamos las tres cuadras que había desde el banco hasta la Plaza de Mayo. Se había movilizado una verdadera multitud. Y, aunque mis hijos no lo entiendan, en esa época era romántico hacer esa clase de cosas.

Más allá de donde estuvo uno ubicado políticamente hablando, esos años de la resistencia, los que van desde el regreso de Perón hasta 1975, cando empezaron el lopezreguismo y la Triple A, fueron una etapa romántica. De seños y utopías, de efervescencia. Yo me quiero quedar con eso. Después, cada uno estuvo donde creyó que tenía que estar. O donde le tocó. Las cosas se dieron así, son parte de la historia argentina. Y no juzgo la historia tan duramente como se la juzga en la actualidad.

El día en que Perón gritó su famosa frase “estúpidos imberbes” yo estaba en Plaza de Mayo. Me sentí involucrado en la puteada de Perón, hasta podría decir que fue por una cuestión generacional, y me fui. Caminé por la calle Defensa. Sin embargo, no por eso dejo de reconocer su calidad de estadista y su capacidad de liderazgo. Es la misma situación, creo, que la que se da cuando un padre reta a un hijo. Es probable que el hijo se agarre una calentura y se vaya, pero no deja de querer y de respetar a su padre.

En resumen, viendo cómo estaban las cosas, una vez que abandoné la universidad, me casé y me dediqué a mi matrimonio y a ser feliz. Llega un momento en el cual hay que abandonar ciertos circuitos, hay que salir de ellos. Son elecciones, decisiones que corresponden a determinadas etapas, cuando la vida se nos impone. Y aunque parezca una estupidez, si yo digo “a partir de mañana no voy a tomar más café”, no tomo más café. No tengo que tomar ninguna pastilla ni ayudarme con otra cosa que no sea mi voluntad. De la misma manera me alejé de la militancia.#

Los primeros años de militancia

En mis primeros años de militancia, los años de locura política, tenía simpatía por el trotskismo. Estuve militando en el Partido Socialista de los Trabajadores en la época de Juan Carlos Coral. Era casi obvio que el clima que se genera en el tiempo de la resistencia y del regreso de Perón tenía que atraerme, del mismo modo en que me atraía la imagen de Evita. Además, los primeros lugares en los que yo me había ido metiendo en el trotskismo para mi tenían un sesgo muy elitista y muy antiperonista, cuando al mismo tiempo yo advertía que el peronismo tenía mucho arraigo en la gente. Por eso, empecé a tener discusiones con otros militantes hasta que me abrí y, a partir de ese momento, siempre he estado en el peronismo.

Creo que fue en 1981 o 1982, cuando ya veníamos haciendo reuniones partidarias, y teniendo la posibilidad de avizorar un esquema electoral, que me dije: “Bueno, hay que militar fuertemente en el partido porque los cambios hay que producirlos desde el poder”. En 1983 no me presenté a ningún cargo electivo, pero en 1987 el peronismo ganó la intendencia de mi ciudad y ahí tuve mi primera responsabilidad como funcionario: secretario de Acción Social.

A veces, cuando algunos amigos radicales hablan de las instituciones, les tengo que recordar que en 1983 el peronismo estaba en la intendencia y yo, que era secretario de Acción Social, tenía que pedirle permiso a la juventud Radical para entregar las cajas de PAN (Plan Alimentario Nacional). O sea, en todas épocas y en todos los gobiernos se cuecen habas y nadie puede tirar la primera piedra.

De modo que mi primer cargo fue en el Ejecutivo municipal. Asumí el 10 de diciembre de 1987. Muy poco tiempo después se desató la crisis ocasionada por la hiperinflación entre otras cosas, yo tenía a mi cargo los comedores comunitarios. Hasta ese momento, entregábamos unas mil ochocientas raciones diarias y, de repente, en veinticuatro horas, necesitábamos unas cinco mil doscientas. El problema del hambre nos desbordó pero, a pesar de la emergencia, pudimos trabajar muy bien con la gente, pudimos contenerla.

Como todavía estaba terminando mi casa, alquilaba en la calle Roberts, en el límite con el Barrio Don Bosco, uno de los más pobres de Trelew. Un sábado a la una de la tarde me llamaron para decirme que había más de quinientas personas rodeando el centro comunitario, que era el lugar desde el que se llevaba la comida a otros centros.

De inmediato me fui para allá. Cuando llegué, me impresionó ver entre la gente que intentaba entrar de prepo al centro comunitario a personas a las que conocía de haber trabajado a dos cuadras de sus casas. Vi la situación, las caras de angustia, la desesperación. Entré. Las chicas que trabajaban en el centro estaban llorando asustadas porque les golpeaban las ventanas. Lo único que les dije fue:

-La respuesta es ponerse a cocinar. Pónganse a cocinar ya mismo.

Las cuatro de la tarde, mientras íbamos, salíamos, hablábamos con un grupo y después con otro, empezamos a entregar comida. Después tuvimos que comenzar a pensar una planificación. Hable con los dueños de un supermercado:

-Antes de que les vengan a sacar la mercadería, entréguenla. Organicemos qué y cómo.

Así fuimos paliando la situación durante algo más de treinta días, que fueron los más duros de la crisis. Casi no había tiempo para organizarse, pero lo hicimos, nos organizamos. En el interín conseguimos algunos guanacos y a los chicos les dábamos milanesas de guanaco, una carne riquísima pero que esta vedada para el consumo porque el guanaco es una especie protegida.

Esa experiencia fue muy fuerte, muy intensa y muy dolorosa. Nos costó mucho porque, además, era la primera vez que la enfrentábamos. Fue un momento dificilísimo.

Dos años después, el 9 de Julio de 1989, el día de la asunción de Carlos Menem como presidente, asumí como secretario general de la Gobernación. Me había llamado el gobernador NestorPerl. Él estaba en una situación muy difícil. Era un hombre inteligente pero llegó a la gobernación y el primer día ya se había arrepentido. No tenía vocación para la gestión ejecutiva. A mí me dijeron:

-Vos que tenés personalidad, ponete al lado de Perl como secretario General.

Los dias que estuve en ese cargo costaron las canas que tengo ahora. Fue una pelea dura. Incluso, en algún momento llegaron a prohibirme la entrada en la Residencia. Aparte, yo tenía unos cuantos años menos que ahora y me calentaba con más facilidad. Percibía que esos enfrenamientos internos no nos llevaban a ningún lado y un día renuncié. El gobernador no me aceptó la renuncia, entonces se la trasladé con carácter de indeclinable:

-Me voy. Acéptemela porque no vengo más –le dije.

Así me fui. Después me presente como candidato a intendente. Para esas elecciones se había hecho una Ley Electoral medio rara que permitía la aplicación de la Ley de Lemas en la segunda vuelta. Yo iba con el número de boleta 208. El día de la votación me di cuenta de lo que representaba esa maniobra. Estaba en el cuarto oscuro, frente a una mesa cubierta con todas las boletas sábana. La mía estaba en un rincón, chiquitita. Y, aunque yo no llevaba ningún candidato a gobernador, fui el candidato peronista que más votos sacó en la primera vuelta: siete mil doscientos contras seis mil quinientos del intendente que estaba y que también era peronista. Entonces tenía que ir a la segunda vuelta contra el candidato radical. Y me ganó porque, como corresponde era una interna peronista, los que perdieron apoyaron al contrario. Por eso la interna es todo un tema. Me quedé afuera y desde afuera seguí con mi vida.

En 1993 el gobernador era Carlos Maestro, otro radical. En ese momento, el peronismo tenia dieciséis diputados y el radicalismo, nueve. Yo siempre había seguido la militancia partidaria y me vinieron a buscar para proponerme que fuese presidente del partido a nivel provincial. Y fui.

En 1994 fui partícipe de la reforma de la Constitución provincial, porque la provincia del Chubut permitía un solo mandato, sin reelección. Aun teniendo mayoría, sólo dimos la posibilidad de la reelección, tal cual está ahora, con dos mandatos consecutivos. Después de eso, a fines de ese mismo año, hubo una convención partidaria en Esquel y me echaron. Los dieciséis diputados peronistas les convalidaran todo a los nueve radicales. Los muchachos florecían individualmente mientras, en realidad entregaban el partido.

A pesar de que me habían echado, yo seguí militando, siempre al lado de la gente, yendo y viniendo por toda la provincia.

La vida, más allá de la función pública y de la militancia, era la vida en el taller. Yo trabajaba en el taller y Raquel como bioquímica, y en casa siempre hubo una sola billetera. A veces entraba más plata por el lado de ella y otras, por mi lado. Nunca hubo otra cosa que el negocio familiar.

Llegó 1995. Se hizo una reunión en Esquel, se armó una interna y vinieron a buscarme otra vez. Había dos tendencias: unos decían que tenía que ir como candidato a diputado provincial en primer término, y otros querían que me postulase a diputado nacional. Yo estaba por agarrar la candidatura provincial porque me quería quedar a laburar en Chubut. Al llegar de Esquel era muy tarde, entré en casa y me acosté. Raquel y yo conversábamos en nuestro cuarto acerca de las propuestas y ella me dijo:

-Vos tendrías que aceptar la candidatura a diputado nacional.

Me dio sus razones. Me dijo que la decisión tenía un costo porque yo iba a estar en Buenos Aires.

-Vas a tener que vivir allá pero, bueno, es así. Porque si estás acá no vas a terminar nunca de salir del enredo, de la confrontación, de las peleas internas. Tenés muchos enemigos dentro del partido y te vas a amargar. Por ahí en Buenos Aires vas a poder ver las cosas de otra manera.

Y, bueno, entendí que el razonamiento de Raquel era el correcto. Fui diputado nacional hasta 1999 y después fui reelecto.

Luego vino el tema de la Aduana y más tarde me hice cargo de la gobernación. Pero ésa es otra parte de la historia.

En 1983, cuando empecé a militar con la intención de hacer campaña y presentarme en elecciones, en los dos locales que mi viejo tenía debajo de su casa puse un kiosco-librería. Con el candidato a intendente de aquel entonces cerrábamos la caja y nos íbamos a hacer la recorrida. Así bancábamos la actividad política. O sea: nosotros venimos a servir, no a servirnos. Mi viejo siempre me repetía:

-El día que un ladrillo de tu casa tenga que ver con la actividad política, cuando lo mires hacé de cuenta que tiene sangre.

Y no soy de los que dicen que podrían estar mejor. Vivo muy feliz con lo tengo: mi casa en Trelew, la casa de la playa de la que disfruto y que es de toda la familia, y el departamento en Buenos Aires.

Cuando asumí el cargo de diputado nacional, en 1995, y tenía que pasar mucho tiempo en Buenos Aires, coincidió con que mi hijo Pablo comenzaba la facultad y, previendo estar más cerca del centro y teniendo en cuenta que el subte iba a llegar hasta Cabildo y Juramento entre Amenábar y Moldes. Estaba en un primer piso. Me quedaba ahí desde el lunes a la noche hasta el jueves o viernes, que me volvía para Trelew. En el momento en que surgió el problema con mi salud tuve que empezar a quedarme en Buenos Aires para las sesiones de quimioterapia, pasaba también el viernes, el sábado y el domingo en el departamento. ¡Los ruidos de la calle Juramento no me dejaban dormir! No eran solamente los autos y los colectivos, era también los gritos de los chicos que volvían de bailar; ese ir y venir constante de fin de semana porteño. Tenía que salir de ahí urgente porque no se podía descansar. Así que pusimos en venta el departamento y lo vendimos bien. Como era un primer piso, lo compró un matrimonio de gente mayor. Nos fuimos a otro departamento en la calle Zárraga. Eso fue en 2002 y todavía estamos ahí, felices y contentos. No creo que nos movamos. Si, en cambio, creo que estoy en deuda con Raquel por algunos viajes que no realizamos, unas cuantas horas que no le dediqué y por no haber disfrutado más. Aunque igual estoy feliz como estoy, lo cierto es que no he tenido vacaciones en mucho tiempo.#

La enfermedad

El 24 de junio es el cumpleaños de mi vieja. En 2001, justo ese día hubo elecciones internas. Fue una interna bastante dura y perdí. Como siempre seguí adelante, dándole y dándole, caminando, recorriendo. Además, estaba cumpliendo mi segundo mandato como diputado nacional.

El fin de semana largo del 9 de julio hice una intensa gira por la provincia. Cuando volví a casa, no me acuerdo si fue el sábado o el domingo a la noche, tenía el cuello duro y dolorido. Parecía una contractura y, al mismo tiempo, yo tenía la sensación de que no era una contractura. Me metí en la cama y se lo comenté a Raquel. Ella me palpó la zona y se dio cuenta de que habrá unos bultos, como si fuesen nódulos.

Al otro día tenía que volver a Buenos Aires. Llegue y no me sentía bien. A pesar de que no soy para nada aprensivo, tenía dudas acerca de lo que podía ser. No estaba descompuesto ni nada por el estilo, pero me sentía mal. Entonces pedí un turno paras una consulta médica.

Fui al Sanatorio Mitre que está en la zona de Once. Entre ahí a la mañana temprano y no salía hasta las siete de la tarde. Me fueron derivando. Ya cuando iba por la mitad de la derivación, me dije: <esto viene mal parido>.

Al final del día, el diagnostico estaba prácticamente confirmado: tenía un linfoma. Hablé con mi familia. Eso fue el 11 o el 12 de junio de 2001. Raquel viajo a Buenos Aires casi de inmediato. Hicimos una interconsulta con el doctor Recondo, que confirmó todo lo que habían dicho los médicos dl Sanatorio Mitre y me derivó al Cemic. A partir de ese momento, mi médico fue el doctor Roberto Cacchione.

Alrededor de dos semanas más tarde, el 27 de julio, tuve la primera sesión de quimioterapia. El día anterior había tenido una de las experiencias más dolorosas de mi vida, una punción lumbar. Fue horrible sentir cómo los médicos trabajaban en mi espalda. El doctor me había dicho:

Si queres podes arañar las paredes, podes gritar, podes putear.

Se me caían las lágrimas y no arañé las paredes que no las alcanzaba. Pero si puteé hasta que, en un momento, me escuché decir:

- ¡Basta, no me toquen más! Vamos derecho a los bifes.

Al anochecer del día siguiente me interné para la primera quimio. De ese día, lo único que recuerdo como una cosa espantosa fue estar sentado en una silla, en un pasillo desierto, esperando para entrar en la sala donde me iban a pasar la medicación por vía endovenosa. No fueron más d cinco minutos pero para mí la sensación de soledad y de incertidumbre fue muy penosa.

Esa primera sesión de quimoterapia fue la por, A las dos de la mañana tuve convulsiones. Raquel se tiró encima de mí para aplacarlas. Yo sentía que los brazos y las piernas se me iban, que se me despegaban del cuerpo como si estuviesen cortados. Ahí tuve, no miedo sino la certeza de que lo qu vnía era un proceso muy complicado que, según m habían informado, durará alrededor de sete meses. Fue feo, muy feo. Después me explicaron que había sido una reacción alérgica y que, para evitarla en próximas aplicaciones, iban a agregar una medicación adicional. De hecho, nunca más volvió a ocurrirme.

Al día siguiente ya estaba mejor. Había pasado ese malestar horrible y, por supuesto, quince días después cuando me tocó la segunda sesión de quimioterapia, fui diciéndome: <bueno, vamos a ver qué me va a pasar ahora>. Y, la verdad, cuando salí bien de esa segunda sesión, estaba chocho. Pensaba: <esto es una pelotudez>. Por cierto, la realidad no es tan así.

A partir de que me iniciaron el tratamiento, mi rutina de quimioterapia era la misma: viernes por medio salía del departamento de la calle Juramento para estar en el Cemic alrededor de las 9:30 de la mañana. A las diez me hacían la quimio, que dura entre dos horas y dos horas y media; me quedaba hasta las 17.00 y después me volvía a mi casa.

Lo que más me molestaba era que de los dos sachets que me inyectaban, llegaba un momento en el que el que tenía líquido rojo parecía que me iban a hacer estallar la vena. Entonces me lo tenían que regular.

Lo del sachet rojo puede parecer una cosa infantil pero, en verdad, tengo un problema con los nombres de los medicamentos. Me niego a recordarlos. Salvo que se trate de una Cafiaspirina o de una Bayaspirina, para mí todas las pastillas son <la pastilla azul>, <la pastilla rosa>, <la pastilla chiquitita> o <la pastilla redondita>. Tengo una negación absoluta. Al punto que Raquel siempre me pregunta:

¿Qué color de pastila te falta?

Siempre salí de Cemic caminando y, een algunas oportunidades, pese a la protesta de Raquel, manejando. Tomaba la avenida triunvirato e iba despacio hasta el departamento en Belgrano. Era un trayecto corto.

La noche posterior a la quimioterapa generalmente tenía fiebre y me sentía bastante molesto. En esa época conocí un poco el efecto de las pastillas para dormir, que me daban para que descansara mejor. Raquel me sopla que lo que tomaba era Alplax.

El sábado y el domingo me quedaba en casa. A lo sumo salía a caminar un rato. Y el lunes a primera hora me iba al Congreso a cumplir con mi trabajo. Nunca dejé d trabajar.

El fin de semana que no tenía quimioterapia, viajaba al Chubut. Ba mucho a la cordillera porque era donde mejor me sentía. En uno de esos viajes, creo que fue entre la quinta yt la sexta sesión de quimioterapia, me hicieron una fiesta muy grande en el barrio 90 de Rawson. Era una reunión cariñosa y para hacerme sentir bien. Pero el lugar estaba muy cerrado y yo, con mi sistema inmunológico deprimido por la medicación, me pesque una gripe fortísima. Al punto que algunos de los chicos que estaban conmigo, que ahora son funcionarios de la gobernación se asustaron. Tiempo después me dijeron que me habían visto más cerca del arpa que de la guitarra. La quimio de esa semana tuvieron que suspenderla. Estaba con las defensas muy bajas, tenía toda la boca llagada y me sentía muy mal.

