Historias del crimen/ Psicología del matricidio

Por Daniel Schulman, psicólogo forense, especial para Jornada.

18 NOV 2017 - 20:00 | Actualizado

El título tiene pinta de ser el de un artículo científico, aunque en realidad este escrito no tiene nada de científico.

Lo cierto del caso es que la mujer quedó viuda de muy joven y crió sola a su hija, ayudada por varios de sus familiares, claro, pero la pequeña niña tenía edad para registrar lo que estaba ocurriendo, y si bien no lograba una comprensión global del asunto, algo de eso se fue colando lenta e insidiosamente en su psiquis, de manera conflictiva y problemática, generando los primeros chisporrotazos con su mamá cuando todavía no alcanzaba los seis años.

La mujer siempre había laburado así que el hecho de haber enviudado no modificó esos hábitos ni su situación económica. Pero sí tenía menos tiempo para pasar con su hija. Ambas se levantaban a la mañana temprano, desayunaban, se contaban qué harían en el día, jugaban un rato y luego de que la niña fuera dejada en la escuela, volvían a verse al mediodía, para almorzar muy rápidamente, para volver a encontrarse por la tarde, momento del día en que la madre la ayudaba con la tarea, compartían actividades, veían televisión, o cualquier otra cosa por el estilo.

Así, igualmente, parecía que iba todo bien pero la niña, como dije antes, tenía desencuentros afectivos con su mamá. No todos los días eran color de rosas: a veces la niña no quería contarle qué había hecho durante el día, otras veces se encerraba en su habitación y no le pasaba bola, o bien le recriminaba que se sentía atosigada por la invasión de preguntas acerca de cómo estaba o sentía.

Por aquellos años, la pubertad de la joven, se fue instalando un latiguillo en ella que marcaría todo el devenir de su vida y la relación con su madre: “No me dejas vivir”. Y lo decía sin tilde en la letra “a”, porque era tonada mejicana, porque todo esto pasó por el suelo azteca.

La niña progresivamente se iba convirtiendo en una persona retraída, contestataria, impulsiva a veces, que cuando contestaba a su madre lo hacía con muy mal humor, monosílabos, de manera muy grosera, siempre terminando sus cortos enunciados con la frase que les comenté antes. A veces a la frase le agregaba “mamá” al final. Otras veces la repetía entre tres y cuatro veces, para enfatizar esa ideación que se iba apoderando de ella, mientras el tono de voz aumentaba significativamente desde la primera enunciación hasta la última.

Hubo un episodio que conmovió a la piba y generó un cambio sustancial en su actitud. Cierto día, un fin de semana, se levantó de la cama bastante somnolienta y fue para el baño. Mientras meaba le llamó la atención un sonido que se acercaba desde la cocina de la casa. Parecía una especie de quejido de algún animalito herido o algo por el estilo. Lo que tenía claro la flaca era que quien emitiera ese sonido no la estaba pasando bien.

Y claro que estaba en lo cierto. En la cocina vio cómo la madre derramaba lágrimas casi de manera silenciosa, quien al ver a su hija en el marco de la puerta volteó la cara y se secó las lágrimas con pañuelos descartables, que dicho sea de paso, se amontonaban varios usados en una pila sobre la mesa.

La flaca entendió la causa de esas lágrimas, se acercó enternecida hacia la mamá. Casi no hablaron pero las miradas lo dijeron todo: la madre se sentía frustrada. Sentía que no era una buena madre y que le generaba malestar a la hija. Cuando se abrazaron volvió a llorar, pero por otra causa y con otra finalidad. Por fin sentía que podía hacer las cosas bien, que aún quedaba un ápice de esperanza para recomponer las cosas. “Vamos a estar bien”, le dijo la joven, cosa que calmó sobremanera a la adulta.

Fue poco el tiempo que pasó desde esa conversación de miradas y llantos hasta que la joven empezó la universidad. La vocación la definió basada un poco en sus gustos y preferencias y un poco en sus mambos y conflictos personales. “Si estudio psicología se me van a aclarar muchas cosas”, le dijo a una amiga un día al pasar.

Pero lejos de que se aclarara el panorama, este se puso más fulero y gris, tirando a oscuro. El estudio de la ciencia le aportó elementos para poder “interpretar” sus conflictos en lugar de descomprimirlos. Por supuesto que esa interpretación estaba basada también un poco en sus ideaciones cuasi delirantes, y su humor volvió a empañarse sobremanera, volviéndose más agresiva con la madre, aunque utilizando términos científicos cuando discutían. Ya el latiguillo “no me dejas vivir” había sido reemplazado por “tu conducta limita mi comportamiento”, bien de corte fenomenológico, como así también estaba “tu deseo hace estragos en mi subjetividad”, un tanto psicodinámica.

Y la joven, una vez recibida, con muy poco tiempo de recibida, comenzó a pergeñar lo que sería su liberación y salvación: matar a su madre.

Un buen día, como cualquier otro, le convidó un café que estaba pasado en somníferos, haciendo que la mujer rápidamente se desvaneciera. Una vez reducida, la intentó asfixiar con una almohada pero no pudo. Así que tomó un cuchillo y la apuñaló varias veces.

Un vecino vio cómo la joven salía muy tranquila de la casa con toda la ropa ensangrentada. Se acercó a una ventana de la casa y vio a la mujer más ensangrentada todavía.

La policía la detuvo rápidamente. En el juicio fue declarada inimputable.

