Owain Glyndur

15 ABR 2017 - 21:58 | Actualizado

Por Carlos Hughes

En Twitter: @carloshughestre

carloshughes@grupojornada.com

A las puertas del Purgatorio hay un cartel que reza, lacónico, “morir es una decisión, al igual que ser feliz”. Heliodor Flores narra que es allí, en ese momento glacial y frente a ese texto lapidario, que el alma registra su destino fatal. Lo refiere cada vez que reconoce un rostro de otros tiempos en ese hospicio que ahora cuenta sus días postreros.

Hasta el instante final, pontifica, La Muerte no se revela ni se presiente. Y el Tormento asemeja un suburbio inverosímil en el desierto de Samara, atestado de lores y reyes sin coronas que penan sin destino. Asegura, acaso con más pretensión que conocimiento, que se les ha vedado toda salida por sus pecados inescrupulosos en tiempos terrenales.

Heliodor Flores fue un cuchillero probado en la tangente de la civilización patagónica, sembrando temeridad en la meseta de Somuncurá, los fortines fronterizos y los lupanares con olor a fritanga y aguas negras de los pocos poblados que se contaban entonces. Le atribuyen cuatro crímenes fuleros que jamás la autoridad, sin embargo, pudo probar.

Afirma que le dio muerte un galenzo altanero en el Valle de Drofa Dulog. Un grupo diverso de nativos y forasteros apuraban un alcohol agreste esa noche trágica que terminó con ríos de sangre y cuerpos mutilados: “Me destripó con cuatro tajos perfectos”, cuenta Heliodor.

Su descenso a los infiernos, y posterior retorno, ostenta una veracidad incierta y darle autenticidad a su narración resulta incómodo y azaroso, pues desdeña dos mil años de leyendas pavorosas, impunes, derramadas bajo la oscuridad de las sotanas.

Describe que allí las almas no penan y que el tiempo está fundido en un instante en el que convergen todos los instantes, sin noches ni mañanas, con atardeceres vastos en los que el sol jamás renuncia al poniente. Pululan personajes desiguales de tiempos remotos, también recientes. Y el azar define, supone Heliodor, sus encuentros.

Corriendo ese albur es que conoció, por ejemplo, al irreductible Omar, muyahidín legendario por la crueldad con que castigaba a sus enemigos en las arenas ardientes del Wahiba, untándolos en miel del Himalaya para que los devoren las hormigas plateadas; y también al probo Ôishi Kuranosuke, que le reveló los secretos de los Ronin para vengar al Señor del Castillo de Akó.

Heliodor Flores trabó una amistad quimérica con Gurith, hija de Alvilda, que empuñó las espadas vikingas por los mares helados y a quien conoció en una pradera montaraz que mixtura samuráis, piratas nórdicos y tahúres de toda laya, despojados de cortesía. Por ella conoció el destino incierto de Synardus, rey de la isla de Gotlandia; el rescate de la bella Thora que hizo

Ragnar Lodbrok ante la temible serpiente que la custodiaba y las atrocidades de otras damas violentas como la princesa Thornbjörg o la legendaria Hervor; cuya belleza no les impedía asolar las costas del Báltico con largas espadas en la diestra y un cuerno de hidromiel en la otra mano.

Fue el orgulloso Owain Glyndur, no obstante, quien lo condenó al retorno. El último Príncipe de Gales goza en el Purgatorio de un prestigio sobrenatural. Heliodor Flores detalló dos contactos. A orillas del Lago Talybont, sin palabra alguna pero bajo la presión de una mirada escrutadora, de cejas ceñidas; y en un valle que asemeja a los alrededores de Mountain Ash, en cuya ocasión surgieron los relatos.

Glyndur, que le entregó fidelidad al Imperio y sufrió traición, lideró una revuelta inaudita en los tiempos de Enrique IV, a quien durante una decena de años le generó los peores enojos saqueando castillos, devastando tierras y diezmando sus ejércitos. Y lo que en su génesis fue una disputa baladí se transformó en la última revuelta que experimentó el Dragón Rojo en toda su extensión.

Todo está resumido en The Revolt of Owain Glyndwr in Medieval English Chronicles o, en todo caso, en “Anales de Owen Glyn Dwr”, que dio a la luz Gruffydd Hiraethog un siglo y medio después. No obstante, el Príncipe reconoció en Heliodor a un mensajero probado para dar veracidad a ese pasado inaudito y por ello, tal vez algo desatinadamente, le refirió episodios medulares de aquella gesta, abortada de los textos durante muchos años.

