Historias del crimen / Madrugada en Dolavon

02 DIC 2017 - 20:42 | Actualizado

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

Hay historias más visibles que otras. Esas historias visibles se encuentran en el discurso popular. Las contamos y las repetimos con mucha frecuencia, con leves variaciones de acuerdo a quien las relate. Pero esas historias están al alcance de la mano. Ya sea por el impacto que generaron al momento de ocurridas, o bien por la cercanía con nuestros tiempos, esas historias brotan desde el “boca en boca”, y alguna que otra referencia hemos tenido sobre ellas.
Y después están las otras historias: las ocultas, de esas que hay que escarbar bien en el enmarañado social para poder encontrar una punta aunque sea. Una punta que nos permite ir encontrando los desperdigados pedazos en las diversas voces que no tienen relación entre sí, y que es uno mismo quien debe ir haciendo la cadena de relaciones. Primero una voz, luego otra, y más tarde otra… Y así, la historia cobra vida nuevamente.
Así pasó varias veces y la actual no es la excepción. Vino casi de rebote, sin buscarla, y ese primer contacto activó la maquinaria de búsqueda.
Todo ocurrió en el pintoresco y acogedor pueblo de Dolavon, famoso en nuestro querido Valle por muchas de las cosas que ofrece. Esas calles anchas con ese aroma a frescura de bosque, las viejas norias adornando los canales, la tranquilidad y silencio que reinan en ese cielo abierto, suelen verse interrumpidos por la irrupción de algunas conductas violentas. Con muy poca frecuencia, claro. Pero lamentablemente es algo que puede ocurrir, y de hecho ocurrió.
El comienzo de todo se originó en el bar del pueblo, durante la noche. Los parroquianos que se contaban eran los mismos de siempre. Entre tragos e historias le sacaban punta al taco mientras jugaban al pool o bien afilaban mentiras piadosas con un objetivo claro en las mesas de truco. La moneda de cambio era la ronda. La ronda de tragos y el honor, claro. Porque pagar la ronda no dolía tanto como perder en alguna de esas habilidades. Era casi como un acuerdo tácito que el perdedor (o los perdedores) se tuvieran que bancar las cargadas hasta el siguiente encuentro. Una vez que la partida volvía a cero, se hacía borrón y cuenta nueva. Pero quien perdiera no podía mostrar ni atisbo de calentura, porque eso era parte del juego y del ritual.
Aunque a veces, de acuerdo al día o semana que cada cual arrastrara al tugurio, la cosa podía variar.
Para que haya quilombo se tienen que dar a veces muchos factores y a veces pocos. En este caso fueron pocos: uno de mecha corta que se calentara fácil, y otro que reaccionara fulero a la calentura de la contraparte.
Y así fue la cosa. Durante el truco la mano venía peleada, con 14 buenas a 13 del mismo palo. Cuando los cuatro levantaron las cartas a uno se le encendieron los ojos al ver al ancho de bastos entre los dibujos, y uno de sus contrincantes no fue menos cuando la espada en su funda cantó presente en sus manos. Fue tanta la excitación entre los cuatro que el envido pasó al olvido, y fueron derecho al truco, “quierorretruco”, y “quierovalecuatro”. Casi en una fracción de segundo ya estaban jugando por los cuatro puntos. Las miradas se trenzaban en un intento de adivinar lo que tendría el otro y hasta las manos temblaban cuando el dorso de la carta tocaba la mesa.
Primero uno, luego otro, y más tarde otro. Así armando la serie. Así armando la mano. Los curiosos se acercaron y miraban parados, callados, ansiosos por saber quién se levantaría ganador de la riña.
La primera quedó en la mano. La segunda, no le pelearon tanto y quedó del otro lado. La tercera, la que definía todo, tuvo que esperar hasta los últimos dos jugadores. El primero que tenía que mostrar tenía el de basto, y lo apoyó con fuerza contra la mesa, levantando las manos en un gesto de triunfo. El que venía luego, con la sonrisa de oreja a oreja, con uno de los vértices del naipe lo dio vuelta, y arrojó la espada en la mesa, ahí en el centro, para que todos pudieran verlo. Un grito le atravesó la garganta y se abrazó con su compañero, mientras sentía una mano que le tocaba el hombro. Cuando se dio vuelta sintió un puño cerrado que le sacaba un diente de un tremendo golpe, y lo que vino después de eso fue todo quilombo.
Todos tenían motivos viejos para pelearse con todos. La realidad era esa y la ocasión era propicia. El final de la  trifulca hizo que muchos se putearan de arriba abajo, aunque muchos sabían que a la siguiente todo estaría bien.
El que tiró la espada volvió a la casa de madrugada, con un hilo de sangre en la boca y otro en la ceja. Seguramente lo único que quería en ese momento era llegar a casa y descansar un rato. Tenía un hijo de cuatro y una bebé de pocos meses, así que ya se imaginaba cómo jugaría con ellos al día siguiente.
Pero vaya a saber quién fue el que truncó no solo ese deseo, sino también el de los niños y su esposa. Mientras tanteaba para abrir la puerta notó que algo entraba por su espalda, una fracción de segundo luego de escuchar una explosión. Como pudo se dio vuelta y sintió otro plomo que entraba, para dejar salir la vida para siempre.
Eran cuatro o cinco los sospechosos pero nada alcanzó para encontrar al o los culpables.
Ahí quedó trunco el camino del fulano y de varios de sus familiares, que nunca pudieron conocerlo. Como el que me contó la punta de esta historia.#

