Cautiva

05 AGO 2017 - 20:46 | Actualizado

Por Carlos Hughes

Twitter: @carloshughestre

El destino de Anastasia resulta incómodo y borrascoso. Refiere a crueldades y a muerte, a curaciones asombrosas y también a una pasión violenta que se salda con una salvación, nada menos.

La historia no cuenta como leyenda épica, quizás, ni destila singularidades pero su trascendencia –a diferencia de cientos de relatos de que gozan de similitudes- nos interroga aun hoy, generaciones después.

Corre febrero de 1858 y es el día 15, acaso el 16. Anastasia inspecciona con paciencia atávica los tallos irregulares de una planta de ruda. Al final decide y reserva un racimo en la alforja que ya acumula otros yuyos, algunos ungüentos, tónicos, vermífugos y cardiales para el corazón, además de unas grageas que su padre ingiere en una crisis de tifus.

Las poblaciones fronterizas mixturan la temeridad de los winkas, que se arriesgan a vivir bajo la sombra de los lanceros ladinos, y la indiada que se amansa para mimetizarse con esa civilización ramplona y mínima.

Anastasia aprende con avidez las artes ancestrales de la cura. La Machi pampa, rescatada años antes de una toldería, le enseña con paciencia y sabiduría. “Curan el cuerpo, y también el alma, mi’ja”, le repite desde pequeña.

La parsimonia de la llanura ardiente se rompe con el ataque cercano. Un malón arremete en las cercanías, por el arroyo Pihen, contra las fuerzas del coronel Granada. La lucha es sangrienta, milicos que visten de prepo un uniforme andrajoso con anarquía de talles se miden contra 1.500 lanzas feroces. Dura dos días, corre sangre de ambos bandos y la tierra se torna misionera. Contar triunfadores y derrotados resulta baladí.

En la retirada el jefe invasor, el temible Calfucurá, atropella la población con su caballo y en ese albur Anastasia es arrastrada de los pelos y llevada a los gritos, dejando polvo y muerte en la carrera.

“Me metió en su toldo. Allí había otras mujeres que me miraban con ojos encendidos de furia. Querían arrebatarme una alforja que yo llevaba cruzada al cuello”, contará después, según refiere Ana María Wiersma en Tiempos de Aldea, siglo y medio más tarde.

El Rey de las Pampas le quita la inocencia y la convierte en su mujer. Anastasia, más joven que el resto del grupo, sufre las consecuencias: las más veteranas la celan y la obligan a todo tipo de tareas, a los gritos, y a los golpes. Así pasan los días, las semanas, hasta que una de ellas, ya anciana, se percata: “Está preñada”, sentencia.

Calfucurá, en su aspereza, desdeña del cariño y la compasión pero ordena el cese de los castigos y los fastidios. Atrás quedan los días de cargas pesadas.

El azar, acaso el destino, enferma al cacique. Esbelto en las batallas, lo rinde la fiebre y pasa jornadas de delirios, tumbado en su tienda. Se organizan rogativas, lo llenan de ungüentos y el toldo hiede a vapores viscosos y muerte lenta, pero nada detiene la calentura.

Anastasia, en ese trance, recuerda las enseñanzas de la india allá en su casa. Reúne rudas en el campo agreste y se las coloca a Calfucurá en las axilas, y le unta los labios, ya sangrantes, con manteca de cacao. Extrae de la alforja los ungüentos, los cardiales para el corazón y le da las píldoras que toma su padre, porque presiente que el salinero sufre tifus. El cacique le sostiene una mirada taciturna pero nada dice.

La noche es violenta para el moribundo y Anastasia sufre, porque sabe que si se va, la enterrarán con él, con su caballo y con sus mejores posesiones. Reza, desesperada, con lágrimas contenidas, hasta que se desmaya de cansancio.

La despierta una india anciana a los sacudones. Calfucurá se restablece, ya sin fiebre. “Tu hijo será mi heredero”, le dice el bravo, agradecido.

Pasan los días, junta rudas y al regresar a la toldería ve al Cacique parlamentar con soldados, y escucha: “Llévense a la muchacha, ella es buena”.

Llega a la civilización con la panza denunciando la vergüenza. Nadie se alegra del retorno y su padre sólo piensa en salvar la honra y el honor, así que le impone rápido casamiento con un desconocido. Su hijo se llama Ramón Quinteros, pero ni bien puede entender las cosas, Anastasia le cuenta que es hijo de Calfucurá… Y hasta su muerte lo lleva con orgullo.

Pasan 20 años y ahora es 1873, días de invierno. Calfucurá yace en su lecho. El Rey Pampa deja tras de sí la pelea por su sucesión. Su hijo José Millaquecurá se sabe heredero del trono, pero también lo pretende su hermano, Bernardo Namuncurá. Ninguno de ellos lo logra. Es para Manuel Namuncurá, finalmente.

En 1905 muere, en Roma, Ceferino Namuncurá. Ocurre mientras estudia el sacerdocio en el colegio católico salesiano. Un siglo después, en 2007, el Papa Benedicto lo beatifica.

Ceferino es hijo de Manuel, y nieto de Calfucurá. La sangre, que dominaba las pampas con lanzas y muerte, termina sus días en la casa de Pedro, rodeado de la paz sepulcral construida con el oro sangrante de las cruzadas.

