Mariscal

26 MAY 2018 - 18:28 | Actualizado

Por Carlos Hughes

Twitter: @carloshughestre

A veces se trata de una decisión –y sólo eso- para que la historia mude, y lo haga para siempre.

Drazen Petrovic, que fue una figura colosal del básquet mundial, retenía las lágrimas cada una de las noches de sus primeras semanas en Portland, destino de gloria y suplicio obligado en la cumbre de la NBA para su genio único. Para morigerar ese padecimiento de añoranzas y nostalgias estaba el teléfono, del otro lado, su amigo Vlade Divac, recién llegado a unos míticos Ángeles Lakers que sufrían por entonces la supremacía de un tal Michael Jordan.

Atrás habían dejado una historia de gloria en la vieja Europa y también un país, Yugoslavia, al que hicieron multicampeón mientras fue tal pero que se desmembraba vertiginosamente a la par de la caída de su eterno presidente, Josip Broz, a quien el mundo conoció como Mariscal Tito.

Los 80 fenecían. El lacerante muro de Berlín contaba sus últimas horas, la Guerra Fría se internaba en su pasado obscuro y el fantástico mundo NBA abría con decisión sus puertas a la calidad de los extranjeros, a la que había sido históricamente reacia.

Y Tito había dado ya lo mejor –y más cruel- de sí por el bien de la República, lo que le reconocieron con loas y una presidencia vitalicia de otros tiempos, y otras utopías.

Es un destino de tragedias múltiples, acaso una forma de ver y hacer el mundo que incluso ya no existía, vasto en ideales, en ferocidades, y también en miserias.

El gran Mariscal entró y salió de la historia infinitas veces, como de las cárceles. En los Urales, en las planicies rusas, infiltrado en las filas nazis. Muchas realidades y algunas fantasías: perdido en las sierras cordobesas y caminando anónimo las diagonales de La Plata. Los papeles niegan estas menudencias, pero reconocen sus pasos por la clandestinidad. Así alimentan las entelequias. Aun hoy.

La Yugoslavia del mundo del básquet era el sumun del juego FIBA y tenía en Pétrovic, Divac, Obradovij, Paspalj y Toni Kukoc (Chicago Bulls, tres anillos), entre otra decena de estrellas, a una elite dominante que por esos años desembarcó –en parte- con su talento en Estados Unidos, cuna del espectáculo. No eran, entonces, croatas, serbios o eslovenos. Eso fue después.

El propio Tito, que hizo de un cúmulo de repúblicas un solo país, era hijo de padre croata y madre eslovena. Y había nacido en un pueblo llamado Kumrovec, que en esos años -1892- formaba parte del Imperio austrohúngaro.

Fue un trotamundos que ni siquiera se dio tiempo para alcanzar una educación formal. En 1907, con apenas algunos años de escuela primaria, ya trabajaba en otra ciudad, Susak. Ese lugar y esos años le marcaron dos constantes: su vida nómade y su participación en las luchas de los trabajadores.

Vivió en Kamnik, Eslovenia, Cenkovo y Bohemia antes de pasar por Múnich y Mannheim, en Alemania, y por Viena, en Austria. En todos esos lugares se acercó al mundo gremial y participó de huelgas y protestas por los derechos de los trabajadores.

Fue parte del ejercito austrohúngaro en la primera guerra mundial, cuando lo arrestaron por hacer propaganda antibélica en 1913, y un año después combatió en el frente serbio. De allí fue destinado a pelear contra Rusia en donde un proyectil lo hirió, en Bukovina. El ejército zarista se impuso y Broz, tras pasar unos meses en el hospital, fue destinado a un campo de trabajo en los Montes Urales. No se quedó quieto, organizó manifestaciones entre los prisioneros y nuevamente fue arrestado. Se escapó antes de la Revolución de Octubre y se alistó en el Ejército Rojo en Omsk, Siberia, aunque no participó de los hechos de aquellos años.

Tito regresó a Yugoslavia en 1920 y cuatro años después ya tenía un cargo en el partido Comunista. Fue movedizo políticamente y también incómodo para el régimen, que lo encarceló durante seis años entre 1928 y 1934.

Fue liberado y rompió automáticamente la orden de permanecer recluido en su localidad natal, con lo cual inició una vida mixtura de exilio y clandestinidad. Se fue a Viena, tuvo actividad en París y viajó a Moscú para informar sobre el partido en su país. Acusó de traidor al entonces secretario general del comunismo en Yugoslavia, Milan Gorkic, y finalmente lo desbancó cuando regresó a Zagreb en 1940.

