Historias Mínimas / Invierno

Por Carlos Hughes.

24 JUN 2017 - 21:21 | Actualizado

Por Carlos Hughes

Sobre el fondo de una habitación en penumbras, en un invierno bestial, Demetrio Urquiza repasaba las últimas páginas de un libro que se le antojaba lúgubre e incómodo.
De su padre le quedó la pasión por los textos y de su abuelo, que para unos fue un rufián a toda ley y para otros sólo un peregrino que vendía ilusiones a cada retorno, unos libros  extraños que apilaron los años, y los kilómetros, en una pequeña bodega situada en el confín de la hacienda familiar.
Aquellos textos mixturaban rarezas de toda laya, en idiomas a veces inverosímiles. Y como la leyenda de su abuelo le resultaba extraordinaria y azarosa, hurgaba en ellos oteando certezas de una vida que se le antojaba improbable, sensación que lejos de lapidar con cada lectura, lo introdujo en una grieta insondable y tenebrosa.
Mientras la tundra patagónica se volvía canosa con la ventisca, y las luces de las velas ganaban paso por la caída del sol, Demetrio Urquiza leía y releía –esa vez- una historia de corsarios del otro lado del mundo.
Nasuki Kai lideró una banda de forajidos que asoló las costas orientales desde Matsue hasta la península de Noto durante el principado de Fushimi-no-miya. Trataba con crueldad a sus enemigos. Pero, frente a la decepción, más sanguinario se comportaba con sus partidarios. Su primer lugarteniente, Fujiwara no Kamatari, fue devorado vivo por un grupo de pirañas que Nasuki alimentaba personalmente en su camarote. Fue el castigo que le impuso por regresar derrotado de una misión pirata a Tottori, obligando a toda la tripulación a presenciar el escarmiento que aquel soportó en silencio y con dignidad, tal como su estirpe de malhechor le exigía.
En los saqueos repartía generosamente el botín entre los suyos, lo cual le forjaba lealtades, pero reservaba para sí a las vírgenes secuestradas, a quienes entregaba a cambio de favores a los corsarios chinos, asegurándose así la potestad de aterrorizar en exclusiva esa zona de mares bravos y aldeas dispersas.
Sobre el final del texto que narraba las peripecias de Nasuki, cuya lectura Urquiza sólo pudo concretar por los apuntes desprolijos que su abuelo  intentó en la tangente de las hojas, había un daguerrotipo extraño donde el Príncipe Fushimi-no-miya aparecía de rodillas y amenazado por el sable samurái que sostenía un personaje extremadamente parecido al padre de su padre.
Este tipo de hallazgo se repitió en la decena de libros antiguos que recorrió durante aquel invierno crudo, con figuras extraordinariamente similares a su abuelo protagonizando escenas de otros tiempos, y otras geografías.

Lo vio junto al rey noruego Olaf II el Santo en un banquete pantagruélico para festejar la victoria en sangrienta batalla frente a las fuerzas de su par danés Canuto el Grande, en el siglo XI; o acompañando al rey Moctezuma Xocoyotzin en una visita a la ciudad de Tlatelolco, lo que dejó plasmado Francisco Cervantes de Salazar en sus Crónicas de la Nueva España.
En un texto escrito en lengua germánica se lo describía físicamente a la perfección en un pasaje que se completa con una ilustración de gran verosimilitud en el que lideraba una batalla junto al ostrogodo Teodorico, masacrando en Adda a las fuerzas de Odoacro, rey de los hérulos.
Un libro pesado y de escritura desprolija lo refería montando un corcel portentoso a la diestra de Calfucurá, lanza en mano, durante la cruel batalla de Masellé, cuando las tribus borogas de Melín y Rondeao fueron exterminadas por el Emperador de las Pampas.
Había allí varios episodios en los que se lo aparecía junto al hijo de Huentecurá. Parlamentando una paz endeble con Rosas, enfrentando a los caciques ranqueles Yanquetruz y Painé con mil lanzas, y más adelante degollando siniestramente a centenas de guerreros huilliches.
En un apartado sorprendente narraba que Calfucurá era acompañado en sus batallas por un jinete fantasma, que le hacía de escudero, y afirmaba a modo de epílogo que había observado con sus propios ojos los dos corazones que volvían invencible al mítico guerrero de la insondable pampa.
 Demetrio Urquiza halló allí el relato de un suceso revelador contado en primera persona por su abuelo, en el que se ubicaba como protagonista de un episodio extremo y temerario: uniendo Guanahani con las Islas Azores, en pleno Mar de los Sargazos, comandaba una embarcación que fue a perderse entre olas tumultuosas y torbellinos en el que confluían las estaciones, los tiempos, y las geografías. Todas las historias que dejó plasmadas en esos textos variopintos, comprendió, le sucedieron a este incidente.
 En el último de esos libros su abuelo aparecía en dos ocasiones: en una taberna de Machynlleth, en Gales, durante el parlamento convocado por Owain Glyndwr cuando mediaba la revolución que el último príncipe del Dragón Rojo lideró sobre el 1400; y dialogando con los caciques Galats y Francisco, en algún lugar de la Patagonia, acompañando a los colonos Lewis Jones y Aaron Jenkins, casi 500 años después.
Fue con ese texto terminal, se cree, que Demetrio Urquiza enfrentó a La Muerte a cara descubierta. En la página postrera descubrió una imagen en la que se vio retratado con los atuendos que llevaba puestos, leyendo a luz de las velas durante un invierno fatal de la Patagonia indómita.#

