Murió una leyenda del boxeo: Muhammad Alí

No ha habido, ni seguramente habrá, otro deportista de su trascendencia. Fue un icono de la cultura popular y sacudidor de conciencias bendecido con un verbo afilado. No era ni el mejor pegador ni el más fiero, pero sí quien ofrecía mayor espectáculo y un gran estratega.

Muhammad Ali y sus frases: "Soy rápido, soy hermoso, soy el mejor" .
04 JUN 2016 - 4:11 | Actualizado

Alguien capaz de titular su autobiografía ‘El Más Grande’ y que nadie lo ponga en duda tiene que ser, por fuerza, una personalidad fuera de lo común. Pese a ser designado, en numerosas encuestas, como el deportista más importante de la historia, el significado de Muhammad Ali va mucho más allá del ámbito de su profesión. Fue la primera estrella mediática del deporte, tanto que acabó convirtiéndose en un icono de la cultura pop de su época, como el Ché Guevara, los Beatles o el presidente Kennedy. Y no fue tanto gracias a sus puños como a su carácter y su lengua.

Decía lo que pensaba y lo hacía en voz alta, sacudiendo conciencias con el verbo afilado y el acento megalómano con los que teñía sus mensajes, siempre cargados de intención. La mayoría de las mejores citas deportivas de todos los tiempos llevan su firma. Histriónico y dotado de un magnetismo avasallador, se atrevió a decir ‘no’ cuando nadie lo hacía, y eso le valió tres años y medio de cárcel pero también la admiración eterna. Era ‘hipster’ cuando ni siquiera existía la palabra: fue pacifista cuando no se cuestionaba la Guerra de Vietnam y un feroz adalid de la lucha por la igualdad racial desde su púlpito en el ring en un tiempo en el que la segregación estaba muy vigente aún en los Estados del sur de EE.UU.

En el mundo actual, simplemente, un tipo como Ali no podría existir, engullido por el entramado de intereses económicos que tira de los hilos de los grandes deportistas y competiciones. Era hijo de una época convulsa y preñada de cambios y se rebeló contra el ‘establishment’ con una rabia primigenia y auténtica, sin pensar en las consecuencias o, mejor aún, quizá calculándolas y afrontándolas a pecho descubierto.

Y, por supuesto, era un púgil extraordinario. No era ni el más fiero, ni el que tenía el puño más pesado, ni el mejor encajador. No le hacía falta, porque era el que ofrecía el mayor espectáculo y además era un estratega fabuloso. Primer ‘trash talker’ de la historia, calentaba las peleas como nadie definiendo un perfil psicológico de su oponente para ridiculizarle públicamente con sus ocurrencias y sacarle de quicio, y después rematarle entre las doce cuerdas. Protagonizó algunas de las peleas más memorables de la historia –la primera ante Sonny Liston, las tres frente a Joe Frazier y, por supuesto, el ‘Rumble in the Jungle’ contra George Foreman- y pagó una factura carísima por tantos golpes y tanta épica, un Parkinson que le fue royendo el cerebro y la motricidad con la lentitud y perseverancia de una gota malaya. Y todo comenzó con una bicicleta.

Hasta su nombre era profético. Nacido en Louisville (Kentucky) en 1947, se llamó como su padre, Cassius Marcellus Clay, nombre elegido en honor de un abolicionista. A los 12 años de edad, un policía le encontró gritando en la calle porque alguien le había robado la bici. El joven Cassius le dijo al oficial que iba a zurrar al ladrón cuando lo encontrara y éste le recomendó que primero aprendiera a boxear. Le hizo caso.

Tuvo una productiva carrera como amateur, con 100 triunfos y cinco derrotas, que culminó con el oro olímpico en el peso semipesado en los JJ.OO. de Roma’1960. Según su propia autobiografía, al regresar de los Juegos fue a celebrarlo a un restaurante con un amigo y le impidieron la entrada porque era negro. Enojado, arrojó la medalla al río Ohio.

