Mal marido y pijotero

Historias del crimen.

19 AGO 2017 - 20:50 | Actualizado

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

Si esta historia hubiera ocurrido 100 años después, no habría sido esta historia si no otra. Pero a veces convergen factores que se relacionan de la misma manera en que lo hacen los genes que determinarán los caracteres físicos de una persona: de manera única, temporal, azarosa, y en circunstancias irrepetibles.
Así pasó con el muerto de hoy, Carlos Frank Livingston, un argentino de mucha guita que por el año 1915 contaba 46 abriles en el lomo y una terraza sin muebles, aunque sí un poblado y grueso mostacho del que se vanagloriaba a toda pompa, mientras caminaba con su bastón de malaca por las calles del Barrio Norte porteño, lugar donde vivía con su mujer, Carmen Guillot, y los hijos de la pareja. El coqueto edificio de la calle Gallo al 1600, entre Santa Fe y Güemes, de estilo francés con balcones pintorescos y rejas de hierro forjado, fue el rojo escenario donde este contador del Banco Hipotecario respiró por última vez.
Todo empezó un lunes a la madrugada, cuando Carmen empezó a los gritos desde el interior de su departamento, gritando a viva voz que su marido estaba muerto. El portero del edificio y un oficial de policía ingresaron y lo que vieron fue el cuerpo de un tipo robusto y enorme, descosido a cuchilladas por todas partes: tenía más de cuarenta entre el pecho, abdomen, y rostro. La sala donde estaba tendido se encontraba manchada con su sangre por el piso y las paredes.
Faltaba su billetera, cuestión que no llamaba la atención porque la primera hipótesis era que se trató de un robo, pero había presencias que sí llamaban la atención. En primer lugar, el muerto tenía un reloj de oro carísimo en el bolsillo del saco y un lápiz, también de ese metal, que los agresores no se habían llevado. También se habían podido ver unas cuantas pisadas por la sala que iban en dirección a una puerta que conducía al resto de las habitaciones y que volvían, sin haber llegado a esa puerta, como si los agresores se hubieran arrepentido de seguir hasta allí.
Así las cosas, la investigación en un comienzo se puso tibia hasta que el comisario Ruffet se hizo cargo.
Ruffet tomó el caso como algo personal porque lo conocía a Livingston y sabía que era bastante hijo de puta. Sabía, entre otras cosas, que era habitué del Jockey Club, pero muy pijotero para las apuestas, aunque tenía un pasar económico excelente. También sabía que le pasaba dos mangos por día a su mujer Carmen, y que con esa cantidad ella tenía que darle de comer a los críos, y si no le alcanzaba para pagar la olla, él solía decir “que pasen hambre”. Y también sabía que a pesar de toda su fortuna era muy mal pagador. Le debía a cada santo una vela, y si bien hay santos que no se enojan ni reclaman, otros sí lo hacen.
La pobre mujer, Carmen, además de todas estas penurias, era una mujer golpeada. Livingston si le pasaba bola era para fajarla. Lo único que le manifestaba ese último tiempo era violencia.