Actualmente se aloja en una institución de salud mental. Repite varias veces al día que las paredes del hospicio limitan su vida.

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18 NOV 2017 - 20:00

El título tiene pinta de ser el de un artículo científico, aunque en realidad este escrito no tiene nada de científico.

Lo cierto del caso es que la mujer quedó viuda de muy joven y crió sola a su hija, ayudada por varios de sus familiares, claro, pero la pequeña niña tenía edad para registrar lo que estaba ocurriendo, y si bien no lograba una comprensión global del asunto, algo de eso se fue colando lenta e insidiosamente en su psiquis, de manera conflictiva y problemática, generando los primeros chisporrotazos con su mamá cuando todavía no alcanzaba los seis años.

La mujer siempre había laburado así que el hecho de haber enviudado no modificó esos hábitos ni su situación económica. Pero sí tenía menos tiempo para pasar con su hija. Ambas se levantaban a la mañana temprano, desayunaban, se contaban qué harían en el día, jugaban un rato y luego de que la niña fuera dejada en la escuela, volvían a verse al mediodía, para almorzar muy rápidamente, para volver a encontrarse por la tarde, momento del día en que la madre la ayudaba con la tarea, compartían actividades, veían televisión, o cualquier otra cosa por el estilo.

Así, igualmente, parecía que iba todo bien pero la niña, como dije antes, tenía desencuentros afectivos con su mamá. No todos los días eran color de rosas: a veces la niña no quería contarle qué había hecho durante el día, otras veces se encerraba en su habitación y no le pasaba bola, o bien le recriminaba que se sentía atosigada por la invasión de preguntas acerca de cómo estaba o sentía.

Por aquellos años, la pubertad de la joven, se fue instalando un latiguillo en ella que marcaría todo el devenir de su vida y la relación con su madre: “No me dejas vivir”. Y lo decía sin tilde en la letra “a”, porque era tonada mejicana, porque todo esto pasó por el suelo azteca.

La niña progresivamente se iba convirtiendo en una persona retraída, contestataria, impulsiva a veces, que cuando contestaba a su madre lo hacía con muy mal humor, monosílabos, de manera muy grosera, siempre terminando sus cortos enunciados con la frase que les comenté antes. A veces a la frase le agregaba “mamá” al final. Otras veces la repetía entre tres y cuatro veces, para enfatizar esa ideación que se iba apoderando de ella, mientras el tono de voz aumentaba significativamente desde la primera enunciación hasta la última.

Hubo un episodio que conmovió a la piba y generó un cambio sustancial en su actitud. Cierto día, un fin de semana, se levantó de la cama bastante somnolienta y fue para el baño. Mientras meaba le llamó la atención un sonido que se acercaba desde la cocina de la casa. Parecía una especie de quejido de algún animalito herido o algo por el estilo. Lo que tenía claro la flaca era que quien emitiera ese sonido no la estaba pasando bien.

Y claro que estaba en lo cierto. En la cocina vio cómo la madre derramaba lágrimas casi de manera silenciosa, quien al ver a su hija en el marco de la puerta volteó la cara y se secó las lágrimas con pañuelos descartables, que dicho sea de paso, se amontonaban varios usados en una pila sobre la mesa.

La flaca entendió la causa de esas lágrimas, se acercó enternecida hacia la mamá. Casi no hablaron pero las miradas lo dijeron todo: la madre se sentía frustrada. Sentía que no era una buena madre y que le generaba malestar a la hija. Cuando se abrazaron volvió a llorar, pero por otra causa y con otra finalidad. Por fin sentía que podía hacer las cosas bien, que aún quedaba un ápice de esperanza para recomponer las cosas. “Vamos a estar bien”, le dijo la joven, cosa que calmó sobremanera a la adulta.

Fue poco el tiempo que pasó desde esa conversación de miradas y llantos hasta que la joven empezó la universidad. La vocación la definió basada un poco en sus gustos y preferencias y un poco en sus mambos y conflictos personales. “Si estudio psicología se me van a aclarar muchas cosas”, le dijo a una amiga un día al pasar.

Pero lejos de que se aclarara el panorama, este se puso más fulero y gris, tirando a oscuro. El estudio de la ciencia le aportó elementos para poder “interpretar” sus conflictos en lugar de descomprimirlos. Por supuesto que esa interpretación estaba basada también un poco en sus ideaciones cuasi delirantes, y su humor volvió a empañarse sobremanera, volviéndose más agresiva con la madre, aunque utilizando términos científicos cuando discutían. Ya el latiguillo “no me dejas vivir” había sido reemplazado por “tu conducta limita mi comportamiento”, bien de corte fenomenológico, como así también estaba “tu deseo hace estragos en mi subjetividad”, un tanto psicodinámica.

Y la joven, una vez recibida, con muy poco tiempo de recibida, comenzó a pergeñar lo que sería su liberación y salvación: matar a su madre.

Un buen día, como cualquier otro, le convidó un café que estaba pasado en somníferos, haciendo que la mujer rápidamente se desvaneciera. Una vez reducida, la intentó asfixiar con una almohada pero no pudo. Así que tomó un cuchillo y la apuñaló varias veces.

Un vecino vio cómo la joven salía muy tranquila de la casa con toda la ropa ensangrentada. Se acercó a una ventana de la casa y vio a la mujer más ensangrentada todavía.

La policía la detuvo rápidamente. En el juicio fue declarada inimputable.

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