El homicidio que más costó en toda la historia

Historias del crimen, por Daniel Schulman especial para Jornada.

03 DIC 2016 - 22:53 | Actualizado

Por Daniel Schulman
Psicólogo Forense 
Especial para Jornada


Ella odiaba a todos los hombres. Los odió a partir de la figura parental que le tocó en vida. Su padre había sido un ser maligno con ella, sus hermanas, y su madre. Las trataba mal a todas, sobre todo a su madre, a quien golpeaba y humillaba con frecuencia. Hasta alguna vez ella rememoraría que no recordaba una sola ocasión en que su papá haya sido amable con su mamá, sino que continuamente le ejercía una violencia continua todo el tiempo, sin pausa ni descanso.

Así las cosas, la situación económica de la familia no era holgada, pero no faltaba nada. Siempre había comida en la mesa para ella, sus tres hermanas, y su madre y padre. La pilcha tenía una vida útil acorde con el aspecto de la misma, y la vivienda se encontraba generalmente en buen estado. No pasaban ni frío ni hambre, aunque sí miedo, y mucho, por la figura del monstruo paterno.

Y con la muerte del mismo, cuando la niña ya contaba con sus diez años y ya tenía una conciencia lúcida de situación, ella consideró que ahí vendría un vendaval de cosas buenas para todas, que ahora sí, su mamá estaría mucho mejor y que ella y sus hermanas ya no pasarían tanto miedo todo el tiempo.

Llegó a decir, incluso, que cuando murió su papá de cirrosis, ella sintió algo que hacía muchísimo que no sentía, y eso era felicidad. Se sintió alegre, feliz, radiante, con un regocijo y júbilo que sentía vedado desde siempre. “Ahora sí, vamos a estar bien”, se dijo a sí misma mientras contemplaba el cuerpo de su padre yaciendo en el interior del ataúd.

Pero no fue así. El padre era el único sostén de la familia. Un tío paterno se había comprometido a mantenerlas a todas, pero después se borró, cuestión que fue cimentando aún más el odio hacia los hombres que de latente había pasado a manifiesto.

Ver a su madre convertida en costurera y lavadora de ropa también iba generando cada vez más esa cuestión, y el hecho de que su situación económica de apretada hubiera pasado a muy mala, selló ese sentimiento que se convertiría en comportamiento para toda su vida.

A los once años, como ya su madre no podía mantenerlas, llevó a la niña a un convento, donde ayudaría en los quehaceres y ganaría algún dinero, y tal vez mejorara su formación educativa y aprendiera algún oficio. Igualmente, duró tres meses en ese convento. La relación con las monjas era tensa y la azotaban con frecuencia, hasta que no aguantó la situación y fue ella quien se convirtió en verdugo: le quitó la vara a la monja y le dio sin asco hasta que logró desmayarla. Sin más trámite se borró.

Volvió a su casa materna y comenzó a incursionar en el oficio del cuidado de personas mayores y de empleada doméstica. Allí vio una veta para hacer operativa su venganza hacia los hombres: el hijo del dueño de la casa, un joven prominente a quien fue enamorando de a poco, hasta que cuando contó con unos quince años se formalizó el matrimonio. El marido le llevaba cuatro años y colaboraba con su padre en los negocios familiares, vinculados a la producción agrícola – ganadera del Buenos Aires de los sesenta. La situación económica de ella y su marido era por demás muy buena, y se daban la buena vida.

Pero no alcanzaba. Ella no lo quería. Para ella, el tipo era sólo un medio, y comenzó un romance con un hampón de la zona que laburaba en un bar de truhanes y malandras, siempre a la espera del algún dato para mandarse un golpe jugoso.

El dato, entonces, era el marido de la flaca: hacerlo boleta para que ella heredara su fortuna, y blanquear la relación con el malandra, y vivir feliz para siempre.

El primer golpe tuvo lugar cuando el marido salía de la casa como todas las mañanas: le tiró un auto reventado encima y lo hizo volar como diez metros, pero no se murió. Tuvo que estar en cama varias semanas hasta que los huesos se le repusieron. Durante esos meses, ella puteaba y lloraba todos los días porque tenía que estar al servicio del marido, para que no sospechara nada y porque tenía el ojo crítico de la familia de éste encima.

