Textos

Historias Mínimas.

24 MAR 2018 - 21:08 | Actualizado

Por Luis Jones

Los Moradores Desconocidos


Mis incontables giras por el mundo para presentar trabajos me han llevado a ocupar variados hoteles, pero siempre en habitaciones impersonales condicionadas a la practicidad de las estadas breves.
Por medio de una agencia alquilé un departamento acorde a dicho tiempo.
         Uno cree que arriba cuando el avión aterriza, pero ya he comprobado que, con el cansancio sumado al aturdimiento de los cambios horarios, existen otras llegadas; una a la ciudad de destino, otra al sitio donde vivirá.
No conocía la capital de EE.UU., pero la prioridad era ahora ubicarme en el lugar que habitaría.
Cuando el taxi me transportaba hacia allí pensaba que de pronto uno se halla habitando un país extraño, en una casa de alguien que no ha visto ni posiblemente llegará a conocer. Ambas cosas parecen contraponer lo querido y familiar a lo impredecible y desconocido.
Me entregaron la llave en la portería del edificio y trasladándome al piso correspondiente, avancé por el largo pasillo con puertas idénticas a cada lado. Detrás de algunas de ellas se escuchaba música, el informativo de un canal de televisión y  también  algún olor intenso indefinible entre comida y un sahumerio. Todo el mundo reflejado en idiomas, olores, costumbres, en fin, vidas de las que sólo podía atisbar una    pequeña porción.
Casi al final vi la letra del departamento que se me había asignado y al tomar la llave sentí que en mis manos estaba la clave del ingreso a un mundo construido y habitado anteriormente por otros que ahora me recibiría como huésped. Como si en mi vida este sería el lugar que por un tiempo inmensurable me estuvo aguardando.
En el centro de la mesa había una nota de la propietaria, esbozando con cortesía las reglas de estilo en el ámbito doméstico y urbano; desde como separar la basura según sus características, pasando por el cuidado de las alfombras, y dando especial énfasis a los fumadores para que su hábito se limite a las escasas dimensiones del balcón.
Luego de una superficial recorrida al departamento, su mobiliario y elementos de uso, me senté en el sillón del estar y pensé que desde ese momento, día a día, mi vida iba de alguna forma a suceder el molde de las de otros que ocuparon este sitio. Como esos animales que se apropian del nido abandonado por otro. Cocinaré con cacharros ajenos y comeré con cubiertos que no me pertenecen. Llenaré la heladera con las cosas que me gustan y los placares con la ropa que he traído. Y también en una parte del gran sofá, quizá el mismo que otros prefirieron, he de sentarme a ver televisión o leer.
El sol se tamizaba por uno de los postigos calados y en ese ambiente de luz fragmentada  fui recorriendo con mi vista las fotos de personas desconocidas en las paredes.          
Imaginé porciones de sus vidas, conjeturé historias y en algunas, similitudes con  conocidos. Concluí que en sonrisas, ropajes, miradas, había otras existencias que ahora miraría  frecuentemente y que  en algunos casos reflejaban como espejos la mía propia.                Sucesos cotidianos y memorables fijados para siempre más allá de sus protagonistas; como una fiesta de cumpleaños, un paseo, padres e hijos, un joven con sombrero de paja del que brotaban algunos pelos rubios y también una cabaña, albergue seguramente, de unas vacaciones en familia.
Por un instante sentí la sensación que se hubiera detenido el reloj de los sueños. Tuve entonces la certeza de que cuando me fuera otras personas constituirían mi nueva familia imaginaria en una nación extranjera.  Sin embargo el sólo uso de una taza o cambiar de lugar la pequeña vasija de barro en el estante, alteraría el juego de relaciones del departamento, desde el momento de mi llegada y hasta que otro me reemplazara. Así el grupo se iría ampliando con nuevos integrantes desconocidos  entre sí sólo vinculados por el lugar que los albergaba.
En esta forma de alquimia sentí un gozo nuevo porque mi presencia dejaría alguna huella que aseguraba mi integración  a esa fantasmagórica familia. Sin embargo, aún me aguardaba una sorpresa,
Algunos días antes de retornar a la Argentina habiéndose terminado el café, resolví reemplazarlo por té.
Sobre uno de los muebles de la cocina, cercano al microondas, había una antigua lata de Twinnings. Al abrirla me sorprendió que en lugar del contenido previsto hubiera algunos pequeños papeles escritos.
Uno a uno los fui alisando y leyendo “Te haré entender, y te enseñaré el camino que debes andar” Salmo 32, decía el primero. Otro “Jeannette, ninguna podrá  hacer que te olvide. Eric”. Uno como expresión patriótica ante un antiguo litigio  “Ingleses, dejen de insistir con Gibraltar, es nuestro. Paco”. También un aforismo: “El sentido es el menos común de los sentidos”.
Mientras retornaba a la lata los escritos supuse haber descubierto una forma de buzón  con mensajes a destinatarios sin dirección, pero que como rayos habían cruzado la existencia de los ocasionales ocupantes del departamento.
No pude substraer este hallazgo a mi idea de la familia que formábamos los que estuvimos bajo el mismo techo, agregando ahora  otros que también sin saberlo habían sido sus moradores.
En los días que precedieron a mi partida estuve reflexionando acerca de cual escrito dejaría.
Volvería a un país con enormes dificultades. Cual  sería dentro de ese panorama  mi necesidad más acuciante por el anhelo que prevalecía.
No pude menos que reflexionar que había  algunos cuya situación era mucho más difícil que la mía. Un amigo, un querido amigo, sin ir más lejos. Si, lo de él era muy importante. Se exponían el amor y la fidelidad de muchos años. Sin dudarlo corté una tira de papel y escribí: “Señor ayuda a que Deportivo Español no vaya al descenso; sería muy triste para Manolo”.
Dos días después al cerrar la puerta por última vez, mis pensamientos volvieron  a los escritos de la lata.
Sentí que había hecho lo mejor. Después de todo el pedido no era ambicioso, y mediando un  amor auténtico, confiaba que sería atendido.

