Lucas Matthysse: la hora del adiós

El trelewense, excampeón del mundo, anunció su retiro del boxeo profesional a través de las redes sociales.

02 AGO 2018 - 19:56 | Actualizado

Es irreprochable. La manera y las formas. La decisión, personalísima. Lucas Martín Matthysse eligió ponerle fin a sus días de boxeador profesional desde el teclado de la computadora o manipulando su celular, vaya a saber. Sin la tensión de una gigantesca conferencia de prensa, sin responder preguntas obvias y sin trazar más balances que los que seguro realizó entre las paredes de su hogar. Eligió, como lo hacen la mayoría de los boxeadores millenials, una red social para expresarse y decir adiós. Lo único que cuenta es su decisión: archivar los guantes, disfrutar lo muy bien ganado y vivir un día a día distinto. Quizás cumpliendo aquel anhelo de dejarse “la barba y la panza”; andar en moto, llevar a su hija al colegio y salir a pescar cuando se lo proponga, nunca más mirando el reloj, alejado de las dietas y los sonidos del cuero impactado.

A Lucas Matthysse nadie le regaló nada. Natura le dio los puños y el instinto, pero siempre el porcentaje mayor, el del esfuerzo, corrió por su cuenta. Y eso es en una carrera deportiva de elite, algo “acumulativo” que suele tener fecha de vencimiento. Podrán analizarse sus últimas peleas, podrá fantasearse con buenas o malas intenciones; podrá tirarse al voleo cualquier hipótesis pero Lucas siempre fue el que fue en el ring, bancó cada una de sus decisiones. ¿Inobjetable resulta que elija él mismo su propio destino? ¿Debe rendirle cuentas a algún crítico? ¿O simplemente como cualquier persona, puede optar por la alternativa que considere más conveniente para su futuro?

Para explicar el final vale entender el comienzo. La vida dura, de barrio, surfeando el límite de lo correcto y los genes inevitables de padre, tío y hermano mayor a las piñas en un ring. A los 11 largó con Bernabé Huinca Mendez, hizo la primera en Río Grande, siguió en pueblos de Santa Fe y cualquier escenario que significara algunos pesos. Fueron las escalas necesarias para curtirse en el oficio que quizás no eligió, le llegó heredado. La foto de archivo en el camión de frutas y verduras en la que se lo observa junto a un aniñado Marcos Maidana, entre una lluvia de cajones, parece ser un aviso del destino: los dos llegaron, los dos triunfaron en los Estados Unidos y saborean hoy las mieles bien ganadas a fuerza de transpiración. Uno retando dos veces a Floyd Mayweather y el otro, despidiéndose ante Pacquiao.

Quizás no importe ya si son o no millonarios o si hicieron fortunas. Eso hasta podría quedar en el mismo mar de especulaciones que generó aquella pelea del mediodía en Kuala Lumpur frente a Manny Pacquiao. No hubo un “antes y un después” en este caso, sino un tiempo de realidades y definiciones. La hazaña que no fue de ganarle al veterano “Pacman” quizás hubiera estirado la despedida, prolongado el sacrificio y aumentado un poco más la cuenta bancaria. Pero nada es más importante para un boxeador que asumir su realidad. Y hacerse cargo.

A Matthysse –es cierto- nunca le gustaron mucho los flashes. En sus tiempos de aficionado, había que sacarle las palabras con tirabuzón y aunque era cortés y respetuoso, rara vez se acercó por motus propio a un medio para autopromocionarse con sus logros. Ya instalado en Capital Federal, con un par de viajes al exterior, seguía siendo el pibe callado y humilde las Mil; por entonces el Matthysse que “prometía” cuando su hermano Walter volteaba muñecos y hacía sus primeros viajes a EEUU. Pasaron muchas peleas y tatuajes. Lucas se convirtió en un boxeador sólido, lleno de recursos, atractivo por su eficacia para definir y en especial, por su doble faceta de pelear con técnica y pegada. Una versión trelewense del “flota como abeja y pica como avispa” impuesta por el gran Cassius.