Sin embargo, no dejé de viajar al Chubut cada quince días. O sea, el fin de semana que no me quedaba en Buenos Aires por la quimioterapia, necesitaba ir al Chubut, estar en contacto con la gente. Eso me cargaba de energía para salir adelante.

Desde el primer día de tratamiento con quimioterapia sentí asco por el agua. Como las gaseosas no me gustan mucho, yo solía tomar bastante agua. Y aunque sintiera rchazo, por la misma medicación que estaba recibiendo, necesitaba hidratarme. El médico, que es un capo, me dijo:

Tomá Paso de los toros pomelo.

¿Paso de los Toros pomelo?- le contesté sin creerle demasiado.

Haceme caso. Vos tomá Paso de los Toros pomelo, vas a ver que es rica y te va a hacer bien.

Entonces tomaba la versión ligh . Durante todo el proceso de la qumioterapia no pude tomar agua. Me daba asco, repulsión.

Siempre me manejé como si no pasara nada porque, por un lado, sabía que tenía que resistir y, por otro , no quería que me tuviesen lástima. Me acuerdo que el primer día me levanté a las seis de la mañana, me bañé y mientras me estaba afeitando, me miré al espejo y me dije:

Esto es todo tuyo, lo tenes que quebrar, esto no te puede doblar ni en pedo. En esta te voy a cagar. No me vas a llevar puesto.

Fue, creo, la única vez en mi vida que le hablé al espejo. Y le hablé muy fuerte, con mucha decisión. Y aunque no me llevó puesto el cáncer, casi me lleva puesto esa primera sesión de quimiotrapia.

Con el correr de las semanas, en distintos momentos, sentí que me curaba. Nunca pensé que podía morirme. Nunca se me cruzó por la cabeza. Y no fue ni de omnipotnte ni de sentirme inmortal, sino porque estaba convencido de que yo era una parte importantísima de esa pelea y que la iba a dar sin un renuncio.

Nunca me voy a olvidar de lo que me djo el doctor Cacchione la primera vez que nos vmos:

El cincuenta por ciento d esto lo pongo yo. El otro cincuenta por ciento es tuyo.

Y obré en consecuencia.

Lo que peor me ponía era ver mal a mis hijos. Yo le decía a Mariví que estaba bien y qyue me iba a curar, y Mariví lloraba.

Como tenía las defensas un poco bajas, antes de cada quimioterapia, tenía que darme una inyección muy fuerte. ¡Esa sí que era fuerte! Entonces iba siempre a la misma farmacia, en la otra cuadra de mi casa. Terminé haciéndome amigo de los que atendían y de la enfermera. Al punto en que nos hacíamos chstes y bromas. Ella me preguntaba con tono de que ya estaba aburrida de verme:

-¿Vas a seguir viniendo acá?

Y yo le contestaba como desafiándola.

¡Voy a seguir viniendo acá!, no voy a dejar de ser cliente tuyo.

El 5 de abril de 2002 recibí la última quimio. Salí del Cemic como, me imagino, sale aquel que se recibe de una carrera universitaria. Estaba contento, feliz, cuando en realidad, la última quimo no significaba que hubiese terminado nada. Quedaban por delante todos los controles. Pero igual yo sentía que había terminado, que me había liberado.

De todo el proceso de tratamiento, los momentos más difíciles fueron cuando me daba los rayos. Para eso iba al Hospital Naval, que está frente al Parque Centenario. Lugo de ocho sesiones de quimioterapia hubo un intervalo en el cual me aplicaron los rayos. Después de eso vinieron las últimas cuatro quimio.

En el Hospital Naval había que bajar a una sala que estaba en el subsuelo. Ahí había siempre una veintena o veinticinco personas de las cuales dos o tres eran chicos. Era un ambiente pesado y triste. A cierta altura del tratamiento, ya nos conocíamos y nos saludábamos. N la sala había un televisor. Era temprano, alrededor de las ocho de la mañana, y siempre transmitían algún canal de noticias. Yo trataba de mirarlo, de no sacar la vista de ahí. Me concentraba en el noticiero hasta que me llamaban y me ponían en esa especie de sarcófago.

Todavía tengo marcado en el pecho el punto de equilibrio donde tenía que bajar la radiación, que tiene que ser aplicada de una manera muy precisa en un lugar exacto. Eso era para combatir el tumor del mediastino era el más complicado.

El que me daba los rayos también era árbitro de futbol de Primera C. Todavía tengo la tarjeta roja que me regaló. Después con el tiempo cuando ya había pasado todo, me lo encontré y nos mantuvimos en contacto por mail.

Nunca me deprimí. Ni durante un después. No le di lugar a la depresión. Aparte, mis hijos no eran tan chicos pero tampoco eran tan grandes. Pablo estaba en la facultad y Mariví estaba terminando el secundario. Sentía que todavía tenía que estar con ellos. Eso era, tal vez, lo único que se me ocurría pedirle Al de Arriba: que no me sacara la fuerza para acompañarlos a terminar de crecer. Pero, aun en esos momentos, no pensaba en la muerte.

De esa etapa también recuerdo algunas anécdotas muy graciosas. Un día, yo estaba en el Congreso con Ariel Salerno, que era mi secretario y con Danieel Taito, que siempre estuvo en el área de prensa. Subimos los tres a uno de los ascensores en el piso doce. El asensor paró en el octavo y subió uno de esos que son planta permanente del Senado, que uno no sabe donde trabajan pero que siempre est´`an ahí.

¡Diputado!, ¿qué tal? –me dijo-

¿Qué hace para estar tan delgado?

Tengo cáncer.

Le dije naturalmente. Cuando salimos del ascensor, Daniel y Arel estaban atónitos.

Pero vos sabes lo que le dijiste

¿Qué dije? ¿Cuándo?

La respuesta que le diste…

¡Qué sé yo! Le contesté lo primero que se me ocurrió

El tipo me había preguntado más de franelero que por genuino interés. Quizá yo también ahí mostraba que no tenía mucha tolerancia, que no tenía mucho resto para aguantar pavadas. De los diputados, había algunos que se acercaban, me hablaban y me acompañaban. En el medio de las sesiones de quimiotrapia, no recuerdo exactamente cuál de todas pero sería entre la cuarta y la quinta, tenía problemas con la obra social. La verdad es que me faltaban unos pesos para continuar el tratamiento y Graciela Camaño me dio quince mil pesos. Se enteró, vino y me dio los quince mil pesos. Ella siempre se preocupó.

La de la enfermedad fue una etapa rara. Sé que va a ser irrepetible por más que algunos digan que el cáncer puede volver. Yo no creo que vuelva. Estoy convencido de que no va a volver.

Cuando uno se enfrenta a situaciones de esta índole tiene que tomar las cosas en positivo. Sé que es difícil. Pero no es imposible. Yo tomé todo en positivo. Y ahí es donde aparece la fe. Donde yo me dije:

-Si El de Arriba no me abrió la puerta es porque me está diciendo que me tengo que quedar acá abajo para hacer algunas cosas.

Y, repasando mi historia inmediatamente posterior a la finalización del tratamiento, la verdad es que se me dio todo. L última sesión de quimotrapia fue el 5 de abril de 2002, faltaba un año para la elección a gobernador, y a partir de ahí, todo se fue encadenando de una manera increíblemente favorable. Más allá de que es cierto lo que dicen dee que a la suerte hay que ayudarla, más allá de que no me senté a esperar que las cosas sucedieran, lo cierto es que todo empezó a salirme como en otro momento no me salía. La suerte empezó a acompañarme. Y sigue acompañándome.

A veces pienso, como cualquiera al que se le cruza, lo que es bastante frecuente, que habiendo tanto hijo de puta no es justo que se muera un bien tipo. O, sin personalizar, que habiendo tanta gente mala sobre la Tierra, es injusto que se muera una buena persona. Yo me considero un buen tipo. No siento la inclinación ni el deseo de hacer el mal. Y eso en la actividad política la gente es bastante propensa a la maldad.

Fueron doce sesiones de quimioterapia y dieciocho de rayos y nunca más. El cáncer remitió. Ya pasaron ocho años. Hasta hace un tiempo, tenía controles cada seis meses.

Como aunque parezca mentira soy una persona responsable, el día que acpté ser gobernador llamé al doctor Cacchione:

Quiero ser gobernador. Tengo la posibilidad de serlo pero dependo de usted. Si me dice que sí, voy. Si me dice que no, no.

Y el médico me bancó. Cacchione es un señor mayor de San Isidro, que juega al tenis y que nunca, jamás, había estado en un acto peronista, pero estuvo acompañándome en el acto de cierre de campaña y también fue a la ceremonia de asunción. Estaba en la primera fila, al lado de mis viejos, porque ya pasó a ser casi d la familia.

La etapa de la enfermedad es difícil de explicar porque a veces me parece que soy el mismo que era antes de enfermarme y otras me doy cuenta de que en algunas cosas soy diferente. Estoy convencido de que me han regalado otra vida.

Yo era agnóstico y ahora, si bien no soy de ir a misa, siento que El de Arriba me acompaña. Entonces, como agradecimiento Al de Arriba, siento que tengo que jugar más fuerte, que tengo que asumir más responsabilidades para cumplir con lo que, seguramente, es la tarea por la que me quedé acá abajo. Si algo me quedó claro después de todo este proceso de curación, es que El de Arriba toma decisiones por nosotros. A veces los chichos se ríen porque lo digo en los discursos:

El de Arriba acomoda.

Cuando parece que algo no va a salir y al final sale: El de Arriba acomoda. Cuando las cosas se concretan y nuestros propósitos se cumplen: El de Arriba acomoda. Cuando uno siente esa compañía permanente que lo protege: El de Arriba está acomodando.

A Ariel, uno de mis secretarios, lo conocí cuando yo estaba cumpliendo el mandato como diputado. Es una persona de absoluta confianza. Su trabajo específico conmigo tiene que ver con observar cuidadosamente al ciudadano común. No es que no entienda nada de política es que hace muy bien la observación de lo que a mí, por distintos motivos, se me escapa. Cuando estuve enfermo, era Ariel el que me machacaba con la fe, con Dios y con la creencia. A él y a mi familia tengo que agradecerle el descubrimiento de la fe y el acercamiento a Dios.

Durante toda esa época, además, aprendí a notar el efecto fenomenal de las cadenas de oración. No solamente las relacionadas con el catolicismo sino también las que lleva adelante el culto evangélico, que yo conocía muy bien a partir de mi gestión como Secretario de Acción Social del Municipio, porque los evangelistas hacen un trabajo muy importante en el área social, sobre todo en temas de alcoholismo y adicción a las drogas.

Lo que sí puedo asegurar es que en ningún momento se me cruzó la típica pregunta <Por qué a mii>. Raquel dice que soy un bicho raro pero yo pienso que no hay razón para que a uno no le toque lo que le puede que tocar a todo el mundo. Yo soy un ser humano más que anda por ahí y me puede pasar lo mismo que le pasa a cualquier otro ser humano. Así que tomé la enfermedad como una cosa natural. Creo que eso se transformó, al final, en mi mayor fortaleza.

Cuando renunció el presidente Fernando De la Rúa yo estaba pasando por todo este proceso y, a las cuatro de la mañana, aunque tenía que extremar los cuidados en razón de que tenía el sistema inmulológico deprimido por la medicación, estaba encerrado en el Congreso con todos los demás diputados. Como Mariví todavía cursaba el colegio secundario, Raquel estaba en Chubut, siguiendo lo que sucedía por Crónica TV. Nos manteníamos en contacto por celular. Esa madrugada, me ofrecieron el cargo en la Aduana. Algunos me dijeron:

Ni loco vayas ahí en medio de un tratamiento de quimiotrapia.

Yo necesito laburar –les contesté.

La llamé a Raquel, le conté cuál era la propuesta y cuál era mi decisión. Y Raquel como siempre me entendió. La verdad me entusiasmaba ir a la Aduana porque me gustaba la hiperactividad, me gustaban los trabajos en los cuales hay que hacer. Así que en el Congreso me resultaba asfixiante.

El 30 de diciembre de 2001 me di la última aplicación de rayos del año, viajé a pasar las fiestas al Chubut y el 2 de enero a las ocho de la mañana estaba haciéndome rayos otra vez para, inmediatamente después, irme a la Aduana. Así era mi rutina en esa etapa.

Con la segunda tanda de quimioterapia, las cuatro sesiones finales, me pasó lo mismo. Iba los viernes para no tener que dejar de trabajar. Ese ritmo de trabajo me ayudó para no decaer y no deprimirme. No tenía tiempo.

Otra cosa que tuve que manejar, y lo hice con suma rapidez, fue el tema de la difusión de mi enfermedad en los medios. Apenas me enteré de que tenía problemas de salud comenzaron los rumores, las visones, y me di cuenta de que había veinte historias distintas. Entonces, un día, cuando el diagnostico de linfoma ya estaba confirmado, recibí un llamado. No recuerdo quien era pero me dijo:

Dicen en la radio que tenés no sé qué enfermedad.

En ese mismo momento, eran las nueve de la noche, llamé a un periodi

-Hola te habla Mario Das Neves. Te llamo para decirte que tengo cáncer. Y te pido que lo reproduzcas tal cual porque no quiero que se juegue con la información. Tengo esta enfermedad, la voy a vencer.

Así fue que lo hice público para evitar cualquier tipo de especulación que me dañase a mí o a mi familia.

¿Y qué pasó después?

En todos estos años muchísima gente con cáncer se ha contactado conmigo para consultarme o para compartir su angustia. He recibido cartas, me han parado por la calle o me han ido a ver. A muchos los mandé a que consultaran con los médicos del Cemic.

Hay algunas cosas que para mí son muy especiales. Se trata d personas que han sobrevivido o que la están peleando. Dos de ellos son chicos. Ludmila y Maranito. Los dos con leucemia y los dos luchando contra la enfermedad.

Cada vez que viaja a Buenos Aires, Marianito va a saludarme a mi oficina en la casa el Chubut. Es su cábala. En una de esas visitas me dijo:

-Ya me hice hincha de San Lorenzo.

Ahora tuene 9 años. Lo conocí cuando tenía dos y yo asumía como gobernador. Desde entonces la está peleando.

Ludmila cumplió quince años hace unos meses. También tengo cosas de gente mayor. Esos contactos para mi tuenen prioridad. Cuando me llaman y me piden un consejo, lo primero que respondo, invariablemente, es: <No soy médico>. En definitiva, lo único que puedo brindarles es el tiempo para escucharlos desde mi propia experiencia, escucharlos con el corazón.

Los chicos, mis hijos y los miembros de mi joven gabinete, siempre me cargan. Dicen que cuando me retire me voy a dedicar a ser <pai>. Yo me río. Tal vez tenga una faceta de <pai>. Tal vez tenga que reconocer que estar enfermo me hizo mucho más sensible de lo que era y que, si bien siempre me manejé con los sentimientos, el haber atravesado todo este proceso me permitió ver el dolor de otras personas desde un lugar mucho más humano y, a la vez, mucho más espiritual.

No puedo dejar de reconocer que quizás, aunque yo también me ocupaban, fue muy cómodo dejar sobre los hombros d Raquel todo lo relativo a la educación y a la crianza de los chicos. Ella se ocupó de todo, sostuvo un montón de cosas y sobre todo me sostuvo mucho a mí. Tal vez por eso, cuando me enfermé no me permití deprimirme y nunca pensé en la muerte a pesar de que como ya he dicho, estoy total y absolutamente convencido de que soy mortal.

Y la última, la que pone nerviosos a mis hijos porque me han escuchado decirlo en alguna reunión política, es que tengo 59 años. Para mí, veinte años más de vida es un montón. Desde el punto de vista de mis objetivos y mis planes, más allá de que pueda ser presidente de la Nación, la idea que tengo es llegar a los 79 u 800 años viviendo en Chubut. Así que a los jóvenes militantes les digo.

¡Hijos de puta! Ustedes, que tienen treinta y pico, permítanme disfrutar de veinte años de gobierno peronista en la provincia. ¡Vamos! ¡Trabajen para eso!

También les aviso que me van a ver por la peatonal con un bastón rompiéndoles las pelotas para que hagan las cosas bien. Yo voy a ser un garante de que las cosas se hagan bien y, para eso, no los voy a dejar en paz. Y ellos saben, todo el mundo sabe, que voy a ser así. Tal vez sea muy previsible para eso, porque soy muy pasional y, aunque mi cargo y mi tarea exigen racionalidad, en cada una de mis decisiones hay una gran cuota de sentimiento. De otra manera no podría hacerlo.

El cáncer fue una gran prueba. Me acerco a la fe, aunque de una forma muy pasional y muy particular. Dejo al descubierto quienes son los que me quieren, quienes son mis amigos y, puedo asegurar que, exceptuando a mi familia, se cuentan con los dedos de una mano. También me di cuenta de que más de uno ya me estaba velando, pero hay que aceptar que hay algunos que no nos quieren.

Hay una pregunta que me hice más d una vez, es cas un lugar común: ¿en qué te cambió la enfermedad? No sé, realmente no lo sé. Creo que no tuvo incidencia en la vida práctica. Quizá sí hizo que surgiera en mi ese pensamiento medio místico que dic que si no me aceptaron arriba y me dejaron aquí abajo es porque estoy para cosas mayores. Algo tngo que hacer. De eso estoy convencido. #

Pablo y Mariví

Siempre hago mías las palabras que le escuché más de una vez a Mirtha Legrand: yo no soy rencoroso, soy memorioso. Tengo muchísima memoria. Registro imágenes, nombres, caras, fechas. Entro en cualquier lugar y enseguida tengo la foto completa. Por ejemplo, puedo decir quiénes estaban el sábado pasado en el restaurante al que suelo ir a comer con mi familia, puedo decir quiénes eran y en qué mesa estaba cada uno.