Esta historia despertó la curiosidad de varios investigadores, que intentaron corroborar su veracidad, y todos ellos encontraron fundados motivos para cuestionarla. Quizá sólo sea una muestra más de la inagotable imaginación propagandística de Clay, un espíritu provocador que aprendió del luchador ‘Gorgeous’ George Wagner, quien también inspiró a otros ejemplos de palabrería indomable como el cantante James Brown.

Pasó a profesional en octubre de 1960 y tardó tres años en merecer la disputa del título mundial, un tiempo en el que patentó sus dotes como púgil: alto (1.91 m.) incluso para un peso pesado, poseía la gracilidad de una bailarina, la velocidad letal de una serpiente y la actitud de un matón de barra, pero también la osadía de un insensato; aunque se las apañó para amasar un historial impoluto de 19 triunfos y ninguna derrota antes de medirse al campeón Sonny Liston en 1964, no era infrecuente que besara la lona para rehacerse con prontitud.

Se proclamó campeón del mundo contra pronóstico con sólo 22 años pese a estar 7-1 por debajo en las apuestas frente a un noqueador mayúsculo. Antes del combate presentó la tarjeta de visita que le acompañaría por el resto de su carrera: le hizo mil perrerías a Liston, como presentarse en su campus de entrenamiento con un megáfono en plena madrugada para provocarle, y comenzó a acuñar algunas de las frases que le hicieron célebre, especialmente la que definía su táctica: “flotar como una mariposa y picar como una abeja”. Tras su triunfo, aún sobre el cuadrilátero, marcó el territorio con la prensa, a la que siempre manipuló a su antojo: “¡Comeos vuestras palabras! ¡Soy el más grande!”, les gritó.

Pocos días después anunciaba su conversión a la Nación del Islam y cambiaba su nombre por Muhammad Ali. Hacía algún tiempo que Malcolm X, el líder de los musulmanes negros, un ala radical y combativa contra la opresión blanca, se había convertido en su mentor espiritual, y consideraba que Cassius Clay era su “nombre de esclavo”. Era la primera vez que desafiaba abiertamente la corrección política norteamericana, y no sería la última.

Tras defender con éxito su cinturón en nueve ocasiones, fue llamado a filas en 1967 para combatir en la Guerra de Vietnam. Rehusó públicamente y lo hizo en una conferencia de prensa a la que acudieron para apoyarle algunos de los mejores deportistas negros del país, entre ellos Bill Russell y Kareem Abdul-Jabbar (baloncesto) y Jim Brown (fútbol americano). “No tengo nada contra el Vietcong, ningún Vietcong me ha llamado nunca negro”, adujo. Se le retiró la licencia para boxear en todos los estados del país y fue condenado a una pena de cinco años de cárcel, de los que acabaría cumpliendo tres y medio.

De los 25 a los 29 años, cuando un deportista está en su plenitud física, a Ali no se le permitió competir. Nadie sabe hasta dónde hubiera llegado de haber podido hacerlo. Lo que sí está claro es que ese desafío a la autoridad, amparado en unos ideales, y su posterior y glorioso regreso contribuyeron a que dejara de ser un boxeador para convertirle en un mito sin parangón.

Mientras él cumplía condena, la opinión pública estadounidense comenzó a cambiar su actitud respecto a la guerra de Vietnam. Las voces críticas se hicieron cada vez más multitudinarias y Ali pasó de proscrito a héroe sin pretenderlo. En 1970 le abrieron la verja tanto de su libertad como del pugilismo. Podía volver a pelear ya no con sus convicciones sino con sus puños, pero el boxeo había cambiado mucho durante su estancia forzosa en el hotel rejas.