El día de su debut profesional, en el gimnasio Municipal de Trelew, tardó en encontrar su eje pero terminó cortado y eufórico tras noquear al rosarino Leandro Almagro. Y después su carrera se hizo imparable: de la mano de Mario Arano hizo la “escalera” hasta llegar al exterior; cautivó rápido a un público de paladar negro y empezó a acumular una tras otra, actuaciones que lo fueron llevando a la cima del pay per view. Los nombres ya son conocidos: Danny García fue siempre el más buscado y el que saltó categorías para evitarlo en una revancha mano a mano; hubo derrotas que lo reinventaron ( Zab Judah, Devon Alexander y hasta Postol) y noches de palizas antológicas en la señal de Space como ante John Molina Jr.; el nigeriano Olusegun, Emmanuel Taylor o el ruso Provodnikov.

Nunca tuvo peleas fáciles, rivales elegidos ni pasos en falso desde lo físico. En Trelew, Junín o California cada día de trabajo en el gimnasio resultó una inversión. No podrán contarle lo que es pasar fiestas en un campus de entrenamiento, planificando una pelea, porque lo sabe mejor que nadie. Como profesional, nunca perdió en el país y como embajador de Chubut, fue un orgullo. Su grito de guerra –insulto incluído- era un sello como la defensa de las causas como la Guerra de las Malvinas y el hundimiento del ARA San Juan. Ahora quizás resulte cool pero impuso los tatuajes, dibujarse la piel con identidad propia cuando pocos se animaban a la tinta como factor de estética. Alcanzó 39 victorias (36 nocauts) y 5 derrotas. A los 35 años en el boxeo se es un veterano pero sin embargo, Lucas es una persona apta para desarrollarse en la vida cotidiana de la manera que se lo proponga. Fue campeón interino superligero de la CMB y monarca welter de la AMB, corona que perdió en su última batalla con las botitas puestas. Nadie podrá ponerse jamás en su cuero; en la reflexión con sus afectos, en saber de él más que él mismo. Eligió no seguir y está muy bien. Manny Pacquiao y aquella decepción en el Axiata Arena de Malasia, quedarán cada vez más lejos. Tanto que ya son un recuerdo para Lucas Matthysse.

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02 AGO 2018 - 19:56

Es irreprochable. La manera y las formas. La decisión, personalísima. Lucas Martín Matthysse eligió ponerle fin a sus días de boxeador profesional desde el teclado de la computadora o manipulando su celular, vaya a saber. Sin la tensión de una gigantesca conferencia de prensa, sin responder preguntas obvias y sin trazar más balances que los que seguro realizó entre las paredes de su hogar. Eligió, como lo hacen la mayoría de los boxeadores millenials, una red social para expresarse y decir adiós. Lo único que cuenta es su decisión: archivar los guantes, disfrutar lo muy bien ganado y vivir un día a día distinto. Quizás cumpliendo aquel anhelo de dejarse “la barba y la panza”; andar en moto, llevar a su hija al colegio y salir a pescar cuando se lo proponga, nunca más mirando el reloj, alejado de las dietas y los sonidos del cuero impactado.

A Lucas Matthysse nadie le regaló nada. Natura le dio los puños y el instinto, pero siempre el porcentaje mayor, el del esfuerzo, corrió por su cuenta. Y eso es en una carrera deportiva de elite, algo “acumulativo” que suele tener fecha de vencimiento. Podrán analizarse sus últimas peleas, podrá fantasearse con buenas o malas intenciones; podrá tirarse al voleo cualquier hipótesis pero Lucas siempre fue el que fue en el ring, bancó cada una de sus decisiones. ¿Inobjetable resulta que elija él mismo su propio destino? ¿Debe rendirle cuentas a algún crítico? ¿O simplemente como cualquier persona, puede optar por la alternativa que considere más conveniente para su futuro?