Creo que la memoria, buena o mala, siempre es mejor si se la ejercita. En general, la tecnología va contra el ejercicio de la memoria. No es que piense que la tecnología es mala. Todo lo contrario. Pero trato de acordarme de los números de teléfono, por ejemplo. Para mí es un ejercicio. Además, es bueno para mi trabajo. No se trata de andar diciendo números, contando estadísticas o tirando cifras para impresionar a los demás o para mandarse la parte. Se trata de que, en ocasiones, las cifras sirven para fundamentar una posición o para argumentar en una discusión o, incluso, en alguna entrevista para dar sustento concreto a lo que uno dice. A mí no me interesa que el que me escuche diga: “¡Mirá todo lo que sabe este tipo!”. A mí lo que me gusta son los números.

A raíz de esta pasión por los números, me acuerdo de una anécdota de cuando estaba terminando el secundario. Tuve una profesora de Merceología en cuarto y quinto año, la tana Mirífico, que era divina, piola, soltera y, aunque lo digo en el buen sentido y cariñosamente, también era algo tosca en los procedimientos. Por ejemplo, entraba en el aula con toda la energía y, hablando rapidito, decía:

-¡Hola chicos!

No era una época en la que los profesores nos llamaran “chicos”. Además siempre nos decía “chico” y a continuación nuestro nombre. Así que yo era “chico” Mario y otro era “chico” Juan y otro era “chico” Alberto. En la última clase de quinto año nos fue preguntando a todos, uno por uno, qué íbamos a estudiar. Cuando llegó mi turno le respondí:

-Derecho.

Y ella, como era su costumbre, saltó. Con mucha certeza me dijo:

-¡No! Derecho no es para usted. Usted tiene que estudiar estadística.

No le dije nada. En ese entonces yo estaba convencido de que quería estudiar Derecho. Pero, con el tiempo, me di cuenta que la estadística me encanta. Me gusta mucho analizar y comparar números. En gestión pública, para mejorar necesariamente hay que ver números todo el tiempo. La tana Mirífico vio en mí algo que yo no alcanzaba a ver.

Yo era el presidente del Centro de Estudiantes. Ya tenía una fuerte inclinación por las actividades políticas. Entonces, ella me decía que si me recibía de abogado iba a dedicarme a una actividad que no tenía sensibilidad; que yo estaba yendo a contramano de mis inclinaciones y de mis características de personalidad. Cada vez que veo números, que es muy seguido, me acuerdo de la profesora de Merceología.

En realidad, estudié Derecho más que nada para darle a mi viejo la satisfacción de tener un hijo universitario. Por eso, cuando abandoné lo hice sin pena. Al contrario, casi diría que fue como sacarme un peso de encima porque era hacer algo que no sentía.

Hasta el día de hoy tengo marcadas aquellas palabras de la profesora Mirífico y, también, las de varios de los excelentes docentes que tuve en la Escuela de Comercio.

Comencé el secundario en el Colegio N° 751 de Trelew en el año 1964. En esa época, la Escuela de Comercio funcionaba de prestado en el edifico del Colegio Nacional, así que nosotros éramos los “negritos” que estaba en el patio trasero.

Años después se hizo el edificio para nuestra escuela y durante mi gestión como gobernador tuve la oportunidad de llevar adelante la construcción del gimnasio.

Es la escuela que está justo frente a mi casa. Aclaro: nosotros seguimos diciéndole “mi casa” a la casa de nuestra infancia y de nuestra juventud. La de Playa Unión, en cambio, es “la casa de mi viejo”.

En cuanto al rendimiento académico, de los cinco años de secundario sólo me llevé una materia, Contabilidad de primer año. La rendí en diciembre y la aprobé con nueve. Aun siendo el segundo promedio me eligieron abanderado para que Beatriz Radice, que estaba en primer lugar, no tuviese que cargar la bandera durante los desfiles o en el Te Deum.

De mi escuela recuerdo los excelentes profesores que tuve. Eran un lujo. Mario Abel Amaya, detenido por la dictadura de 1976 y muerto en cautiverio; el doctor Alfredo Rizzo Romano, que hoy es camarista en la ciudad de Buenos Aires; la señora de González Gass, madre de quien fuera hasta 2009 rectora del Colegio Nacional de Buenos Aires. La profesora Triana en Inglés, la profesora Mirífico en Merceología. No sólo eran buenos profesores, también eran buenas personas.

Los años durante los cuales cursé el colegio secundario fueron de mucha inestabilidad política. Como alumnos tuvimos que enfrentar situaciones difíciles porque trataban de prohibirnos todas las actividades en los centros de estudiantes y yo, en 1967, mientras cursaba cuarto año, y en 1968, cuando estaba haciendo el quinto y último, era presidente del Centro de Estudiantes, así que tenía mucha tarea. Éramos muy observados aun cuando la actividad estaba orientada casi por completo a lo deportivo. Sin embargo, también peleábamos por los espacios dentro de la escuela. En ese mismo lapso, además de ocupar la presidencia del Centro, me desempeñaba como capitán de la cuarta división de fútbol del Club Huracán y también como capitán de la segunda división de básquet. Es decir que siempre ejercía alguna forma de liderazgo y era el que llevaba adelante las cuestiones relacionadas con reclamos y reivindicaciones.

Pese a que en una época coincidió que yo era capitán y mi viejo era presidente de la subcomisión de fútbol y tuvimos unas cuantas agarradas por las demandas que yo hacía, él siempre me bancó. Nunca me dijo “no te metás en esto”. Obviamente, cuando empezó a desaparecer gente, estaba preocupado. Pero nunca me apuntó con el dedo para decirme que no hiciese algo. Por el contrario, tanto mi viejo como mi vieja me alentaban para que hiciera lo que yo sentía. Ambos han sido siempre un soporte muy importante para mí y, por eso, trato de trasmitirles a mis hijos ese apoyo que recibí de mis padres, más allá de que algunas veces hago el papel de malo para poner algunos límites.

En general, el ser humano busca hacer lo que le gusta. Y en la vida hay que hacer lo que a uno le gusta. Si, además, uno recibe dinero por eso, tiene que sentirse dichoso. Yo empecé buscando eso: hacer lo que me gusta. Pude hacerlo, en principio, gracias al sacrificio de mucha gente. El acompañamiento de mis viejos, el de Raquel y el de los chicos, que aunque evitan tener protagonismo público por ser los “hijos de”, están permanentemente pendientes de mi actividad.

Mis hijos están cerca de mí y participan cuando tengo que tomar decisiones. Me gusta escucharlos, me sirve escucharlos. Y así como los escucho, también soy exigente con ellos. Para mí es muy importante, y así se los inculqué, que hagan lo que les gusta porque, en última instancia, eso es lo que los va a hacer felices.

María Victoria tiene veinticinco años, es licenciada en Gobierno. Se recibió el año pasado. En su tesis, que creo que va a ser publicada en breve, desarrolló el tema de la influencia de los medios en tres casos: Blumberg, De Ángelis y Cobos. Una tesis linda, concisa y con un abordaje muy interesante.

Mariví siente la política y le gusta todo lo relativo al marketing y la publicidad orientados a la política. A diferencia de muchos chicos que estudian Ciencias Políticas o carreras similares, cuando eligió la licenciatura en Gobierno tenía muy claro lo que le gustaba y, también, qué iba a hacer cuando se recibiese. Y ya está encaminada, lo que para mí es una enorme satisfacción y un no menos enorme orgullo.

Pablo es licenciado en Finanzas Actualmente ocupa el cargo de subsecretario de Gobierno y Relaciones Institucionales de la gobernación. Es una posición a la que le doy mucha importancia porque en la provincia tenemos más de mil doscientas instituciones sociales, políticas, empresariales y sindicales. Y Pablo es quien mantiene el contacto con cada una de ellas. Además, se ocupa de programar mi participación en una cantidad de actividades: charlas, seminarios, foros, encuentros. A sus treinta y dos años, gracias a que es capaz e inquieto, tiene una agenda muy interesante.

María Victoria es una mujer de un carácter muy fuerte. De chica fue campeona argentina de gimnasia acrobática, un deporte extremadamente individualista. De modo que ha viajado en varias oportunidades a competir en lugares tan lejanos como Nueva Zelanda o Rusia. A los catorce o quince años decidió que no quería competir más. Como se dice en el fútbol, colgó los botines y sacó de su habitación todas las medallas que había ganado y que adornaban las paredes. Se encerró en su cuarto y, como no bajaba, subí a verla. Estaba enojada y triste pero había tomado una decisión y jamás tuvo retorno.

Ese mismo carácter fuerte hizo que, durante la adolescencia, Raquel y yo tuviésemos que ser muy firmes en nuestra forma de educarla. Esa firmeza muchas veces provocaba discusiones, algunos pataleos y muchísimos cuestionamientos. Pero si nosotros decíamos que no a algo, ella tenía que aceptarlo aunque no le gustase.

Mariví lo pasó muy mal cuando yo estuve enfermo. Y más allá de que lo pasó mal como hija, con la preocupación y la angustia lógicas de un hijo, ella observaba y leía todas las cosas que pasaban alrededor de mi actividad: los que desaparecían, los que estaban firmes a mi lado, los que se solidarizaban y los que eran indiferentes.

Una vez, el intendente –que después de unos años me pidió disculpas personalmente- dijo en un programa de radio que se emitía a la mañana que dudaba de mi enfermedad. Para colmo, esas declaraciones también fueron levantadas por el diario. Mariví se enojó muchísimo. Y aunque pasaba el tiempo, ella seguí enojada. Siempre me decía:

-Ya me lo voy a cruzar en algún lado.

Por supuesto, yo le explicaba que no tenía sentido continuar con ese malestar y que lo mejor era olvidarse. Que, en todo caso, ya estaba, ya había pasado. Pero ella sabía que en algún momento se iban a cruzar y seguía esperando.

Y un día se lo encontró en el aeropuerto. Ella estaba por viajar a Buenos Aires con Federico, que ahora es su marido, y con Martín Buzzi, que en ese momento era ministro. Estaban los tres charlando en el hall del aeropuerto y Mariví lo vio entrar. Entonces se apartó de Federico y de Martín, se acercó a este hombre. Le tocó la espalda y él se dio vuelta para saludarla:

-Hola, ¿qué tal?

-No me sonrías. ¿Vos sabés quién soy yo?

-Sí, claro. María Victoria das Neves.

-Y vos sos un sinvergüenza.

Así empezó y no paró hasta que le dijo todo lo que tenía guardado hacía tanto tiempo. Lo mató.

El tipo no sabía cómo pedirle disculpas.

Cuando vieron la escena, Federico y Martín se acercaron pero no podían pararla.

Al final, el hombre terminó diciéndole:

-Si querés, mañana salgo a aclarar y a pedir perdón públicamente.

A mí no me gusta que sea así porque no es bueno para ella. Las cosas pasan y hay que dejarlas pasar. No sirve alimentar enojos o resentimientos porque eso nos demanda mucha energía que no podemos aplicar a seguir creciendo, a seguir avanzando.

Pablo, en cambio, parece bravo y es, como suele decirse, más bueno que Lassie.

En nuestros hijos, eso de la madre con el nene y el padre con la nena se dio con total exactitud. Mariví aprovecha cada vez que puede para tener un rato conmigo. En una oportunidad, Raquel estaba en Buenos Aires porque había acompañado a su madre a hacerse unos controles médicos y Federico, el marido de Mariví, se había ido a recorrer las localidades de la cordillera. Entonces, ni lerda ni perezosa, mi hija me llamó:

-Papá, ¿qué vas a hacer?

-Nada, estoy acá viendo el partido de fútbol.

-¿Y a la noche qué vas a hacer?

-Comer, Mariví, ¿qué otra cosa puedo hacer?

- Te iba a invitar a comer afuera pero mejor no. Quiero profundizar mi Edipo.

-Bueno. ¿Qué aconsejás?

-¿No tenés ganas de comer hamburguesas? ¿O huevos fritos que tu esposa no te deja comer?

Porque la única comida que Raquel no soporta ver son los huevos fritos.

-Bueno, dale –le dije.

-Bien, ¡vamos a hacer una chanchada!

Al rato se apareció cargada con las hamburguesas, las papas, los huevos. Comimos y después se quedó a dormir en la residencia. Nos matamos los dos con toda esa comida chatarra.

Sólo por momentos como ése vale la pena la vida. Lo demás es todo cartón pintado.

No niego que a veces he sido muy estricto con mis hijos. Siempre traté de que todas las decisiones que tomábamos con Raquel fuesen aceptadas por la vía de la persuasión. Pero los límites hay que ponerlos y tienen que ser claros, porque ésa es nuestra responsabilidad como padres. No creo que sea bueno imponerse a los golpes y, por suerte, nunca llegué a eso, pero sí hemos tenido discusiones fuertes. Yo prefería que me odiaran todo el día en que no los dejaba ir a algún lado o que no les permitía algo, antes que ceder para evitarles el berrinche.

Raquel ha sido una madre ejemplar porque también ha sostenido sus convicciones a lo largo del tiempo, dándoles tanto a Mariví como a Pablo un ejemplo de constancia y coherencia. Por ejemplo, en el caso del estudio del inglés. Para Raquel era imprescindible y, aunque más de una vez intentaron convencerla de que los dejara abandonar, ella fue inflexible y hoy nuestros hijos se lo agradecen.

Raquel no es sólo una excelente madre, también es una compañera incomparable. Ha sido central, súper central, en mi vida. Estoy convencido de que si ella no hubiese estado conmigo, yo no habría llegado a muchas de las cosas a las que llegué.

Juntos, pero con un rol protagónico por parte de ella, hemos criado y educado a dos hijos de los que estamos orgullosos. De vez en cuando los chicos me dicen:

-No tenés de qué quejarte. Te salimos buenos, ¿no?

Y yo me río porque sí, son buenos, en todo el sentido de la palabra. Me alegra y me hace sentir en paz el saber que los dos hacen lo que les gusta. Eso es un paso enorme en la búsqueda de la felicidad porque no hay un modelo de felicidad estandarizado. Si uno pudiese decir “éste es el modelo”, entonces habría millones de personas trabajando para llegar a eso.#

No hubo ni habrá ninguno como él, por Esteban Gallo / especial para Jornada

Para los comunicadores de mi generación, Das Neves fue una figura extraordinaria.

En lo personal, sostengo con gratitud, me hizo mejor periodista. Y no solo porque ofrecía las mejores entrevistas, las declaraciones más elocuentes o las mejores frases, sino porque me obligaba a ser más agudo, más ingenioso y más incisivo.

Un reportaje con Das Neves siempre era el mejor reportaje. Y si uno elevaba su cuota de creatividad y osadía, ese encuentro podía transformarse en un hecho periodístico de relevancia.

Era fácil abordarlo.

Uno le decía: “¿Hablamos de todos los temas Mario?” y él contestaba: “por supuesto, como siempre”.

Y empezaba un festival de frases estridentes que se transformaban en decenas de títulos que “nos daban de comer” toda la semana.

Creo que el con paso del tiempo, cuando su nombre empiece a convertirse en una leyenda, sabremos valorar apropiadamente la trascendencia de haber transmitido en vivo y en directo las proezas del hombre que marcó una época de la política chubutense.

Me gustaba decirlo sin eufemismos. “Das Neves es el mejor gobernador de la historia de la provincia”. Nunca me perturbó la idea de que alguien cuestionara la objetividad de mi trabajo o me vinculara con algún sector político. Sentía la obligación de decirlo, porque siempre interpreté que la gente sigue a un periodista, no porque coincida con todas sus apreciaciones, sino porque valora la honestidad de decir lo que piensa, aún a riesgo de herir alguna susceptibilidad.

En los últimos años y sobre todo en este último tiempo, cuando el fantasma de la muerte empezó a perseguirlo implacablemente, concurrí a sus recorridas, a sus actos de gobierno, a sus cierres de campaña, con la certidumbre de que estaba asistiendo a su despedida.

Entonces, parado en la vereda del observador que ve venir lo inevitable, capté la verdadera dimensión de su figura.

Pude comprender que los discursos cargados de pasión, su conmovedora relación con la gente, la empatía que afloraba hasta el paroxismo en la efervescencia de una tribuna política, en realidad, empezaba a gestarse en la calle, en el barrio, en las comunidades, que eran el verdadero escenario de su vida.

Das Neves era una persona de carne y hueso, pero para un sector amplio de la sociedad, tenía dotes de superhéroe. Así lo medía el ciudadano de a pie, el vecino común, que brotaba desde el alma de los pueblos y salía a su encuentro en busca de un saludo, un beso o un abrazo.

Hay sentimientos que ni las palabras ni los razonamientos más sesudos pueden descifrar. Vínculos que no se construyen de la noche a la mañana sino a lo largo de un camino de pruebas constantes y sueños compartidos.

Eso es lo que provocó el ex gobernador en las fibras más íntimas de los chubutenses.

La convicción de que se podía contar con un hombre valiente, capaz de defender los intereses de una región, sin claudicaciones, sin tener en cuenta la medida de la entrega ni el poderío de los adversarios, montado en sus sueños de quijote, enarbolando la bandera de su patria, que era la tierra de Chubut.

Hace un año atrás, en la inauguración de la Fiesta del Cordero, cuando el cuerpo ya no le respondía y la enfermedad empezaba a minar su fortaleza, emprendió una caminata interminable, desde la entrada del club Madryn hasta el campo de doma.

En la recorrida, lo acompañaron cientos de vecinos de todos los estratos sociales; ricos y pobres, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Y dejándose llevar por los brazos, las piernas y el corazón de la multitud, pudo cubrir hasta el último paso del trayecto.

