El abogado, el peón y el desalojo (Parte I)

Historias del crimen.

02 ABR 2016 - 20:43 | Actualizado

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

Esta historia es larga. Se hace larga y hay que partirla en pedazos, así se puede contar íntegra. Esta historia, será la primera que les cuente en “entregas”. Serán dos entregas nomás, pero bien vale mencionarlo antes de arrancar y seguir así ya sabe con qué se puede encontrar. Claro que todavía no lo sabe, pero se lo va a imaginar.

Esta historia involucra a un dueño, un abogado, un peón, y un campo. Los actores son todos ellos, cada cual con su historia y sus vicisitudes. “Uno es uno y su circunstancia” solía decir Ortega y Gasset, y tal vez algo de eso haya acá en este relato.

Lo cierto, es que hay que empezar por el principio. Y el principio tiene que ver con un pedazo de tierra cuya evolución quiso que pasara “de palabra” de dueño en dueño, cada cual laburándolo como le parecía, criando ganado y otros menesteres.

El campo estaba bueno: tenía costa de río y un muy buen casco bien conservado. Una arboleda hacía de túnel natural desde su ingreso hasta el casco, cuestión que le daba una impronta de estancia bien afincada.

El que ocupaba ese campito era Avelino García; un hombre de tez muy blanca, aunque curtida por el sol, cabello abundante ondulado castaño claro y de canas incipientes. Vestido íntegramente a la usanza criolla siempre con una pulcritud de domingo. Así se solía pasear por los calabozos de la Comisaría de Sarmiento, entre mateada y mateada, con el escobillón en la mano, siempre presto a dar una mano a los oficiales y suboficiales que ahí trabajaban. Era un tipo, en ese contexto, totalmente inofensivo.

Así era que Don Avelino, casi por tradición, se fue quedando con el campo, y el desconocimiento de la normativa y su escasa cultura incidieron en que nunca le importara regularizar la cuestión.

Pero esta historia no tiene que ver sólo con Don Avelino sino con las circunstancias que lo llevaron a pasearse, tan pulcro, entre mateada y mateada, por la comisaría de Sarmiento como condenado por homicidio.

Fue con maniobras de vivaracho e inescrupulosas, y aprovechándose de la dejadez de Avelino, que las cartas comenzaron a llegar, informando acerca de algo sobre lo que él no tenía ni idea ni entendía: primero fueron unas notificaciones que cada tanto la Policía le llevaba. Él leía con todo detenimiento las pocas líneas inentendibles para su instrucción; se perdía en una montaña de palabras difíciles y referencias a leyes, resoluciones que para él no tenían ningún sentido, pero que de alguna manera entendía amenazantes. Muchas noches releía en silencio a la luz del farol que le alumbraba el rancho de adobe pero nunca las entendió. Igualmente, esas amenazas expresadas en modo potencial, con plazos perentorios, alcanzaron para quitarle el sueño más de una noche y lo sorprendía a veces el alba, sin haber podido pegar un ojo.

Una mañana, que se avecinaba normal como cualquier otra, se confirmaron sus sospechas. Llegaron tres camionetas: en una de ellas venían unos hombres de trajes y rostro adusto; en otra, hombres con papeles y ropas de oficina, entre los cuales estaba el Oficial de Justicia. La tercera le resultaba familiar: era la Ford destartalada de la comisaría de Sarmiento, y en ella los dos milicos a los que conocía desde hacía no menos de dos décadas.

El hombre con los papeles fue el encargado de intentar explicarle a Camilo lo complicado de su situación. Le costó entender casi la mayoría de las palabras que el hombre leía en voz alta y con tono solemne, pero una sola le quedo como resonando dentro de la cabeza: Desalojo. “Desalojo y a la bosta”, pensó

Avelino caía en el desespero. Si bien se mostraba tranquilo y taciturno, por dentro quería reventar. Los únicos rostros conocidos de los policías lo miraban con compasión desde lejos, apenas apeados al lado de la chata, sin gana de estar ahí.

