Derwyddon

28 ENE 2018 - 15:25 | Actualizado

Por Carlos Hughes

carloshughes@grupojornada.com

En Twitter: @carloshughestre

La leyenda abunda en detalles inciertos y sibilinos, recorre el albur de las narraciones imperfectas, con tendencia a la exaltación de episodios ordinarios, a veces, y la construcción de figuras míticas con dotes milagrosas. Fue atravesando las generaciones en un galés norteño, hablado en otros siglos acaso en Caernarfon, Bangor, o Llandudno. No resultan exiguos allí los detalles fenomenales, los sucesos mágicos y los personajes prodigiosos.

Sobre la margen del Chupat, en una zona cercana a Bryn Crwn –se sospecha-, un destello incandescente cruzó los cielos un verano distante, en los tiempos de la Colonia, hace ya siglo y medio. Sobre ese episodio existieron profusas narraciones aunque el tiempo dejó de trasladarlas y las extinguió, como suele suceder con la oralidad de las cosas. Pero un antiguo escrito que atesoró por décadas la venerable Tegai, sin embargo, arroja alguna luz sobre aquello.

La narración los atribuye a contingencias oscuras, quizás tan temerarias que los propios colonos optaron por silenciarlas como se silencia la historia, negándola a veces; o simplemente bajo el olvido, que es la indiferencia peor.

Existía entonces, se asegura en ese texto remoto, una legión de druidas que cultivaba sus erudiciones bajo estricto secreto, en reuniones ocultas que desarrollaban en los bosques, luego talados, y que entre sus ritos aparecían luminiscencias variopintas.

Debe advertirse al lector desprevenido que se atribuyen a la sociedad colonial de esos tiempos ciertos avances, que los había, atados al saber de sus autoridades. No resulta tan fiel, en rigor: sus druidas, apuntados allí en galés original como derwyddon, no solo reservaban para sí la transmisión y ejecución de tradiciones mitológicas y religiosas sino también la práctica del hechizo, las libaciones y las profecías. De los bosques obtenían el muérdago con el que preparaban medicinas y pociones alucinógenas, algunas de las cuales –se cree- otorgaban idoneidades sobrenaturales a quienes las engullían, aunque siempre de manera efímera.

De estos druidas dependía el desarrollo social, su constitución. Y es por ellos que la Colonia de entonces tuvo el tipo de organización que hoy, en muchos casos, se pondera.

El escrito incluye un párrafo revelador en el que detalla la relación que aquellos sabios mantuvieron con sus pares originarios de la región, chamanes diversos, y una machi tehuelche de poderes ancestrales.

Aunque no existen especificaciones allí sobre su estructura, sí resulta claro que su archidruida (cúspide en su escala de poder y respeto) era un tal Owain Glyndwr, que portaba el mismo nombre que el último Príncipe de Gales, héroe y mentor de la revolución del 1400.

Veneraban entonces a Rhiannon, cuyo hijo Pryderi fue arrebatado al nacer por lo que recibió la injusta acusación de haberlo hecho desaparecer y fue condenada a llevar sobre sus espaldas a todos los visitantes llegados a la fortaleza de su esposo, Pwyll; pero sobre todo practicaban rituales por el retorno a la vida de los mortales de Gwyddyon, el sabio que representaba el poder mágico heredado de los antiguos druidas, hijo de Dana y padre de Lleu Llaw Gyffes.

Los tiempos coinciden. Un hijo de Aaron, colono medular en la historia del asentamiento que fue sin embargo menguado en los compendios de historia -y acaso este episodio lo haya provocado- fue percibido por aquellos druidas como el renacimiento de Gwyddyon. Se lo apartó de la sociedad y se lo reservó en los bosques a fines de adiestrarlo en las artes mágicas y los cultos tenebrosos. Y, en paralelo, se preparó un fastuoso ceremonial para instaurarlo, ya con una docena de años, como El Rey en su retorno glorioso.

El texto resulta equívoco allí. En apariencia, el día del culto el pobre chico desapareció. El bosque, en esa noche sin luna, se colmó de nubes negrísimas, el muérdago tornó en colores de fuego y desde las grietas mismas de la tierra partieron centellas furiosas hacia los cielos. Los druidas, desconcertados, intentaron todo tipo de prácticas pero nada resultó como esperaban. Pocos días después Aaron fue asesinado por un malhechor, a pocas yardas del lugar. De su misterioso hijo nada más se supo, hasta que este escrito fue hallado en un museo del Valle.

Hoy existen dos tipos de druidas en la vasta tundra patagónica: aquellos que no ocultan su condición y que pueden verse cada año, por ejemplo, en las ceremonias del Gorsedd; y los que aún suelen reunirse por las noches en los bosques cordilleranos, buscando muérdagos y practicando cultos complejos que implican conocimientos sobrenaturales con la esperanza aún, ciertamente imprudente, del retorno de Gwyddyon. Solo ellos se conocen entre sí, y guardan sus identidades con un celo colosal.

Dicen que Tegai los trataba de ordinarios, pero se llevó con ella ese secreto, al igual que su sabiduría.

