Historias del crimen / Un trágico caso de esclavitud moderna

Por Daniel Schulman, especial para Jornada.

19 NOV 2016 - 21:51 | Actualizado

Por Daniel Schulman

El flaco no había terminado la escuela primaria. Había cursado en un establecimiento rural de su Santiago del Estero natal hasta tercer grado, y al menos había aprendido a leer y escribir con dificultad.

Hijo de un matrimonio pobrísimo, en la casa familiar vivía él con sus viejos y siete hermanos más. La pilcha se la iban pasando de hermano en hermano, y cuando llegaba al último era casi un rejunte de parches y remendones.

Igualmente, la infancia del flaco a nivel afectivo fue buenísima. Sus padres lo criaron con valores sociales de esfuerzo y trabajo, de que se podía progresar de manera honesta y honrada, de que la familia era lo más importante, y nunca, pero nunca hubo episodios de violencia en su casa.

Todos eran gente de laburo y muy sana. Todos eran buena gente. Tenían muchísimas carencias económicas, aunque nunca faltó el plato de comida en la mesa.

El flaco había nacido con una pequeña malformación en la cadera, lo que lo hacía renguear porque las piernas no las tenía a la misma altura.

Desde el momento en que abandonó la escuela, junto con su viejo y hermanos, laburó en la cosecha de caña, por dos mangos al mes, que no le alcanzaban para nada.

Así entre todos hacían fondo común, en una suerte de comunismo familiar, y de ahí salía el dinero para los gastos.

El pobre flaco cobraba cuando al dueño se le cantaba. Donde amagaba el flaco que se quería ir, ahí el dueño caía con un par de regalos y unos mangos, con la promesa de que su situación mejoraría.

Así estuvo unos cuantos años hasta que tuvo una de las primeras experiencias que marcarían su vida futura: llegó una carta a la casa familiar donde se lo citaba para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio.

Por aquel entonces, esta institución era el segundo contacto estatal. Primero estaba la escuela; después la defensa nacional.

Y el flaco, sin saber mucho de qué se trataba, se puso su mejor pilcha y junto a su vieja fue hasta el destacamento, donde le harían la revisación médica y toda la pelota de rutina.

Era una de las pocas veces en que salía del pueblo y quedó fascinado por la cantidad de gente, lugares, autos, y barullo que presenciaba. Quedó encantado con todo ese movimiento de ciudad y la vieja, al adivinar su estado de ánimo, lo miró diciendo “La Capital Federal es como esto pero mucho más grande. Mucho más grande”.

El flaco esa tarde sintió que algo en su interior cambiaba. Quería ir a la Capital a vivir, sobre todo después de haber sido rechazado en el Ejército por la malformación de cadera. Y el sueño no se hizo esperar.

A los dos meses ya tenía un bolso con algunas pertenencias y algo de plata ahorrada para embarcarse en su nueva vida.

Los primeros días los pasó como el orto, comiendo como el caballo de ajedrez y durmiendo en sucuchos de mala muerte.

Pero su suerte cambió al principio para bien, cuando pegó laburo en una carnicería como ayudante. Hizo buenas migas con el carnicero, que terminó siendo un criollo vivo, y lo terminó recomendando al dueño para que estuviera a cargo de otro local, porque había malestar con el encargado, quien fue rajado a los tiros por el loco del dueño, todo a la vista del flaco. “Te vas a hacer cargo del local, ¿dale? Atrás tenés una pieza con baño, con una salita para estar, una tele que tiene cable. Todo armado che. Y no te voy a cobrar alquiler. Tomá las llaves y ya sabés cómo laburar y qué tenés que hacer”. Y así quedó el flaco, contento por la responsabilidad asumida, aunque con cierto malestar anímico porque laburar ahí implicaba tener que cagar a los clientes: el dueño metía carne en mal estado, hacía vender gato por liebre, lo obligaba a “limpiar” carne podrida, a meter los pollos en agua con lavandina, a mandar “arreglar” la balanza. Era un chanta… Un chanta jodido que nunca habló de guita con el flaco y que sistemáticamente cada vez lo iba tratando peor.

Y de ese tenor era la cuestión que el pobre flaco cobraba cuando al dueño se le cantaba. Donde amagaba el flaco que se quería ir, ahí el dueño caía con un par de regalos y unos mangos, con la promesa de que su situación mejoraría. En cierta ocasión se encontraba el flaco atendiendo mientras el dueño se estaba llevando la recaudación, cuando entra una mujer quejándose de que las milanesas que le habían vendido estaban podridas. “Lo que pasa es que mi empleado es un pelotudo, señora. No sé qué mierda tiene en la cabeza. Tome. Tome estas que están bárbaras, y llévese un par de botellas de vino por la molestia”, dijo el dueño a la mujer, quien se hizo de todo lo referido y salió del local.

“¿Ves cómo se solucionan los quilombos, boludo?”, alcanzó a decir el dueño, cuando sintió que el cuchillo de carnicero entraba sin dificultad por su abdomen prominente y grasoso, y sentía cómo se le iba la vida en la vereda.

El proceso judicial desencadenó en una sentencia del Tribunal, quienes afirmaron que la situación del flaco era una suerte de “esclavitud moderna” porque no había contrato ni nada de eso, y el flaco no tenía ni idea de cuánto y cuándo cobraba; por lo que la pena fue la mínima. Cumplió en un penal de mínima seguridad y allí aprendió a escribir con mayor fluidez y el oficio de carpintería.

