Historias del crimen / Vo – la – re… oh oh…

21 OCT 2017 - 20:32 | Actualizado

Por Daniel Schulman
Psicólogo forense
Especial para Jornada


¿Quién no ha tenido nunca en su vida la fantasía de poder volar? Esa fantasía, junto a la fascinación que nos genera contemplar el fuego, debe ser de los instintos más arcaicos que arrastramos de nuestros antepasados que habitaban cavernas.

De esta manera han calado bien hondo los superhéroes de ficción que pueden volar y hacer otras cosas que los comunes mortales no podemos. Aunque, para compensar esto, la Humanidad siempre se las arregla para fabricar o construir algo que le de esos atributos que la Evolución no le ha dado. Entonces volar, podemos. Pero con algunos artilugios, como el avión.

Es conocida la proeza de los hermanos Wright y su esfuerzo por construir un artefacto que pudiera despegarse del piso y desplazarse hacia adelante. Al principio, cuando estaba su idea en plena ebullición por convertirse en operativa, muchos comentaban que era una locura lo que estaban haciendo, y hasta muchos lo calificaron como un capricho de niños ricos. Lo cierto, capricho o no, su invención abrió una dimensión que hoy en día nos permite a los humanos una comunicación y transporte mucho más ágil, rápido, y fluido, amén de todas las otras aplicaciones que se le pueden encontrar.

Hay guardianes del cielo argento que afirman que el piloto de avión es uno de los pocos trabajadores que tiene una oficina mucho mejor que la de su jefe. Y coincido plenamente con esa postura: poder pilotear un pájaro de acero y poder verlo todo desde un ángulo imposible es algo que sólo los pilotos pueden hacer.

Pero no todos tienen el derecho de acceder a ese magnífico privilegio. Pilotear un avión no es lo mismo que manejar un auto, aunque para Emilio Dissi en “Los pilotos más locos del mundo” era lo mismo, con la diferencia de que el avión tiene alas. Quienes pilotean aviones deben estar en sus cabales, sobre todo si el avión es de transporte de pasajeros, ya que son muchas vidas las que se tienen a cargo. Eso no es para cualquiera.

Así empezó todo una fría mañana de marzo, en un aeropuerto alemán, mientras la gente iba y venía, en ese típico discurrir de almas que son los aeropuertos. Nunca faltan puteadas ni fastidio, más allá de subirse a un monstruo de metal que recorre en pocas horas lo que se recorrería en muchas con otro medio de transporte. Pero muchos humanos estamos hechos para quejarnos.

Entonces la gente se iba acomodando en la sala de espera o de preembarque, todos con su equipaje de mano celosamente custodiado, navegando por internet con el teléfono celular antes de tener que apagarlo, leyendo algún libro o revista que amenizara la espera, relojeando la gente con la que compartirían un avión por unos pocos minutos y que muy probablemente olvidarían una vez arribados a destino.

Hasta ese momento todo iba bien y hasta el momento en que se embarcaron todo siguió bien. El avión era cómodo y no había ningún loquito que generara malestar o interrumpiera la tranquilidad del resto de los pasajeros. Hasta ahí, todo iba bien también.

Durante el vuelo algunos pasajeros aprovecharon para continuar con la lectura. Otros veían las películas o series que ofrecía el respaldo del asiento que tenían por delante, mientras el personal de la tripulación iba y venía repartiendo bebidas, todo para que el viaje se hiciera más placentero.

A todo esto, el piloto alemán iba conversando animadamente con su copiloto. Conversaban acerca de cómo habían resultado los partidos de la Bundesliga y cómo se iba dando todo el discurrir de partidos en la Champions. Para ellos era una rutina casi cotidiana tener cerca de 250 personas a su cargo, y no para controlarlas o darles órdenes, sino para custodiar sus vidas. Uno a veces no se pone a pensar en que cuando se sube a un avión no le ve ni la cara al Comandante a bordo y ni registra su nombre casi, y sin embargo, esa persona, tiene nuestra vida casi en sus manos. O en su poder de decisión.