El segundo golpe tuvo lugar una noche, cuando la pareja salía de cenar de un restaurante. Un compinche del malandra se acercó y le asestó una puñalada en plan de robo, pero no logró matarlo. El fulano estuvo otras varias semanas en recuperación, acentuando cada vez más las puteadas y bronca de la mujer, y generando un sentimiento de aversión hacia su amante, quien le dijo que el próximo golpe sería el definitivo.

Pero no fue así. Vino el tercer golpe materializado en una bala que el mismo malandra le disparó en la cabeza al marido, pero en lugar de matarlo lo postró a una silla de ruedas de por vida.

Fue la joven quien tuvo que volver, varios años después, a cuidar a un convaleciente. Mandó a freír churros a su amante y todas las mañanas lloraba y se sentía desdichada, puteaba a su padre difunto y a su marido, a su familia de sangre y a su familia política. Se sentía presa de sus propios demonios y fantasmas. Había forjado una celda anímica, y ahora su vida se circunscribía sólo a eso. La vida, de alguna manera, sintió que se la estaba devolviendo.

Una tarde cuando salía con su marido a pasearlo, tomó por una calle que tenía pendiente descendente y vio al final de la misma una gran avenida, concurrida por autos y tranvías. No pudo precisar tiempo después si lo pensó o simplemente la acción se apoderó de ella, pero así fue que la silla de ruedas se desplazó calle abajo, cada vez más ligero, hasta que llegó al asfalto y un auto impactó contra la misma, matando, esta vez sí, al pobre tipo.

En ese instante ella sintió que por fin era libre. Se acercó al cuerpo de su marido y lo sostuvo hasta que llegó el primer oficial de policía. Le contó todo, de su plan para matarlo, de la complicidad del malandra y el compinche de éste, de que ella lo venía paseando y lo dejó caer… Largó todo lo que tenía encima.

En la cárcel entretenía a las otras presas contando las historias de violencia de su padre hacia su madre y sus hermanas, hasta que otra presa le dijo: “los querés demasiado a los tipos. Viviste siempre lo que ellos querían”.

Al día siguiente se colgó con las sábanas de su cama. #
 

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03 DIC 2016 - 22:53

Por Daniel Schulman
Psicólogo Forense 
Especial para Jornada


Ella odiaba a todos los hombres. Los odió a partir de la figura parental que le tocó en vida. Su padre había sido un ser maligno con ella, sus hermanas, y su madre. Las trataba mal a todas, sobre todo a su madre, a quien golpeaba y humillaba con frecuencia. Hasta alguna vez ella rememoraría que no recordaba una sola ocasión en que su papá haya sido amable con su mamá, sino que continuamente le ejercía una violencia continua todo el tiempo, sin pausa ni descanso.

Así las cosas, la situación económica de la familia no era holgada, pero no faltaba nada. Siempre había comida en la mesa para ella, sus tres hermanas, y su madre y padre. La pilcha tenía una vida útil acorde con el aspecto de la misma, y la vivienda se encontraba generalmente en buen estado. No pasaban ni frío ni hambre, aunque sí miedo, y mucho, por la figura del monstruo paterno.

Y con la muerte del mismo, cuando la niña ya contaba con sus diez años y ya tenía una conciencia lúcida de situación, ella consideró que ahí vendría un vendaval de cosas buenas para todas, que ahora sí, su mamá estaría mucho mejor y que ella y sus hermanas ya no pasarían tanto miedo todo el tiempo.

Llegó a decir, incluso, que cuando murió su papá de cirrosis, ella sintió algo que hacía muchísimo que no sentía, y eso era felicidad. Se sintió alegre, feliz, radiante, con un regocijo y júbilo que sentía vedado desde siempre. “Ahora sí, vamos a estar bien”, se dijo a sí misma mientras contemplaba el cuerpo de su padre yaciendo en el interior del ataúd.

Pero no fue así. El padre era el único sostén de la familia. Un tío paterno se había comprometido a mantenerlas a todas, pero después se borró, cuestión que fue cimentando aún más el odio hacia los hombres que de latente había pasado a manifiesto.

