Historias del crimen / Venganza y locura en un barrio cheto, por Daniel Schulman

Psicólogo forense, especial para Jornada.

30 SEP 2017 - 20:14 | Actualizado

La pareja tenía un excelente pasar económico. La pasaban muy bien. No faltaba nada. Tenían propiedades, empresas, negocios, viajaban con frecuencia al extranjero, buceando en lugares exóticos, probando sabores milenarios, observando edificaciones antiquísimas. La pareja tenía guita. Tenía mucha guita. Y andaban bien. La cosa iba muy bien.

Pero con el tiempo la cosa no anduvo tan bien como al principio. Si bien tenían hijos y la crianza y desarrollo de ellos era normal, la relación de la pareja cada vez fue empeorando: primero fueron indirectas. Cada cosa que a uno no le gustaba del otro se lo hacía saber de manera agresiva con una indirecta, con alguna chicana, de alguna manera que jodiera, y lejos de descomprimir los conflictos, esa modalidad de comunicación los fue incrementando.

Después comenzaron a advenir episodios más violentos, como empujones, tiradas de pelo, trompadas, acciones que cada vez eran más jodidas que iban intensificando mucho más la atmósfera de violencia. Hasta que la pareja se separó. Decidieron separarse y judicializar todo el conflicto porque ellos no lo iban a poder resolver.

El marido se fue de la casa familiar en la que estaban instalados, aunque tenían otras muchas casas más. Igualmente esa era la que mayores comodidades les ofrecía: muchos y amplios ambientes, seguridad (era un country de la zona norte del Gran Buenos Aires), y otras tantas características más.

El proceso judicial venía bastante parejo para ambos. En realidad, ninguno quería imponer su voluntad y doblegar al otro. Lo que querían era lo mejor para sus hijos y así lo entendió la magistratura, al observar que la violencia que se daba entre la pareja era de características “cruzada”, o sea, uno contra el otro, y que los niños, a pesar de todo, no presentaban alteraciones en su desarrollo emocional ni afectivo. Así que el régimen de visitas fue de común acuerdo, donde las partes estuvieron conformes. Y por un tiempo la cosa anduvo bien.

Y por un tiempo eso fue bueno.

Hasta que lo bueno deja de serlo, vaya uno o una a saber por qué y todo se termina yendo al carajo de la peor manera posible.

El comienzo del desenlace empezó un día como cualquier otro, con las actividades habituales de todos los que participan en el derrotero de la vida.

Una empleada de la familia, que llegó ese día a trabajar, comenzó a encontrar pequeñas cosas que le fueron indicando que algo no andaba bien. Primero empezó a ver que había varias leyendas sobre las paredes, hechas con pintura en aerosol. Después vio toda una serie de paquetes de pastillas tirados en el suelo… Pero sin pastillas. Después, ya un poco horrorizada, vio sangre. Y salió corriendo. Llamó a un guardia de seguridad del barrio cerrado para que se acercara, y juntos fueron por el interior de la casa observando, mientras el guardia iba llamando a la policía para que se apersonara en el lugar.

Unos pocos metros más allá de la sangre encontraron a la dueña: era la mujer, que se había tajeado las muñecas y estaba desmayada en su habitación.

Peor lo peor vino un poquito más tarde, cuando la empleada y el guardia de seguridad no se habían terminado de reponer de todo el escenario dantesco que estaban viviendo. Ahí, en el baño de la que había sido la habitación matrimonial, en la pileta estilo jacuzzi, estaba el hijo de menor de la pareja, sin vida, ahogado, con la pilcha diaria que usaba.

Ya cuando toda la maquinaria de investigaciones y el personal médico y de enfermería estaban en el lugar, la mujer comenzó a reaccionar. Fue detenida y trasladada a una cárcel, en medio de todo un operativo periodístico de magnitudes épicas. Mientras iba en el patrullero un periodista logró intercambiar algunas palabras con la mujer, quien tiró una frase que iba a quedar grabada en las conversaciones de pasillo de muchos durante mucho tiempo: dijo que había matado al hijo para “joder al padre”, manifestando que la agresión no era contra el niño sino que era contra su ex – marido.

El caso ocupó los titulares de los diarios y el tiempo de la televisión durante poco tiempo. Y no porque se le restara importancia, sino porque el proceso judicial duró muy pocos meses; casi dos o tres.

Pero de vuelta, lo mismo: el proceso judicial no fue que duró poco porque se resolvió rápidamente, sino porque la mujer, durante su corto encierro, decidió quitarse la vida. Había usado una sábana para colgarse y asfixiarse.

Venganza y locura, tal como lo llamaron los especialistas que laburaron el caso.

La historia dejó de aparecer en los diarios y en la televisión. Lentamente, el polvo del olvido la fue cubriendo y cada vez se habló menos del tema. Las tragedias, generalmente van y vienen y cada nueva tragedia resucita por poco tiempo a las anteriores, hasta que vuelve la calma, y de las tragedias se vuelve hablar hasta que aparece otra. Y así, hasta que ojalá alguna vez dejen de suceder.