El flaco volvió después a su Santiago natal, y cuando bajó del micro para reencontrarse con su familia, se preguntó si ellos también serían algo así como esclavos modernos, laburando todo el día por dos mangos que no alcanzaban para nada.

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19 NOV 2016 - 21:51

Por Daniel Schulman

El flaco no había terminado la escuela primaria. Había cursado en un establecimiento rural de su Santiago del Estero natal hasta tercer grado, y al menos había aprendido a leer y escribir con dificultad.

Hijo de un matrimonio pobrísimo, en la casa familiar vivía él con sus viejos y siete hermanos más. La pilcha se la iban pasando de hermano en hermano, y cuando llegaba al último era casi un rejunte de parches y remendones.

Igualmente, la infancia del flaco a nivel afectivo fue buenísima. Sus padres lo criaron con valores sociales de esfuerzo y trabajo, de que se podía progresar de manera honesta y honrada, de que la familia era lo más importante, y nunca, pero nunca hubo episodios de violencia en su casa.

Todos eran gente de laburo y muy sana. Todos eran buena gente. Tenían muchísimas carencias económicas, aunque nunca faltó el plato de comida en la mesa.

El flaco había nacido con una pequeña malformación en la cadera, lo que lo hacía renguear porque las piernas no las tenía a la misma altura.

Desde el momento en que abandonó la escuela, junto con su viejo y hermanos, laburó en la cosecha de caña, por dos mangos al mes, que no le alcanzaban para nada.

Así entre todos hacían fondo común, en una suerte de comunismo familiar, y de ahí salía el dinero para los gastos.

El pobre flaco cobraba cuando al dueño se le cantaba. Donde amagaba el flaco que se quería ir, ahí el dueño caía con un par de regalos y unos mangos, con la promesa de que su situación mejoraría.

Así estuvo unos cuantos años hasta que tuvo una de las primeras experiencias que marcarían su vida futura: llegó una carta a la casa familiar donde se lo citaba para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio.

Por aquel entonces, esta institución era el segundo contacto estatal. Primero estaba la escuela; después la defensa nacional.

Y el flaco, sin saber mucho de qué se trataba, se puso su mejor pilcha y junto a su vieja fue hasta el destacamento, donde le harían la revisación médica y toda la pelota de rutina.

Era una de las pocas veces en que salía del pueblo y quedó fascinado por la cantidad de gente, lugares, autos, y barullo que presenciaba. Quedó encantado con todo ese movimiento de ciudad y la vieja, al adivinar su estado de ánimo, lo miró diciendo “La Capital Federal es como esto pero mucho más grande. Mucho más grande”.

El flaco esa tarde sintió que algo en su interior cambiaba. Quería ir a la Capital a vivir, sobre todo después de haber sido rechazado en el Ejército por la malformación de cadera. Y el sueño no se hizo esperar.

A los dos meses ya tenía un bolso con algunas pertenencias y algo de plata ahorrada para embarcarse en su nueva vida.

Los primeros días los pasó como el orto, comiendo como el caballo de ajedrez y durmiendo en sucuchos de mala muerte.

Pero su suerte cambió al principio para bien, cuando pegó laburo en una carnicería como ayudante. Hizo buenas migas con el carnicero, que terminó siendo un criollo vivo, y lo terminó recomendando al dueño para que estuviera a cargo de otro local, porque había malestar con el encargado, quien fue rajado a los tiros por el loco del dueño, todo a la vista del flaco. “Te vas a hacer cargo del local, ¿dale? Atrás tenés una pieza con baño, con una salita para estar, una tele que tiene cable. Todo armado che. Y no te voy a cobrar alquiler. Tomá las llaves y ya sabés cómo laburar y qué tenés que hacer”. Y así quedó el flaco, contento por la responsabilidad asumida, aunque con cierto malestar anímico porque laburar ahí implicaba tener que cagar a los clientes: el dueño metía carne en mal estado, hacía vender gato por liebre, lo obligaba a “limpiar” carne podrida, a meter los pollos en agua con lavandina, a mandar “arreglar” la balanza. Era un chanta… Un chanta jodido que nunca habló de guita con el flaco y que sistemáticamente cada vez lo iba tratando peor.

Y de ese tenor era la cuestión que el pobre flaco cobraba cuando al dueño se le cantaba. Donde amagaba el flaco que se quería ir, ahí el dueño caía con un par de regalos y unos mangos, con la promesa de que su situación mejoraría. En cierta ocasión se encontraba el flaco atendiendo mientras el dueño se estaba llevando la recaudación, cuando entra una mujer quejándose de que las milanesas que le habían vendido estaban podridas. “Lo que pasa es que mi empleado es un pelotudo, señora. No sé qué mierda tiene en la cabeza. Tome. Tome estas que están bárbaras, y llévese un par de botellas de vino por la molestia”, dijo el dueño a la mujer, quien se hizo de todo lo referido y salió del local.

“¿Ves cómo se solucionan los quilombos, boludo?”, alcanzó a decir el dueño, cuando sintió que el cuchillo de carnicero entraba sin dificultad por su abdomen prominente y grasoso, y sentía cómo se le iba la vida en la vereda.

El proceso judicial desencadenó en una sentencia del Tribunal, quienes afirmaron que la situación del flaco era una suerte de “esclavitud moderna” porque no había contrato ni nada de eso, y el flaco no tenía ni idea de cuánto y cuándo cobraba; por lo que la pena fue la mínima. Cumplió en un penal de mínima seguridad y allí aprendió a escribir con mayor fluidez y el oficio de carpintería.

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