Historias Mínimas/ Moratinos: patagónico, volador y bien del pueblo

06 ENE 2018 - 21:07 | Actualizado

Por Ismael Tebes / Jornada

Lo que es auténtico y popular no debe exagerarse. Alcanza con el prodigio de la memoria, el lastre de la edad y la mitología de los talleres, esos mentideros de parrillas gastadas en donde se exagera pero nunca tanto. Ganó en su debut absoluto como piloto y ese mismo año, se coronó campeón.

Dicen que alguna vez ganó una carrera con tres ruedas en un áspero circuito de tierra santacruceño y otra vez, empujando el auto en el desaparecido circuito “El Faro”. Cuentan que el propio Rubén Luis, patriarca de los Di Palma lo “esperó” en algún tramo del “General San Martín” barriéndole su talento sin escuelas, ni simuladores. Eso sí es de otra época. En “su” autódromo puede sentirse a gusto, manejar con el acelerador a fondo y en pantuflas si se lo propusiera. Y por eso Emilio Moratinos, es el último ídolo fierrero; querido por la gente, respetado aún por los rivales y  “bancado” por los hinchas sin distinción de marcas ni categorías.

El “Indio” no sabe de mezquindades a la hora de contar sus secretos. Enseñó a muchos a “volar” por el asfalto del Industrial inclusive a adversarios que luego le disputaron carreras a la par. “Una vez a Cacho Espinoza, mi amigo, lo llevé a probar toda una tarde y en agradecimiento, me regaló una leva que yo no podía comprar. A Enrique Verde le enseñé a manejar y después me costó muchísimo poder ganarle”, cuenta quien se define como un piloto sanguíneo, sin técnica, puro instinto. Ganó 59 carreras; corrió hasta los 72 largos y acumuló trece títulos desde el Hot-Rod (7 veces) pasando por el TC Patagónico; la Fuerza Limitada Regional y las Camionetas Sarmientinas.

Nació vía partera a domicilio en la casa de calle Ameghino, donde hoy tiene su taller de embragues. Fue el menor de nueve hermanos, su padre –Calixto- era encargado de descarga en el puerto y su madre, María Laurencia, la autora intelectual de que tramitara el carnet de conducir a los 17 años por ser “sostén de familia” sin serlo.

A los 14 era ayudante de pintor y luego experimentó como “Lechuzón” o ayudante de camionero, un oficio algo rudo para la edad pero que le permitió aprender a manejar y viajar por las rutas del país. Financiación e hipoteca de su casa mediante, adquirió su propio camión ya a los 17 para convertirse en su propio “jefe”, el dueño de sus propias decisiones con manos ya curtidas al volante. Compró un Chevrolet 400 en treinta y seis cuotas para trabajar luego como remisero. En la agencia “Panchito” conoció a Mario Vernetti, un tuerca en ciernes como él a quien le propuso armar su primer auto de carrera: un Mercury 56 que lo llevó como acompañante pero solamente por dos carreras: “En la tercera sentí que estaba preparado y lo agarré yo. Se enojaron todos pero terminé ganando y siendo campeón ese mismo año”. Desde aquel 12 de mayo de 1974 no paró.

En el Hot-Rod impactaban los autos grandes, de motores poderosos, pesados y poco “finos” para llevar y había pilotos históricos como Ramonín Fernández, “Petete” González, El Griego, “Potrillo” Vega, Orlando Rogido y “Pepe” Rodiño.

A bordo de un Victoria 55 ganó la Doble Puerto Deseado, en el ’79 y ’80, una carrera única en ruta donde llegó a superar la línea de los 265 km/h, inalcanzable casi hasta para el avión que seguía el paso de los autos entre Santa Cruz y  Chubut. En medio de tanto vértigo y olor a caucho, recuerda emocionado el saludo de la gente que inconcientemente, lo alentaba al borde de la Ruta 3. “Para correr hay que tener coraje y un bolsillo más largo”, afirma un Moratinos auténtico, sin rebajes a la hora de agradecer.

La fidelidad de sus hinchas aún lo sorprende. Admite con alguna vergüenza haber vendido un asado para cuatrocientas personas para recaudar fondos y que por la convocatoria, la gente pagaba y se iba sin comer pero feliz deseándole suerte para la siguiente carrera. Y que siempre fue “gasolero” en un deporte cada vez más tecnificado. Los mecánicos le regalaron amistad y confianza; seguidores anónimos le acercaron dinero o repuestos y los sponsors, aparecían en muchos casos sin siquiera buscarlos.