El nuevo rey era Joe Frazier, un tanque con un martillo pilón en cada mano. No tenía cintura ni juego de piernas, pero ni falta que le hacía. Tras dos peleas de calentamiento sin pena ni gloria, Muhammad se ganó el derecho a medirse al campeón en 1972. Ali esbozó una caricatura de Smokin’ Joe –un boxeador ignorante vendido a los poderes económicos de la oligarquía blanca- que buena parte del público se acabó creyendo, y que Frazier nunca le perdonó. En un combate descarnado celebrado en el Madison Square Garden neoyorquino, Ali cosechó a los puntos la primera derrota de su carrera. En un año y medio muy cargado, disputó varios combates más antes de perder su segunda pelea, esta vez ante Ken Norton, que le partió la mandíbula. Con 31 años comenzaba a especularse seriamente con su retirada. Nada más lejos.

Quería vengarse de sus dos verdugos, y se preparó intensamente para ello. La primera revancha fue con Norton, seis meses después de perder. Le venció a los puntos en una controvertida decisión, pero para Ali ese duelo sólo era un paso más hacia la reconquista de su título perdido. En el segundo peldaño de la escalera estaba, de nuevo, Frazier. Sin embargo, ya no era el campeón. Un coloso recién llegado con el puño más poderoso de su tiempo le había triturado en Kingston (Jamaica), tumbándole seis veces en sólo un asalto y medio. Se llamaba George Foreman, tenía 23 años y estaba en el cénit de su inmenso poder.

Para Muhammad ganar a Frazier, tuviera o no el cinturón en su poder, era cuestión de orgullo personal. Se midieron por segunda vez en 1974, en Nueva York, y Muhammad resultó ganador a los puntos en otro cara a cara sin tregua. Estaba listo para el intimidante Foreman.

La pelea se disputó en Kinsasha (Zaire) en octubre de 1974 porque el promotor Don King había llegado a un acuerdo con el dictador local, Mobutu Sese Seko, para que éste corriera con buena parte de los exorbitados gastos de un evento que mantuvo en vilo literalmente a todo el planeta. La TV estadounidense obligó a programarla a las cuatro de la madrugada, hora local, para coincidir con su ‘prime time’, y 60.000 personas abarrotaron el estadio para presenciarla. Ali, 32 años y habiendo dejado atrás sus mejores días, era el favorito del público ante un Foreman que llegaba invicto, con 40 victorias y 37 KO en su tarjeta, y dominando las apuestas. Lo que sucedió allí es una de las páginas más memorables de la historia del deporte. Ali cedió la iniciativa durante siete ‘rounds’, refugiándose en las cuerdas para recibir un durísimo castigo. En el octavo asalto una certera combinación noqueó al campeón, mientras la multitud gritaba “¡Ali bonayé!” (Ali mátalo). Muhammad era de nuevo campeón del mundo, seis años y medio después de que se le desposeyera por causa de sus ideas políticas.

Su última gran aparición fue el tercer duelo ante Frazier, el llamado ‘Thrilla in Manila’ celebrado en Filipinas en 1975 bajo una asfixiante temperatura de 38 grados. Esa tercera batalla entre ambos fue incluso más salvaje que las anteriores, venciendo Ali por KO técnico en el último asalto cuando Eddie Futch, el entrenador de Joe, le impidió salir al cuadrilátero porque tenía los ojos tan hinchados por los golpes que era incapaz de ver.

Muhammad Ali permanecería sentado en el trono tres años más, hasta que Leon Spinks le arrebató el título en 1978. Lo recuperó siete meses más tarde, hasta sucumbir de nuevo con Larry Holmes. Tenía casi 39 años y había encajado tanto castigo que sus neuronas no tardaron en pasarle una cruel factura. Le diagnosticaron Parkinson en 1984 y desde entonces hasta hoy sus apariciones públicas han ido menguando y espaciándose cada vez más. La última vez que cautivó a una gran audiencia fue en 1996, cuando encendió el pebetero del estadio olímpico de Atlanta el día de la ceremonia inaugural de los Juegos. Temblaba ostensiblemente y necesitaba ayuda para caminar.