En determinado momento el piloto le delegó el mando a su segundo. “Mantené velocidad, rumbo, y altitud. Voy al baño y a tomar agua. Ahora vuelvo”, fue lo que le dijo antes de salir de la cabina, ese lugar tan inaccesible como el nido del águila. Grande debe haber sido la sorpresa del Comandante cuando quiso volver a ingresar, después de corto descanso: no pudo abrir la puerta. Desde los atentados a las Torres Gemelas del año 2011 hay protocolos internaciones de seguridad aérea que imponen que las puertas de la cabina no pueden ser abiertas desde el exterior, si no desde el interior, así nadie puede ingresar.

Pero en este caso el que tenía que ingresar era el Comandante, a unos miles de metros por encima del suelo, y a más de 700 km por hora. Un panorama hermoso para que para que el único loquito dentro del avión se encontrara justo en el único lugar inaccesible y al mando del pájaro de acero, con más de 200 vidas en sus manos. Y en sus decisiones.

Vaya uno a saber qué le pasó el fulano por la cabeza, pero no le dio bola a las múltiples súplicas de su Comandante, ni las advertencias de la torre de control, ni a nada que intentara hacerlo desistir.

Dicen que los Alpes es un lugar hermoso, casi tan lindo como nuestros hermosos Andes. Pero no les debe haber parecido nada lindo a las almas que iban derecho a estrellarse en ese avión de Germanwings, cuando aún no llevaba ni hora en el aire, y a esa altura iba comandado por un sujeto que claramente no estaba en sus cabales, y se quiso cargar a todos pasajeros junto con la extinción de su vida.

Todos nos acordamos de los médicos que nos han curado algún malestar de salud, cuestión que está perfecta, por supuesto. Pero de los pilotos que nos hicieron llegar sanos y salvos a destino, ¿quién se acuerda?

No nos olvidemos que arriba del avión nuestra vida está en sus manos. Y en sus decisiones.

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21 OCT 2017 - 20:32

Por Daniel Schulman
Psicólogo forense
Especial para Jornada


¿Quién no ha tenido nunca en su vida la fantasía de poder volar? Esa fantasía, junto a la fascinación que nos genera contemplar el fuego, debe ser de los instintos más arcaicos que arrastramos de nuestros antepasados que habitaban cavernas.

De esta manera han calado bien hondo los superhéroes de ficción que pueden volar y hacer otras cosas que los comunes mortales no podemos. Aunque, para compensar esto, la Humanidad siempre se las arregla para fabricar o construir algo que le de esos atributos que la Evolución no le ha dado. Entonces volar, podemos. Pero con algunos artilugios, como el avión.

Es conocida la proeza de los hermanos Wright y su esfuerzo por construir un artefacto que pudiera despegarse del piso y desplazarse hacia adelante. Al principio, cuando estaba su idea en plena ebullición por convertirse en operativa, muchos comentaban que era una locura lo que estaban haciendo, y hasta muchos lo calificaron como un capricho de niños ricos. Lo cierto, capricho o no, su invención abrió una dimensión que hoy en día nos permite a los humanos una comunicación y transporte mucho más ágil, rápido, y fluido, amén de todas las otras aplicaciones que se le pueden encontrar.

Hay guardianes del cielo argento que afirman que el piloto de avión es uno de los pocos trabajadores que tiene una oficina mucho mejor que la de su jefe. Y coincido plenamente con esa postura: poder pilotear un pájaro de acero y poder verlo todo desde un ángulo imposible es algo que sólo los pilotos pueden hacer.

Pero no todos tienen el derecho de acceder a ese magnífico privilegio. Pilotear un avión no es lo mismo que manejar un auto, aunque para Emilio Dissi en “Los pilotos más locos del mundo” era lo mismo, con la diferencia de que el avión tiene alas. Quienes pilotean aviones deben estar en sus cabales, sobre todo si el avión es de transporte de pasajeros, ya que son muchas vidas las que se tienen a cargo. Eso no es para cualquiera.