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05 AGO 2017 - 20:46

Por Carlos Hughes

Twitter: @carloshughestre

El destino de Anastasia resulta incómodo y borrascoso. Refiere a crueldades y a muerte, a curaciones asombrosas y también a una pasión violenta que se salda con una salvación, nada menos.

La historia no cuenta como leyenda épica, quizás, ni destila singularidades pero su trascendencia –a diferencia de cientos de relatos de que gozan de similitudes- nos interroga aun hoy, generaciones después.

Corre febrero de 1858 y es el día 15, acaso el 16. Anastasia inspecciona con paciencia atávica los tallos irregulares de una planta de ruda. Al final decide y reserva un racimo en la alforja que ya acumula otros yuyos, algunos ungüentos, tónicos, vermífugos y cardiales para el corazón, además de unas grageas que su padre ingiere en una crisis de tifus.

Las poblaciones fronterizas mixturan la temeridad de los winkas, que se arriesgan a vivir bajo la sombra de los lanceros ladinos, y la indiada que se amansa para mimetizarse con esa civilización ramplona y mínima.

Anastasia aprende con avidez las artes ancestrales de la cura. La Machi pampa, rescatada años antes de una toldería, le enseña con paciencia y sabiduría. “Curan el cuerpo, y también el alma, mi’ja”, le repite desde pequeña.

La parsimonia de la llanura ardiente se rompe con el ataque cercano. Un malón arremete en las cercanías, por el arroyo Pihen, contra las fuerzas del coronel Granada. La lucha es sangrienta, milicos que visten de prepo un uniforme andrajoso con anarquía de talles se miden contra 1.500 lanzas feroces. Dura dos días, corre sangre de ambos bandos y la tierra se torna misionera. Contar triunfadores y derrotados resulta baladí.

En la retirada el jefe invasor, el temible Calfucurá, atropella la población con su caballo y en ese albur Anastasia es arrastrada de los pelos y llevada a los gritos, dejando polvo y muerte en la carrera.

“Me metió en su toldo. Allí había otras mujeres que me miraban con ojos encendidos de furia. Querían arrebatarme una alforja que yo llevaba cruzada al cuello”, contará después, según refiere Ana María Wiersma en Tiempos de Aldea, siglo y medio más tarde.

El Rey de las Pampas le quita la inocencia y la convierte en su mujer. Anastasia, más joven que el resto del grupo, sufre las consecuencias: las más veteranas la celan y la obligan a todo tipo de tareas, a los gritos, y a los golpes. Así pasan los días, las semanas, hasta que una de ellas, ya anciana, se percata: “Está preñada”, sentencia.

Calfucurá, en su aspereza, desdeña del cariño y la compasión pero ordena el cese de los castigos y los fastidios. Atrás quedan los días de cargas pesadas.

El azar, acaso el destino, enferma al cacique. Esbelto en las batallas, lo rinde la fiebre y pasa jornadas de delirios, tumbado en su tienda. Se organizan rogativas, lo llenan de ungüentos y el toldo hiede a vapores viscosos y muerte lenta, pero nada detiene la calentura.

Anastasia, en ese trance, recuerda las enseñanzas de la india allá en su casa. Reúne rudas en el campo agreste y se las coloca a Calfucurá en las axilas, y le unta los labios, ya sangrantes, con manteca de cacao. Extrae de la alforja los ungüentos, los cardiales para el corazón y le da las píldoras que toma su padre, porque presiente que el salinero sufre tifus. El cacique le sostiene una mirada taciturna pero nada dice.

La noche es violenta para el moribundo y Anastasia sufre, porque sabe que si se va, la enterrarán con él, con su caballo y con sus mejores posesiones. Reza, desesperada, con lágrimas contenidas, hasta que se desmaya de cansancio.

La despierta una india anciana a los sacudones. Calfucurá se restablece, ya sin fiebre. “Tu hijo será mi heredero”, le dice el bravo, agradecido.

Pasan los días, junta rudas y al regresar a la toldería ve al Cacique parlamentar con soldados, y escucha: “Llévense a la muchacha, ella es buena”.

Llega a la civilización con la panza denunciando la vergüenza. Nadie se alegra del retorno y su padre sólo piensa en salvar la honra y el honor, así que le impone rápido casamiento con un desconocido. Su hijo se llama Ramón Quinteros, pero ni bien puede entender las cosas, Anastasia le cuenta que es hijo de Calfucurá… Y hasta su muerte lo lleva con orgullo.

Pasan 20 años y ahora es 1873, días de invierno. Calfucurá yace en su lecho. El Rey Pampa deja tras de sí la pelea por su sucesión. Su hijo José Millaquecurá se sabe heredero del trono, pero también lo pretende su hermano, Bernardo Namuncurá. Ninguno de ellos lo logra. Es para Manuel Namuncurá, finalmente.

En 1905 muere, en Roma, Ceferino Namuncurá. Ocurre mientras estudia el sacerdocio en el colegio católico salesiano. Un siglo después, en 2007, el Papa Benedicto lo beatifica.

Ceferino es hijo de Manuel, y nieto de Calfucurá. La sangre, que dominaba las pampas con lanzas y muerte, termina sus días en la casa de Pedro, rodeado de la paz sepulcral construida con el oro sangrante de las cruzadas.


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