Él se empeñaba en explicarle al fulano, con sus palabras, que era imposible lo que le decían; que si bien no era dueño, él siempre había estado ahí, desde cuando vivía su propio padre, que no tenía dónde ir, que pertenecía a ese terruño con la misma legitimidad que el rancho o la arboleda – túnel que cortaba con el color del páramo.

El Oficial de Justicia transpiraba copiosamente; por el calor sofocante del verano, y por la angustiosa situación de ese hombre de ropas raídas al que le brotaban lágrimas de impotencia. El pobre Avelino lloraba desconsoladamente mientras en tono de súplica, insistía en que no podía ser que lo rajaran.

Un hombre gordo, de traje y anteojos negros al que todos llamaban “doctor” y en modo reverente, que sin pedir permiso había inspeccionado el rancho, el galpón, los corrales y el molino, parecía estar un poco harto del modo en que se prolongaba el acto. Intervino como tratando de abreviar las explicaciones indicándole en palabras directas: “Usted junta sus cosas, las carga en la camioneta de la Policía, e inmediatamente se retira de este lugar”.

Avelino giró sobre sus pasos muy lentamente y se dirigió hacia el interior del rancho, con la mirada perdida. El gordo seguía vociferando fastidiado por la tardanza del trámite judicial caminando detrás del gaucho como para apurarlo. Y así, entraron juntos, sin saber el “doctor” lo que le esperaba; sin saber que no tenía que meterse en ese lugar, lejos de la vista de todos.#

Se confirmaron sus sospechas. Llegaron tres camionetas: en una de ellas venían unos hombres de trajes y rostro adusto; en otra, hombres con papeles y ropas de oficina, entre los cuales estaba el Oficial de Justicia. La tercera le resultaba familiar: era la Ford destartalada de la comisaría de Sarmiento, y en ella los dos milicos a los que conocía desde hacía no menos de dos décadas.

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02 ABR 2016 - 20:43

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

Esta historia es larga. Se hace larga y hay que partirla en pedazos, así se puede contar íntegra. Esta historia, será la primera que les cuente en “entregas”. Serán dos entregas nomás, pero bien vale mencionarlo antes de arrancar y seguir así ya sabe con qué se puede encontrar. Claro que todavía no lo sabe, pero se lo va a imaginar.

Esta historia involucra a un dueño, un abogado, un peón, y un campo. Los actores son todos ellos, cada cual con su historia y sus vicisitudes. “Uno es uno y su circunstancia” solía decir Ortega y Gasset, y tal vez algo de eso haya acá en este relato.

Lo cierto, es que hay que empezar por el principio. Y el principio tiene que ver con un pedazo de tierra cuya evolución quiso que pasara “de palabra” de dueño en dueño, cada cual laburándolo como le parecía, criando ganado y otros menesteres.

El campo estaba bueno: tenía costa de río y un muy buen casco bien conservado. Una arboleda hacía de túnel natural desde su ingreso hasta el casco, cuestión que le daba una impronta de estancia bien afincada.

El que ocupaba ese campito era Avelino García; un hombre de tez muy blanca, aunque curtida por el sol, cabello abundante ondulado castaño claro y de canas incipientes. Vestido íntegramente a la usanza criolla siempre con una pulcritud de domingo. Así se solía pasear por los calabozos de la Comisaría de Sarmiento, entre mateada y mateada, con el escobillón en la mano, siempre presto a dar una mano a los oficiales y suboficiales que ahí trabajaban. Era un tipo, en ese contexto, totalmente inofensivo.

Así era que Don Avelino, casi por tradición, se fue quedando con el campo, y el desconocimiento de la normativa y su escasa cultura incidieron en que nunca le importara regularizar la cuestión.

