“Pila”, manos de bandoneón…

Historias Mínimas.

14 MAY 2016 - 20:31 | Actualizado

Por Ismael Tebes

Los dedos ágiles, el alma noble; más noches que todas las noches mismas. La partida de don Manuel Zamorano, cerró una página de recuerdos imborrables; de un bandoneón incansable que solía dejarse seducir hasta el éxtasis en sus rodillas. Con un toque personal en cada nota, sin pentagrama, a puro sentimiento.

No importaba la orquesta, ni el género. Cada vez que hubo que salir a escena, el “Pila” se calzaba el moñito (moda de las viejas “típicas”), el traje de fajina y los zapatos embetunados que eran un destello. Su instrumento casi encarnado, jamás dejó de acompañarlo siempre afinado y listo para la acción.

En un asado familiar o en un salón lleno de bailarines ansiosos. Por plata o gratis, como casi siempre. El mote de “maestro” con el que lo identificaron los músicos de tantas generaciones, simplemente honró su manera de vivir. Generoso, capaz de darlo todo; extremadamente familiero y sencillo, honorable vecino de la calle Santa Fe en el corazón de un Valle C que casi vio nacer e hincha de Independiente.

Artista en el real sentido de la expresión, Zamorano fue un artesano de la música que supo meterse al público en el bolsillo y que con su carisma, enseñó y supo transmitir lo aprendido sin mezquindades ni dobleces.

Se había hecho amigo de las noches de tanto caminarlas. Llevaba el ritmo a puro fueye y ejecutaba lo que le pidieran con un oído prodigioso aunque su corazón siempre se inclinó por las melodías norteñas, las que imaginariamente lo transportaban a su tierra catamarqueña.

Había nacido en el ’23 y se mudó al sur siendo un “chango” por la decisión de su padre Juan Onofre quien cruzó el país para trabajar en YPF y terminó siendo un duro policía de a caballo en Km. 3. Descubrió la música por transición, hipnotizado por el bandoneón de su hermano mayor mientras se fue afianzando pese a su juventud como trabajador ypefiano. Desde la vieja Escuela de Artes y Oficios del Deán Funes hasta la jubilación en el sector Almacenes. La curiosidad y las ganas de saber lo llevaron a estudiar y obviamente a relacionarse con los conjuntos musicales que eran furor en los campamentos y la incipiente movida social. Así tocó a los 19 años en el Cuarteto 9 de Julio en carnavales, bailes de barrios y elecciones de Reinas, otro clásico de aquella época dorada. Del folclore se mudó a otros repertorios tras sumarse a las orquestas de Roberto Ortíz y el inolvidable Luis Marmo. E integró otra formación entrañable para los noctámbulos de entonces: Los Dados Rojos, palabra mayor a la hora de hacer mover los pies.

Cuando el petróleo conoció la crisis y el viejo YPF sangró hasta su muerte, aquellas fiestas perdieron sentido. La ciudad cambió su perfil, resignó parte de su alegría pero el bandoneón del “Pila” siguió resoplando notas. El folclore volvió a ser su refugio con amigos y guitarreros entusiastas, en peñas quizás más modestas pero no menos cálidas; de empanadas siempre humeantes y vino patero sin fin. Don Zamorano volvió a las fuentes con las zambas y chacareras que traía en su ADN; con el acento inconfundible, cantado de sus paisanos de piel morena; manos curtidas y apellidos parecidos pero nunca iguales.

De tanto andar tablados su bandoneón hasta le perdonó la “infidelidad” de acercarse a otros instrumentos como el piano y la guitarra a los que solía afinar y robarles melodías. Pasada largamente la barrera de los ochenta se dio un lujo: grabar su primer CD “El Rincón de mis Recuerdos” que presentó rodeado de amigos en la confitería del club Huergo. Fue reconocido dos veces como Ciudadano Ilustre, un “hacedor” y padrino de músicos de múltiples camadas. Obviamente pasó por la plaza “Próspero Molina” de Cosquín y actuó en la Fiesta del Poncho. Y hasta una zamba lleva su nombre: “Pa´ el cumpita Zamorano” escrita por Marcelo Falcón y Tito Quidiman. El mejor reconocimiento que un músico puede recibir de sus pares.