La historia a partir de allí es dinámica y azarosa. Sobrevino la invasión de las Fuerzas del Eje, en 1941, y Tito se transformó en la figura cumbre de la resistencia, incluso infiltrándose en las filas nazis a partir de su manejo perfecto del alemán.

A la par de su lucha en el frente fortaleció su figura política hasta convertirse en un líder indiscutible. Ya en 1943, mientras aún las fuerzas invasoras ocupaban gran parte del país, proclamó un gobierno democrático y provisional.

Acordó y discutió con los aliados y también con el comunismo de la Unión Soviética mientras el nazismo iba perdiendo poderío hasta ser derrotado. La postguerra lo halló como candidato y ganador por abrumadora mayoría de la presidencia de su país, al que encontró seriamente dividido por los ultra nacionalismos y los conflictos bélicos.

Hizo todo a su alcance, puertas adentro del país y allende las fronteras. Su tarea titánica fue unir al país, hacer de las federaciones y repúblicas una sola Nación y para ello se valió de todos los métodos, incluidas las atrocidades más detestables al punto que fue muchas veces acusado de genocida y de limpiezas étnicas: merecidamente, pues incluso llegó a establecer un campo de prisioneros en las islas croatas de Goli Otok y Sveti Grgur para encerrar a sus enemigos y del régimen yugoslavo. Allí envió a los presos políticos, a quienes acusaba de estalinistas, e incluso a clérigos. Muchos jamás salieron. Con su muerte aparecieron cientos de testimonios sobre la crueldad con la que se trataba a los prisioneros.

Fue elegido 6 veces consecutiva presidente y en 1974 fue nombrado presidente vitalicio, pero no resultó fácil. Sus enemigos también fueron muchos y tuvo que lidiar con los nacionalismos y las guerras étnicas. La Primavera Croata, en los inicios de los 70, sirve acaso como muestra.

Como todos los países socialistas de la época, Tito –primer presidente de Los No Alineados, movimiento que creó- impuso fuertes políticas puertas adentro, entre las que no escapó el deporte, al que impulsó especialmente.

No resulta extraño que el básquetbol fuera uno de ellos, como lo hizo históricamente la Unión Soviética. Bajo su presidencia, Yugoslavia ganó tres campeonatos europeos, dos mundiales e incluso un oro olímpico, aunque no llegó a verlo con vida pues falleció unas semanas antes.

Tito dejó de existir el 4 de mayo de 1980 y con su desaparición emergieron los problemas de nacionalismos y étnicos que él había logrado aplacar para mantener la unión nacional.

El 20 de agosto de 1990 la selección de Yugoslavia ganó el campeonato mundial de básquetbol en Buenos Aires, Argentina, ya cuando su país comenzaba a desmembrarse. Durante los festejos un aficionado ingresó a la pista con una bandera croata y Vlade Divac, estrella del equipo y de origen serbio, se lo recriminó e incluso intentó sacarlo de la pista. “Éramos Yugoslavia, no Croacia, ni Serbia”, explicaría después.

Desde su lugar Pétrovic lo observó y luego se lo recriminó. Discutieron agriamente y nunca más se hablaron pues tres años después una tragedia automovilística se llevó la vida del croata. Ocurrió aun cuando estaban unidos por la amistad más allá de las canchas, especialmente tras el apoyo inconmensurable que el serbio le había dado en los primeros amargos meses de su llegada a Estados Unidos.

El portador de la bandera era Tomás Sakic, hijo de croatas que se habían radicado en el país y ni siquiera sabía de qué orígenes eran los jugadores de la selección, ni los profundos problemas políticos que ya se vivían en Yugoslavia y la estaban dividiendo.

Como nación ese equipo jugó, aun, algo más de una década e incluso volvió a ganar un par de mundiales, pero ya nada fue igual.

Esa pelea por la bandera en el Luna Park de Buenos Aires no solo mostró la discusión entre dos mega estrellas del básquetbol yugoslavo, sino las profundas diferencias que se vivían en ese país que terminó desmembrado y que ya no existe.

Muchos años después, con las pasiones apaciguadas, Divac visitó finalmente a la madre de Pétrovic mientras se rodaba un documental para ESPN, Once Brothers, que rescató la historia de la bandera.

