El sueño de "Huracán" Narváez no pudo ser

El trelewense perdió claramente el pleito por puntos en 12 asaltos ante el sudafricano, campeón mundial gallo de la OMB, y quedó lejos la chance de alcanzar la proeza de ser el primer boxeador argentino en conseguir tres cinturones en categorías diferentes. Los tres jurados coincidieron en las tarjetas: 120-108.

20 ABR 2018 - 13:24 | Actualizado

La derrota sufrida por Omar Andrés Narváez ante el sudafricano Zolani Tete en la Arena de Belfast, por puntos en fallo unánime, no dio para promover emociones intensas: en todo caso, si algo transmitió, fue la pasmosa languidez y la apatía de quien iba por la noche más luminosa de su larga trayectoria.

Jamás estuvo en la pelea, Narváez, jamás, su presencia en el cuadrilátero fue meramente protocolar, un trámite administrativo sin fe, sin nido, ni amor, que invitó a la desdichada evocación de su pelea con el filipino Nonito Donaire, la de octubre de 2011 en el Madison Square Garden de Nueva York.

Pero entonces había dado prioridad a un buen puñado de dólares y pese a un cierto desencanto invitó a contemplar que, después de todo, un honesto trabajador de los rings tenía todo el derecho de protegerse y después hacer borrón y cuenta nueva.

Aquella, la pelea con Nonaire, medio que se la tropezó Narváez, pero la que acaba de perder en Belfast de forma abrumadora con el sudafricano Zolani Tete, once de doce rounds, tal vez todos (las tres tarjetas marcaron 120-108), la buscó el propio Narváez en el afán de inscribir su nombre en una página dorada entre las más doradas en la historia del boxeo argentino.

La recompensa era grande, muy grande (primer campeón mundial argentino de tres categorías, primero entre los gallos y primero a los 42 años), el chubutense lo sabía y así afrontó una preparación física tan a conciencia como la de toda su carrera.

Un profesional ejemplar, Narváez, y brillante en unos cuantos tramos, pero a la vez prisionero de baches emocionales que aun cuando puedan ser comprensibles desde el punto de vista humano no cancelan las desdorosas señales que dio en Belfast.

Perder, claro que podía perder, hasta el menos entendido en boxeo sabía que asistía al sudafricano un rosario de ventajas: edad, talla, alcance, potencia, presente y localía.

Pero, ¿perder así, en clave de rotundo y asombroso mentís a su enfática advertencia de que como el no arriesga no gana él estaba dispuesto a arriesgar todo en pos de la recompensa mayor?

Nada arriesgó Narváez, nada.

Y nada arriesgó, a la vista ha quedado, porque antepuso su instinto de preservación a la sed de gloria.

Salgamos rápido de la estrategia, de la táctica y de la crónica: los 36 minutos de pelea fueron un solo del corpulento Tete, un peleador ordenado, preciso, frío y seguro de sus fuerzas, que todo lo controló con la tácita aprobación de un Narváez ausente de cuerpo presente, de un Narváez vacío.

Mejor examinado el escenario, encontraremos que la principal víctima de Narváez ha sido Narváez mismo.

Fue un amateur brillante, fue un brillante profesional pese a la ausencia del par de nombres rutilantes evitados por sus manejadores cuando estaba en la cresta de la ola y en muy buena posición de vencer a los mejores moscas del planeta, los mejores mexicanos, los mejores japoneses, coreanos, sigan firmas.

Fue todo eso, Narváez, amén de doble campeón del mundo, mosca y supermosca y dueño, como mínimo, de un lugar entre los quince mejores campeones del mundo nacidos en la Argentina.

Dicho esto, es oportuno reponer que así en la vida en general como en el boxeo en particular, los grandes trazos de un hombre se definen tanto por lo que ha sido cuanto por lo que no ha sido.

Y Narváez no ha sido ni al parecer será campeón mundial gallo y tampoco será el que perseveró por una chance más y llegada la hora de ir por la epopeya no se dio por vencido ni aun vencido, se debatió como un guerrero, dio la talla, inspiró aplausos, reconocimiento.

Fue tan buen boxeador, Narváez, tan bueno, que hasta había logrado convencernos de que se tutearía con la gloria.