Fue el bálsamo de ese cariño colosal, multiplicado en cada rincón de la provincia, el que prolongó su vida, desairando los pronósticos de los especialistas.

La elección del 22 de octubre, quizá haya sido la última prueba de amor de los chubutenses. Con una crisis económica visible y una ola amarilla cubriendo el escenario político del país, Das Neves pulverizó todas las predicciones y se alzó con una victoria memorable.

Aquel mensaje de las urnas, que era la música que alimentaba su espíritu, fue el homenaje póstumo de un pueblo fiel, que eligió acompañarlo hasta el último día.

No era para menos.

Fue el mejor gobernador de Chubut y el dirigente político más importante de nuestra historia.

Lo afirmo con admiración y eterna gratitud… Y con esta tristeza inconmensurable que me provoca su partida.

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04 NOV 2017 - 21:09

Das Neves por Das Neves

Repasar la historia de Mario Das Neves resulta complejo y engorroso. Desde los primeros años de militancia hasta su día final protagonizó una vida plagada de circunstancias y hechos políticos que lo marcaron a él y también a los lugares que ocupó; y a la gente con la que compartió.

En marzo de 2011 Editorial Planeta publicó “Mario Das Neves, Hagamos futuro/Mi historia de cara a una nueva Argentina” que, aun cuando todavía le quedaba por delante su ingreso definitivo a la historia, convirtiéndose en el único que logró tres veces la gobernación de Chubut, y tenía aspiraciones allende las fronteras provinciales, resulta una magnífica fuente de consulta para conocer su visión, sus pensamientos y gran parte del recorrido de su vida, desde los primeros años.

Su infancia, la lucha de sus padres cuando llegaron al país tras dejar su Portugal natal, su juventud, los primeros años de militancia, su salud y su mirada de Pablo y María Victoria, sus hijos, forman parte de esta síntesis de esa narración en primera persona. Das Neves por Das Neves es entonces la intención de tener una visión más intimista de cosas, momentos, que acaso no resulten tan conocidos para el gran público.#

No te rindas, por Carlos Guajardo / Especial para Jornada

Fui sin querer y entré porque una voz me gritó que entrara. Llegué pronto hasta el hombre que con un celular estaba hablando no sé con quién pero si sé que algo le reprochaba sobre el SUM de alguna escuela. Hizo un gesto para que me sentara y pronto empezamos a hablar. No fue tan largo. Le pregunté qué le pesaba más, si la enfermedad o la gestión, y no anduvo con vueltas para decirme que “con la enfermedad sufro yo y mi familia. Si no gestiono, ni hago cosas sufre mucha gente”.

Después quise saber cuántas veces lo habían operado y me dijo “no sé, no llevo la cuenta pero una enfermera me dijo que la próxima vez me iban a operar de parado”. Sonrió por primera vez y eso me dio coraje para preguntarle si no le tenía miedo a la muerte. “No”. Fue tajante como cuando me dijo si quería tomar una cerveza.

No faltaba mucho para que el veredicto que el destino le había dictado llegue implacable. No llegó antes porque sus ganas de vivir y sus compromisos con su provincia eran más fuerte que su cuerpo débil, injustamente maltratado.

A la hora de las preguntas se impone saber dónde está ahora el hombre que pensó más en los sueños ajenos que en los propios. Quien se llevó aquellos arrebatos incontenibles, aquellas luchas a veces inconscientes contra molinos de viento mucho más altos y más fuertes, aquel que sostenía que no se trataba que la gente sufra lo menos posible sino que la cosa era que no sufriera.

La vida pasa rápido. Es un tiempo pequeño. No es la hora de juzgar en este tiempo de dolor familiar y duelo provinciano. Para eso, habrá un tribunal inapelable que será la historia.

Si para él la vida pasó rápido y el tiempo fue pequeño es porque lo dedicó al resto, a los que estaban enfrente, a los que necesitaban.

Eso sí: rápido y pequeño pero intenso. Eligió un camino que siguió hasta el final y que él mismo se encargó de marcar. Habló más fuerte que todos aunque no necesitó gritar para ello.

Siempre sostuvo que nunca hacía falta rendirse a los pies de nadie y por eso eligió una frase de cabecera que lo acompañó tanto en los discursos como en sus años: “Más vale un minuto de pie que toda una vida arrodillado”.

Ese día, cuando respondió sobre la muerte también dio algunas pistas sobre sus dolores. “Tengo el dolor que cura cuando puedo resolver que al techo de una escuela no lo perforen las aguas de lluvia. Si no lo hago, el dolor me lastima”.

Por eso es que su nombre rojo merece recordarlo en sus direcciones esenciales de los últimos tiempos: con sus terribles sufrimientos a cuestas, su incertidumbre de estar mañana, sus descensos a los confines del dolor.

En estas últimas horas de triste despedida, alguien dijo que merecía una estatua. Pero hecha con el aire y atravesada por su mirada y por su voz. Y sobre esa estatua poner todas las flores de su última recorrida, toda la sangre que la gente quiso darle.

Conocerlo era conocerlo desde lo profundo porque otra de otra manera no se lo podía conocer. Ese hombre profundo era el cabrón de paso corto pero ligero. El que hacía temblar de miedo a algún colaborador que no había cumplido con su palabra y era el hombre profundo que se quebraba en lágrimas cuando entraba en una casa de barro o en la oscuridad de los ojos de quien había perdido un ser querido por esta violencia desatada que nunca da tregua.

Era el hijo, el esposo y el padre que amaba. Aún con sus ojos cerrados. Era el compañero leal, con palabras sin vueltas. Era el amigo con gestos que nunca ya podrán ser devueltos. Era el de las palabras fuertes. El de los carajos y los gorilas. El de las puteadas y el de las frases de aliento. El de no te rindas que yo no me rindo.

Todo eso le restaba importancia a su gesto adusto para llenar de humanidad la enormidad de sus palabras, la muchedumbre de sus consejos, la pelea desigual de los últimos días con sus ojos ya pobres pero millonarios en miradas.

El mar, amigo inseparable de la vida y de la muerte se atreve a cantarte sin pensar en el último suspiro: “Me muero con cada ola, cada día. Me muero con cada día en cada ola. Pero el día no muere. Nunca. No muere. ¿Y la ola? No muere.

Y ahora, Mario Das Neves me despido. Me voy a mis deberes. ¿Y qué hora es? La hora de cantar.

Entonces canta. Canto.

Cantemos.#

La infancia y más atrás

Cuando llegaron a la Argentina, mis padres, inmigrantes portugueses, se radicaron en Avellaneda, más precisamente en Sarandí. Mi abuelo materno ya vivía ahí, justo al lado de la fábrica Sasetru, y se quedó hasta que murió. Así que yo nací en Avellaneda, en el Hospital Fiorito, en el histórico Hospital Fiorito, el 27 de abril de 1951.

La mayoría de los portugueses que llegaron a la Argentina se dedicaron a cultivar flores o a la herrería. De hecho, mi abuelo Das Neves fue parte de la avanzada inmigratoria y llegó a tener una empresa grande, con unos ciento veinte trabajadores.

Dionisio Das Neves, mi padre, llegó de Portugal a los diecisiete años. Vino solo y casi podría decirse que su mayor objetivo era conocer a su propio padre. El primer dato fuerte es que mi papá no sabía leer ni escribir. Aprendió después, pero lo hacía con dificultad. Aparte de ser un gran laburante, todas las mañanas se tomaba alrededor de una hora para leer los titulares del diario. Sólo los titulares, lo demás lo suplía en su momento escuchando los noticieros radiales de la mañana y, más tarde, viendo los noticieros por televisión. Era una persona extremadamente informada. Además de un maestro con los números. En eso no tenía dudas y no se equivocaba.

Obviamente, no había ido a la escuela porque había tenido una vida complicada. No de abandono, porque estaba al cuidado de mi bisabuelo, pero sí una vida dura.

Mi viejo era “elastiquero”. Es decir, herrero especializado en reparar y mantener los elásticos de los autos, camiones y colectivos. Empezó a trabajar en la empresa del abuelo Das Neves, que estaba en Rivadavia 1240, en Valentín Alsina, pero duró poco, creo que sólo dos o tres semanas. Era rebelde, buscaba ser independiente y tenía la voluntad y la capacidad de trabaja como para lograr sus objetivos.

Cuando dejó la empresa de mi abuelo, instaló su propio taller con otros portugueses. Estaba en Andrés Baranda y Santa Fe, en Quilmes. Y empezaron a trabajar ahí. Recuerdo a mi papá como un tipo que trabajaba mañana, tarde y noche, sábados y domingos incluidos.

Por ese entonces vivíamos en Berazategui, al lado de la fábrica Ducilo. Algunos domingos, mi hermano Rogelio y yo tomábamos el colectivo hasta la estación Quilmes y ahí tomábamos otro colectivo, el 85, hasta el taller de mi papá. Yo tendría seis o siete años y Rogelio ocho o nueve. La mayoría de los choferes nos conocían porque llevaban a arreglar los elásticos de los colectivos a lo de mi viejo. Alrededor de las 11:00 u 11:30 de la mañana, todos los domingos que San Lorenzo jugaba de local, pasábamos a buscar a mi papá para ir a la cancha. Mi viejo se sacaba el mameluco lleno de grasa, se pegaba una ducha y nos íbamos los tres a ver la tercera, la reserva y la primera. Era como ir todo el día de picnic. ¿Cómo no voy a ser fanático de San Lorenzo si de chiquito vi todas las categorías desde el tablón?

Mi papá se casó al poco tiempo de llegar a la Argentina. No tenía más de dieciocho años y mi mamá, dieciséis. Dos años más tarde ya habíamos nacido Rogelio y yo.

Mi viejo falleció hace tres años. Mi mamá tiene setenta y uno. Está muy bien. Vital y sana. La verdad, siento que mis padres me marcaron la cancha. Y estoy muy orgulloso de ellos. Pero no solamente m e marcaron a mí sino también a los cinco nietos, las tres hijas de mi hermano, mi hija y mi hijo, que es el único nieto varón. Más allá de que todos los chicos sufren la muerte de sus abuelos, cuando falleció mi padre los vi a los cinco realmente consternados. Y es el día de hoy que cuando hablan del abuelo, pese a que hace tres años que se fue, siempre están conmovidos.

Lo respetaban mucho porque, aunque era más tiernito que Lassie, parecía un tipo duro. Se sentaba a la cabecera de la mesa y, desde ahí, con la mirada marcaba el terreno. Sin embargo, siempre estuvo adecuado a los tiempos que corrían, a las demandas de las nuevas generaciones, actualizado, entendiendo a los nietos.

A mí me marcó claramente en el camino del trabajo y del esfuerzo; en que nadie regala nada, en que no hay posibilidades de ningún éxito, de nada en la vida, si no es por medio del trabajo y el esfuerzo. Uno puede tener un poco de suerte, pero la suerte, como bien suele decirse, va y viene, así que hay que acompañarla.

De modo que la de mi padre fue una vida muy agitada, y también muy definida por su condición de jefe de familia. Antes de morir, cuando ya estaba muy enfermo, le habló a mi hijo Pablo, su único nieto varón:

- Cuando yo me vaya, acá, en esta punta de la mesa, te tenés que sentar vos.

Y Pablo reivindica esas palabras cada vez que puede.

Esto sucedió en la “famosa” casa de Playa Unión, donde todavía nos juntamos los sábados y domingos, y donde pasamos las fiestas y los veranos. Mi papá también le dio a Pablo las llaves del último auto que había comprado, con la misma marca de siempre, un Ford. Mi viejo también tenía muy buena relación con las nietas, pero el varón era el varón. ¡Esas coas del apellido! Y como hablaba medio atravesado por su lengua de origen, no decía “nieto” varón, decía “nioto” varón.

Mis padres son originarios de Algarve, al sur de Portugal. Hace algo más de tres años, a fines de 2007, me llamó el licenciado Enrique Meyer, ministro de Turismo de Nación, y me dijo:

- Mario, en un par de meses se hace la Feria Internacional de Turismo en Portugal. No puedo ir. Quisiera que vayas vos, que sos representante de una provincia turística e hijo de portugueses.

Fui en enero de 2008. Tuve un encuentro de alrededor de una hora con el presidente de Portugal, que me recibió con una enorme calidez. Después viajé hacia el sur. Habré llegado a Faro, la capital de Algarve, alrededor de las once de la mañana y me quedé hasta las seis de la tarde. Estuve en la Intendencia, donde me hicieron un agasajo con los concejales y representantes de los partidos políticos. Hablaron todos, uno por uno. Dijeron que se sentían muy felices y orgullosos de que un hijo de portugueses hubiese llegado a gobernador y, también, de que estuviese ahí, con ellos, conociendo el lugar donde habían nacido sus padres y abuelos. Luego de eso, aunque no estábamos en temporada, me llevaron a conocer la playa. Son preciosas y, gracias al turismo, la zona ha tenido un crecimiento importante.

Por último, fui a visitar a la última amiga de mi mamá que quedaba viva. Se habían despedido en 1945 y no volvieron a verse. Me encontré con una señora grande y saludable. En un momento, estábamos tomando un café y ella me dijo:

- ¿Querés conocer las casas donde vivieron tu papá y tu mamá?

Le respondí que por supuesto y ahí fuimos. Mi padre siempre había contado que su casa era una especie de chacra. Ahora pasa la autovía que va de Faro a Lisboa, una de las nuevas que hicieron cuando Portugal se incorporó a la Comunidad Económica Europea. A unos ochocientos metros de ahí había una casa chica, convertida por el tiempo en una tapera, que había sido la casa de mi madre. Fue muy importante para mí conocer el lugar donde habían nacido mis viejos. Tomé un pedazo de tierra de la casa de mi padre y me la traje.

En algún momento me arrepentí de no haber ido con mi madre, pero hacía sólo cinco meses que había fallecido mi viejo y no quise exponerla a una experiencia tan intensa, con tanta emotividad.

Estando allá me di cuenta de por qué mi papá hablaba de Algarve y hablaba de Portugal pero casi nunca de Lisboa. Los algarviños, que así se llaman los habitantes de esa zona, se sienten postergados. Recuerdo ese viaje con mucha emoción, tanto por haber conocido el lugar de mis ancestros como por el excelente trato que me dieron quienes me acompañaron en la recorrida.

Pero, volviendo a mi infancia, cuando yo tenía más o menos ocho años, dejamos la casa de Berazategui, la que recuerdo de cuando tomé noción de la vida, y nos fuimos a Wilde. Para ese entonces, mi papá ya era dueño de dos talleres y compró una casa en una zona que se llama “el triángulo de Wilde”, a media cuadra de la avenida Mitre. ¿En qué calle? En la calle Chubut. Y, aunque en ese momento era impensable, porque no teníamos motivo alguno para irnos de ahí, de la calle Chubut nos fuimos a vivir a la provincia de Chubut.

Lo que pasó fue que mi mamá comenzó a tener problemas de salud a causa de la enfermedad y, a pesar de que era muy joven, estaba permanentemente con dolores reumáticos. Además, mi padre estaba un poco cansado. Desde los dieciocho años había trabajado siempre catorce, quince, dieciséis horas por día y no estaba disfrutando ni de su trabajo ni de su vida. Así que un día, en 1960, un camionero de los que iba a arreglar los elásticos al taller le dijo:

- Vamos para la Patagonia.

Y cuando esa noche mi viejo volvió a casa nos anunció lo que iba a hacer.

- Voy a elegir un lugar.

Entonces se subió al camión. Tomaron la ruta 3. Y mi padre eligió Trelew, que ahora tiene más de cien mil habitantes pero que en esa época apenas llegaba a los ocho mil.

Yo había empezado la escuela primaria en Buenos Aires. El segundo grado lo hice en Wilde, cuando vivíamos en la calle Chubut, en la escuela que estaba en la calle Martín Fierro y avenida Mitre. Hace poco fui a dar una charla a una cuadra e la escuela, en Lacalle Las Flores, y cuando hablaba con los vecinos les decía que yo había estudiado ahí, en esa escuela grande. Y el tercer grado lo hice en Trelew. Siempre en escuelas públicas. El secundario lo cursé en la Escuela de Comercio. Me recibí y después de eso volví a Buenos Aires, en la década del 70.

De alguna manera, fue en Chubut donde empezamos a construir este presente. No bien llegamos, alquilamos una casa y, mientras tanto, mi papá compró un terreno en una esquina para edificar lo que hoy es la casa donde todavía vive mi mamá. En el año 65 nos fuimos a vivir a esa esquina, que es la que todo el mundo conoce como “la esquina de Das Neves”.

Obviamente, la parte de abajo primero fue un taller y después, locales para alquilar.

En el año 2006, mi papá me dijo:

- Bueno, no alquilo más lo locales. Tiramos la pared y hacemos tu local.

Y tenía tanta generosidad y me apoyaba tanto que me dio el espacio para que o desarrollara mi actividad política. En el año 2003 a mí me costó mucho llegar porque no sólo es un esfuerzo físico enorme sino que, además, está el costo económico de una campaña, que es altísimo. Me acuerdo que llegué a los últimos tramos sin un peso y mi padre me decía:

- Vos no dejés ninguna deuda.

E insistía con eso. El sábado inmediatamente anterior a la elección, a la noche, estábamos en el local haciendo los últimos preparativos, contentos porque teníamos la convicción de que íbamos a ganar. Cuando terminamos con lo que teníamos pendiente, subí a la casa de mis padres. Nos sentamos a tomar un café.

- ¿Y cómo estás? –me preguntó mi papá-. Vas a ganar mañana.

- Sí, yo creo que sí.

- ¿Y las cuentas?¿Qué estás debiendo?¿A quién le estás debiendo?

- No, bueno, mañana tengo que pagar algunos taxis que tienen que ir hasta Madryn o hasta Rawson, pero son viajes cortos.