A la misma hora

Quizás nunca miré hacia allí, por lo que podría haber estado antes, pero hoy al atardecer en mi paso obligado volviendo a casa reparé en él. En la vereda de enfrente, sentado en el alfeizar de la amplia vidriera de la frutería, apoyaba una mano a cada costado de su cuerpo, como dos soportes que lo aseguraban. Su porte aparentaba delgado pero imposible  saberlo por la posición en que estaba. Vestía un pantalón negro y  una camisa gris mangas largas. Ya atardecía, de manera que costaba ser preciso en su descripción, pero alcancé a divisar el fueguito de un cigarrillo en la mano derecha. Su actitud era imprecisa, como el que espera a alguien, a ninguno o sólo hace tiempo.
Al otro día cuando pasé enfrente vi que se erguía, y a unos metros de diferencia parecía seguirme por la vereda opuesta. A la segunda cuadra dobló hacia una cruzada y desapareció.
Ya en el tercer día mi expectativa aumentó y al aproximarme repitió el acto de la jornada anterior, sólo que esta vez avanzó una cuadra más y volvió a extraviarse en la oscuridad.
Ya era mucho. No volví a verlo. Todo había terminado en este curioso episodio. A veces recuerdo y pienso si aún estará todos los días esperando a la misma hora en el mismo lugar. Por momentos la curiosidad me induce a comprobarlo. Pero no. Desde que resolví hacer otro recorrido para volver a casa no sé más de él. A partir de entones mi alma parece haber escapado de un mar agitado para arribar a una playa serena.
LAJ – 15/04/10