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14 MAY 2016 - 20:31

Por Ismael Tebes

Los dedos ágiles, el alma noble; más noches que todas las noches mismas. La partida de don Manuel Zamorano, cerró una página de recuerdos imborrables; de un bandoneón incansable que solía dejarse seducir hasta el éxtasis en sus rodillas. Con un toque personal en cada nota, sin pentagrama, a puro sentimiento.

No importaba la orquesta, ni el género. Cada vez que hubo que salir a escena, el “Pila” se calzaba el moñito (moda de las viejas “típicas”), el traje de fajina y los zapatos embetunados que eran un destello. Su instrumento casi encarnado, jamás dejó de acompañarlo siempre afinado y listo para la acción.

En un asado familiar o en un salón lleno de bailarines ansiosos. Por plata o gratis, como casi siempre. El mote de “maestro” con el que lo identificaron los músicos de tantas generaciones, simplemente honró su manera de vivir. Generoso, capaz de darlo todo; extremadamente familiero y sencillo, honorable vecino de la calle Santa Fe en el corazón de un Valle C que casi vio nacer e hincha de Independiente.

Artista en el real sentido de la expresión, Zamorano fue un artesano de la música que supo meterse al público en el bolsillo y que con su carisma, enseñó y supo transmitir lo aprendido sin mezquindades ni dobleces.

Se había hecho amigo de las noches de tanto caminarlas. Llevaba el ritmo a puro fueye y ejecutaba lo que le pidieran con un oído prodigioso aunque su corazón siempre se inclinó por las melodías norteñas, las que imaginariamente lo transportaban a su tierra catamarqueña.

Había nacido en el ’23 y se mudó al sur siendo un “chango” por la decisión de su padre Juan Onofre quien cruzó el país para trabajar en YPF y terminó siendo un duro policía de a caballo en Km. 3. Descubrió la música por transición, hipnotizado por el bandoneón de su hermano mayor mientras se fue afianzando pese a su juventud como trabajador ypefiano. Desde la vieja Escuela de Artes y Oficios del Deán Funes hasta la jubilación en el sector Almacenes. La curiosidad y las ganas de saber lo llevaron a estudiar y obviamente a relacionarse con los conjuntos musicales que eran furor en los campamentos y la incipiente movida social. Así tocó a los 19 años en el Cuarteto 9 de Julio en carnavales, bailes de barrios y elecciones de Reinas, otro clásico de aquella época dorada. Del folclore se mudó a otros repertorios tras sumarse a las orquestas de Roberto Ortíz y el inolvidable Luis Marmo. E integró otra formación entrañable para los noctámbulos de entonces: Los Dados Rojos, palabra mayor a la hora de hacer mover los pies.

Cuando el petróleo conoció la crisis y el viejo YPF sangró hasta su muerte, aquellas fiestas perdieron sentido. La ciudad cambió su perfil, resignó parte de su alegría pero el bandoneón del “Pila” siguió resoplando notas. El folclore volvió a ser su refugio con amigos y guitarreros entusiastas, en peñas quizás más modestas pero no menos cálidas; de empanadas siempre humeantes y vino patero sin fin. Don Zamorano volvió a las fuentes con las zambas y chacareras que traía en su ADN; con el acento inconfundible, cantado de sus paisanos de piel morena; manos curtidas y apellidos parecidos pero nunca iguales.

De tanto andar tablados su bandoneón hasta le perdonó la “infidelidad” de acercarse a otros instrumentos como el piano y la guitarra a los que solía afinar y robarles melodías. Pasada largamente la barrera de los ochenta se dio un lujo: grabar su primer CD “El Rincón de mis Recuerdos” que presentó rodeado de amigos en la confitería del club Huergo. Fue reconocido dos veces como Ciudadano Ilustre, un “hacedor” y padrino de músicos de múltiples camadas. Obviamente pasó por la plaza “Próspero Molina” de Cosquín y actuó en la Fiesta del Poncho. Y hasta una zamba lleva su nombre: “Pa´ el cumpita Zamorano” escrita por Marcelo Falcón y Tito Quidiman. El mejor reconocimiento que un músico puede recibir de sus pares.


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