Con todo ese panorama de la vida de Livingston y Carmen Guillot, Ruffet empezó a entrecruzar variables y hacerse preguntas. La primera era por qué habían dejado los agresores el reloj y el lápiz. La segunda, no menos importante: por qué habían dejado los dos cuchillos con que fue descosido en el lugar del hecho. Está bien, los cuchillos habían sido limpiados con el pañuelo de la víctima y le habían impregnado el aroma de su colonia. Pero a veces uno imprime más de lo que quiere, y además de colonia había un olor muy característico: pescado.
“¿Dónde compran pescado los Livingston?”, preguntó Ruffet a un colaborador. “Creo que en el mercado de Rodríguez Peña y Vicente López”, contestó el otro. Así que Ruffet se dio una vuelta un día a ver qué podía percibir.
Su olfato de sabueso no lo defraudó: allí vio a Catalina, la empleada de la familia junto a Salvattore Vittarelli, dueño de un puesto de venta de pescado, en una escena de franco amor.
Vittarelli fue detenido pero la cosa no terminó ahí. Tanto Catalina como Carmen fueron sometidas a un interrogatorio en el que Catalina no duró ni cinco segundos sin llorar y largó todo. Contó que por la violencia con que Livingston trataba a Carmen, ella se había convertido en su confidente y que Carmen se encontraba en un estado de total indefensión y vulnerabilidad, casi muerta en vida, sin poder encontrar una solución para estar mejor y que sus hijos pudieran tener una mejor calidad de vida.
También contó que fue Carmen un día a verlo a Vittarelli y le ofreció un trato: cobrar no solamente la deuda que su marido mantenía por la compra de pescado, sino cobrar una suma mucho más suculenta por limpiarlo para siempre.
Vittarelli, claro, aceptó la oferta pero tercerizó el servicio de “limpieza”. Se lo dio a dos calabreses inmigrantes, analfabetos y que vivían en la más absoluta de las pobrezas, para que mataran a Livingston.
Todo estaba ya cocinado cuando estos dos italianos lo estaban esperando en el interior de la casa. Todo hasta ese momento había salido bien. Una vez que Carmen se cercioró de que su marido estuviera muerto, les dio la billetera del difunto a los asesinos y les dijo que se fueran de la casa. Fue ella la que dejó esa madrugada las huellas de sangre por la sala. Se había elegido ese lugar porque ya habían tenido dos intentos frustrados de asesinarlo por la vía pública. Livingston era duro de matar aparentemente.
Durante el juicio, el abogado de Carmen fue Antonio De Tomaso, futuro diputado socialista. Se presentó al muerto como una bestia, tratando de atenuar la responsabilidad de Carmen, Catalina, y Vittarelli. Pero todos fueron condenados por asociación ilícita a reclusión perpetua, excepto Catalina, que purgó 15 años en prisión.
Los dos calabreses fueron sentenciados a muerte. Murieron en el patio de la vieja Penitenciaría Nacional.
Carmen, ya en prisión, perdió todo contacto con sus hijos. Su belleza se había ido decantando, aunque aún conservaba la misma mirada fresca de ojos negros con el mismo brillo de su época de niña.
Como ya dije, si esta historia hubiera ocurrido 100 años habría sido distinta.
Pero no habría sido esta historia…#
 