“Muchos hombres grandes me acercaban a sus hijos y me decían que de chicos, los padres los habían llevado a ver alguna de mis carreras”. Inclusive un fanático conserva celosamente en Puerto Deseado, las botitas utilizadas en su debut y unos guantes transpirados alguna vez por el “Patagónico Volador”. Nunca se negó a una foto ni a saludar a todos quienes le tributaban admiración. Dijo nunca tener miedo y haber sido feliz por ganar “más amigos que plata”.

Entre risas reemplaza la palabra “fundido” por “arrastrada de pecho” y recuerda su experiencia nacional en el Supercart y la monomarca Datsun, donde obtuvo un quijotesco tercer puesto corriendo en el autódromo comodorense. Obvio, a pulmón; el motor emocional de sus hinchas y dobles páginas gratuitas cedidas por los diarios de la ciudad, desbordadas de avisos. “Pappo paraba en casa y siempre quería llevarme a Buenos Aires porque decía que manejaba y tenía condiciones pero yo tenía a mis hijos chicos y trabajaba. No podía darme ese lujo. Me hubiera gustado sacarme la espina”.

Nunca fue a un gimnasio, ni tomó algún medicamento para los nervios. Los brazos firmes, aptos para el boxeador que siempre quiso ser y los pies armoniosos para el “punta y taco” le sirvieron para hacer lo que pocos pudieron, aún con más recursos y tecnología. Solía trabajar la amortiguación y alinear sus propios autos; subirse a coches ajenos para sacarles el máximo rendimiento y entender el riesgo que a veces, sobrevuela el automovilismo. Sin culpas, ni porqués.

En un merecido homenaje, la calle de boxes del autódromo lleva su nombre. En él, hay una historia de amor profundo con Norma Edith, su eterna novia y compañera de ruta; sus tres hijos y cinco nietos mientras sobrevuela el alma con mameluco de Américo Blanco Brid quien fuera su suegro y preparador. El campeón del pueblo resiste con un hábito intransferible, el de levantarse temprano cada domingo para ver cuanta carrera se televise. Fiel a la bandera a cuadros y con la mejor música que sus oídos pueden escuchar.#

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06 ENE 2018 - 21:07

Por Ismael Tebes / Jornada

Lo que es auténtico y popular no debe exagerarse. Alcanza con el prodigio de la memoria, el lastre de la edad y la mitología de los talleres, esos mentideros de parrillas gastadas en donde se exagera pero nunca tanto. Ganó en su debut absoluto como piloto y ese mismo año, se coronó campeón.

Dicen que alguna vez ganó una carrera con tres ruedas en un áspero circuito de tierra santacruceño y otra vez, empujando el auto en el desaparecido circuito “El Faro”. Cuentan que el propio Rubén Luis, patriarca de los Di Palma lo “esperó” en algún tramo del “General San Martín” barriéndole su talento sin escuelas, ni simuladores. Eso sí es de otra época. En “su” autódromo puede sentirse a gusto, manejar con el acelerador a fondo y en pantuflas si se lo propusiera. Y por eso Emilio Moratinos, es el último ídolo fierrero; querido por la gente, respetado aún por los rivales y  “bancado” por los hinchas sin distinción de marcas ni categorías.

El “Indio” no sabe de mezquindades a la hora de contar sus secretos. Enseñó a muchos a “volar” por el asfalto del Industrial inclusive a adversarios que luego le disputaron carreras a la par. “Una vez a Cacho Espinoza, mi amigo, lo llevé a probar toda una tarde y en agradecimiento, me regaló una leva que yo no podía comprar. A Enrique Verde le enseñé a manejar y después me costó muchísimo poder ganarle”, cuenta quien se define como un piloto sanguíneo, sin técnica, puro instinto. Ganó 59 carreras; corrió hasta los 72 largos y acumuló trece títulos desde el Hot-Rod (7 veces) pasando por el TC Patagónico; la Fuerza Limitada Regional y las Camionetas Sarmientinas.

Nació vía partera a domicilio en la casa de calle Ameghino, donde hoy tiene su taller de embragues. Fue el menor de nueve hermanos, su padre –Calixto- era encargado de descarga en el puerto y su madre, María Laurencia, la autora intelectual de que tramitara el carnet de conducir a los 17 años por ser “sostén de familia” sin serlo.