Es junio de 1401, la rebelión en Gales ocupa gran parte del territorio y el Rey Enrique IV, tras abandonar su intento de invadir Escocia, inspecciona personalmente el accionar de su presuntuoso ejército, cuyo mando confía al legendario guerrero Henry Percy. Atisba que someterá a los revolucionarios rápidamente. Owain encabeza una reunión clave con 400 hombres en Mynydd Hyddgencon. No teme un ataque pero la Corona los rodea con medio millar de combatientes y los tiene a su merced por la prerrogativa de apostarse en las tierras altas. La derrota es segura pero tras los primeros embates, el Príncipe lee una ventaja allí donde nadie mira: los atuendos. Sus arqueros, livianos, se desplazan rápidamente para reagruparse y priman sobre su adversario, ataviado con escudos, lanzas y ropas pesadas en medio de ese terreno pantanoso. Los rebeldes contraatacan, matan a 200 hombres, dejan otros tantos heridos y toman al resto de prisioneros.

Owain le reconoce a Heliodor veracidad a la leyenda: su ejército es seguido por mujeres, cuya tarea consiste en rematar a los heridos y mutilar los cuerpos de los muertos. Vengando, así, saqueos y violaciones del pasado reciente.

Ahora estamos en el mismo año, pero semanas después. El Rey, impotente, toma personalmente las riendas de la cuestión galesa. Decide castigar, no sin bajeza, la derrota reciente. Y lo hace como un canalla: elige a la abadía de Strata Florida, de reconocidas simpatías con Glyndur. La toma, esclaviza a los monjes y durante dos días los obliga a servirles sus mejores vinos a los soldados. Después los lapida y destruye el lugar. Owain toma nota, pero no reacciona y le niega un enfrentamiento a campo abierto. Sigue con su táctica de guerrilla, diezmando al ejército de la Corona. Llueve largamente, se inunda el campamento invasor y la tienda de Enrique IV, que duerme con sus armaduras puestas, se viene abajo y es arrastrada por el agua. Se salva de milagro y logra salir de la región, colmado de vergüenza y humillado.

Todo dura más de diez años y, finalmente, el imperio impone condiciones. Owain Glyndur desaparece. Nadie sabe cómo terminan sus días. Nadie vuelve a verlo, nadie lo denuncia.

Heliodor Flores lo interroga en ese punto y, no sin asombro, recibe su respuesta:

“Sigo allí”.

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15 ABR 2017 - 21:58

Por Carlos Hughes

En Twitter: @carloshughestre

carloshughes@grupojornada.com

A las puertas del Purgatorio hay un cartel que reza, lacónico, “morir es una decisión, al igual que ser feliz”. Heliodor Flores narra que es allí, en ese momento glacial y frente a ese texto lapidario, que el alma registra su destino fatal. Lo refiere cada vez que reconoce un rostro de otros tiempos en ese hospicio que ahora cuenta sus días postreros.

Hasta el instante final, pontifica, La Muerte no se revela ni se presiente. Y el Tormento asemeja un suburbio inverosímil en el desierto de Samara, atestado de lores y reyes sin coronas que penan sin destino. Asegura, acaso con más pretensión que conocimiento, que se les ha vedado toda salida por sus pecados inescrupulosos en tiempos terrenales.

Heliodor Flores fue un cuchillero probado en la tangente de la civilización patagónica, sembrando temeridad en la meseta de Somuncurá, los fortines fronterizos y los lupanares con olor a fritanga y aguas negras de los pocos poblados que se contaban entonces. Le atribuyen cuatro crímenes fuleros que jamás la autoridad, sin embargo, pudo probar.

Afirma que le dio muerte un galenzo altanero en el Valle de Drofa Dulog. Un grupo diverso de nativos y forasteros apuraban un alcohol agreste esa noche trágica que terminó con ríos de sangre y cuerpos mutilados: “Me destripó con cuatro tajos perfectos”, cuenta Heliodor.

Su descenso a los infiernos, y posterior retorno, ostenta una veracidad incierta y darle autenticidad a su narración resulta incómodo y azaroso, pues desdeña dos mil años de leyendas pavorosas, impunes, derramadas bajo la oscuridad de las sotanas.

Describe que allí las almas no penan y que el tiempo está fundido en un instante en el que convergen todos los instantes, sin noches ni mañanas, con atardeceres vastos en los que el sol jamás renuncia al poniente. Pululan personajes desiguales de tiempos remotos, también recientes. Y el azar define, supone Heliodor, sus encuentros.