Ídolo de ídolos, tanto sus coetáneos como los que vinieron después han mostrado siempre un respeto y admiración inmensos por su figura, tanto por lo que fue en el ring como, sobre todo, por lo que significó fuera de él.

Fuente: Mundo Deportivo.

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Muhammad Ali y sus frases: "Soy rápido, soy hermoso, soy el mejor" .
04 JUN 2016 - 4:11

Alguien capaz de titular su autobiografía ‘El Más Grande’ y que nadie lo ponga en duda tiene que ser, por fuerza, una personalidad fuera de lo común. Pese a ser designado, en numerosas encuestas, como el deportista más importante de la historia, el significado de Muhammad Ali va mucho más allá del ámbito de su profesión. Fue la primera estrella mediática del deporte, tanto que acabó convirtiéndose en un icono de la cultura pop de su época, como el Ché Guevara, los Beatles o el presidente Kennedy. Y no fue tanto gracias a sus puños como a su carácter y su lengua.

Decía lo que pensaba y lo hacía en voz alta, sacudiendo conciencias con el verbo afilado y el acento megalómano con los que teñía sus mensajes, siempre cargados de intención. La mayoría de las mejores citas deportivas de todos los tiempos llevan su firma. Histriónico y dotado de un magnetismo avasallador, se atrevió a decir ‘no’ cuando nadie lo hacía, y eso le valió tres años y medio de cárcel pero también la admiración eterna. Era ‘hipster’ cuando ni siquiera existía la palabra: fue pacifista cuando no se cuestionaba la Guerra de Vietnam y un feroz adalid de la lucha por la igualdad racial desde su púlpito en el ring en un tiempo en el que la segregación estaba muy vigente aún en los Estados del sur de EE.UU.

En el mundo actual, simplemente, un tipo como Ali no podría existir, engullido por el entramado de intereses económicos que tira de los hilos de los grandes deportistas y competiciones. Era hijo de una época convulsa y preñada de cambios y se rebeló contra el ‘establishment’ con una rabia primigenia y auténtica, sin pensar en las consecuencias o, mejor aún, quizá calculándolas y afrontándolas a pecho descubierto.

Y, por supuesto, era un púgil extraordinario. No era ni el más fiero, ni el que tenía el puño más pesado, ni el mejor encajador. No le hacía falta, porque era el que ofrecía el mayor espectáculo y además era un estratega fabuloso. Primer ‘trash talker’ de la historia, calentaba las peleas como nadie definiendo un perfil psicológico de su oponente para ridiculizarle públicamente con sus ocurrencias y sacarle de quicio, y después rematarle entre las doce cuerdas. Protagonizó algunas de las peleas más memorables de la historia –la primera ante Sonny Liston, las tres frente a Joe Frazier y, por supuesto, el ‘Rumble in the Jungle’ contra George Foreman- y pagó una factura carísima por tantos golpes y tanta épica, un Parkinson que le fue royendo el cerebro y la motricidad con la lentitud y perseverancia de una gota malaya. Y todo comenzó con una bicicleta.

Hasta su nombre era profético. Nacido en Louisville (Kentucky) en 1947, se llamó como su padre, Cassius Marcellus Clay, nombre elegido en honor de un abolicionista. A los 12 años de edad, un policía le encontró gritando en la calle porque alguien le había robado la bici. El joven Cassius le dijo al oficial que iba a zurrar al ladrón cuando lo encontrara y éste le recomendó que primero aprendiera a boxear. Le hizo caso.

Tuvo una productiva carrera como amateur, con 100 triunfos y cinco derrotas, que culminó con el oro olímpico en el peso semipesado en los JJ.OO. de Roma’1960. Según su propia autobiografía, al regresar de los Juegos fue a celebrarlo a un restaurante con un amigo y le impidieron la entrada porque era negro. Enojado, arrojó la medalla al río Ohio.