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30 SEP 2017 - 20:14

La pareja tenía un excelente pasar económico. La pasaban muy bien. No faltaba nada. Tenían propiedades, empresas, negocios, viajaban con frecuencia al extranjero, buceando en lugares exóticos, probando sabores milenarios, observando edificaciones antiquísimas. La pareja tenía guita. Tenía mucha guita. Y andaban bien. La cosa iba muy bien.

Pero con el tiempo la cosa no anduvo tan bien como al principio. Si bien tenían hijos y la crianza y desarrollo de ellos era normal, la relación de la pareja cada vez fue empeorando: primero fueron indirectas. Cada cosa que a uno no le gustaba del otro se lo hacía saber de manera agresiva con una indirecta, con alguna chicana, de alguna manera que jodiera, y lejos de descomprimir los conflictos, esa modalidad de comunicación los fue incrementando.

Después comenzaron a advenir episodios más violentos, como empujones, tiradas de pelo, trompadas, acciones que cada vez eran más jodidas que iban intensificando mucho más la atmósfera de violencia. Hasta que la pareja se separó. Decidieron separarse y judicializar todo el conflicto porque ellos no lo iban a poder resolver.

El marido se fue de la casa familiar en la que estaban instalados, aunque tenían otras muchas casas más. Igualmente esa era la que mayores comodidades les ofrecía: muchos y amplios ambientes, seguridad (era un country de la zona norte del Gran Buenos Aires), y otras tantas características más.

El proceso judicial venía bastante parejo para ambos. En realidad, ninguno quería imponer su voluntad y doblegar al otro. Lo que querían era lo mejor para sus hijos y así lo entendió la magistratura, al observar que la violencia que se daba entre la pareja era de características “cruzada”, o sea, uno contra el otro, y que los niños, a pesar de todo, no presentaban alteraciones en su desarrollo emocional ni afectivo. Así que el régimen de visitas fue de común acuerdo, donde las partes estuvieron conformes. Y por un tiempo la cosa anduvo bien.

Y por un tiempo eso fue bueno.

Hasta que lo bueno deja de serlo, vaya uno o una a saber por qué y todo se termina yendo al carajo de la peor manera posible.

El comienzo del desenlace empezó un día como cualquier otro, con las actividades habituales de todos los que participan en el derrotero de la vida.

Una empleada de la familia, que llegó ese día a trabajar, comenzó a encontrar pequeñas cosas que le fueron indicando que algo no andaba bien. Primero empezó a ver que había varias leyendas sobre las paredes, hechas con pintura en aerosol. Después vio toda una serie de paquetes de pastillas tirados en el suelo… Pero sin pastillas. Después, ya un poco horrorizada, vio sangre. Y salió corriendo. Llamó a un guardia de seguridad del barrio cerrado para que se acercara, y juntos fueron por el interior de la casa observando, mientras el guardia iba llamando a la policía para que se apersonara en el lugar.

Unos pocos metros más allá de la sangre encontraron a la dueña: era la mujer, que se había tajeado las muñecas y estaba desmayada en su habitación.

Peor lo peor vino un poquito más tarde, cuando la empleada y el guardia de seguridad no se habían terminado de reponer de todo el escenario dantesco que estaban viviendo. Ahí, en el baño de la que había sido la habitación matrimonial, en la pileta estilo jacuzzi, estaba el hijo de menor de la pareja, sin vida, ahogado, con la pilcha diaria que usaba.

Ya cuando toda la maquinaria de investigaciones y el personal médico y de enfermería estaban en el lugar, la mujer comenzó a reaccionar. Fue detenida y trasladada a una cárcel, en medio de todo un operativo periodístico de magnitudes épicas. Mientras iba en el patrullero un periodista logró intercambiar algunas palabras con la mujer, quien tiró una frase que iba a quedar grabada en las conversaciones de pasillo de muchos durante mucho tiempo: dijo que había matado al hijo para “joder al padre”, manifestando que la agresión no era contra el niño sino que era contra su ex – marido.

El caso ocupó los titulares de los diarios y el tiempo de la televisión durante poco tiempo. Y no porque se le restara importancia, sino porque el proceso judicial duró muy pocos meses; casi dos o tres.

Pero de vuelta, lo mismo: el proceso judicial no fue que duró poco porque se resolvió rápidamente, sino porque la mujer, durante su corto encierro, decidió quitarse la vida. Había usado una sábana para colgarse y asfixiarse.

Venganza y locura, tal como lo llamaron los especialistas que laburaron el caso.

La historia dejó de aparecer en los diarios y en la televisión. Lentamente, el polvo del olvido la fue cubriendo y cada vez se habló menos del tema. Las tragedias, generalmente van y vienen y cada nueva tragedia resucita por poco tiempo a las anteriores, hasta que vuelve la calma, y de las tragedias se vuelve hablar hasta que aparece otra. Y así, hasta que ojalá alguna vez dejen de suceder.


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