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02 DIC 2017 - 20:42

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

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Y después están las otras historias: las ocultas, de esas que hay que escarbar bien en el enmarañado social para poder encontrar una punta aunque sea. Una punta que nos permite ir encontrando los desperdigados pedazos en las diversas voces que no tienen relación entre sí, y que es uno mismo quien debe ir haciendo la cadena de relaciones. Primero una voz, luego otra, y más tarde otra… Y así, la historia cobra vida nuevamente.
Así pasó varias veces y la actual no es la excepción. Vino casi de rebote, sin buscarla, y ese primer contacto activó la maquinaria de búsqueda.
Todo ocurrió en el pintoresco y acogedor pueblo de Dolavon, famoso en nuestro querido Valle por muchas de las cosas que ofrece. Esas calles anchas con ese aroma a frescura de bosque, las viejas norias adornando los canales, la tranquilidad y silencio que reinan en ese cielo abierto, suelen verse interrumpidos por la irrupción de algunas conductas violentas. Con muy poca frecuencia, claro. Pero lamentablemente es algo que puede ocurrir, y de hecho ocurrió.
El comienzo de todo se originó en el bar del pueblo, durante la noche. Los parroquianos que se contaban eran los mismos de siempre. Entre tragos e historias le sacaban punta al taco mientras jugaban al pool o bien afilaban mentiras piadosas con un objetivo claro en las mesas de truco. La moneda de cambio era la ronda. La ronda de tragos y el honor, claro. Porque pagar la ronda no dolía tanto como perder en alguna de esas habilidades. Era casi como un acuerdo tácito que el perdedor (o los perdedores) se tuvieran que bancar las cargadas hasta el siguiente encuentro. Una vez que la partida volvía a cero, se hacía borrón y cuenta nueva. Pero quien perdiera no podía mostrar ni atisbo de calentura, porque eso era parte del juego y del ritual.
Aunque a veces, de acuerdo al día o semana que cada cual arrastrara al tugurio, la cosa podía variar.
Para que haya quilombo se tienen que dar a veces muchos factores y a veces pocos. En este caso fueron pocos: uno de mecha corta que se calentara fácil, y otro que reaccionara fulero a la calentura de la contraparte.
Y así fue la cosa. Durante el truco la mano venía peleada, con 14 buenas a 13 del mismo palo. Cuando los cuatro levantaron las cartas a uno se le encendieron los ojos al ver al ancho de bastos entre los dibujos, y uno de sus contrincantes no fue menos cuando la espada en su funda cantó presente en sus manos. Fue tanta la excitación entre los cuatro que el envido pasó al olvido, y fueron derecho al truco, “quierorretruco”, y “quierovalecuatro”. Casi en una fracción de segundo ya estaban jugando por los cuatro puntos. Las miradas se trenzaban en un intento de adivinar lo que tendría el otro y hasta las manos temblaban cuando el dorso de la carta tocaba la mesa.
Primero uno, luego otro, y más tarde otro. Así armando la serie. Así armando la mano. Los curiosos se acercaron y miraban parados, callados, ansiosos por saber quién se levantaría ganador de la riña.
La primera quedó en la mano. La segunda, no le pelearon tanto y quedó del otro lado. La tercera, la que definía todo, tuvo que esperar hasta los últimos dos jugadores. El primero que tenía que mostrar tenía el de basto, y lo apoyó con fuerza contra la mesa, levantando las manos en un gesto de triunfo. El que venía luego, con la sonrisa de oreja a oreja, con uno de los vértices del naipe lo dio vuelta, y arrojó la espada en la mesa, ahí en el centro, para que todos pudieran verlo. Un grito le atravesó la garganta y se abrazó con su compañero, mientras sentía una mano que le tocaba el hombro. Cuando se dio vuelta sintió un puño cerrado que le sacaba un diente de un tremendo golpe, y lo que vino después de eso fue todo quilombo.
Todos tenían motivos viejos para pelearse con todos. La realidad era esa y la ocasión era propicia. El final de la  trifulca hizo que muchos se putearan de arriba abajo, aunque muchos sabían que a la siguiente todo estaría bien.
El que tiró la espada volvió a la casa de madrugada, con un hilo de sangre en la boca y otro en la ceja. Seguramente lo único que quería en ese momento era llegar a casa y descansar un rato. Tenía un hijo de cuatro y una bebé de pocos meses, así que ya se imaginaba cómo jugaría con ellos al día siguiente.
Pero vaya a saber quién fue el que truncó no solo ese deseo, sino también el de los niños y su esposa. Mientras tanteaba para abrir la puerta notó que algo entraba por su espalda, una fracción de segundo luego de escuchar una explosión. Como pudo se dio vuelta y sintió otro plomo que entraba, para dejar salir la vida para siempre.
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