Esta historia despertó la curiosidad de varios investigadores, que intentaron corroborar su veracidad, y todos ellos encontraron fundados motivos para cuestionarla. Quizá sólo sea una muestra más de la inagotable imaginación propagandística de Clay, un espíritu provocador que aprendió del luchador ‘Gorgeous’ George Wagner, quien también inspiró a otros ejemplos de palabrería indomable como el cantante James Brown.

Pasó a profesional en octubre de 1960 y tardó tres años en merecer la disputa del título mundial, un tiempo en el que patentó sus dotes como púgil: alto (1.91 m.) incluso para un peso pesado, poseía la gracilidad de una bailarina, la velocidad letal de una serpiente y la actitud de un matón de barra, pero también la osadía de un insensato; aunque se las apañó para amasar un historial impoluto de 19 triunfos y ninguna derrota antes de medirse al campeón Sonny Liston en 1964, no era infrecuente que besara la lona para rehacerse con prontitud.

Se proclamó campeón del mundo contra pronóstico con sólo 22 años pese a estar 7-1 por debajo en las apuestas frente a un noqueador mayúsculo. Antes del combate presentó la tarjeta de visita que le acompañaría por el resto de su carrera: le hizo mil perrerías a Liston, como presentarse en su campus de entrenamiento con un megáfono en plena madrugada para provocarle, y comenzó a acuñar algunas de las frases que le hicieron célebre, especialmente la que definía su táctica: “flotar como una mariposa y picar como una abeja”. Tras su triunfo, aún sobre el cuadrilátero, marcó el territorio con la prensa, a la que siempre manipuló a su antojo: “¡Comeos vuestras palabras! ¡Soy el más grande!”, les gritó.

Pocos días después anunciaba su conversión a la Nación del Islam y cambiaba su nombre por Muhammad Ali. Hacía algún tiempo que Malcolm X, el líder de los musulmanes negros, un ala radical y combativa contra la opresión blanca, se había convertido en su mentor espiritual, y consideraba que Cassius Clay era su “nombre de esclavo”. Era la primera vez que desafiaba abiertamente la corrección política norteamericana, y no sería la última.

Tras defender con éxito su cinturón en nueve ocasiones, fue llamado a filas en 1967 para combatir en la Guerra de Vietnam. Rehusó públicamente y lo hizo en una conferencia de prensa a la que acudieron para apoyarle algunos de los mejores deportistas negros del país, entre ellos Bill Russell y Kareem Abdul-Jabbar (baloncesto) y Jim Brown (fútbol americano). “No tengo nada contra el Vietcong, ningún Vietcong me ha llamado nunca negro”, adujo. Se le retiró la licencia para boxear en todos los estados del país y fue condenado a una pena de cinco años de cárcel, de los que acabaría cumpliendo tres y medio.

De los 25 a los 29 años, cuando un deportista está en su plenitud física, a Ali no se le permitió competir. Nadie sabe hasta dónde hubiera llegado de haber podido hacerlo. Lo que sí está claro es que ese desafío a la autoridad, amparado en unos ideales, y su posterior y glorioso regreso contribuyeron a que dejara de ser un boxeador para convertirle en un mito sin parangón.

Mientras él cumplía condena, la opinión pública estadounidense comenzó a cambiar su actitud respecto a la guerra de Vietnam. Las voces críticas se hicieron cada vez más multitudinarias y Ali pasó de proscrito a héroe sin pretenderlo. En 1970 le abrieron la verja tanto de su libertad como del pugilismo. Podía volver a pelear ya no con sus convicciones sino con sus puños, pero el boxeo había cambiado mucho durante su estancia forzosa en el hotel rejas.

El nuevo rey era Joe Frazier, un tanque con un martillo pilón en cada mano. No tenía cintura ni juego de piernas, pero ni falta que le hacía. Tras dos peleas de calentamiento sin pena ni gloria, Muhammad se ganó el derecho a medirse al campeón en 1972. Ali esbozó una caricatura de Smokin’ Joe –un boxeador ignorante vendido a los poderes económicos de la oligarquía blanca- que buena parte del público se acabó creyendo, y que Frazier nunca le perdonó. En un combate descarnado celebrado en el Madison Square Garden neoyorquino, Ali cosechó a los puntos la primera derrota de su carrera. En un año y medio muy cargado, disputó varios combates más antes de perder su segunda pelea, esta vez ante Ken Norton, que le partió la mandíbula. Con 31 años comenzaba a especularse seriamente con su retirada. Nada más lejos.