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19 AGO 2017 - 20:50

Por Daniel Schulman  /  Psicólogo forense

Si esta historia hubiera ocurrido 100 años después, no habría sido esta historia si no otra. Pero a veces convergen factores que se relacionan de la misma manera en que lo hacen los genes que determinarán los caracteres físicos de una persona: de manera única, temporal, azarosa, y en circunstancias irrepetibles.
Así pasó con el muerto de hoy, Carlos Frank Livingston, un argentino de mucha guita que por el año 1915 contaba 46 abriles en el lomo y una terraza sin muebles, aunque sí un poblado y grueso mostacho del que se vanagloriaba a toda pompa, mientras caminaba con su bastón de malaca por las calles del Barrio Norte porteño, lugar donde vivía con su mujer, Carmen Guillot, y los hijos de la pareja. El coqueto edificio de la calle Gallo al 1600, entre Santa Fe y Güemes, de estilo francés con balcones pintorescos y rejas de hierro forjado, fue el rojo escenario donde este contador del Banco Hipotecario respiró por última vez.
Todo empezó un lunes a la madrugada, cuando Carmen empezó a los gritos desde el interior de su departamento, gritando a viva voz que su marido estaba muerto. El portero del edificio y un oficial de policía ingresaron y lo que vieron fue el cuerpo de un tipo robusto y enorme, descosido a cuchilladas por todas partes: tenía más de cuarenta entre el pecho, abdomen, y rostro. La sala donde estaba tendido se encontraba manchada con su sangre por el piso y las paredes.
Faltaba su billetera, cuestión que no llamaba la atención porque la primera hipótesis era que se trató de un robo, pero había presencias que sí llamaban la atención. En primer lugar, el muerto tenía un reloj de oro carísimo en el bolsillo del saco y un lápiz, también de ese metal, que los agresores no se habían llevado. También se habían podido ver unas cuantas pisadas por la sala que iban en dirección a una puerta que conducía al resto de las habitaciones y que volvían, sin haber llegado a esa puerta, como si los agresores se hubieran arrepentido de seguir hasta allí.
Así las cosas, la investigación en un comienzo se puso tibia hasta que el comisario Ruffet se hizo cargo.
Ruffet tomó el caso como algo personal porque lo conocía a Livingston y sabía que era bastante hijo de puta. Sabía, entre otras cosas, que era habitué del Jockey Club, pero muy pijotero para las apuestas, aunque tenía un pasar económico excelente. También sabía que le pasaba dos mangos por día a su mujer Carmen, y que con esa cantidad ella tenía que darle de comer a los críos, y si no le alcanzaba para pagar la olla, él solía decir “que pasen hambre”. Y también sabía que a pesar de toda su fortuna era muy mal pagador. Le debía a cada santo una vela, y si bien hay santos que no se enojan ni reclaman, otros sí lo hacen.
La pobre mujer, Carmen, además de todas estas penurias, era una mujer golpeada. Livingston si le pasaba bola era para fajarla. Lo único que le manifestaba ese último tiempo era violencia.
Con todo ese panorama de la vida de Livingston y Carmen Guillot, Ruffet empezó a entrecruzar variables y hacerse preguntas. La primera era por qué habían dejado los agresores el reloj y el lápiz. La segunda, no menos importante: por qué habían dejado los dos cuchillos con que fue descosido en el lugar del hecho. Está bien, los cuchillos habían sido limpiados con el pañuelo de la víctima y le habían impregnado el aroma de su colonia. Pero a veces uno imprime más de lo que quiere, y además de colonia había un olor muy característico: pescado.
“¿Dónde compran pescado los Livingston?”, preguntó Ruffet a un colaborador. “Creo que en el mercado de Rodríguez Peña y Vicente López”, contestó el otro. Así que Ruffet se dio una vuelta un día a ver qué podía percibir.
Su olfato de sabueso no lo defraudó: allí vio a Catalina, la empleada de la familia junto a Salvattore Vittarelli, dueño de un puesto de venta de pescado, en una escena de franco amor.
Vittarelli fue detenido pero la cosa no terminó ahí. Tanto Catalina como Carmen fueron sometidas a un interrogatorio en el que Catalina no duró ni cinco segundos sin llorar y largó todo. Contó que por la violencia con que Livingston trataba a Carmen, ella se había convertido en su confidente y que Carmen se encontraba en un estado de total indefensión y vulnerabilidad, casi muerta en vida, sin poder encontrar una solución para estar mejor y que sus hijos pudieran tener una mejor calidad de vida.
También contó que fue Carmen un día a verlo a Vittarelli y le ofreció un trato: cobrar no solamente la deuda que su marido mantenía por la compra de pescado, sino cobrar una suma mucho más suculenta por limpiarlo para siempre.
Vittarelli, claro, aceptó la oferta pero tercerizó el servicio de “limpieza”. Se lo dio a dos calabreses inmigrantes, analfabetos y que vivían en la más absoluta de las pobrezas, para que mataran a Livingston.
Todo estaba ya cocinado cuando estos dos italianos lo estaban esperando en el interior de la casa. Todo hasta ese momento había salido bien. Una vez que Carmen se cercioró de que su marido estuviera muerto, les dio la billetera del difunto a los asesinos y les dijo que se fueran de la casa. Fue ella la que dejó esa madrugada las huellas de sangre por la sala. Se había elegido ese lugar porque ya habían tenido dos intentos frustrados de asesinarlo por la vía pública. Livingston era duro de matar aparentemente.
Durante el juicio, el abogado de Carmen fue Antonio De Tomaso, futuro diputado socialista. Se presentó al muerto como una bestia, tratando de atenuar la responsabilidad de Carmen, Catalina, y Vittarelli. Pero todos fueron condenados por asociación ilícita a reclusión perpetua, excepto Catalina, que purgó 15 años en prisión.
Los dos calabreses fueron sentenciados a muerte. Murieron en el patio de la vieja Penitenciaría Nacional.
Carmen, ya en prisión, perdió todo contacto con sus hijos. Su belleza se había ido decantando, aunque aún conservaba la misma mirada fresca de ojos negros con el mismo brillo de su época de niña.
Como ya dije, si esta historia hubiera ocurrido 100 años habría sido distinta.
Pero no habría sido esta historia…#
 


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