Entonces él se levantó, se dirigió al frasco de arroz, sacó un fajo de billetes y me los dio.

- Acá tenés diez mil pesos. Los juntamos para que vos no dejes nada sin pagar.

Mi viejo siempre tenía ese estilo de estar presente. Esa actitud de apoyo y colaboración. Todas esas cosas me han ayudado mucho y, por elevación, me han ayudado a educar a mis hijos. Que las expensas, que la luz, que el gas, que no tener deudas, que sacar un crédito tiene que ser el último recurso y que uno tiene que estar seguro de que va a poder pagarlo. También el valor de la palabra. Yo utilizo mucho la palara y ése es, tal vez, el mayor capital político que tengo.

- Cuando vos das la palabra, ni un paso atrás. La palabra siempre se cumple.

Eso me repetía siempre mi padre. Él me enseñó que si uno no puede mantener la palabra es preferible callarse. Que no hay que engañar a la gente, que no hay que mentirle. Y que tampoco hay que tener miedo de decir lo que uno piensa. Realmente fue importante la presencia de mi padre. Todavía la sentimos.

Aunque, como ya dije, pasaron tres años, una vez por mes voy al cementerio. Cuando paso viniendo del aeropuerto –porque el cementerio Jardín está frente al aeropuerto- o cuando voy para Puerto Madryn. Casi diría que hablo con él. Es como rendir cuentas de mis acciones.

A veces, cuando tengo que tomar una decisión importante, me pregunto: ¿Qué decisión tomaría mi viejo en este caso?¿Qué haría él?

Todavía me sorprende la manera en que ocultó que no sabía leer ni escribir. Yo me di cuenta cuando ya era grande, cuando estaba en el colegio secundario. De más chico, siempre me había preguntado por qué, siendo un gran dirigente de fútbol, no había aceptado ser presidente del club en ninguna de las oportunidades en que se lo propusieron. Son las limitaciones de muchos inmigrantes que vinieron a la Argentina cuando eran muy jóvenes.

Pero eso no le impidió empezar, una vez más, en Trelew, con una herrería. De los dos talleres que había llegado a tener en buenos Aires, mantuvo uno con un hermano y un cuñado como socios, vendió el otro y se instaló en el centro de Trelew con un taller que estaba debajo de mi casa, el mismo donde después armó los locales. Pasado un tiempo, vendió el taller que le había quedado en Buenos Aires y, como decíamos nosotros, los familiares, “puso todos los fierros en Trelew”.

Trabajó y creció. Entonces, de la planta baja de la “esquina de Das Neves” se mudó a un taller enorme que había construido sobre la ruta. Acabamos de cerrarlo, luego de cincuenta años de operar, porque ese tipo de trabajo es muy artesanal y no se puede delegar. Es uno, el propietario, quien supervisa y tiene que estar para poner la cara frente al cliente.

Mi hermano, que estuvo toda la vida al lado de mi padre, ya tiene sesenta y un años. Rogelio está para jubilarse, el taller es muy grande y el esfuerzo que requiere también. Cuando mi hermano tenía 14 años le dijo a mi viejo que no quería seguir haciendo el secundario. La respuesta fue rápida y cortita.

- Bueno, ponete el mameluco y ¡al taller!

Hace poco publicamos un aviso en el diario para conmemorar el cincuentenario. Ahora estamos gestionando la venta de la llave, los repuestos y todo lo que hay adentro. La idea es hacer unos departamentos para que mi mamá pueda tener como renta. Aunque tengamos diferencias como cualquier familia, somos muy unidos. Y mi padre hizo mucho para que fuésemos así. A tal punto que, por ejemplo, toda la vida tuvo la intención de comprar alguna de las dos casas vecinas a la nuestra en Playa Unión. No era una cuestión de ostentación. Era par que hubiese lugar para todos, para que fuese más cómodo quedarnos los fines de semana, para que todos nietos pudiesen quedarse a dormir y no tuviesen que volver a Trelew por la ruta a la madrugada. En definitiva, para estar más tiempo juntos.

Mi viejo siempre estaba atento a ver si alguna de esas casas vecinas salía a la venta. En marzo de 2007, cando yo estaba enfermo, se enteró de que vendían una de las propiedades que estaba a la vuelta. Los fondos de esa casa y los nuestros se juntaban. ¡Qué alegría que tenía mi padre! Por supuesto, la compró. La pagó cincuenta y cinco mil dólares. Se dio el gusto de comprar esa casa que anexamos a la vieja, a la que había construido en 1985. También la fuimos arreglando de a poco. Ahora ahí vive mi hija María Victoria con su marido. Cuando se casó, Pablo también se fue a vivir a Playa Unión.

La vieja es la casa familiar, la casa de las reuniones, la casa donde voy cuando tengo una situación medio complicada. Es el lugar adonde voy para pensar, para tomar decisiones y para celebrar. Puerto Madryn es bonito como también es bonito Puerto Pirámides. Playa Unión, en cambio, tiene una belleza más rústica y, para nosotros, es un lugar que está muy relacionado a la vida familiar.

A mi viejo le gustaba la mesa larga. Y eso uno lo hereda, porque a mí también me gusta. A veces Raquel me reta, me dice que deje que los chicos hagan s vida, que ya están casados y tiene sus amigos, sus compromisos, sus costumbres e, incluso, sus ganas de estar solos. Sin embargo, si no los vi en todo el fin de semana, lo más probable es que el domingo cerca de mediodía empiece a llamarlos para preguntarles qué van a hacer y si van venir.

- Hola, Pablo. ¿Qué vas a hacer?

- ¡Papá!¿Qué querés ahora?

- Nada, nada. Yo te decía si querías venir a comer.

- No sé, recién me estoy levantando, no me jodas.

Siempre que hago una cosa así, cuando corto me digo: ¡qué pesado que soy! Pero n el fondo a ellos también les gusta que los llame, que los incluya, que quiera que estemos juntos. Me hace sentir bien saber que, cuando pueden, vienen. Y cuando no pueden, hacen todo el esfuerzo para no faltar, para estar, para charlar. La familia es muy importante para mí. Aunque, como todos, tengamos problemas y a veces hasta nos agarremos unas terribles broncas.

Otra de las cosas de mi viejo que me marcó fue su carácter de planificador. Él era un planificador de la vida. Por ejemplo, en el año 79 compró el terreno sobre la ruta para hacer el taller nuevo. Cien metros sobre lo que ahora va a ser la autovía Madryn-Trelew. De esos cien metros, destinó cincuenta al taller, que se veía enorme cuando pasabas por la ruta, y los otros cincuenta los cercó y ahí iba tirando los repuestos en desuso y fierros viejos que después vendía para hacerse unos pesos extra. Y me decía:

- Yo me voy a morir y el taller no va a funcionar más. ¿Quién va a seguir con esto? Cuando yo me vaya, lo que hay que hacer son departamentitos en la parte de atrás. Cinco departamentitos, uno para cada nieto. Porque vos y tu hermano ya están cada uno en sus casas, entones van a ser para los nietos.

Y ahora que cerramos el taller estamos haciendo los departamentitos y, como dijo mi padre, va a ser uno para cada nieto. ¡Mi viejo era increíble! Lo tenía todo calculado, con ese estilo típicamente previsor e os inmigrantes: planificar el crecimiento, invertir en ladrillos, construir una vida donde todo esté agarrado a la tierra, anclado.

A veces me pongo a pensar de dónde vino mi viejo, con apenas diecisiete años y sin conocer el idioma. Pienso en su coraje, en la incertidumbre que debe de haber atravesado y entiendo cada una de sus decisiones.

Entre sus características también era muy notable la gratitud que sentía por la Argentina. En las grandes ciudades de Chubut están las distintas asociaciones de inmigrantes. En Trelew está la Asociación Portuguesa. Por supuesto, la de Comodoro Rivadavia tiene más miembros porque la comunidad es más grande. Mi viejo nunca quiso participar en ninguna de las comisiones de la Asociación.

- Yo no voy a dejar de ser portugués. Pero tampoco voy a participar de las asociaciones porque eso es hacer rancho aparte. Hay que ser agradecido y participar en las instituciones qu hay en el lugar donde uno vive.

Entonces, él participaba en el club Huracán de Trelew. Ahí fue donde desarrolló su actividad como dirigente. Incluso le han hecho varios homenajes porque la gente del club, y la de Trelew en general, lo quería muchísimo.

Cuando Mariví se estaba por casar muchos especulaban y se preguntaban dónde iría a hacer la fiesta de casamiento la hija del gobernador. ¡Esas cosas de frivolidad que tiene la gente!

- Yo la voy a hacer en el club del abuelo- dijo Mariví.

El 11 de enero de 2010 hicimos la fiesta de casamiento en “el club del abuelo”, en Huracán. Porque uno es lo que es, más allá de un cargo, que siempre es pasajero, y de una posición. Y, en esas cosas, yo creo que he influido en mis hijos. Son muy pasionales, y también son muy derechos. A veces, cuando se rebelan frente a cosas que no les parecen justas, quiero ponerles límites, más que nada para protegerlos hasta que me doy cuenta de que a la edad de ellos yo era mucho peor.#

La juventud

En la década del 70, ya viviendo nuevamente en Buenos Aires, empecé a trabajar en el Banco del Chubut. Como la mayoría de los inmigrantes, mi padre no quería que yo trabajase sino que me dedicase por completo a estudiar. Para trabajar y para pagarme los estudios estaba él. Pero yo era rebelde. Tanto como él lo había sido con mi abuelo.

Mientras estaba estudiando en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires me enteré de que estaba por abrirse una sucursal del Banco del Chubut en la entonces Capital Federal. Le mandé una carta al presidente del banco. Aunque me había recibido de perito mercantil, no tenía muchas expectativas de que me llamaran, así que fue una enorme sorpresa cuando recibí la carta de respuesta. Me citaban, con fecha y horario, para tomarme un examen de admisión. Lo di y me aceptaron.

El 21 de octubre de 1971 empecé a trabajar en el Banco del Chubut. Por supuesto, a mi viejo nunca le gustó mucho porque él quería bancarme los estudios hasta que me recibiera. Pero después, con el tiempo, lo fue aceptando.

Creo que, en algún punto, para él debe de haber sido una frustración que yo dejara de estudiar. De todos modos, le di otras satisfacciones. La temática de “m’hijo el dotor” era algo muy fuerte en él. Y tuvo su recompensa con los nietos: Pablo y Mariví son licenciados, y Natalia, una de las hijas de mi hermano, es abogada. Ellas dos, mi hija y mi sobrina, siempre compitieron para ver cuál era la más mimada por el abuelo, la más apegada. Al punto que Mariví siempre le decía a su prima:

- ¡Cómo me ganaste! Vos tenés muchos años más que yo en esto de ser la preferida.

Cosas típicas de una familia común. Igualmente, los primos se llevan muy bien. Los cinco hacen un hermoso grupo de jóvenes.

Ya en la escuela secundaria yo había sido presidente del Centro de Estudiantes desde que estaba en cuarto año. En quinto seguí siéndolo. Además, era capitán de los equipos de fútbol y de básquet. De alguna manera, siempre tuve esa inclinación por ponerme al frente de la protesta y el reclamo, esa tendencia a liderar grupos. Y, una vez en Buenos Aires, empecé la carrera de Derecho, y empecé bien, pero después la actividad política fue tomándome cada vez más horas. Reconozco que hubo toda una etapa en la que, más que estudiar, dedicaba todo mi tiempo a la militancia.

Trabajaba en el banco, era delegado de la Asociación Bancaria, en oposición a la conducción de aquel momento, la de Arrese y Esquerra. Después, cuando vino Juan José Zanola, seguí involucrado en la actividad sindical.

No terminé mi carrera. No me arrepiento. En un primer momento iba a la Universidad de Buenos Aires. Más tarde hice un paso por la Universidad de Belgrano, pero fue más que nada para establecer algún foco de militancia. En esa época estaba como rector Avelino Porto y ahí, en la subida de la avenida Federico Lacroze, hicimos uno de los primeros paros por el arancel.

La vida política me fue llevando fuera de la universidad y en 1976 todo se complicó. Vivimos momentos de mucha ansiedad y la dictadura se llevó puestos a muchos de los que creíamos en las utopías y defendíamos nuestros ideales.

Me acuerdo que había un delegado de un banco, con el que estudiábamos juntos y que después desapareció. En esa época fumaba Particulares 30. Eran tiempos en los que uno a veces hasta atendía al público con el cigarrillo en la mano, cosa que no está bien, pero en ese entonces era así. Y tenía la costumbre de, en muchas ocasiones, tener el atado de cigarrillos sobre el mostrador. Este chico venía con información acerca de lo que estaba pasando. Me la traía en el paquete de Particulares, lo dejaba sobre el mostrador y, subrepticiamente, yo le acercaba mi propio atado, él me acercaba el de él e intercambiábamos los paquetes de cigarrillos a la vista de todo el mundo. Después, cuando terminábamos de atender, agarraba el atado, iba hasta el baño, leía la información, me ponía al tanto de las últimas –siempre desgraciadas- novedades y, cuando terminaba, lo tiraba al inodoro y lo hacía desaparecer. De esa manera pude mantenerme bastante informado.

Nunca me voy a olvidar del Mundial 78. El 2 de mayo de ese año había nacido Pablo. Vivíamos en un departamento en planta baja en la avenida Belgrano 3280. Lo había comprado en el año 74 con un dinero que mi padre me había dado para ponerlo como anticipo. Para pagar el ochenta por ciento restante había sacado un crédito del Banco Supervielle y lo pagaba con comodidad porque en ese entonces el sueldo bancario era bueno. Después, en 1976, cuando Raquel y yo nos casamos –Raquel también era empleada del banco-, me acuerdo que gracias al ministro Celestino Rodrigo, con un aguinaldo, lo cancelamos. ¡Con un aguinaldo!

Como ese departamento tenía una sola habitación, cuando nació Pablo lo cambiamos por otro en la calle Pedro Morán, casi Artigas, y así como nos había tocado hacer un buen negocio con nuestra casa anterior, con ésta, en la época de la Circular 1050, fue de terror. Lo que habíamos ganado con Rodrigo se nos esfumó después con la 1050. No perdimos el departamento por pura casualidad.

Cuando a mí me preguntan qué diferencias tengo con Kirchner, yo respondo que muchas. Pero hay una que es clave: mientras Kirchner conseguía un patrimonio importante merced a la usura y se hacía de muchas propiedades de personas que estaban económicamente ahogadas por la situación del país, nosotros casi perdemos lo único que teníamos.

Para poder afrontar la deuda hipotecaria, decidimos alquilar el departamento y sumar los dos sueldos con el objeto de pagar las cuotas. El pago se hacía en la esquina de Corrientes y Carlos Pellegrini, en el Trust Joyero Relojero. Había muchas reuniones de deudores, colas larguísimas. Fue una época difícil para todos los que estábamos con ese problema.

En 1978, cuando se hizo el Mundial de Fútbol de Argentina, vivíamos en Olazábal y Estomba, en la casa que alquilaban mis suegros. Más allá de que soy futbolero, no festejé el triunfo de la Selección Nacional. Por supuesto, grité el gol y todo eso, pero mientras todos salían a dar rienda suelta a la alegría, me quedé en la casa de mis suegros. Escuchaba la celebración y la euforia de la gente, pero como yo tenía información sobre las cosas que estaban pasando, no sentía ganas de salir a festejar. Aunque no sabía la magnitud de la tragedia que vivía la Argentina bajo la dictadura, sí sabía que estaban chupando gente.

Yo había abandonado la universidad después del golpe del 76 a raíz de la fuerte intervención de las Fuerzas Armadas en la actividad universitaria y en la militancia. Y también porque me casé con Raquel. Había que elegir, y yo elegí casarme. Fue el 31 de julio del año 76. A partir de ahí, ya llevamos treinta y cuatro años juntos y, más allá de que la hago renegar bastante, estamos felices y contentos. A pesar de haber disentido más de una vez, ella me ha apoyado siempre en todas las decisiones políticas que h tomado.

Raquel nació en Córdoba. Cuando tenía diez u once años, su familia se trasladó a Buenos Aires. En esos tiempos, su situación era bastante parecida a la mía: estudiaba bioquímica en la Universidad de Buenos Aires y su padre quería que privilegiase sus estudios y se recibiese. Así que, al igual que mi viejo, el que iba a ser mi seguro no estaba de acuerdo con que su hija trabajara. Pero a ella también siempre le gustó ganarse su propio dinero. Entonces, casi a espaldas del padre, consiguió entrar en el Baco del Chubut. ¡Lo que son las cosas de la vida! Un primo de Raquel, que era abogado en Sarmiento, una localidad de la provincia, era director del banco. Cuando ella empezó a trabajar, yo era jefe de cuentas corrientes y nos quedábamos hasta tarde a puntear las planillas. Nuestra relación fue un caso típico de romance entre el jefe y la empleada. Estuvimos de novios ocho meses.

Mis hijos me cargan porque una de las primeras salidas románticas que hicimos Raquel y yo fue a una manifestación en Plaza de Mayo, el 12 de julio de 1975, el día que echamos a López Rega. Entre la gente, caminamos las tres cuadras que había desde el banco hasta la Plaza de Mayo. Se había movilizado una verdadera multitud. Y, aunque mis hijos no lo entiendan, en esa época era romántico hacer esa clase de cosas.

Más allá de donde estuvo uno ubicado políticamente hablando, esos años de la resistencia, los que van desde el regreso de Perón hasta 1975, cando empezaron el lopezreguismo y la Triple A, fueron una etapa romántica. De seños y utopías, de efervescencia. Yo me quiero quedar con eso. Después, cada uno estuvo donde creyó que tenía que estar. O donde le tocó. Las cosas se dieron así, son parte de la historia argentina. Y no juzgo la historia tan duramente como se la juzga en la actualidad.