Ver a su madre convertida en costurera y lavadora de ropa también iba generando cada vez más esa cuestión, y el hecho de que su situación económica de apretada hubiera pasado a muy mala, selló ese sentimiento que se convertiría en comportamiento para toda su vida.

A los once años, como ya su madre no podía mantenerlas, llevó a la niña a un convento, donde ayudaría en los quehaceres y ganaría algún dinero, y tal vez mejorara su formación educativa y aprendiera algún oficio. Igualmente, duró tres meses en ese convento. La relación con las monjas era tensa y la azotaban con frecuencia, hasta que no aguantó la situación y fue ella quien se convirtió en verdugo: le quitó la vara a la monja y le dio sin asco hasta que logró desmayarla. Sin más trámite se borró.

Volvió a su casa materna y comenzó a incursionar en el oficio del cuidado de personas mayores y de empleada doméstica. Allí vio una veta para hacer operativa su venganza hacia los hombres: el hijo del dueño de la casa, un joven prominente a quien fue enamorando de a poco, hasta que cuando contó con unos quince años se formalizó el matrimonio. El marido le llevaba cuatro años y colaboraba con su padre en los negocios familiares, vinculados a la producción agrícola – ganadera del Buenos Aires de los sesenta. La situación económica de ella y su marido era por demás muy buena, y se daban la buena vida.

Pero no alcanzaba. Ella no lo quería. Para ella, el tipo era sólo un medio, y comenzó un romance con un hampón de la zona que laburaba en un bar de truhanes y malandras, siempre a la espera del algún dato para mandarse un golpe jugoso.

El dato, entonces, era el marido de la flaca: hacerlo boleta para que ella heredara su fortuna, y blanquear la relación con el malandra, y vivir feliz para siempre.

El primer golpe tuvo lugar cuando el marido salía de la casa como todas las mañanas: le tiró un auto reventado encima y lo hizo volar como diez metros, pero no se murió. Tuvo que estar en cama varias semanas hasta que los huesos se le repusieron. Durante esos meses, ella puteaba y lloraba todos los días porque tenía que estar al servicio del marido, para que no sospechara nada y porque tenía el ojo crítico de la familia de éste encima.

El segundo golpe tuvo lugar una noche, cuando la pareja salía de cenar de un restaurante. Un compinche del malandra se acercó y le asestó una puñalada en plan de robo, pero no logró matarlo. El fulano estuvo otras varias semanas en recuperación, acentuando cada vez más las puteadas y bronca de la mujer, y generando un sentimiento de aversión hacia su amante, quien le dijo que el próximo golpe sería el definitivo.

Pero no fue así. Vino el tercer golpe materializado en una bala que el mismo malandra le disparó en la cabeza al marido, pero en lugar de matarlo lo postró a una silla de ruedas de por vida.

Fue la joven quien tuvo que volver, varios años después, a cuidar a un convaleciente. Mandó a freír churros a su amante y todas las mañanas lloraba y se sentía desdichada, puteaba a su padre difunto y a su marido, a su familia de sangre y a su familia política. Se sentía presa de sus propios demonios y fantasmas. Había forjado una celda anímica, y ahora su vida se circunscribía sólo a eso. La vida, de alguna manera, sintió que se la estaba devolviendo.

Una tarde cuando salía con su marido a pasearlo, tomó por una calle que tenía pendiente descendente y vio al final de la misma una gran avenida, concurrida por autos y tranvías. No pudo precisar tiempo después si lo pensó o simplemente la acción se apoderó de ella, pero así fue que la silla de ruedas se desplazó calle abajo, cada vez más ligero, hasta que llegó al asfalto y un auto impactó contra la misma, matando, esta vez sí, al pobre tipo.

En ese instante ella sintió que por fin era libre. Se acercó al cuerpo de su marido y lo sostuvo hasta que llegó el primer oficial de policía. Le contó todo, de su plan para matarlo, de la complicidad del malandra y el compinche de éste, de que ella lo venía paseando y lo dejó caer… Largó todo lo que tenía encima.

En la cárcel entretenía a las otras presas contando las historias de violencia de su padre hacia su madre y sus hermanas, hasta que otra presa le dijo: “los querés demasiado a los tipos. Viviste siempre lo que ellos querían”.

Al día siguiente se colgó con las sábanas de su cama. #
 


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