Nada más lejos: en Belfast, a la gloria Narváez la trató de usted y en tono de susurro, de una punta del ring a la otra.

Qué desencanto más hondo.

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20 ABR 2018 - 13:24

La derrota sufrida por Omar Andrés Narváez ante el sudafricano Zolani Tete en la Arena de Belfast, por puntos en fallo unánime, no dio para promover emociones intensas: en todo caso, si algo transmitió, fue la pasmosa languidez y la apatía de quien iba por la noche más luminosa de su larga trayectoria.

Jamás estuvo en la pelea, Narváez, jamás, su presencia en el cuadrilátero fue meramente protocolar, un trámite administrativo sin fe, sin nido, ni amor, que invitó a la desdichada evocación de su pelea con el filipino Nonito Donaire, la de octubre de 2011 en el Madison Square Garden de Nueva York.

Pero entonces había dado prioridad a un buen puñado de dólares y pese a un cierto desencanto invitó a contemplar que, después de todo, un honesto trabajador de los rings tenía todo el derecho de protegerse y después hacer borrón y cuenta nueva.

Aquella, la pelea con Nonaire, medio que se la tropezó Narváez, pero la que acaba de perder en Belfast de forma abrumadora con el sudafricano Zolani Tete, once de doce rounds, tal vez todos (las tres tarjetas marcaron 120-108), la buscó el propio Narváez en el afán de inscribir su nombre en una página dorada entre las más doradas en la historia del boxeo argentino.

La recompensa era grande, muy grande (primer campeón mundial argentino de tres categorías, primero entre los gallos y primero a los 42 años), el chubutense lo sabía y así afrontó una preparación física tan a conciencia como la de toda su carrera.

Un profesional ejemplar, Narváez, y brillante en unos cuantos tramos, pero a la vez prisionero de baches emocionales que aun cuando puedan ser comprensibles desde el punto de vista humano no cancelan las desdorosas señales que dio en Belfast.

Perder, claro que podía perder, hasta el menos entendido en boxeo sabía que asistía al sudafricano un rosario de ventajas: edad, talla, alcance, potencia, presente y localía.

Pero, ¿perder así, en clave de rotundo y asombroso mentís a su enfática advertencia de que como el no arriesga no gana él estaba dispuesto a arriesgar todo en pos de la recompensa mayor?

Nada arriesgó Narváez, nada.

Y nada arriesgó, a la vista ha quedado, porque antepuso su instinto de preservación a la sed de gloria.

Salgamos rápido de la estrategia, de la táctica y de la crónica: los 36 minutos de pelea fueron un solo del corpulento Tete, un peleador ordenado, preciso, frío y seguro de sus fuerzas, que todo lo controló con la tácita aprobación de un Narváez ausente de cuerpo presente, de un Narváez vacío.

Mejor examinado el escenario, encontraremos que la principal víctima de Narváez ha sido Narváez mismo.

Fue un amateur brillante, fue un brillante profesional pese a la ausencia del par de nombres rutilantes evitados por sus manejadores cuando estaba en la cresta de la ola y en muy buena posición de vencer a los mejores moscas del planeta, los mejores mexicanos, los mejores japoneses, coreanos, sigan firmas.

Fue todo eso, Narváez, amén de doble campeón del mundo, mosca y supermosca y dueño, como mínimo, de un lugar entre los quince mejores campeones del mundo nacidos en la Argentina.

Dicho esto, es oportuno reponer que así en la vida en general como en el boxeo en particular, los grandes trazos de un hombre se definen tanto por lo que ha sido cuanto por lo que no ha sido.

Y Narváez no ha sido ni al parecer será campeón mundial gallo y tampoco será el que perseveró por una chance más y llegada la hora de ir por la epopeya no se dio por vencido ni aun vencido, se debatió como un guerrero, dio la talla, inspiró aplausos, reconocimiento.

Fue tan buen boxeador, Narváez, tan bueno, que hasta había logrado convencernos de que se tutearía con la gloria.

Nada más lejos: en Belfast, a la gloria Narváez la trató de usted y en tono de susurro, de una punta del ring a la otra.

Qué desencanto más hondo.


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