El día en que Perón gritó su famosa frase “estúpidos imberbes” yo estaba en Plaza de Mayo. Me sentí involucrado en la puteada de Perón, hasta podría decir que fue por una cuestión generacional, y me fui. Caminé por la calle Defensa. Sin embargo, no por eso dejo de reconocer su calidad de estadista y su capacidad de liderazgo. Es la misma situación, creo, que la que se da cuando un padre reta a un hijo. Es probable que el hijo se agarre una calentura y se vaya, pero no deja de querer y de respetar a su padre.

En resumen, viendo cómo estaban las cosas, una vez que abandoné la universidad, me casé y me dediqué a mi matrimonio y a ser feliz. Llega un momento en el cual hay que abandonar ciertos circuitos, hay que salir de ellos. Son elecciones, decisiones que corresponden a determinadas etapas, cuando la vida se nos impone. Y aunque parezca una estupidez, si yo digo “a partir de mañana no voy a tomar más café”, no tomo más café. No tengo que tomar ninguna pastilla ni ayudarme con otra cosa que no sea mi voluntad. De la misma manera me alejé de la militancia.#

Los primeros años de militancia

En mis primeros años de militancia, los años de locura política, tenía simpatía por el trotskismo. Estuve militando en el Partido Socialista de los Trabajadores en la época de Juan Carlos Coral. Era casi obvio que el clima que se genera en el tiempo de la resistencia y del regreso de Perón tenía que atraerme, del mismo modo en que me atraía la imagen de Evita. Además, los primeros lugares en los que yo me había ido metiendo en el trotskismo para mi tenían un sesgo muy elitista y muy antiperonista, cuando al mismo tiempo yo advertía que el peronismo tenía mucho arraigo en la gente. Por eso, empecé a tener discusiones con otros militantes hasta que me abrí y, a partir de ese momento, siempre he estado en el peronismo.

Creo que fue en 1981 o 1982, cuando ya veníamos haciendo reuniones partidarias, y teniendo la posibilidad de avizorar un esquema electoral, que me dije: “Bueno, hay que militar fuertemente en el partido porque los cambios hay que producirlos desde el poder”. En 1983 no me presenté a ningún cargo electivo, pero en 1987 el peronismo ganó la intendencia de mi ciudad y ahí tuve mi primera responsabilidad como funcionario: secretario de Acción Social.

A veces, cuando algunos amigos radicales hablan de las instituciones, les tengo que recordar que en 1983 el peronismo estaba en la intendencia y yo, que era secretario de Acción Social, tenía que pedirle permiso a la juventud Radical para entregar las cajas de PAN (Plan Alimentario Nacional). O sea, en todas épocas y en todos los gobiernos se cuecen habas y nadie puede tirar la primera piedra.

De modo que mi primer cargo fue en el Ejecutivo municipal. Asumí el 10 de diciembre de 1987. Muy poco tiempo después se desató la crisis ocasionada por la hiperinflación entre otras cosas, yo tenía a mi cargo los comedores comunitarios. Hasta ese momento, entregábamos unas mil ochocientas raciones diarias y, de repente, en veinticuatro horas, necesitábamos unas cinco mil doscientas. El problema del hambre nos desbordó pero, a pesar de la emergencia, pudimos trabajar muy bien con la gente, pudimos contenerla.

Como todavía estaba terminando mi casa, alquilaba en la calle Roberts, en el límite con el Barrio Don Bosco, uno de los más pobres de Trelew. Un sábado a la una de la tarde me llamaron para decirme que había más de quinientas personas rodeando el centro comunitario, que era el lugar desde el que se llevaba la comida a otros centros.

De inmediato me fui para allá. Cuando llegué, me impresionó ver entre la gente que intentaba entrar de prepo al centro comunitario a personas a las que conocía de haber trabajado a dos cuadras de sus casas. Vi la situación, las caras de angustia, la desesperación. Entré. Las chicas que trabajaban en el centro estaban llorando asustadas porque les golpeaban las ventanas. Lo único que les dije fue:

-La respuesta es ponerse a cocinar. Pónganse a cocinar ya mismo.

Las cuatro de la tarde, mientras íbamos, salíamos, hablábamos con un grupo y después con otro, empezamos a entregar comida. Después tuvimos que comenzar a pensar una planificación. Hable con los dueños de un supermercado:

-Antes de que les vengan a sacar la mercadería, entréguenla. Organicemos qué y cómo.

Así fuimos paliando la situación durante algo más de treinta días, que fueron los más duros de la crisis. Casi no había tiempo para organizarse, pero lo hicimos, nos organizamos. En el interín conseguimos algunos guanacos y a los chicos les dábamos milanesas de guanaco, una carne riquísima pero que esta vedada para el consumo porque el guanaco es una especie protegida.

Esa experiencia fue muy fuerte, muy intensa y muy dolorosa. Nos costó mucho porque, además, era la primera vez que la enfrentábamos. Fue un momento dificilísimo.

Dos años después, el 9 de Julio de 1989, el día de la asunción de Carlos Menem como presidente, asumí como secretario general de la Gobernación. Me había llamado el gobernador NestorPerl. Él estaba en una situación muy difícil. Era un hombre inteligente pero llegó a la gobernación y el primer día ya se había arrepentido. No tenía vocación para la gestión ejecutiva. A mí me dijeron:

-Vos que tenés personalidad, ponete al lado de Perl como secretario General.

Los dias que estuve en ese cargo costaron las canas que tengo ahora. Fue una pelea dura. Incluso, en algún momento llegaron a prohibirme la entrada en la Residencia. Aparte, yo tenía unos cuantos años menos que ahora y me calentaba con más facilidad. Percibía que esos enfrenamientos internos no nos llevaban a ningún lado y un día renuncié. El gobernador no me aceptó la renuncia, entonces se la trasladé con carácter de indeclinable:

-Me voy. Acéptemela porque no vengo más –le dije.

Así me fui. Después me presente como candidato a intendente. Para esas elecciones se había hecho una Ley Electoral medio rara que permitía la aplicación de la Ley de Lemas en la segunda vuelta. Yo iba con el número de boleta 208. El día de la votación me di cuenta de lo que representaba esa maniobra. Estaba en el cuarto oscuro, frente a una mesa cubierta con todas las boletas sábana. La mía estaba en un rincón, chiquitita. Y, aunque yo no llevaba ningún candidato a gobernador, fui el candidato peronista que más votos sacó en la primera vuelta: siete mil doscientos contras seis mil quinientos del intendente que estaba y que también era peronista. Entonces tenía que ir a la segunda vuelta contra el candidato radical. Y me ganó porque, como corresponde era una interna peronista, los que perdieron apoyaron al contrario. Por eso la interna es todo un tema. Me quedé afuera y desde afuera seguí con mi vida.

En 1993 el gobernador era Carlos Maestro, otro radical. En ese momento, el peronismo tenia dieciséis diputados y el radicalismo, nueve. Yo siempre había seguido la militancia partidaria y me vinieron a buscar para proponerme que fuese presidente del partido a nivel provincial. Y fui.

En 1994 fui partícipe de la reforma de la Constitución provincial, porque la provincia del Chubut permitía un solo mandato, sin reelección. Aun teniendo mayoría, sólo dimos la posibilidad de la reelección, tal cual está ahora, con dos mandatos consecutivos. Después de eso, a fines de ese mismo año, hubo una convención partidaria en Esquel y me echaron. Los dieciséis diputados peronistas les convalidaran todo a los nueve radicales. Los muchachos florecían individualmente mientras, en realidad entregaban el partido.

A pesar de que me habían echado, yo seguí militando, siempre al lado de la gente, yendo y viniendo por toda la provincia.

La vida, más allá de la función pública y de la militancia, era la vida en el taller. Yo trabajaba en el taller y Raquel como bioquímica, y en casa siempre hubo una sola billetera. A veces entraba más plata por el lado de ella y otras, por mi lado. Nunca hubo otra cosa que el negocio familiar.

Llegó 1995. Se hizo una reunión en Esquel, se armó una interna y vinieron a buscarme otra vez. Había dos tendencias: unos decían que tenía que ir como candidato a diputado provincial en primer término, y otros querían que me postulase a diputado nacional. Yo estaba por agarrar la candidatura provincial porque me quería quedar a laburar en Chubut. Al llegar de Esquel era muy tarde, entré en casa y me acosté. Raquel y yo conversábamos en nuestro cuarto acerca de las propuestas y ella me dijo:

-Vos tendrías que aceptar la candidatura a diputado nacional.

Me dio sus razones. Me dijo que la decisión tenía un costo porque yo iba a estar en Buenos Aires.

-Vas a tener que vivir allá pero, bueno, es así. Porque si estás acá no vas a terminar nunca de salir del enredo, de la confrontación, de las peleas internas. Tenés muchos enemigos dentro del partido y te vas a amargar. Por ahí en Buenos Aires vas a poder ver las cosas de otra manera.

Y, bueno, entendí que el razonamiento de Raquel era el correcto. Fui diputado nacional hasta 1999 y después fui reelecto.

Luego vino el tema de la Aduana y más tarde me hice cargo de la gobernación. Pero ésa es otra parte de la historia.

En 1983, cuando empecé a militar con la intención de hacer campaña y presentarme en elecciones, en los dos locales que mi viejo tenía debajo de su casa puse un kiosco-librería. Con el candidato a intendente de aquel entonces cerrábamos la caja y nos íbamos a hacer la recorrida. Así bancábamos la actividad política. O sea: nosotros venimos a servir, no a servirnos. Mi viejo siempre me repetía:

-El día que un ladrillo de tu casa tenga que ver con la actividad política, cuando lo mires hacé de cuenta que tiene sangre.

Y no soy de los que dicen que podrían estar mejor. Vivo muy feliz con lo tengo: mi casa en Trelew, la casa de la playa de la que disfruto y que es de toda la familia, y el departamento en Buenos Aires.

Cuando asumí el cargo de diputado nacional, en 1995, y tenía que pasar mucho tiempo en Buenos Aires, coincidió con que mi hijo Pablo comenzaba la facultad y, previendo estar más cerca del centro y teniendo en cuenta que el subte iba a llegar hasta Cabildo y Juramento entre Amenábar y Moldes. Estaba en un primer piso. Me quedaba ahí desde el lunes a la noche hasta el jueves o viernes, que me volvía para Trelew. En el momento en que surgió el problema con mi salud tuve que empezar a quedarme en Buenos Aires para las sesiones de quimioterapia, pasaba también el viernes, el sábado y el domingo en el departamento. ¡Los ruidos de la calle Juramento no me dejaban dormir! No eran solamente los autos y los colectivos, era también los gritos de los chicos que volvían de bailar; ese ir y venir constante de fin de semana porteño. Tenía que salir de ahí urgente porque no se podía descansar. Así que pusimos en venta el departamento y lo vendimos bien. Como era un primer piso, lo compró un matrimonio de gente mayor. Nos fuimos a otro departamento en la calle Zárraga. Eso fue en 2002 y todavía estamos ahí, felices y contentos. No creo que nos movamos. Si, en cambio, creo que estoy en deuda con Raquel por algunos viajes que no realizamos, unas cuantas horas que no le dediqué y por no haber disfrutado más. Aunque igual estoy feliz como estoy, lo cierto es que no he tenido vacaciones en mucho tiempo.#

La enfermedad

El 24 de junio es el cumpleaños de mi vieja. En 2001, justo ese día hubo elecciones internas. Fue una interna bastante dura y perdí. Como siempre seguí adelante, dándole y dándole, caminando, recorriendo. Además, estaba cumpliendo mi segundo mandato como diputado nacional.

El fin de semana largo del 9 de julio hice una intensa gira por la provincia. Cuando volví a casa, no me acuerdo si fue el sábado o el domingo a la noche, tenía el cuello duro y dolorido. Parecía una contractura y, al mismo tiempo, yo tenía la sensación de que no era una contractura. Me metí en la cama y se lo comenté a Raquel. Ella me palpó la zona y se dio cuenta de que habrá unos bultos, como si fuesen nódulos.

Al otro día tenía que volver a Buenos Aires. Llegue y no me sentía bien. A pesar de que no soy para nada aprensivo, tenía dudas acerca de lo que podía ser. No estaba descompuesto ni nada por el estilo, pero me sentía mal. Entonces pedí un turno paras una consulta médica.

Fui al Sanatorio Mitre que está en la zona de Once. Entre ahí a la mañana temprano y no salía hasta las siete de la tarde. Me fueron derivando. Ya cuando iba por la mitad de la derivación, me dije: <esto viene mal parido>.

Al final del día, el diagnostico estaba prácticamente confirmado: tenía un linfoma. Hablé con mi familia. Eso fue el 11 o el 12 de junio de 2001. Raquel viajo a Buenos Aires casi de inmediato. Hicimos una interconsulta con el doctor Recondo, que confirmó todo lo que habían dicho los médicos dl Sanatorio Mitre y me derivó al Cemic. A partir de ese momento, mi médico fue el doctor Roberto Cacchione.

Alrededor de dos semanas más tarde, el 27 de julio, tuve la primera sesión de quimioterapia. El día anterior había tenido una de las experiencias más dolorosas de mi vida, una punción lumbar. Fue horrible sentir cómo los médicos trabajaban en mi espalda. El doctor me había dicho:

Si queres podes arañar las paredes, podes gritar, podes putear.

Se me caían las lágrimas y no arañé las paredes que no las alcanzaba. Pero si puteé hasta que, en un momento, me escuché decir:

- ¡Basta, no me toquen más! Vamos derecho a los bifes.

Al anochecer del día siguiente me interné para la primera quimio. De ese día, lo único que recuerdo como una cosa espantosa fue estar sentado en una silla, en un pasillo desierto, esperando para entrar en la sala donde me iban a pasar la medicación por vía endovenosa. No fueron más d cinco minutos pero para mí la sensación de soledad y de incertidumbre fue muy penosa.

Esa primera sesión de quimoterapia fue la por, A las dos de la mañana tuve convulsiones. Raquel se tiró encima de mí para aplacarlas. Yo sentía que los brazos y las piernas se me iban, que se me despegaban del cuerpo como si estuviesen cortados. Ahí tuve, no miedo sino la certeza de que lo qu vnía era un proceso muy complicado que, según m habían informado, durará alrededor de sete meses. Fue feo, muy feo. Después me explicaron que había sido una reacción alérgica y que, para evitarla en próximas aplicaciones, iban a agregar una medicación adicional. De hecho, nunca más volvió a ocurrirme.

Al día siguiente ya estaba mejor. Había pasado ese malestar horrible y, por supuesto, quince días después cuando me tocó la segunda sesión de quimioterapia, fui diciéndome: <bueno, vamos a ver qué me va a pasar ahora>. Y, la verdad, cuando salí bien de esa segunda sesión, estaba chocho. Pensaba: <esto es una pelotudez>. Por cierto, la realidad no es tan así.

A partir de que me iniciaron el tratamiento, mi rutina de quimioterapia era la misma: viernes por medio salía del departamento de la calle Juramento para estar en el Cemic alrededor de las 9:30 de la mañana. A las diez me hacían la quimio, que dura entre dos horas y dos horas y media; me quedaba hasta las 17.00 y después me volvía a mi casa.

Lo que más me molestaba era que de los dos sachets que me inyectaban, llegaba un momento en el que el que tenía líquido rojo parecía que me iban a hacer estallar la vena. Entonces me lo tenían que regular.

Lo del sachet rojo puede parecer una cosa infantil pero, en verdad, tengo un problema con los nombres de los medicamentos. Me niego a recordarlos. Salvo que se trate de una Cafiaspirina o de una Bayaspirina, para mí todas las pastillas son <la pastilla azul>, <la pastilla rosa>, <la pastilla chiquitita> o <la pastilla redondita>. Tengo una negación absoluta. Al punto que Raquel siempre me pregunta:

¿Qué color de pastila te falta?

Siempre salí de Cemic caminando y, een algunas oportunidades, pese a la protesta de Raquel, manejando. Tomaba la avenida triunvirato e iba despacio hasta el departamento en Belgrano. Era un trayecto corto.

La noche posterior a la quimioterapa generalmente tenía fiebre y me sentía bastante molesto. En esa época conocí un poco el efecto de las pastillas para dormir, que me daban para que descansara mejor. Raquel me sopla que lo que tomaba era Alplax.

El sábado y el domingo me quedaba en casa. A lo sumo salía a caminar un rato. Y el lunes a primera hora me iba al Congreso a cumplir con mi trabajo. Nunca dejé d trabajar.

El fin de semana que no tenía quimioterapia, viajaba al Chubut. Ba mucho a la cordillera porque era donde mejor me sentía. En uno de esos viajes, creo que fue entre la quinta yt la sexta sesión de quimioterapia, me hicieron una fiesta muy grande en el barrio 90 de Rawson. Era una reunión cariñosa y para hacerme sentir bien. Pero el lugar estaba muy cerrado y yo, con mi sistema inmunológico deprimido por la medicación, me pesque una gripe fortísima. Al punto que algunos de los chicos que estaban conmigo, que ahora son funcionarios de la gobernación se asustaron. Tiempo después me dijeron que me habían visto más cerca del arpa que de la guitarra. La quimio de esa semana tuvieron que suspenderla. Estaba con las defensas muy bajas, tenía toda la boca llagada y me sentía muy mal.

Sin embargo, no dejé de viajar al Chubut cada quince días. O sea, el fin de semana que no me quedaba en Buenos Aires por la quimioterapia, necesitaba ir al Chubut, estar en contacto con la gente. Eso me cargaba de energía para salir adelante.

Desde el primer día de tratamiento con quimioterapia sentí asco por el agua. Como las gaseosas no me gustan mucho, yo solía tomar bastante agua. Y aunque sintiera rchazo, por la misma medicación que estaba recibiendo, necesitaba hidratarme. El médico, que es un capo, me dijo:

Tomá Paso de los toros pomelo.

