Historias del crimen/ Taxista de Luis

09 DIC 2017 - 21:03 | Actualizado

Por  Daniel Schulman  /  Psicólogo forense / Especial para Jornada

El taxi está igual que ese día, guardado en un amplio patio de una casa ubicada en una calle semi-céntrica de Trelew. Los curiosos pueden ver el culo del mismo desde la vereda, pero lo único que les llama la atención es su estado calamitoso, denotando el paso de tiempo en todo su exterior e interior. No ha dejado de juntar tierra, bichos, plantas que crecieron en derredor, óxido, y cuanta otra cosa negativa se atreva a sumarse al popurrí.
Aún se pueden ver los vestigios de las fajas de secuestro en todas sus puertas y baúl, dando la impresión que luego de aquella vez el vehículo se convirtió en un objeto ajeno al tiempo, caprichoso en mantenerse idéntico, esquivo a la acción humana.
El ser humano a veces se aferra a ciertos objetos mundanos y terrenales para recordar épocas pasadas o personas específicas. Así ha pasado siempre con las fotografías. Son casi como una ayuda a la memoria, un empujón que se necesita para recuperar más vívidamente el recuerdo.
Pero esos recuerdos no necesariamente tienen que ser gratos y agradables. También los hay de la antípoda emocional, más en estos casos el objeto no perdura para avivar el recuerdo, sino por la imposibilidad del deudo de hacer algo con eso. No es tanto para recordar, sino para no dejar de hacerlo.        
Así le pasa al viejo taxi. Debe estar debiendo unos cuantos miles de patente y ponerlo a punto para circular saldría otros tantos miles más, y sin embargo el mismo nunca fue dado de baja. La deuda que le pesa vale más que todo el metal, cables, y plástico. Pero emocionalmente el auto vale más que todo eso.
Lo más traumático de todo, dicen los más cercanos, fue la sorpresa. Una sorpresa que irrumpió una noche en forma de llamada telefónica, avisando que tenían que ir a un lugar al que nunca habían ido, a cumplir con un trámite que nunca habían hecho, a hablar con gente que nunca habían visto.
Todo empezó esa tarde en ese taxi ajeno al tiempo. El fulano se había tomado unos mates con su mujer después de una siesta de la que se levantó más pelotudo y acalorado de cómo se había acostado. Se había tocado el dorso del cuello y sintió la piel pegajosa y húmeda, motivo por el que se dio una ducha rápida. Con el pantalón, en patas, y la camisa desabrochada se sentó a la mesa mientras los mates ya empezaban a ir de mano en mano.
“Yo tengo que pasar por el negocio, viejo. ¿Me llevás antes de empezar tu recorrido?”, le preguntó la mujer. “Sí, te llevo. No te preocupes. Hoy si la mano viene bien, llego un rato antes. Ando cansado. Hace mucho calor”, contestó entre pitadas a un Particulares, cuya ceniza se resistía a caer.
La mateada no difirió de todas las antecesoras. Y durante las cuadras que compartieron a bordo del taxi hablaron de las mismas cosas que hablaban siempre. La despedida fue un beso y alguna frase afectuosa. Y desde ahí se supo que fue hasta la parada que venía compartiendo con otros tantos durante unos cuantos años.  Ahí también entre puchos, algún partido de truco, mates, la lectura del diario del día, el calor del día iba cediendo lentamente, a medida que el sol se iba escondiendo.
La mano para nuestro fulano venía bastante bien. No era algo exorbitante pero tampoco desdeñable. Mientras volvía hacia la parada vio que no había ninguno de sus compañeros y se estacionó en el primer lugar. Al toque de llegado otro puso su auto atrás. “Tuve que parar un rato porque hacía ruido y encontré que venía arrastrando un rama. Ni cuenta me había dado”, le dijo el compañero mientras le arrimaba fuego para el pucho que ya asomaba desde el costado de los labios.
Ese debe haber sido su último cigarrillo. Lo apagó al ver a una pareja con un bebé que tanteaban la puerta para subirse. El compañero, más tarde, recordaría que la calle que había dicho la pareja: “Sarmiento Norte”. Luego no hubo nada más.
A nadie le llamó la atención que el taxista no volviera a la parada luego de ese último viaje. Todos pensaron que de dejar a los pasajeros se habría vuelto a la casa. Y la mujer, antes de que sonara el teléfono, pensaba que su marido aún estaba por regresar. Cada uno pensaba lo que pensaba con los elementos que tenía a mano. Y una fatalidad era algo casi impensable por aquellos años. Trelew todavía era una ciudad afable y tranquila, con alma de pueblo.
El taxi fue encontrado por un flaco que pasaba en bicicleta, al costado de un baldío, en lo que por aquel entonces era las afueras de la ciudad, muy lejos de la calle que había oído el otro taxista. Lo que le llamó la atención fue la mancha de sangre que había en el parabrisas, constatando que la mancha estaba desde adentro, una vez que se acercó lo suficiente. Ahí nomás llamó a la policía y la policía llamó a la mujer.
Al taxista le habían robado una billetera con toda la recaudación del día. A pesar de todo, nunca se supo quién o quiénes fueron los hijos de puta que lo mataron.
El auto, después de los peritajes, quedó tal cual. Nunca más volvió a servir como transporte ni nada por el estilo. El ojo atento aún lo puede ver, clavado en ese patio, donde supo descansar después de una jornada de laburo, cargada de horas lerdas y no tanto. Horas que, para ese auto, no volvieron a pasar más.#