Para explicar el final vale entender el comienzo. La vida dura, de barrio, surfeando el límite de lo correcto y los genes inevitables de padre, tío y hermano mayor a las piñas en un ring. A los 11 largó con Bernabé Huinca Mendez, hizo la primera en Río Grande, siguió en pueblos de Santa Fe y cualquier escenario que significara algunos pesos. Fueron las escalas necesarias para curtirse en el oficio que quizás no eligió, le llegó heredado. La foto de archivo en el camión de frutas y verduras en la que se lo observa junto a un aniñado Marcos Maidana, entre una lluvia de cajones, parece ser un aviso del destino: los dos llegaron, los dos triunfaron en los Estados Unidos y saborean hoy las mieles bien ganadas a fuerza de transpiración. Uno retando dos veces a Floyd Mayweather y el otro, despidiéndose ante Pacquiao.

Quizás no importe ya si son o no millonarios o si hicieron fortunas. Eso hasta podría quedar en el mismo mar de especulaciones que generó aquella pelea del mediodía en Kuala Lumpur frente a Manny Pacquiao. No hubo un “antes y un después” en este caso, sino un tiempo de realidades y definiciones. La hazaña que no fue de ganarle al veterano “Pacman” quizás hubiera estirado la despedida, prolongado el sacrificio y aumentado un poco más la cuenta bancaria. Pero nada es más importante para un boxeador que asumir su realidad. Y hacerse cargo.

A Matthysse –es cierto- nunca le gustaron mucho los flashes. En sus tiempos de aficionado, había que sacarle las palabras con tirabuzón y aunque era cortés y respetuoso, rara vez se acercó por motus propio a un medio para autopromocionarse con sus logros. Ya instalado en Capital Federal, con un par de viajes al exterior, seguía siendo el pibe callado y humilde las Mil; por entonces el Matthysse que “prometía” cuando su hermano Walter volteaba muñecos y hacía sus primeros viajes a EEUU. Pasaron muchas peleas y tatuajes. Lucas se convirtió en un boxeador sólido, lleno de recursos, atractivo por su eficacia para definir y en especial, por su doble faceta de pelear con técnica y pegada. Una versión trelewense del “flota como abeja y pica como avispa” impuesta por el gran Cassius.

El día de su debut profesional, en el gimnasio Municipal de Trelew, tardó en encontrar su eje pero terminó cortado y eufórico tras noquear al rosarino Leandro Almagro. Y después su carrera se hizo imparable: de la mano de Mario Arano hizo la “escalera” hasta llegar al exterior; cautivó rápido a un público de paladar negro y empezó a acumular una tras otra, actuaciones que lo fueron llevando a la cima del pay per view. Los nombres ya son conocidos: Danny García fue siempre el más buscado y el que saltó categorías para evitarlo en una revancha mano a mano; hubo derrotas que lo reinventaron ( Zab Judah, Devon Alexander y hasta Postol) y noches de palizas antológicas en la señal de Space como ante John Molina Jr.; el nigeriano Olusegun, Emmanuel Taylor o el ruso Provodnikov.

Nunca tuvo peleas fáciles, rivales elegidos ni pasos en falso desde lo físico. En Trelew, Junín o California cada día de trabajo en el gimnasio resultó una inversión. No podrán contarle lo que es pasar fiestas en un campus de entrenamiento, planificando una pelea, porque lo sabe mejor que nadie. Como profesional, nunca perdió en el país y como embajador de Chubut, fue un orgullo. Su grito de guerra –insulto incluído- era un sello como la defensa de las causas como la Guerra de las Malvinas y el hundimiento del ARA San Juan. Ahora quizás resulte cool pero impuso los tatuajes, dibujarse la piel con identidad propia cuando pocos se animaban a la tinta como factor de estética. Alcanzó 39 victorias (36 nocauts) y 5 derrotas. A los 35 años en el boxeo se es un veterano pero sin embargo, Lucas es una persona apta para desarrollarse en la vida cotidiana de la manera que se lo proponga. Fue campeón interino superligero de la CMB y monarca welter de la AMB, corona que perdió en su última batalla con las botitas puestas. Nadie podrá ponerse jamás en su cuero; en la reflexión con sus afectos, en saber de él más que él mismo. Eligió no seguir y está muy bien. Manny Pacquiao y aquella decepción en el Axiata Arena de Malasia, quedarán cada vez más lejos. Tanto que ya son un recuerdo para Lucas Matthysse.


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