Así empezó todo una fría mañana de marzo, en un aeropuerto alemán, mientras la gente iba y venía, en ese típico discurrir de almas que son los aeropuertos. Nunca faltan puteadas ni fastidio, más allá de subirse a un monstruo de metal que recorre en pocas horas lo que se recorrería en muchas con otro medio de transporte. Pero muchos humanos estamos hechos para quejarnos.

Entonces la gente se iba acomodando en la sala de espera o de preembarque, todos con su equipaje de mano celosamente custodiado, navegando por internet con el teléfono celular antes de tener que apagarlo, leyendo algún libro o revista que amenizara la espera, relojeando la gente con la que compartirían un avión por unos pocos minutos y que muy probablemente olvidarían una vez arribados a destino.

Hasta ese momento todo iba bien y hasta el momento en que se embarcaron todo siguió bien. El avión era cómodo y no había ningún loquito que generara malestar o interrumpiera la tranquilidad del resto de los pasajeros. Hasta ahí, todo iba bien también.

Durante el vuelo algunos pasajeros aprovecharon para continuar con la lectura. Otros veían las películas o series que ofrecía el respaldo del asiento que tenían por delante, mientras el personal de la tripulación iba y venía repartiendo bebidas, todo para que el viaje se hiciera más placentero.

A todo esto, el piloto alemán iba conversando animadamente con su copiloto. Conversaban acerca de cómo habían resultado los partidos de la Bundesliga y cómo se iba dando todo el discurrir de partidos en la Champions. Para ellos era una rutina casi cotidiana tener cerca de 250 personas a su cargo, y no para controlarlas o darles órdenes, sino para custodiar sus vidas. Uno a veces no se pone a pensar en que cuando se sube a un avión no le ve ni la cara al Comandante a bordo y ni registra su nombre casi, y sin embargo, esa persona, tiene nuestra vida casi en sus manos. O en su poder de decisión.

En determinado momento el piloto le delegó el mando a su segundo. “Mantené velocidad, rumbo, y altitud. Voy al baño y a tomar agua. Ahora vuelvo”, fue lo que le dijo antes de salir de la cabina, ese lugar tan inaccesible como el nido del águila. Grande debe haber sido la sorpresa del Comandante cuando quiso volver a ingresar, después de corto descanso: no pudo abrir la puerta. Desde los atentados a las Torres Gemelas del año 2011 hay protocolos internaciones de seguridad aérea que imponen que las puertas de la cabina no pueden ser abiertas desde el exterior, si no desde el interior, así nadie puede ingresar.

Pero en este caso el que tenía que ingresar era el Comandante, a unos miles de metros por encima del suelo, y a más de 700 km por hora. Un panorama hermoso para que para que el único loquito dentro del avión se encontrara justo en el único lugar inaccesible y al mando del pájaro de acero, con más de 200 vidas en sus manos. Y en sus decisiones.

Vaya uno a saber qué le pasó el fulano por la cabeza, pero no le dio bola a las múltiples súplicas de su Comandante, ni las advertencias de la torre de control, ni a nada que intentara hacerlo desistir.

Dicen que los Alpes es un lugar hermoso, casi tan lindo como nuestros hermosos Andes. Pero no les debe haber parecido nada lindo a las almas que iban derecho a estrellarse en ese avión de Germanwings, cuando aún no llevaba ni hora en el aire, y a esa altura iba comandado por un sujeto que claramente no estaba en sus cabales, y se quiso cargar a todos pasajeros junto con la extinción de su vida.

Todos nos acordamos de los médicos que nos han curado algún malestar de salud, cuestión que está perfecta, por supuesto. Pero de los pilotos que nos hicieron llegar sanos y salvos a destino, ¿quién se acuerda?

No nos olvidemos que arriba del avión nuestra vida está en sus manos. Y en sus decisiones.


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