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24 JUN 2017 - 21:21

Por Carlos Hughes

Sobre el fondo de una habitación en penumbras, en un invierno bestial, Demetrio Urquiza repasaba las últimas páginas de un libro que se le antojaba lúgubre e incómodo.
De su padre le quedó la pasión por los textos y de su abuelo, que para unos fue un rufián a toda ley y para otros sólo un peregrino que vendía ilusiones a cada retorno, unos libros  extraños que apilaron los años, y los kilómetros, en una pequeña bodega situada en el confín de la hacienda familiar.
Aquellos textos mixturaban rarezas de toda laya, en idiomas a veces inverosímiles. Y como la leyenda de su abuelo le resultaba extraordinaria y azarosa, hurgaba en ellos oteando certezas de una vida que se le antojaba improbable, sensación que lejos de lapidar con cada lectura, lo introdujo en una grieta insondable y tenebrosa.
Mientras la tundra patagónica se volvía canosa con la ventisca, y las luces de las velas ganaban paso por la caída del sol, Demetrio Urquiza leía y releía –esa vez- una historia de corsarios del otro lado del mundo.
Nasuki Kai lideró una banda de forajidos que asoló las costas orientales desde Matsue hasta la península de Noto durante el principado de Fushimi-no-miya. Trataba con crueldad a sus enemigos. Pero, frente a la decepción, más sanguinario se comportaba con sus partidarios. Su primer lugarteniente, Fujiwara no Kamatari, fue devorado vivo por un grupo de pirañas que Nasuki alimentaba personalmente en su camarote. Fue el castigo que le impuso por regresar derrotado de una misión pirata a Tottori, obligando a toda la tripulación a presenciar el escarmiento que aquel soportó en silencio y con dignidad, tal como su estirpe de malhechor le exigía.
En los saqueos repartía generosamente el botín entre los suyos, lo cual le forjaba lealtades, pero reservaba para sí a las vírgenes secuestradas, a quienes entregaba a cambio de favores a los corsarios chinos, asegurándose así la potestad de aterrorizar en exclusiva esa zona de mares bravos y aldeas dispersas.
Sobre el final del texto que narraba las peripecias de Nasuki, cuya lectura Urquiza sólo pudo concretar por los apuntes desprolijos que su abuelo  intentó en la tangente de las hojas, había un daguerrotipo extraño donde el Príncipe Fushimi-no-miya aparecía de rodillas y amenazado por el sable samurái que sostenía un personaje extremadamente parecido al padre de su padre.
Este tipo de hallazgo se repitió en la decena de libros antiguos que recorrió durante aquel invierno crudo, con figuras extraordinariamente similares a su abuelo protagonizando escenas de otros tiempos, y otras geografías.

Lo vio junto al rey noruego Olaf II el Santo en un banquete pantagruélico para festejar la victoria en sangrienta batalla frente a las fuerzas de su par danés Canuto el Grande, en el siglo XI; o acompañando al rey Moctezuma Xocoyotzin en una visita a la ciudad de Tlatelolco, lo que dejó plasmado Francisco Cervantes de Salazar en sus Crónicas de la Nueva España.
En un texto escrito en lengua germánica se lo describía físicamente a la perfección en un pasaje que se completa con una ilustración de gran verosimilitud en el que lideraba una batalla junto al ostrogodo Teodorico, masacrando en Adda a las fuerzas de Odoacro, rey de los hérulos.
Un libro pesado y de escritura desprolija lo refería montando un corcel portentoso a la diestra de Calfucurá, lanza en mano, durante la cruel batalla de Masellé, cuando las tribus borogas de Melín y Rondeao fueron exterminadas por el Emperador de las Pampas.
Había allí varios episodios en los que se lo aparecía junto al hijo de Huentecurá. Parlamentando una paz endeble con Rosas, enfrentando a los caciques ranqueles Yanquetruz y Painé con mil lanzas, y más adelante degollando siniestramente a centenas de guerreros huilliches.
En un apartado sorprendente narraba que Calfucurá era acompañado en sus batallas por un jinete fantasma, que le hacía de escudero, y afirmaba a modo de epílogo que había observado con sus propios ojos los dos corazones que volvían invencible al mítico guerrero de la insondable pampa.
 Demetrio Urquiza halló allí el relato de un suceso revelador contado en primera persona por su abuelo, en el que se ubicaba como protagonista de un episodio extremo y temerario: uniendo Guanahani con las Islas Azores, en pleno Mar de los Sargazos, comandaba una embarcación que fue a perderse entre olas tumultuosas y torbellinos en el que confluían las estaciones, los tiempos, y las geografías. Todas las historias que dejó plasmadas en esos textos variopintos, comprendió, le sucedieron a este incidente.
 En el último de esos libros su abuelo aparecía en dos ocasiones: en una taberna de Machynlleth, en Gales, durante el parlamento convocado por Owain Glyndwr cuando mediaba la revolución que el último príncipe del Dragón Rojo lideró sobre el 1400; y dialogando con los caciques Galats y Francisco, en algún lugar de la Patagonia, acompañando a los colonos Lewis Jones y Aaron Jenkins, casi 500 años después.
Fue con ese texto terminal, se cree, que Demetrio Urquiza enfrentó a La Muerte a cara descubierta. En la página postrera descubrió una imagen en la que se vio retratado con los atuendos que llevaba puestos, leyendo a luz de las velas durante un invierno fatal de la Patagonia indómita.#


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