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Por  Daniel Schulman  /  Psicólogo forense / Especial para Jornada

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Aún se pueden ver los vestigios de las fajas de secuestro en todas sus puertas y baúl, dando la impresión que luego de aquella vez el vehículo se convirtió en un objeto ajeno al tiempo, caprichoso en mantenerse idéntico, esquivo a la acción humana.
El ser humano a veces se aferra a ciertos objetos mundanos y terrenales para recordar épocas pasadas o personas específicas. Así ha pasado siempre con las fotografías. Son casi como una ayuda a la memoria, un empujón que se necesita para recuperar más vívidamente el recuerdo.
Pero esos recuerdos no necesariamente tienen que ser gratos y agradables. También los hay de la antípoda emocional, más en estos casos el objeto no perdura para avivar el recuerdo, sino por la imposibilidad del deudo de hacer algo con eso. No es tanto para recordar, sino para no dejar de hacerlo.        
Así le pasa al viejo taxi. Debe estar debiendo unos cuantos miles de patente y ponerlo a punto para circular saldría otros tantos miles más, y sin embargo el mismo nunca fue dado de baja. La deuda que le pesa vale más que todo el metal, cables, y plástico. Pero emocionalmente el auto vale más que todo eso.
Lo más traumático de todo, dicen los más cercanos, fue la sorpresa. Una sorpresa que irrumpió una noche en forma de llamada telefónica, avisando que tenían que ir a un lugar al que nunca habían ido, a cumplir con un trámite que nunca habían hecho, a hablar con gente que nunca habían visto.
Todo empezó esa tarde en ese taxi ajeno al tiempo. El fulano se había tomado unos mates con su mujer después de una siesta de la que se levantó más pelotudo y acalorado de cómo se había acostado. Se había tocado el dorso del cuello y sintió la piel pegajosa y húmeda, motivo por el que se dio una ducha rápida. Con el pantalón, en patas, y la camisa desabrochada se sentó a la mesa mientras los mates ya empezaban a ir de mano en mano.
“Yo tengo que pasar por el negocio, viejo. ¿Me llevás antes de empezar tu recorrido?”, le preguntó la mujer. “Sí, te llevo. No te preocupes. Hoy si la mano viene bien, llego un rato antes. Ando cansado. Hace mucho calor”, contestó entre pitadas a un Particulares, cuya ceniza se resistía a caer.
La mateada no difirió de todas las antecesoras. Y durante las cuadras que compartieron a bordo del taxi hablaron de las mismas cosas que hablaban siempre. La despedida fue un beso y alguna frase afectuosa. Y desde ahí se supo que fue hasta la parada que venía compartiendo con otros tantos durante unos cuantos años.  Ahí también entre puchos, algún partido de truco, mates, la lectura del diario del día, el calor del día iba cediendo lentamente, a medida que el sol se iba escondiendo.
La mano para nuestro fulano venía bastante bien. No era algo exorbitante pero tampoco desdeñable. Mientras volvía hacia la parada vio que no había ninguno de sus compañeros y se estacionó en el primer lugar. Al toque de llegado otro puso su auto atrás. “Tuve que parar un rato porque hacía ruido y encontré que venía arrastrando un rama. Ni cuenta me había dado”, le dijo el compañero mientras le arrimaba fuego para el pucho que ya asomaba desde el costado de los labios.
Ese debe haber sido su último cigarrillo. Lo apagó al ver a una pareja con un bebé que tanteaban la puerta para subirse. El compañero, más tarde, recordaría que la calle que había dicho la pareja: “Sarmiento Norte”. Luego no hubo nada más.
A nadie le llamó la atención que el taxista no volviera a la parada luego de ese último viaje. Todos pensaron que de dejar a los pasajeros se habría vuelto a la casa. Y la mujer, antes de que sonara el teléfono, pensaba que su marido aún estaba por regresar. Cada uno pensaba lo que pensaba con los elementos que tenía a mano. Y una fatalidad era algo casi impensable por aquellos años. Trelew todavía era una ciudad afable y tranquila, con alma de pueblo.
El taxi fue encontrado por un flaco que pasaba en bicicleta, al costado de un baldío, en lo que por aquel entonces era las afueras de la ciudad, muy lejos de la calle que había oído el otro taxista. Lo que le llamó la atención fue la mancha de sangre que había en el parabrisas, constatando que la mancha estaba desde adentro, una vez que se acercó lo suficiente. Ahí nomás llamó a la policía y la policía llamó a la mujer.
Al taxista le habían robado una billetera con toda la recaudación del día. A pesar de todo, nunca se supo quién o quiénes fueron los hijos de puta que lo mataron.
El auto, después de los peritajes, quedó tal cual. Nunca más volvió a servir como transporte ni nada por el estilo. El ojo atento aún lo puede ver, clavado en ese patio, donde supo descansar después de una jornada de laburo, cargada de horas lerdas y no tanto. Horas que, para ese auto, no volvieron a pasar más.#


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