Las más leídas

28 ENE 2018 - 15:25

Por Carlos Hughes

carloshughes@grupojornada.com

En Twitter: @carloshughestre

La leyenda abunda en detalles inciertos y sibilinos, recorre el albur de las narraciones imperfectas, con tendencia a la exaltación de episodios ordinarios, a veces, y la construcción de figuras míticas con dotes milagrosas. Fue atravesando las generaciones en un galés norteño, hablado en otros siglos acaso en Caernarfon, Bangor, o Llandudno. No resultan exiguos allí los detalles fenomenales, los sucesos mágicos y los personajes prodigiosos.

Sobre la margen del Chupat, en una zona cercana a Bryn Crwn –se sospecha-, un destello incandescente cruzó los cielos un verano distante, en los tiempos de la Colonia, hace ya siglo y medio. Sobre ese episodio existieron profusas narraciones aunque el tiempo dejó de trasladarlas y las extinguió, como suele suceder con la oralidad de las cosas. Pero un antiguo escrito que atesoró por décadas la venerable Tegai, sin embargo, arroja alguna luz sobre aquello.

La narración los atribuye a contingencias oscuras, quizás tan temerarias que los propios colonos optaron por silenciarlas como se silencia la historia, negándola a veces; o simplemente bajo el olvido, que es la indiferencia peor.

Existía entonces, se asegura en ese texto remoto, una legión de druidas que cultivaba sus erudiciones bajo estricto secreto, en reuniones ocultas que desarrollaban en los bosques, luego talados, y que entre sus ritos aparecían luminiscencias variopintas.

Debe advertirse al lector desprevenido que se atribuyen a la sociedad colonial de esos tiempos ciertos avances, que los había, atados al saber de sus autoridades. No resulta tan fiel, en rigor: sus druidas, apuntados allí en galés original como derwyddon, no solo reservaban para sí la transmisión y ejecución de tradiciones mitológicas y religiosas sino también la práctica del hechizo, las libaciones y las profecías. De los bosques obtenían el muérdago con el que preparaban medicinas y pociones alucinógenas, algunas de las cuales –se cree- otorgaban idoneidades sobrenaturales a quienes las engullían, aunque siempre de manera efímera.

De estos druidas dependía el desarrollo social, su constitución. Y es por ellos que la Colonia de entonces tuvo el tipo de organización que hoy, en muchos casos, se pondera.

El escrito incluye un párrafo revelador en el que detalla la relación que aquellos sabios mantuvieron con sus pares originarios de la región, chamanes diversos, y una machi tehuelche de poderes ancestrales.

Aunque no existen especificaciones allí sobre su estructura, sí resulta claro que su archidruida (cúspide en su escala de poder y respeto) era un tal Owain Glyndwr, que portaba el mismo nombre que el último Príncipe de Gales, héroe y mentor de la revolución del 1400.

Veneraban entonces a Rhiannon, cuyo hijo Pryderi fue arrebatado al nacer por lo que recibió la injusta acusación de haberlo hecho desaparecer y fue condenada a llevar sobre sus espaldas a todos los visitantes llegados a la fortaleza de su esposo, Pwyll; pero sobre todo practicaban rituales por el retorno a la vida de los mortales de Gwyddyon, el sabio que representaba el poder mágico heredado de los antiguos druidas, hijo de Dana y padre de Lleu Llaw Gyffes.

Los tiempos coinciden. Un hijo de Aaron, colono medular en la historia del asentamiento que fue sin embargo menguado en los compendios de historia -y acaso este episodio lo haya provocado- fue percibido por aquellos druidas como el renacimiento de Gwyddyon. Se lo apartó de la sociedad y se lo reservó en los bosques a fines de adiestrarlo en las artes mágicas y los cultos tenebrosos. Y, en paralelo, se preparó un fastuoso ceremonial para instaurarlo, ya con una docena de años, como El Rey en su retorno glorioso.

El texto resulta equívoco allí. En apariencia, el día del culto el pobre chico desapareció. El bosque, en esa noche sin luna, se colmó de nubes negrísimas, el muérdago tornó en colores de fuego y desde las grietas mismas de la tierra partieron centellas furiosas hacia los cielos. Los druidas, desconcertados, intentaron todo tipo de prácticas pero nada resultó como esperaban. Pocos días después Aaron fue asesinado por un malhechor, a pocas yardas del lugar. De su misterioso hijo nada más se supo, hasta que este escrito fue hallado en un museo del Valle.

Hoy existen dos tipos de druidas en la vasta tundra patagónica: aquellos que no ocultan su condición y que pueden verse cada año, por ejemplo, en las ceremonias del Gorsedd; y los que aún suelen reunirse por las noches en los bosques cordilleranos, buscando muérdagos y practicando cultos complejos que implican conocimientos sobrenaturales con la esperanza aún, ciertamente imprudente, del retorno de Gwyddyon. Solo ellos se conocen entre sí, y guardan sus identidades con un celo colosal.

Dicen que Tegai los trataba de ordinarios, pero se llevó con ella ese secreto, al igual que su sabiduría.


NOTICIAS RELACIONADAS
De templarios y druidas
23 JUL 2019 - 0:43
Mariscal
26 MAY 2018 - 18:28
MAGAZINE
La Clave / El ejemplo a imitar
28 JUL 2022 - 20:52