Quería vengarse de sus dos verdugos, y se preparó intensamente para ello. La primera revancha fue con Norton, seis meses después de perder. Le venció a los puntos en una controvertida decisión, pero para Ali ese duelo sólo era un paso más hacia la reconquista de su título perdido. En el segundo peldaño de la escalera estaba, de nuevo, Frazier. Sin embargo, ya no era el campeón. Un coloso recién llegado con el puño más poderoso de su tiempo le había triturado en Kingston (Jamaica), tumbándole seis veces en sólo un asalto y medio. Se llamaba George Foreman, tenía 23 años y estaba en el cénit de su inmenso poder.

Para Muhammad ganar a Frazier, tuviera o no el cinturón en su poder, era cuestión de orgullo personal. Se midieron por segunda vez en 1974, en Nueva York, y Muhammad resultó ganador a los puntos en otro cara a cara sin tregua. Estaba listo para el intimidante Foreman.

La pelea se disputó en Kinsasha (Zaire) en octubre de 1974 porque el promotor Don King había llegado a un acuerdo con el dictador local, Mobutu Sese Seko, para que éste corriera con buena parte de los exorbitados gastos de un evento que mantuvo en vilo literalmente a todo el planeta. La TV estadounidense obligó a programarla a las cuatro de la madrugada, hora local, para coincidir con su ‘prime time’, y 60.000 personas abarrotaron el estadio para presenciarla. Ali, 32 años y habiendo dejado atrás sus mejores días, era el favorito del público ante un Foreman que llegaba invicto, con 40 victorias y 37 KO en su tarjeta, y dominando las apuestas. Lo que sucedió allí es una de las páginas más memorables de la historia del deporte. Ali cedió la iniciativa durante siete ‘rounds’, refugiándose en las cuerdas para recibir un durísimo castigo. En el octavo asalto una certera combinación noqueó al campeón, mientras la multitud gritaba “¡Ali bonayé!” (Ali mátalo). Muhammad era de nuevo campeón del mundo, seis años y medio después de que se le desposeyera por causa de sus ideas políticas.

Su última gran aparición fue el tercer duelo ante Frazier, el llamado ‘Thrilla in Manila’ celebrado en Filipinas en 1975 bajo una asfixiante temperatura de 38 grados. Esa tercera batalla entre ambos fue incluso más salvaje que las anteriores, venciendo Ali por KO técnico en el último asalto cuando Eddie Futch, el entrenador de Joe, le impidió salir al cuadrilátero porque tenía los ojos tan hinchados por los golpes que era incapaz de ver.

Muhammad Ali permanecería sentado en el trono tres años más, hasta que Leon Spinks le arrebató el título en 1978. Lo recuperó siete meses más tarde, hasta sucumbir de nuevo con Larry Holmes. Tenía casi 39 años y había encajado tanto castigo que sus neuronas no tardaron en pasarle una cruel factura. Le diagnosticaron Parkinson en 1984 y desde entonces hasta hoy sus apariciones públicas han ido menguando y espaciándose cada vez más. La última vez que cautivó a una gran audiencia fue en 1996, cuando encendió el pebetero del estadio olímpico de Atlanta el día de la ceremonia inaugural de los Juegos. Temblaba ostensiblemente y necesitaba ayuda para caminar.

Ídolo de ídolos, tanto sus coetáneos como los que vinieron después han mostrado siempre un respeto y admiración inmensos por su figura, tanto por lo que fue en el ring como, sobre todo, por lo que significó fuera de él.

Fuente: Mundo Deportivo.


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