¿Paso de los Toros pomelo?- le contesté sin creerle demasiado.

Haceme caso. Vos tomá Paso de los Toros pomelo, vas a ver que es rica y te va a hacer bien.

Entonces tomaba la versión ligh . Durante todo el proceso de la qumioterapia no pude tomar agua. Me daba asco, repulsión.

Siempre me manejé como si no pasara nada porque, por un lado, sabía que tenía que resistir y, por otro , no quería que me tuviesen lástima. Me acuerdo que el primer día me levanté a las seis de la mañana, me bañé y mientras me estaba afeitando, me miré al espejo y me dije:

Esto es todo tuyo, lo tenes que quebrar, esto no te puede doblar ni en pedo. En esta te voy a cagar. No me vas a llevar puesto.

Fue, creo, la única vez en mi vida que le hablé al espejo. Y le hablé muy fuerte, con mucha decisión. Y aunque no me llevó puesto el cáncer, casi me lleva puesto esa primera sesión de quimiotrapia.

Con el correr de las semanas, en distintos momentos, sentí que me curaba. Nunca pensé que podía morirme. Nunca se me cruzó por la cabeza. Y no fue ni de omnipotnte ni de sentirme inmortal, sino porque estaba convencido de que yo era una parte importantísima de esa pelea y que la iba a dar sin un renuncio.

Nunca me voy a olvidar de lo que me djo el doctor Cacchione la primera vez que nos vmos:

El cincuenta por ciento d esto lo pongo yo. El otro cincuenta por ciento es tuyo.

Y obré en consecuencia.

Lo que peor me ponía era ver mal a mis hijos. Yo le decía a Mariví que estaba bien y qyue me iba a curar, y Mariví lloraba.

Como tenía las defensas un poco bajas, antes de cada quimioterapia, tenía que darme una inyección muy fuerte. ¡Esa sí que era fuerte! Entonces iba siempre a la misma farmacia, en la otra cuadra de mi casa. Terminé haciéndome amigo de los que atendían y de la enfermera. Al punto en que nos hacíamos chstes y bromas. Ella me preguntaba con tono de que ya estaba aburrida de verme:

-¿Vas a seguir viniendo acá?

Y yo le contestaba como desafiándola.

¡Voy a seguir viniendo acá!, no voy a dejar de ser cliente tuyo.

El 5 de abril de 2002 recibí la última quimio. Salí del Cemic como, me imagino, sale aquel que se recibe de una carrera universitaria. Estaba contento, feliz, cuando en realidad, la última quimo no significaba que hubiese terminado nada. Quedaban por delante todos los controles. Pero igual yo sentía que había terminado, que me había liberado.

De todo el proceso de tratamiento, los momentos más difíciles fueron cuando me daba los rayos. Para eso iba al Hospital Naval, que está frente al Parque Centenario. Lugo de ocho sesiones de quimioterapia hubo un intervalo en el cual me aplicaron los rayos. Después de eso vinieron las últimas cuatro quimio.

En el Hospital Naval había que bajar a una sala que estaba en el subsuelo. Ahí había siempre una veintena o veinticinco personas de las cuales dos o tres eran chicos. Era un ambiente pesado y triste. A cierta altura del tratamiento, ya nos conocíamos y nos saludábamos. N la sala había un televisor. Era temprano, alrededor de las ocho de la mañana, y siempre transmitían algún canal de noticias. Yo trataba de mirarlo, de no sacar la vista de ahí. Me concentraba en el noticiero hasta que me llamaban y me ponían en esa especie de sarcófago.

Todavía tengo marcado en el pecho el punto de equilibrio donde tenía que bajar la radiación, que tiene que ser aplicada de una manera muy precisa en un lugar exacto. Eso era para combatir el tumor del mediastino era el más complicado.

El que me daba los rayos también era árbitro de futbol de Primera C. Todavía tengo la tarjeta roja que me regaló. Después con el tiempo cuando ya había pasado todo, me lo encontré y nos mantuvimos en contacto por mail.

Nunca me deprimí. Ni durante un después. No le di lugar a la depresión. Aparte, mis hijos no eran tan chicos pero tampoco eran tan grandes. Pablo estaba en la facultad y Mariví estaba terminando el secundario. Sentía que todavía tenía que estar con ellos. Eso era, tal vez, lo único que se me ocurría pedirle Al de Arriba: que no me sacara la fuerza para acompañarlos a terminar de crecer. Pero, aun en esos momentos, no pensaba en la muerte.

De esa etapa también recuerdo algunas anécdotas muy graciosas. Un día, yo estaba en el Congreso con Ariel Salerno, que era mi secretario y con Danieel Taito, que siempre estuvo en el área de prensa. Subimos los tres a uno de los ascensores en el piso doce. El asensor paró en el octavo y subió uno de esos que son planta permanente del Senado, que uno no sabe donde trabajan pero que siempre est´`an ahí.

¡Diputado!, ¿qué tal? –me dijo-

¿Qué hace para estar tan delgado?

Tengo cáncer.

Le dije naturalmente. Cuando salimos del ascensor, Daniel y Arel estaban atónitos.

Pero vos sabes lo que le dijiste

¿Qué dije? ¿Cuándo?

La respuesta que le diste…

¡Qué sé yo! Le contesté lo primero que se me ocurrió

El tipo me había preguntado más de franelero que por genuino interés. Quizá yo también ahí mostraba que no tenía mucha tolerancia, que no tenía mucho resto para aguantar pavadas. De los diputados, había algunos que se acercaban, me hablaban y me acompañaban. En el medio de las sesiones de quimiotrapia, no recuerdo exactamente cuál de todas pero sería entre la cuarta y la quinta, tenía problemas con la obra social. La verdad es que me faltaban unos pesos para continuar el tratamiento y Graciela Camaño me dio quince mil pesos. Se enteró, vino y me dio los quince mil pesos. Ella siempre se preocupó.

La de la enfermedad fue una etapa rara. Sé que va a ser irrepetible por más que algunos digan que el cáncer puede volver. Yo no creo que vuelva. Estoy convencido de que no va a volver.

Cuando uno se enfrenta a situaciones de esta índole tiene que tomar las cosas en positivo. Sé que es difícil. Pero no es imposible. Yo tomé todo en positivo. Y ahí es donde aparece la fe. Donde yo me dije:

-Si El de Arriba no me abrió la puerta es porque me está diciendo que me tengo que quedar acá abajo para hacer algunas cosas.

Y, repasando mi historia inmediatamente posterior a la finalización del tratamiento, la verdad es que se me dio todo. L última sesión de quimotrapia fue el 5 de abril de 2002, faltaba un año para la elección a gobernador, y a partir de ahí, todo se fue encadenando de una manera increíblemente favorable. Más allá de que es cierto lo que dicen dee que a la suerte hay que ayudarla, más allá de que no me senté a esperar que las cosas sucedieran, lo cierto es que todo empezó a salirme como en otro momento no me salía. La suerte empezó a acompañarme. Y sigue acompañándome.

A veces pienso, como cualquiera al que se le cruza, lo que es bastante frecuente, que habiendo tanto hijo de puta no es justo que se muera un bien tipo. O, sin personalizar, que habiendo tanta gente mala sobre la Tierra, es injusto que se muera una buena persona. Yo me considero un buen tipo. No siento la inclinación ni el deseo de hacer el mal. Y eso en la actividad política la gente es bastante propensa a la maldad.

Fueron doce sesiones de quimioterapia y dieciocho de rayos y nunca más. El cáncer remitió. Ya pasaron ocho años. Hasta hace un tiempo, tenía controles cada seis meses.

Como aunque parezca mentira soy una persona responsable, el día que acpté ser gobernador llamé al doctor Cacchione:

Quiero ser gobernador. Tengo la posibilidad de serlo pero dependo de usted. Si me dice que sí, voy. Si me dice que no, no.

Y el médico me bancó. Cacchione es un señor mayor de San Isidro, que juega al tenis y que nunca, jamás, había estado en un acto peronista, pero estuvo acompañándome en el acto de cierre de campaña y también fue a la ceremonia de asunción. Estaba en la primera fila, al lado de mis viejos, porque ya pasó a ser casi d la familia.

La etapa de la enfermedad es difícil de explicar porque a veces me parece que soy el mismo que era antes de enfermarme y otras me doy cuenta de que en algunas cosas soy diferente. Estoy convencido de que me han regalado otra vida.

Yo era agnóstico y ahora, si bien no soy de ir a misa, siento que El de Arriba me acompaña. Entonces, como agradecimiento Al de Arriba, siento que tengo que jugar más fuerte, que tengo que asumir más responsabilidades para cumplir con lo que, seguramente, es la tarea por la que me quedé acá abajo. Si algo me quedó claro después de todo este proceso de curación, es que El de Arriba toma decisiones por nosotros. A veces los chichos se ríen porque lo digo en los discursos:

El de Arriba acomoda.

Cuando parece que algo no va a salir y al final sale: El de Arriba acomoda. Cuando las cosas se concretan y nuestros propósitos se cumplen: El de Arriba acomoda. Cuando uno siente esa compañía permanente que lo protege: El de Arriba está acomodando.

A Ariel, uno de mis secretarios, lo conocí cuando yo estaba cumpliendo el mandato como diputado. Es una persona de absoluta confianza. Su trabajo específico conmigo tiene que ver con observar cuidadosamente al ciudadano común. No es que no entienda nada de política es que hace muy bien la observación de lo que a mí, por distintos motivos, se me escapa. Cuando estuve enfermo, era Ariel el que me machacaba con la fe, con Dios y con la creencia. A él y a mi familia tengo que agradecerle el descubrimiento de la fe y el acercamiento a Dios.

Durante toda esa época, además, aprendí a notar el efecto fenomenal de las cadenas de oración. No solamente las relacionadas con el catolicismo sino también las que lleva adelante el culto evangélico, que yo conocía muy bien a partir de mi gestión como Secretario de Acción Social del Municipio, porque los evangelistas hacen un trabajo muy importante en el área social, sobre todo en temas de alcoholismo y adicción a las drogas.

Lo que sí puedo asegurar es que en ningún momento se me cruzó la típica pregunta <Por qué a mii>. Raquel dice que soy un bicho raro pero yo pienso que no hay razón para que a uno no le toque lo que le puede que tocar a todo el mundo. Yo soy un ser humano más que anda por ahí y me puede pasar lo mismo que le pasa a cualquier otro ser humano. Así que tomé la enfermedad como una cosa natural. Creo que eso se transformó, al final, en mi mayor fortaleza.

Cuando renunció el presidente Fernando De la Rúa yo estaba pasando por todo este proceso y, a las cuatro de la mañana, aunque tenía que extremar los cuidados en razón de que tenía el sistema inmulológico deprimido por la medicación, estaba encerrado en el Congreso con todos los demás diputados. Como Mariví todavía cursaba el colegio secundario, Raquel estaba en Chubut, siguiendo lo que sucedía por Crónica TV. Nos manteníamos en contacto por celular. Esa madrugada, me ofrecieron el cargo en la Aduana. Algunos me dijeron:

Ni loco vayas ahí en medio de un tratamiento de quimiotrapia.

Yo necesito laburar –les contesté.

La llamé a Raquel, le conté cuál era la propuesta y cuál era mi decisión. Y Raquel como siempre me entendió. La verdad me entusiasmaba ir a la Aduana porque me gustaba la hiperactividad, me gustaban los trabajos en los cuales hay que hacer. Así que en el Congreso me resultaba asfixiante.

El 30 de diciembre de 2001 me di la última aplicación de rayos del año, viajé a pasar las fiestas al Chubut y el 2 de enero a las ocho de la mañana estaba haciéndome rayos otra vez para, inmediatamente después, irme a la Aduana. Así era mi rutina en esa etapa.

Con la segunda tanda de quimioterapia, las cuatro sesiones finales, me pasó lo mismo. Iba los viernes para no tener que dejar de trabajar. Ese ritmo de trabajo me ayudó para no decaer y no deprimirme. No tenía tiempo.

Otra cosa que tuve que manejar, y lo hice con suma rapidez, fue el tema de la difusión de mi enfermedad en los medios. Apenas me enteré de que tenía problemas de salud comenzaron los rumores, las visones, y me di cuenta de que había veinte historias distintas. Entonces, un día, cuando el diagnostico de linfoma ya estaba confirmado, recibí un llamado. No recuerdo quien era pero me dijo:

Dicen en la radio que tenés no sé qué enfermedad.

En ese mismo momento, eran las nueve de la noche, llamé a un periodi

-Hola te habla Mario Das Neves. Te llamo para decirte que tengo cáncer. Y te pido que lo reproduzcas tal cual porque no quiero que se juegue con la información. Tengo esta enfermedad, la voy a vencer.

Así fue que lo hice público para evitar cualquier tipo de especulación que me dañase a mí o a mi familia.

¿Y qué pasó después?

En todos estos años muchísima gente con cáncer se ha contactado conmigo para consultarme o para compartir su angustia. He recibido cartas, me han parado por la calle o me han ido a ver. A muchos los mandé a que consultaran con los médicos del Cemic.

Hay algunas cosas que para mí son muy especiales. Se trata d personas que han sobrevivido o que la están peleando. Dos de ellos son chicos. Ludmila y Maranito. Los dos con leucemia y los dos luchando contra la enfermedad.

Cada vez que viaja a Buenos Aires, Marianito va a saludarme a mi oficina en la casa el Chubut. Es su cábala. En una de esas visitas me dijo:

-Ya me hice hincha de San Lorenzo.

Ahora tuene 9 años. Lo conocí cuando tenía dos y yo asumía como gobernador. Desde entonces la está peleando.

Ludmila cumplió quince años hace unos meses. También tengo cosas de gente mayor. Esos contactos para mi tuenen prioridad. Cuando me llaman y me piden un consejo, lo primero que respondo, invariablemente, es: <No soy médico>. En definitiva, lo único que puedo brindarles es el tiempo para escucharlos desde mi propia experiencia, escucharlos con el corazón.

Los chicos, mis hijos y los miembros de mi joven gabinete, siempre me cargan. Dicen que cuando me retire me voy a dedicar a ser <pai>. Yo me río. Tal vez tenga una faceta de <pai>. Tal vez tenga que reconocer que estar enfermo me hizo mucho más sensible de lo que era y que, si bien siempre me manejé con los sentimientos, el haber atravesado todo este proceso me permitió ver el dolor de otras personas desde un lugar mucho más humano y, a la vez, mucho más espiritual.

No puedo dejar de reconocer que quizás, aunque yo también me ocupaban, fue muy cómodo dejar sobre los hombros d Raquel todo lo relativo a la educación y a la crianza de los chicos. Ella se ocupó de todo, sostuvo un montón de cosas y sobre todo me sostuvo mucho a mí. Tal vez por eso, cuando me enfermé no me permití deprimirme y nunca pensé en la muerte a pesar de que como ya he dicho, estoy total y absolutamente convencido de que soy mortal.

Y la última, la que pone nerviosos a mis hijos porque me han escuchado decirlo en alguna reunión política, es que tengo 59 años. Para mí, veinte años más de vida es un montón. Desde el punto de vista de mis objetivos y mis planes, más allá de que pueda ser presidente de la Nación, la idea que tengo es llegar a los 79 u 800 años viviendo en Chubut. Así que a los jóvenes militantes les digo.

¡Hijos de puta! Ustedes, que tienen treinta y pico, permítanme disfrutar de veinte años de gobierno peronista en la provincia. ¡Vamos! ¡Trabajen para eso!

También les aviso que me van a ver por la peatonal con un bastón rompiéndoles las pelotas para que hagan las cosas bien. Yo voy a ser un garante de que las cosas se hagan bien y, para eso, no los voy a dejar en paz. Y ellos saben, todo el mundo sabe, que voy a ser así. Tal vez sea muy previsible para eso, porque soy muy pasional y, aunque mi cargo y mi tarea exigen racionalidad, en cada una de mis decisiones hay una gran cuota de sentimiento. De otra manera no podría hacerlo.

El cáncer fue una gran prueba. Me acerco a la fe, aunque de una forma muy pasional y muy particular. Dejo al descubierto quienes son los que me quieren, quienes son mis amigos y, puedo asegurar que, exceptuando a mi familia, se cuentan con los dedos de una mano. También me di cuenta de que más de uno ya me estaba velando, pero hay que aceptar que hay algunos que no nos quieren.

Hay una pregunta que me hice más d una vez, es cas un lugar común: ¿en qué te cambió la enfermedad? No sé, realmente no lo sé. Creo que no tuvo incidencia en la vida práctica. Quizá sí hizo que surgiera en mi ese pensamiento medio místico que dic que si no me aceptaron arriba y me dejaron aquí abajo es porque estoy para cosas mayores. Algo tngo que hacer. De eso estoy convencido. #

Pablo y Mariví

Siempre hago mías las palabras que le escuché más de una vez a Mirtha Legrand: yo no soy rencoroso, soy memorioso. Tengo muchísima memoria. Registro imágenes, nombres, caras, fechas. Entro en cualquier lugar y enseguida tengo la foto completa. Por ejemplo, puedo decir quiénes estaban el sábado pasado en el restaurante al que suelo ir a comer con mi familia, puedo decir quiénes eran y en qué mesa estaba cada uno.

Creo que la memoria, buena o mala, siempre es mejor si se la ejercita. En general, la tecnología va contra el ejercicio de la memoria. No es que piense que la tecnología es mala. Todo lo contrario. Pero trato de acordarme de los números de teléfono, por ejemplo. Para mí es un ejercicio. Además, es bueno para mi trabajo. No se trata de andar diciendo números, contando estadísticas o tirando cifras para impresionar a los demás o para mandarse la parte. Se trata de que, en ocasiones, las cifras sirven para fundamentar una posición o para argumentar en una discusión o, incluso, en alguna entrevista para dar sustento concreto a lo que uno dice. A mí no me interesa que el que me escuche diga: “¡Mirá todo lo que sabe este tipo!”. A mí lo que me gusta son los números.

