Los puentes se construyen de un extremo al otro

Opinión/Los supuestos básicos.

17 FEB 2018 - 20:47 | Actualizado

Por Daniela Patricia Almirón

Vamos a lavar las zanahorias, luego las rallaremos y haremos una rica ensalada”, le dice Francesca a Robert, en un comienzo de compartir intimidad y cotidianeidad. Él ha llegado al pueblo para fotografiar los puentes cubiertos para la revista en la que trabaja como fotógrafo. Es un alma libre como se develará en el transcurso de la película, aunque como todos, esclavo de lo que es esclavo. Ella es nostálgica de su Bari, de su paisaje, de sus sueños. Y es tan libre y tan esclava como él. La tensión emocional y erótica es tan fuerte y palpable desde afuera de la pantalla, que no deja de sorprenderme su actuación, la composición de esos personajes. No hay teléfonos celulares, así es que Francesca le ha dejado una nota en el puente, porque sabe que él lo fotografiará al amanecer.
Robert parece ser el más seguro. Tiene mundo, aventuras, recorridos sorprendentes con su cámara a cuestas. Francesca parece estar más inestable. Su recorrido por el universo fuera del pueblo es emotivo, mental.
“Nadie puede estar tan solo y no necesitar a nadie. No es posible.” Le ha gritado Francesca a la cara a Robert. A lo que él ha respondido “No quiero necesitarte porque no puedo tenerte.” Cuatro días, tan solo y tanto, cuatro días en la vida de dos seres humanos que transitan desde la tensión de la primera mirada y el no saber qué decir, un encuentro, un roce, una respiración que se percibe cerca de la piel. Cuatro días y preguntarse ¿y ahora qué? ¿cómo seguimos? Porque insoslayable resulta que lo que los atraviesa es de esas saetas únicas en la vida. Irrepetibles. No reproducibles en otra mirada, en otro suspiro, en otro cuerpo.
La hora es una creación humana, el universo no tiene relojes y en estos tiempos de redes frenéticas, veloces, no hay minutos, segundos, horas. Todo sucede en simultáneo. La sensación de contemporaneidad existencial, temo nos lleve a enloquecer. Nos conduzca a perder perspectiva de cada momento, de cada instante y el necesario tiempo de procesar lo vivido para poder prepararse para lo siguiente. Sea un momento, una experiencia, una conversación, un abrazo, una sonrisa reproducida en otros rostros alrededor de una mesa.
Me ha sucedido que luego de vivir una experiencia he tenido la seguridad que todo lo sucedido hasta ese momento, a veces durante mi vida, ha sido para vivir ese exacto instante, mirar esos ojos y no otros, escuchar esa voz entre tantas.
Robert es lo que siente, que todo lo vivido ha sido para llegar a estar ahí con Francesca.
El amor por sí mismo. Amor de amar en las formas que puedan concebirse, excluye el egoísmo, el grito, la descortesía, excluye un “mi”. Incluye un nosotros, en escucha, en atención, en aprecio. Incluye sostenerlo, continuarlo, alimentarlo.
Tan difícil parece en estos tiempos rápidos y fugaces, de mensajes viralizados sobre paz y tolerancia frente a cotidianeidades guerreras e intolerantes.
No hay recetas mágicas para el amor, para un humanizado amor al otro, esto lo sabemos. Lo que hay es decisión, como la de Robert y Francesca en “Los puentes de Madison”, la decisión consiente, descarnada, desnuda, de saberse inmerso en algo trascendente, tanto como la vida misma, como la frágil emotividad individual que clama cuidado, verdadero y comprometido.#

(*) Daniela Patricia Almirón es abogada-mediadora
 

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17 FEB 2018 - 20:47

Por Daniela Patricia Almirón

Vamos a lavar las zanahorias, luego las rallaremos y haremos una rica ensalada”, le dice Francesca a Robert, en un comienzo de compartir intimidad y cotidianeidad. Él ha llegado al pueblo para fotografiar los puentes cubiertos para la revista en la que trabaja como fotógrafo. Es un alma libre como se develará en el transcurso de la película, aunque como todos, esclavo de lo que es esclavo. Ella es nostálgica de su Bari, de su paisaje, de sus sueños. Y es tan libre y tan esclava como él. La tensión emocional y erótica es tan fuerte y palpable desde afuera de la pantalla, que no deja de sorprenderme su actuación, la composición de esos personajes. No hay teléfonos celulares, así es que Francesca le ha dejado una nota en el puente, porque sabe que él lo fotografiará al amanecer.
Robert parece ser el más seguro. Tiene mundo, aventuras, recorridos sorprendentes con su cámara a cuestas. Francesca parece estar más inestable. Su recorrido por el universo fuera del pueblo es emotivo, mental.
“Nadie puede estar tan solo y no necesitar a nadie. No es posible.” Le ha gritado Francesca a la cara a Robert. A lo que él ha respondido “No quiero necesitarte porque no puedo tenerte.” Cuatro días, tan solo y tanto, cuatro días en la vida de dos seres humanos que transitan desde la tensión de la primera mirada y el no saber qué decir, un encuentro, un roce, una respiración que se percibe cerca de la piel. Cuatro días y preguntarse ¿y ahora qué? ¿cómo seguimos? Porque insoslayable resulta que lo que los atraviesa es de esas saetas únicas en la vida. Irrepetibles. No reproducibles en otra mirada, en otro suspiro, en otro cuerpo.
La hora es una creación humana, el universo no tiene relojes y en estos tiempos de redes frenéticas, veloces, no hay minutos, segundos, horas. Todo sucede en simultáneo. La sensación de contemporaneidad existencial, temo nos lleve a enloquecer. Nos conduzca a perder perspectiva de cada momento, de cada instante y el necesario tiempo de procesar lo vivido para poder prepararse para lo siguiente. Sea un momento, una experiencia, una conversación, un abrazo, una sonrisa reproducida en otros rostros alrededor de una mesa.
Me ha sucedido que luego de vivir una experiencia he tenido la seguridad que todo lo sucedido hasta ese momento, a veces durante mi vida, ha sido para vivir ese exacto instante, mirar esos ojos y no otros, escuchar esa voz entre tantas.
Robert es lo que siente, que todo lo vivido ha sido para llegar a estar ahí con Francesca.
El amor por sí mismo. Amor de amar en las formas que puedan concebirse, excluye el egoísmo, el grito, la descortesía, excluye un “mi”. Incluye un nosotros, en escucha, en atención, en aprecio. Incluye sostenerlo, continuarlo, alimentarlo.
Tan difícil parece en estos tiempos rápidos y fugaces, de mensajes viralizados sobre paz y tolerancia frente a cotidianeidades guerreras e intolerantes.
No hay recetas mágicas para el amor, para un humanizado amor al otro, esto lo sabemos. Lo que hay es decisión, como la de Robert y Francesca en “Los puentes de Madison”, la decisión consiente, descarnada, desnuda, de saberse inmerso en algo trascendente, tanto como la vida misma, como la frágil emotividad individual que clama cuidado, verdadero y comprometido.#

(*) Daniela Patricia Almirón es abogada-mediadora
 


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