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26 MAY 2018 - 18:28

Por Carlos Hughes

Twitter: @carloshughestre

A veces se trata de una decisión –y sólo eso- para que la historia mude, y lo haga para siempre.

Drazen Petrovic, que fue una figura colosal del básquet mundial, retenía las lágrimas cada una de las noches de sus primeras semanas en Portland, destino de gloria y suplicio obligado en la cumbre de la NBA para su genio único. Para morigerar ese padecimiento de añoranzas y nostalgias estaba el teléfono, del otro lado, su amigo Vlade Divac, recién llegado a unos míticos Ángeles Lakers que sufrían por entonces la supremacía de un tal Michael Jordan.

Atrás habían dejado una historia de gloria en la vieja Europa y también un país, Yugoslavia, al que hicieron multicampeón mientras fue tal pero que se desmembraba vertiginosamente a la par de la caída de su eterno presidente, Josip Broz, a quien el mundo conoció como Mariscal Tito.

Los 80 fenecían. El lacerante muro de Berlín contaba sus últimas horas, la Guerra Fría se internaba en su pasado obscuro y el fantástico mundo NBA abría con decisión sus puertas a la calidad de los extranjeros, a la que había sido históricamente reacia.

Y Tito había dado ya lo mejor –y más cruel- de sí por el bien de la República, lo que le reconocieron con loas y una presidencia vitalicia de otros tiempos, y otras utopías.

Es un destino de tragedias múltiples, acaso una forma de ver y hacer el mundo que incluso ya no existía, vasto en ideales, en ferocidades, y también en miserias.

El gran Mariscal entró y salió de la historia infinitas veces, como de las cárceles. En los Urales, en las planicies rusas, infiltrado en las filas nazis. Muchas realidades y algunas fantasías: perdido en las sierras cordobesas y caminando anónimo las diagonales de La Plata. Los papeles niegan estas menudencias, pero reconocen sus pasos por la clandestinidad. Así alimentan las entelequias. Aun hoy.

La Yugoslavia del mundo del básquet era el sumun del juego FIBA y tenía en Pétrovic, Divac, Obradovij, Paspalj y Toni Kukoc (Chicago Bulls, tres anillos), entre otra decena de estrellas, a una elite dominante que por esos años desembarcó –en parte- con su talento en Estados Unidos, cuna del espectáculo. No eran, entonces, croatas, serbios o eslovenos. Eso fue después.

El propio Tito, que hizo de un cúmulo de repúblicas un solo país, era hijo de padre croata y madre eslovena. Y había nacido en un pueblo llamado Kumrovec, que en esos años -1892- formaba parte del Imperio austrohúngaro.

Fue un trotamundos que ni siquiera se dio tiempo para alcanzar una educación formal. En 1907, con apenas algunos años de escuela primaria, ya trabajaba en otra ciudad, Susak. Ese lugar y esos años le marcaron dos constantes: su vida nómade y su participación en las luchas de los trabajadores.

Vivió en Kamnik, Eslovenia, Cenkovo y Bohemia antes de pasar por Múnich y Mannheim, en Alemania, y por Viena, en Austria. En todos esos lugares se acercó al mundo gremial y participó de huelgas y protestas por los derechos de los trabajadores.

Fue parte del ejercito austrohúngaro en la primera guerra mundial, cuando lo arrestaron por hacer propaganda antibélica en 1913, y un año después combatió en el frente serbio. De allí fue destinado a pelear contra Rusia en donde un proyectil lo hirió, en Bukovina. El ejército zarista se impuso y Broz, tras pasar unos meses en el hospital, fue destinado a un campo de trabajo en los Montes Urales. No se quedó quieto, organizó manifestaciones entre los prisioneros y nuevamente fue arrestado. Se escapó antes de la Revolución de Octubre y se alistó en el Ejército Rojo en Omsk, Siberia, aunque no participó de los hechos de aquellos años.

Tito regresó a Yugoslavia en 1920 y cuatro años después ya tenía un cargo en el partido Comunista. Fue movedizo políticamente y también incómodo para el régimen, que lo encarceló durante seis años entre 1928 y 1934.

Fue liberado y rompió automáticamente la orden de permanecer recluido en su localidad natal, con lo cual inició una vida mixtura de exilio y clandestinidad. Se fue a Viena, tuvo actividad en París y viajó a Moscú para informar sobre el partido en su país. Acusó de traidor al entonces secretario general del comunismo en Yugoslavia, Milan Gorkic, y finalmente lo desbancó cuando regresó a Zagreb en 1940.