A los 14 era ayudante de pintor y luego experimentó como “Lechuzón” o ayudante de camionero, un oficio algo rudo para la edad pero que le permitió aprender a manejar y viajar por las rutas del país. Financiación e hipoteca de su casa mediante, adquirió su propio camión ya a los 17 para convertirse en su propio “jefe”, el dueño de sus propias decisiones con manos ya curtidas al volante. Compró un Chevrolet 400 en treinta y seis cuotas para trabajar luego como remisero. En la agencia “Panchito” conoció a Mario Vernetti, un tuerca en ciernes como él a quien le propuso armar su primer auto de carrera: un Mercury 56 que lo llevó como acompañante pero solamente por dos carreras: “En la tercera sentí que estaba preparado y lo agarré yo. Se enojaron todos pero terminé ganando y siendo campeón ese mismo año”. Desde aquel 12 de mayo de 1974 no paró.

En el Hot-Rod impactaban los autos grandes, de motores poderosos, pesados y poco “finos” para llevar y había pilotos históricos como Ramonín Fernández, “Petete” González, El Griego, “Potrillo” Vega, Orlando Rogido y “Pepe” Rodiño.

A bordo de un Victoria 55 ganó la Doble Puerto Deseado, en el ’79 y ’80, una carrera única en ruta donde llegó a superar la línea de los 265 km/h, inalcanzable casi hasta para el avión que seguía el paso de los autos entre Santa Cruz y  Chubut. En medio de tanto vértigo y olor a caucho, recuerda emocionado el saludo de la gente que inconcientemente, lo alentaba al borde de la Ruta 3. “Para correr hay que tener coraje y un bolsillo más largo”, afirma un Moratinos auténtico, sin rebajes a la hora de agradecer.

La fidelidad de sus hinchas aún lo sorprende. Admite con alguna vergüenza haber vendido un asado para cuatrocientas personas para recaudar fondos y que por la convocatoria, la gente pagaba y se iba sin comer pero feliz deseándole suerte para la siguiente carrera. Y que siempre fue “gasolero” en un deporte cada vez más tecnificado. Los mecánicos le regalaron amistad y confianza; seguidores anónimos le acercaron dinero o repuestos y los sponsors, aparecían en muchos casos sin siquiera buscarlos.

“Muchos hombres grandes me acercaban a sus hijos y me decían que de chicos, los padres los habían llevado a ver alguna de mis carreras”. Inclusive un fanático conserva celosamente en Puerto Deseado, las botitas utilizadas en su debut y unos guantes transpirados alguna vez por el “Patagónico Volador”. Nunca se negó a una foto ni a saludar a todos quienes le tributaban admiración. Dijo nunca tener miedo y haber sido feliz por ganar “más amigos que plata”.

Entre risas reemplaza la palabra “fundido” por “arrastrada de pecho” y recuerda su experiencia nacional en el Supercart y la monomarca Datsun, donde obtuvo un quijotesco tercer puesto corriendo en el autódromo comodorense. Obvio, a pulmón; el motor emocional de sus hinchas y dobles páginas gratuitas cedidas por los diarios de la ciudad, desbordadas de avisos. “Pappo paraba en casa y siempre quería llevarme a Buenos Aires porque decía que manejaba y tenía condiciones pero yo tenía a mis hijos chicos y trabajaba. No podía darme ese lujo. Me hubiera gustado sacarme la espina”.

Nunca fue a un gimnasio, ni tomó algún medicamento para los nervios. Los brazos firmes, aptos para el boxeador que siempre quiso ser y los pies armoniosos para el “punta y taco” le sirvieron para hacer lo que pocos pudieron, aún con más recursos y tecnología. Solía trabajar la amortiguación y alinear sus propios autos; subirse a coches ajenos para sacarles el máximo rendimiento y entender el riesgo que a veces, sobrevuela el automovilismo. Sin culpas, ni porqués.

En un merecido homenaje, la calle de boxes del autódromo lleva su nombre. En él, hay una historia de amor profundo con Norma Edith, su eterna novia y compañera de ruta; sus tres hijos y cinco nietos mientras sobrevuela el alma con mameluco de Américo Blanco Brid quien fuera su suegro y preparador. El campeón del pueblo resiste con un hábito intransferible, el de levantarse temprano cada domingo para ver cuanta carrera se televise. Fiel a la bandera a cuadros y con la mejor música que sus oídos pueden escuchar.#


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