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24 MAR 2018 - 21:08

Por Luis Jones

Los Moradores Desconocidos


Mis incontables giras por el mundo para presentar trabajos me han llevado a ocupar variados hoteles, pero siempre en habitaciones impersonales condicionadas a la practicidad de las estadas breves.
Por medio de una agencia alquilé un departamento acorde a dicho tiempo.
         Uno cree que arriba cuando el avión aterriza, pero ya he comprobado que, con el cansancio sumado al aturdimiento de los cambios horarios, existen otras llegadas; una a la ciudad de destino, otra al sitio donde vivirá.
No conocía la capital de EE.UU., pero la prioridad era ahora ubicarme en el lugar que habitaría.
Cuando el taxi me transportaba hacia allí pensaba que de pronto uno se halla habitando un país extraño, en una casa de alguien que no ha visto ni posiblemente llegará a conocer. Ambas cosas parecen contraponer lo querido y familiar a lo impredecible y desconocido.
Me entregaron la llave en la portería del edificio y trasladándome al piso correspondiente, avancé por el largo pasillo con puertas idénticas a cada lado. Detrás de algunas de ellas se escuchaba música, el informativo de un canal de televisión y  también  algún olor intenso indefinible entre comida y un sahumerio. Todo el mundo reflejado en idiomas, olores, costumbres, en fin, vidas de las que sólo podía atisbar una    pequeña porción.
Casi al final vi la letra del departamento que se me había asignado y al tomar la llave sentí que en mis manos estaba la clave del ingreso a un mundo construido y habitado anteriormente por otros que ahora me recibiría como huésped. Como si en mi vida este sería el lugar que por un tiempo inmensurable me estuvo aguardando.
En el centro de la mesa había una nota de la propietaria, esbozando con cortesía las reglas de estilo en el ámbito doméstico y urbano; desde como separar la basura según sus características, pasando por el cuidado de las alfombras, y dando especial énfasis a los fumadores para que su hábito se limite a las escasas dimensiones del balcón.
Luego de una superficial recorrida al departamento, su mobiliario y elementos de uso, me senté en el sillón del estar y pensé que desde ese momento, día a día, mi vida iba de alguna forma a suceder el molde de las de otros que ocuparon este sitio. Como esos animales que se apropian del nido abandonado por otro. Cocinaré con cacharros ajenos y comeré con cubiertos que no me pertenecen. Llenaré la heladera con las cosas que me gustan y los placares con la ropa que he traído. Y también en una parte del gran sofá, quizá el mismo que otros prefirieron, he de sentarme a ver televisión o leer.
El sol se tamizaba por uno de los postigos calados y en ese ambiente de luz fragmentada  fui recorriendo con mi vista las fotos de personas desconocidas en las paredes.          
Imaginé porciones de sus vidas, conjeturé historias y en algunas, similitudes con  conocidos. Concluí que en sonrisas, ropajes, miradas, había otras existencias que ahora miraría  frecuentemente y que  en algunos casos reflejaban como espejos la mía propia.                Sucesos cotidianos y memorables fijados para siempre más allá de sus protagonistas; como una fiesta de cumpleaños, un paseo, padres e hijos, un joven con sombrero de paja del que brotaban algunos pelos rubios y también una cabaña, albergue seguramente, de unas vacaciones en familia.
Por un instante sentí la sensación que se hubiera detenido el reloj de los sueños. Tuve entonces la certeza de que cuando me fuera otras personas constituirían mi nueva familia imaginaria en una nación extranjera.  Sin embargo el sólo uso de una taza o cambiar de lugar la pequeña vasija de barro en el estante, alteraría el juego de relaciones del departamento, desde el momento de mi llegada y hasta que otro me reemplazara. Así el grupo se iría ampliando con nuevos integrantes desconocidos  entre sí sólo vinculados por el lugar que los albergaba.
En esta forma de alquimia sentí un gozo nuevo porque mi presencia dejaría alguna huella que aseguraba mi integración  a esa fantasmagórica familia. Sin embargo, aún me aguardaba una sorpresa,
Algunos días antes de retornar a la Argentina habiéndose terminado el café, resolví reemplazarlo por té.
Sobre uno de los muebles de la cocina, cercano al microondas, había una antigua lata de Twinnings. Al abrirla me sorprendió que en lugar del contenido previsto hubiera algunos pequeños papeles escritos.
Uno a uno los fui alisando y leyendo “Te haré entender, y te enseñaré el camino que debes andar” Salmo 32, decía el primero. Otro “Jeannette, ninguna podrá  hacer que te olvide. Eric”. Uno como expresión patriótica ante un antiguo litigio  “Ingleses, dejen de insistir con Gibraltar, es nuestro. Paco”. También un aforismo: “El sentido es el menos común de los sentidos”.
Mientras retornaba a la lata los escritos supuse haber descubierto una forma de buzón  con mensajes a destinatarios sin dirección, pero que como rayos habían cruzado la existencia de los ocasionales ocupantes del departamento.
No pude substraer este hallazgo a mi idea de la familia que formábamos los que estuvimos bajo el mismo techo, agregando ahora  otros que también sin saberlo habían sido sus moradores.
En los días que precedieron a mi partida estuve reflexionando acerca de cual escrito dejaría.
Volvería a un país con enormes dificultades. Cual  sería dentro de ese panorama  mi necesidad más acuciante por el anhelo que prevalecía.
No pude menos que reflexionar que había  algunos cuya situación era mucho más difícil que la mía. Un amigo, un querido amigo, sin ir más lejos. Si, lo de él era muy importante. Se exponían el amor y la fidelidad de muchos años. Sin dudarlo corté una tira de papel y escribí: “Señor ayuda a que Deportivo Español no vaya al descenso; sería muy triste para Manolo”.
Dos días después al cerrar la puerta por última vez, mis pensamientos volvieron  a los escritos de la lata.
Sentí que había hecho lo mejor. Después de todo el pedido no era ambicioso, y mediando un  amor auténtico, confiaba que sería atendido.

A la misma hora

Quizás nunca miré hacia allí, por lo que podría haber estado antes, pero hoy al atardecer en mi paso obligado volviendo a casa reparé en él. En la vereda de enfrente, sentado en el alfeizar de la amplia vidriera de la frutería, apoyaba una mano a cada costado de su cuerpo, como dos soportes que lo aseguraban. Su porte aparentaba delgado pero imposible  saberlo por la posición en que estaba. Vestía un pantalón negro y  una camisa gris mangas largas. Ya atardecía, de manera que costaba ser preciso en su descripción, pero alcancé a divisar el fueguito de un cigarrillo en la mano derecha. Su actitud era imprecisa, como el que espera a alguien, a ninguno o sólo hace tiempo.
Al otro día cuando pasé enfrente vi que se erguía, y a unos metros de diferencia parecía seguirme por la vereda opuesta. A la segunda cuadra dobló hacia una cruzada y desapareció.
Ya en el tercer día mi expectativa aumentó y al aproximarme repitió el acto de la jornada anterior, sólo que esta vez avanzó una cuadra más y volvió a extraviarse en la oscuridad.
Ya era mucho. No volví a verlo. Todo había terminado en este curioso episodio. A veces recuerdo y pienso si aún estará todos los días esperando a la misma hora en el mismo lugar. Por momentos la curiosidad me induce a comprobarlo. Pero no. Desde que resolví hacer otro recorrido para volver a casa no sé más de él. A partir de entones mi alma parece haber escapado de un mar agitado para arribar a una playa serena.
LAJ – 15/04/10


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