La historia a partir de allí es dinámica y azarosa. Sobrevino la invasión de las Fuerzas del Eje, en 1941, y Tito se transformó en la figura cumbre de la resistencia, incluso infiltrándose en las filas nazis a partir de su manejo perfecto del alemán.

A la par de su lucha en el frente fortaleció su figura política hasta convertirse en un líder indiscutible. Ya en 1943, mientras aún las fuerzas invasoras ocupaban gran parte del país, proclamó un gobierno democrático y provisional.

Acordó y discutió con los aliados y también con el comunismo de la Unión Soviética mientras el nazismo iba perdiendo poderío hasta ser derrotado. La postguerra lo halló como candidato y ganador por abrumadora mayoría de la presidencia de su país, al que encontró seriamente dividido por los ultra nacionalismos y los conflictos bélicos.

Hizo todo a su alcance, puertas adentro del país y allende las fronteras. Su tarea titánica fue unir al país, hacer de las federaciones y repúblicas una sola Nación y para ello se valió de todos los métodos, incluidas las atrocidades más detestables al punto que fue muchas veces acusado de genocida y de limpiezas étnicas: merecidamente, pues incluso llegó a establecer un campo de prisioneros en las islas croatas de Goli Otok y Sveti Grgur para encerrar a sus enemigos y del régimen yugoslavo. Allí envió a los presos políticos, a quienes acusaba de estalinistas, e incluso a clérigos. Muchos jamás salieron. Con su muerte aparecieron cientos de testimonios sobre la crueldad con la que se trataba a los prisioneros.

Fue elegido 6 veces consecutiva presidente y en 1974 fue nombrado presidente vitalicio, pero no resultó fácil. Sus enemigos también fueron muchos y tuvo que lidiar con los nacionalismos y las guerras étnicas. La Primavera Croata, en los inicios de los 70, sirve acaso como muestra.

Como todos los países socialistas de la época, Tito –primer presidente de Los No Alineados, movimiento que creó- impuso fuertes políticas puertas adentro, entre las que no escapó el deporte, al que impulsó especialmente.

No resulta extraño que el básquetbol fuera uno de ellos, como lo hizo históricamente la Unión Soviética. Bajo su presidencia, Yugoslavia ganó tres campeonatos europeos, dos mundiales e incluso un oro olímpico, aunque no llegó a verlo con vida pues falleció unas semanas antes.

Tito dejó de existir el 4 de mayo de 1980 y con su desaparición emergieron los problemas de nacionalismos y étnicos que él había logrado aplacar para mantener la unión nacional.

El 20 de agosto de 1990 la selección de Yugoslavia ganó el campeonato mundial de básquetbol en Buenos Aires, Argentina, ya cuando su país comenzaba a desmembrarse. Durante los festejos un aficionado ingresó a la pista con una bandera croata y Vlade Divac, estrella del equipo y de origen serbio, se lo recriminó e incluso intentó sacarlo de la pista. “Éramos Yugoslavia, no Croacia, ni Serbia”, explicaría después.

Desde su lugar Pétrovic lo observó y luego se lo recriminó. Discutieron agriamente y nunca más se hablaron pues tres años después una tragedia automovilística se llevó la vida del croata. Ocurrió aun cuando estaban unidos por la amistad más allá de las canchas, especialmente tras el apoyo inconmensurable que el serbio le había dado en los primeros amargos meses de su llegada a Estados Unidos.

El portador de la bandera era Tomás Sakic, hijo de croatas que se habían radicado en el país y ni siquiera sabía de qué orígenes eran los jugadores de la selección, ni los profundos problemas políticos que ya se vivían en Yugoslavia y la estaban dividiendo.

Como nación ese equipo jugó, aun, algo más de una década e incluso volvió a ganar un par de mundiales, pero ya nada fue igual.

Esa pelea por la bandera en el Luna Park de Buenos Aires no solo mostró la discusión entre dos mega estrellas del básquetbol yugoslavo, sino las profundas diferencias que se vivían en ese país que terminó desmembrado y que ya no existe.

Muchos años después, con las pasiones apaciguadas, Divac visitó finalmente a la madre de Pétrovic mientras se rodaba un documental para ESPN, Once Brothers, que rescató la historia de la bandera.


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