Pero esta historia no tiene que ver sólo con Don Avelino sino con las circunstancias que lo llevaron a pasearse, tan pulcro, entre mateada y mateada, por la comisaría de Sarmiento como condenado por homicidio.

Fue con maniobras de vivaracho e inescrupulosas, y aprovechándose de la dejadez de Avelino, que las cartas comenzaron a llegar, informando acerca de algo sobre lo que él no tenía ni idea ni entendía: primero fueron unas notificaciones que cada tanto la Policía le llevaba. Él leía con todo detenimiento las pocas líneas inentendibles para su instrucción; se perdía en una montaña de palabras difíciles y referencias a leyes, resoluciones que para él no tenían ningún sentido, pero que de alguna manera entendía amenazantes. Muchas noches releía en silencio a la luz del farol que le alumbraba el rancho de adobe pero nunca las entendió. Igualmente, esas amenazas expresadas en modo potencial, con plazos perentorios, alcanzaron para quitarle el sueño más de una noche y lo sorprendía a veces el alba, sin haber podido pegar un ojo.

Una mañana, que se avecinaba normal como cualquier otra, se confirmaron sus sospechas. Llegaron tres camionetas: en una de ellas venían unos hombres de trajes y rostro adusto; en otra, hombres con papeles y ropas de oficina, entre los cuales estaba el Oficial de Justicia. La tercera le resultaba familiar: era la Ford destartalada de la comisaría de Sarmiento, y en ella los dos milicos a los que conocía desde hacía no menos de dos décadas.

El hombre con los papeles fue el encargado de intentar explicarle a Camilo lo complicado de su situación. Le costó entender casi la mayoría de las palabras que el hombre leía en voz alta y con tono solemne, pero una sola le quedo como resonando dentro de la cabeza: Desalojo. “Desalojo y a la bosta”, pensó

Avelino caía en el desespero. Si bien se mostraba tranquilo y taciturno, por dentro quería reventar. Los únicos rostros conocidos de los policías lo miraban con compasión desde lejos, apenas apeados al lado de la chata, sin gana de estar ahí.

Él se empeñaba en explicarle al fulano, con sus palabras, que era imposible lo que le decían; que si bien no era dueño, él siempre había estado ahí, desde cuando vivía su propio padre, que no tenía dónde ir, que pertenecía a ese terruño con la misma legitimidad que el rancho o la arboleda – túnel que cortaba con el color del páramo.

El Oficial de Justicia transpiraba copiosamente; por el calor sofocante del verano, y por la angustiosa situación de ese hombre de ropas raídas al que le brotaban lágrimas de impotencia. El pobre Avelino lloraba desconsoladamente mientras en tono de súplica, insistía en que no podía ser que lo rajaran.

Un hombre gordo, de traje y anteojos negros al que todos llamaban “doctor” y en modo reverente, que sin pedir permiso había inspeccionado el rancho, el galpón, los corrales y el molino, parecía estar un poco harto del modo en que se prolongaba el acto. Intervino como tratando de abreviar las explicaciones indicándole en palabras directas: “Usted junta sus cosas, las carga en la camioneta de la Policía, e inmediatamente se retira de este lugar”.

Avelino giró sobre sus pasos muy lentamente y se dirigió hacia el interior del rancho, con la mirada perdida. El gordo seguía vociferando fastidiado por la tardanza del trámite judicial caminando detrás del gaucho como para apurarlo. Y así, entraron juntos, sin saber el “doctor” lo que le esperaba; sin saber que no tenía que meterse en ese lugar, lejos de la vista de todos.#

Se confirmaron sus sospechas. Llegaron tres camionetas: en una de ellas venían unos hombres de trajes y rostro adusto; en otra, hombres con papeles y ropas de oficina, entre los cuales estaba el Oficial de Justicia. La tercera le resultaba familiar: era la Ford destartalada de la comisaría de Sarmiento, y en ella los dos milicos a los que conocía desde hacía no menos de dos décadas.


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