Corriendo ese albur es que conoció, por ejemplo, al irreductible Omar, muyahidín legendario por la crueldad con que castigaba a sus enemigos en las arenas ardientes del Wahiba, untándolos en miel del Himalaya para que los devoren las hormigas plateadas; y también al probo Ôishi Kuranosuke, que le reveló los secretos de los Ronin para vengar al Señor del Castillo de Akó.

Heliodor Flores trabó una amistad quimérica con Gurith, hija de Alvilda, que empuñó las espadas vikingas por los mares helados y a quien conoció en una pradera montaraz que mixtura samuráis, piratas nórdicos y tahúres de toda laya, despojados de cortesía. Por ella conoció el destino incierto de Synardus, rey de la isla de Gotlandia; el rescate de la bella Thora que hizo

Ragnar Lodbrok ante la temible serpiente que la custodiaba y las atrocidades de otras damas violentas como la princesa Thornbjörg o la legendaria Hervor; cuya belleza no les impedía asolar las costas del Báltico con largas espadas en la diestra y un cuerno de hidromiel en la otra mano.

Fue el orgulloso Owain Glyndur, no obstante, quien lo condenó al retorno. El último Príncipe de Gales goza en el Purgatorio de un prestigio sobrenatural. Heliodor Flores detalló dos contactos. A orillas del Lago Talybont, sin palabra alguna pero bajo la presión de una mirada escrutadora, de cejas ceñidas; y en un valle que asemeja a los alrededores de Mountain Ash, en cuya ocasión surgieron los relatos.

Glyndur, que le entregó fidelidad al Imperio y sufrió traición, lideró una revuelta inaudita en los tiempos de Enrique IV, a quien durante una decena de años le generó los peores enojos saqueando castillos, devastando tierras y diezmando sus ejércitos. Y lo que en su génesis fue una disputa baladí se transformó en la última revuelta que experimentó el Dragón Rojo en toda su extensión.

Todo está resumido en The Revolt of Owain Glyndwr in Medieval English Chronicles o, en todo caso, en “Anales de Owen Glyn Dwr”, que dio a la luz Gruffydd Hiraethog un siglo y medio después. No obstante, el Príncipe reconoció en Heliodor a un mensajero probado para dar veracidad a ese pasado inaudito y por ello, tal vez algo desatinadamente, le refirió episodios medulares de aquella gesta, abortada de los textos durante muchos años.

Es junio de 1401, la rebelión en Gales ocupa gran parte del territorio y el Rey Enrique IV, tras abandonar su intento de invadir Escocia, inspecciona personalmente el accionar de su presuntuoso ejército, cuyo mando confía al legendario guerrero Henry Percy. Atisba que someterá a los revolucionarios rápidamente. Owain encabeza una reunión clave con 400 hombres en Mynydd Hyddgencon. No teme un ataque pero la Corona los rodea con medio millar de combatientes y los tiene a su merced por la prerrogativa de apostarse en las tierras altas. La derrota es segura pero tras los primeros embates, el Príncipe lee una ventaja allí donde nadie mira: los atuendos. Sus arqueros, livianos, se desplazan rápidamente para reagruparse y priman sobre su adversario, ataviado con escudos, lanzas y ropas pesadas en medio de ese terreno pantanoso. Los rebeldes contraatacan, matan a 200 hombres, dejan otros tantos heridos y toman al resto de prisioneros.

Owain le reconoce a Heliodor veracidad a la leyenda: su ejército es seguido por mujeres, cuya tarea consiste en rematar a los heridos y mutilar los cuerpos de los muertos. Vengando, así, saqueos y violaciones del pasado reciente.

Ahora estamos en el mismo año, pero semanas después. El Rey, impotente, toma personalmente las riendas de la cuestión galesa. Decide castigar, no sin bajeza, la derrota reciente. Y lo hace como un canalla: elige a la abadía de Strata Florida, de reconocidas simpatías con Glyndur. La toma, esclaviza a los monjes y durante dos días los obliga a servirles sus mejores vinos a los soldados. Después los lapida y destruye el lugar. Owain toma nota, pero no reacciona y le niega un enfrentamiento a campo abierto. Sigue con su táctica de guerrilla, diezmando al ejército de la Corona. Llueve largamente, se inunda el campamento invasor y la tienda de Enrique IV, que duerme con sus armaduras puestas, se viene abajo y es arrastrada por el agua. Se salva de milagro y logra salir de la región, colmado de vergüenza y humillado.

Todo dura más de diez años y, finalmente, el imperio impone condiciones. Owain Glyndur desaparece. Nadie sabe cómo terminan sus días. Nadie vuelve a verlo, nadie lo denuncia.

Heliodor Flores lo interroga en ese punto y, no sin asombro, recibe su respuesta:

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