A raíz de esta pasión por los números, me acuerdo de una anécdota de cuando estaba terminando el secundario. Tuve una profesora de Merceología en cuarto y quinto año, la tana Mirífico, que era divina, piola, soltera y, aunque lo digo en el buen sentido y cariñosamente, también era algo tosca en los procedimientos. Por ejemplo, entraba en el aula con toda la energía y, hablando rapidito, decía:

-¡Hola chicos!

No era una época en la que los profesores nos llamaran “chicos”. Además siempre nos decía “chico” y a continuación nuestro nombre. Así que yo era “chico” Mario y otro era “chico” Juan y otro era “chico” Alberto. En la última clase de quinto año nos fue preguntando a todos, uno por uno, qué íbamos a estudiar. Cuando llegó mi turno le respondí:

-Derecho.

Y ella, como era su costumbre, saltó. Con mucha certeza me dijo:

-¡No! Derecho no es para usted. Usted tiene que estudiar estadística.

No le dije nada. En ese entonces yo estaba convencido de que quería estudiar Derecho. Pero, con el tiempo, me di cuenta que la estadística me encanta. Me gusta mucho analizar y comparar números. En gestión pública, para mejorar necesariamente hay que ver números todo el tiempo. La tana Mirífico vio en mí algo que yo no alcanzaba a ver.

Yo era el presidente del Centro de Estudiantes. Ya tenía una fuerte inclinación por las actividades políticas. Entonces, ella me decía que si me recibía de abogado iba a dedicarme a una actividad que no tenía sensibilidad; que yo estaba yendo a contramano de mis inclinaciones y de mis características de personalidad. Cada vez que veo números, que es muy seguido, me acuerdo de la profesora de Merceología.

En realidad, estudié Derecho más que nada para darle a mi viejo la satisfacción de tener un hijo universitario. Por eso, cuando abandoné lo hice sin pena. Al contrario, casi diría que fue como sacarme un peso de encima porque era hacer algo que no sentía.

Hasta el día de hoy tengo marcadas aquellas palabras de la profesora Mirífico y, también, las de varios de los excelentes docentes que tuve en la Escuela de Comercio.

Comencé el secundario en el Colegio N° 751 de Trelew en el año 1964. En esa época, la Escuela de Comercio funcionaba de prestado en el edifico del Colegio Nacional, así que nosotros éramos los “negritos” que estaba en el patio trasero.

Años después se hizo el edificio para nuestra escuela y durante mi gestión como gobernador tuve la oportunidad de llevar adelante la construcción del gimnasio.

Es la escuela que está justo frente a mi casa. Aclaro: nosotros seguimos diciéndole “mi casa” a la casa de nuestra infancia y de nuestra juventud. La de Playa Unión, en cambio, es “la casa de mi viejo”.

En cuanto al rendimiento académico, de los cinco años de secundario sólo me llevé una materia, Contabilidad de primer año. La rendí en diciembre y la aprobé con nueve. Aun siendo el segundo promedio me eligieron abanderado para que Beatriz Radice, que estaba en primer lugar, no tuviese que cargar la bandera durante los desfiles o en el Te Deum.

De mi escuela recuerdo los excelentes profesores que tuve. Eran un lujo. Mario Abel Amaya, detenido por la dictadura de 1976 y muerto en cautiverio; el doctor Alfredo Rizzo Romano, que hoy es camarista en la ciudad de Buenos Aires; la señora de González Gass, madre de quien fuera hasta 2009 rectora del Colegio Nacional de Buenos Aires. La profesora Triana en Inglés, la profesora Mirífico en Merceología. No sólo eran buenos profesores, también eran buenas personas.

Los años durante los cuales cursé el colegio secundario fueron de mucha inestabilidad política. Como alumnos tuvimos que enfrentar situaciones difíciles porque trataban de prohibirnos todas las actividades en los centros de estudiantes y yo, en 1967, mientras cursaba cuarto año, y en 1968, cuando estaba haciendo el quinto y último, era presidente del Centro de Estudiantes, así que tenía mucha tarea. Éramos muy observados aun cuando la actividad estaba orientada casi por completo a lo deportivo. Sin embargo, también peleábamos por los espacios dentro de la escuela. En ese mismo lapso, además de ocupar la presidencia del Centro, me desempeñaba como capitán de la cuarta división de fútbol del Club Huracán y también como capitán de la segunda división de básquet. Es decir que siempre ejercía alguna forma de liderazgo y era el que llevaba adelante las cuestiones relacionadas con reclamos y reivindicaciones.

Pese a que en una época coincidió que yo era capitán y mi viejo era presidente de la subcomisión de fútbol y tuvimos unas cuantas agarradas por las demandas que yo hacía, él siempre me bancó. Nunca me dijo “no te metás en esto”. Obviamente, cuando empezó a desaparecer gente, estaba preocupado. Pero nunca me apuntó con el dedo para decirme que no hiciese algo. Por el contrario, tanto mi viejo como mi vieja me alentaban para que hiciera lo que yo sentía. Ambos han sido siempre un soporte muy importante para mí y, por eso, trato de trasmitirles a mis hijos ese apoyo que recibí de mis padres, más allá de que algunas veces hago el papel de malo para poner algunos límites.

En general, el ser humano busca hacer lo que le gusta. Y en la vida hay que hacer lo que a uno le gusta. Si, además, uno recibe dinero por eso, tiene que sentirse dichoso. Yo empecé buscando eso: hacer lo que me gusta. Pude hacerlo, en principio, gracias al sacrificio de mucha gente. El acompañamiento de mis viejos, el de Raquel y el de los chicos, que aunque evitan tener protagonismo público por ser los “hijos de”, están permanentemente pendientes de mi actividad.

Mis hijos están cerca de mí y participan cuando tengo que tomar decisiones. Me gusta escucharlos, me sirve escucharlos. Y así como los escucho, también soy exigente con ellos. Para mí es muy importante, y así se los inculqué, que hagan lo que les gusta porque, en última instancia, eso es lo que los va a hacer felices.

María Victoria tiene veinticinco años, es licenciada en Gobierno. Se recibió el año pasado. En su tesis, que creo que va a ser publicada en breve, desarrolló el tema de la influencia de los medios en tres casos: Blumberg, De Ángelis y Cobos. Una tesis linda, concisa y con un abordaje muy interesante.

Mariví siente la política y le gusta todo lo relativo al marketing y la publicidad orientados a la política. A diferencia de muchos chicos que estudian Ciencias Políticas o carreras similares, cuando eligió la licenciatura en Gobierno tenía muy claro lo que le gustaba y, también, qué iba a hacer cuando se recibiese. Y ya está encaminada, lo que para mí es una enorme satisfacción y un no menos enorme orgullo.

Pablo es licenciado en Finanzas Actualmente ocupa el cargo de subsecretario de Gobierno y Relaciones Institucionales de la gobernación. Es una posición a la que le doy mucha importancia porque en la provincia tenemos más de mil doscientas instituciones sociales, políticas, empresariales y sindicales. Y Pablo es quien mantiene el contacto con cada una de ellas. Además, se ocupa de programar mi participación en una cantidad de actividades: charlas, seminarios, foros, encuentros. A sus treinta y dos años, gracias a que es capaz e inquieto, tiene una agenda muy interesante.

María Victoria es una mujer de un carácter muy fuerte. De chica fue campeona argentina de gimnasia acrobática, un deporte extremadamente individualista. De modo que ha viajado en varias oportunidades a competir en lugares tan lejanos como Nueva Zelanda o Rusia. A los catorce o quince años decidió que no quería competir más. Como se dice en el fútbol, colgó los botines y sacó de su habitación todas las medallas que había ganado y que adornaban las paredes. Se encerró en su cuarto y, como no bajaba, subí a verla. Estaba enojada y triste pero había tomado una decisión y jamás tuvo retorno.

Ese mismo carácter fuerte hizo que, durante la adolescencia, Raquel y yo tuviésemos que ser muy firmes en nuestra forma de educarla. Esa firmeza muchas veces provocaba discusiones, algunos pataleos y muchísimos cuestionamientos. Pero si nosotros decíamos que no a algo, ella tenía que aceptarlo aunque no le gustase.

Mariví lo pasó muy mal cuando yo estuve enfermo. Y más allá de que lo pasó mal como hija, con la preocupación y la angustia lógicas de un hijo, ella observaba y leía todas las cosas que pasaban alrededor de mi actividad: los que desaparecían, los que estaban firmes a mi lado, los que se solidarizaban y los que eran indiferentes.

Una vez, el intendente –que después de unos años me pidió disculpas personalmente- dijo en un programa de radio que se emitía a la mañana que dudaba de mi enfermedad. Para colmo, esas declaraciones también fueron levantadas por el diario. Mariví se enojó muchísimo. Y aunque pasaba el tiempo, ella seguí enojada. Siempre me decía:

-Ya me lo voy a cruzar en algún lado.

Por supuesto, yo le explicaba que no tenía sentido continuar con ese malestar y que lo mejor era olvidarse. Que, en todo caso, ya estaba, ya había pasado. Pero ella sabía que en algún momento se iban a cruzar y seguía esperando.

Y un día se lo encontró en el aeropuerto. Ella estaba por viajar a Buenos Aires con Federico, que ahora es su marido, y con Martín Buzzi, que en ese momento era ministro. Estaban los tres charlando en el hall del aeropuerto y Mariví lo vio entrar. Entonces se apartó de Federico y de Martín, se acercó a este hombre. Le tocó la espalda y él se dio vuelta para saludarla:

-Hola, ¿qué tal?

-No me sonrías. ¿Vos sabés quién soy yo?

-Sí, claro. María Victoria das Neves.

-Y vos sos un sinvergüenza.

Así empezó y no paró hasta que le dijo todo lo que tenía guardado hacía tanto tiempo. Lo mató.

El tipo no sabía cómo pedirle disculpas.

Cuando vieron la escena, Federico y Martín se acercaron pero no podían pararla.

Al final, el hombre terminó diciéndole:

-Si querés, mañana salgo a aclarar y a pedir perdón públicamente.

A mí no me gusta que sea así porque no es bueno para ella. Las cosas pasan y hay que dejarlas pasar. No sirve alimentar enojos o resentimientos porque eso nos demanda mucha energía que no podemos aplicar a seguir creciendo, a seguir avanzando.

Pablo, en cambio, parece bravo y es, como suele decirse, más bueno que Lassie.

En nuestros hijos, eso de la madre con el nene y el padre con la nena se dio con total exactitud. Mariví aprovecha cada vez que puede para tener un rato conmigo. En una oportunidad, Raquel estaba en Buenos Aires porque había acompañado a su madre a hacerse unos controles médicos y Federico, el marido de Mariví, se había ido a recorrer las localidades de la cordillera. Entonces, ni lerda ni perezosa, mi hija me llamó:

-Papá, ¿qué vas a hacer?

-Nada, estoy acá viendo el partido de fútbol.

-¿Y a la noche qué vas a hacer?

-Comer, Mariví, ¿qué otra cosa puedo hacer?

- Te iba a invitar a comer afuera pero mejor no. Quiero profundizar mi Edipo.

-Bueno. ¿Qué aconsejás?

-¿No tenés ganas de comer hamburguesas? ¿O huevos fritos que tu esposa no te deja comer?

Porque la única comida que Raquel no soporta ver son los huevos fritos.

-Bueno, dale –le dije.

-Bien, ¡vamos a hacer una chanchada!

Al rato se apareció cargada con las hamburguesas, las papas, los huevos. Comimos y después se quedó a dormir en la residencia. Nos matamos los dos con toda esa comida chatarra.

Sólo por momentos como ése vale la pena la vida. Lo demás es todo cartón pintado.

No niego que a veces he sido muy estricto con mis hijos. Siempre traté de que todas las decisiones que tomábamos con Raquel fuesen aceptadas por la vía de la persuasión. Pero los límites hay que ponerlos y tienen que ser claros, porque ésa es nuestra responsabilidad como padres. No creo que sea bueno imponerse a los golpes y, por suerte, nunca llegué a eso, pero sí hemos tenido discusiones fuertes. Yo prefería que me odiaran todo el día en que no los dejaba ir a algún lado o que no les permitía algo, antes que ceder para evitarles el berrinche.

Raquel ha sido una madre ejemplar porque también ha sostenido sus convicciones a lo largo del tiempo, dándoles tanto a Mariví como a Pablo un ejemplo de constancia y coherencia. Por ejemplo, en el caso del estudio del inglés. Para Raquel era imprescindible y, aunque más de una vez intentaron convencerla de que los dejara abandonar, ella fue inflexible y hoy nuestros hijos se lo agradecen.

Raquel no es sólo una excelente madre, también es una compañera incomparable. Ha sido central, súper central, en mi vida. Estoy convencido de que si ella no hubiese estado conmigo, yo no habría llegado a muchas de las cosas a las que llegué.

Juntos, pero con un rol protagónico por parte de ella, hemos criado y educado a dos hijos de los que estamos orgullosos. De vez en cuando los chicos me dicen:

-No tenés de qué quejarte. Te salimos buenos, ¿no?

Y yo me río porque sí, son buenos, en todo el sentido de la palabra. Me alegra y me hace sentir en paz el saber que los dos hacen lo que les gusta. Eso es un paso enorme en la búsqueda de la felicidad porque no hay un modelo de felicidad estandarizado. Si uno pudiese decir “éste es el modelo”, entonces habría millones de personas trabajando para llegar a eso.#

No hubo ni habrá ninguno como él, por Esteban Gallo / especial para Jornada

Para los comunicadores de mi generación, Das Neves fue una figura extraordinaria.

En lo personal, sostengo con gratitud, me hizo mejor periodista. Y no solo porque ofrecía las mejores entrevistas, las declaraciones más elocuentes o las mejores frases, sino porque me obligaba a ser más agudo, más ingenioso y más incisivo.

Un reportaje con Das Neves siempre era el mejor reportaje. Y si uno elevaba su cuota de creatividad y osadía, ese encuentro podía transformarse en un hecho periodístico de relevancia.

Era fácil abordarlo.

Uno le decía: “¿Hablamos de todos los temas Mario?” y él contestaba: “por supuesto, como siempre”.

Y empezaba un festival de frases estridentes que se transformaban en decenas de títulos que “nos daban de comer” toda la semana.

Creo que el con paso del tiempo, cuando su nombre empiece a convertirse en una leyenda, sabremos valorar apropiadamente la trascendencia de haber transmitido en vivo y en directo las proezas del hombre que marcó una época de la política chubutense.

Me gustaba decirlo sin eufemismos. “Das Neves es el mejor gobernador de la historia de la provincia”. Nunca me perturbó la idea de que alguien cuestionara la objetividad de mi trabajo o me vinculara con algún sector político. Sentía la obligación de decirlo, porque siempre interpreté que la gente sigue a un periodista, no porque coincida con todas sus apreciaciones, sino porque valora la honestidad de decir lo que piensa, aún a riesgo de herir alguna susceptibilidad.

En los últimos años y sobre todo en este último tiempo, cuando el fantasma de la muerte empezó a perseguirlo implacablemente, concurrí a sus recorridas, a sus actos de gobierno, a sus cierres de campaña, con la certidumbre de que estaba asistiendo a su despedida.

Entonces, parado en la vereda del observador que ve venir lo inevitable, capté la verdadera dimensión de su figura.

Pude comprender que los discursos cargados de pasión, su conmovedora relación con la gente, la empatía que afloraba hasta el paroxismo en la efervescencia de una tribuna política, en realidad, empezaba a gestarse en la calle, en el barrio, en las comunidades, que eran el verdadero escenario de su vida.

Das Neves era una persona de carne y hueso, pero para un sector amplio de la sociedad, tenía dotes de superhéroe. Así lo medía el ciudadano de a pie, el vecino común, que brotaba desde el alma de los pueblos y salía a su encuentro en busca de un saludo, un beso o un abrazo.

Hay sentimientos que ni las palabras ni los razonamientos más sesudos pueden descifrar. Vínculos que no se construyen de la noche a la mañana sino a lo largo de un camino de pruebas constantes y sueños compartidos.

Eso es lo que provocó el ex gobernador en las fibras más íntimas de los chubutenses.

La convicción de que se podía contar con un hombre valiente, capaz de defender los intereses de una región, sin claudicaciones, sin tener en cuenta la medida de la entrega ni el poderío de los adversarios, montado en sus sueños de quijote, enarbolando la bandera de su patria, que era la tierra de Chubut.

Hace un año atrás, en la inauguración de la Fiesta del Cordero, cuando el cuerpo ya no le respondía y la enfermedad empezaba a minar su fortaleza, emprendió una caminata interminable, desde la entrada del club Madryn hasta el campo de doma.

En la recorrida, lo acompañaron cientos de vecinos de todos los estratos sociales; ricos y pobres, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Y dejándose llevar por los brazos, las piernas y el corazón de la multitud, pudo cubrir hasta el último paso del trayecto.

Fue el bálsamo de ese cariño colosal, multiplicado en cada rincón de la provincia, el que prolongó su vida, desairando los pronósticos de los especialistas.

La elección del 22 de octubre, quizá haya sido la última prueba de amor de los chubutenses. Con una crisis económica visible y una ola amarilla cubriendo el escenario político del país, Das Neves pulverizó todas las predicciones y se alzó con una victoria memorable.

Aquel mensaje de las urnas, que era la música que alimentaba su espíritu, fue el homenaje póstumo de un pueblo fiel, que eligió acompañarlo hasta el último día.

No era para menos.

Fue el mejor gobernador de Chubut y el dirigente político más importante de nuestra historia.

Lo afirmo con admiración y eterna gratitud… Y con esta tristeza inconmensurable que me provoca su partida.


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