La Trochita: alma y vida de El Maitén, propone “un viaje por el tiempo”

La bicicleta, la guitarra, la armónica, los dibujos y una foto de José Argentino Mariguan están en un lugar privilegiado del museo de El Maitén.

16 FEB 2019 - 20:31 | Actualizado

Fue el hijo de un ferroviario y se crio en una casa pegada a las vías. Quedó huérfano muy jovencito y creció entre nosotros, yendo del taller a Vías y Obras o a la estación, donde todo el mundo lo conocía. Cuando cerró el ramal y la provincia del Chubut lo reabrió para los viajes con turistas, aún con su discapacidad se hizo famoso a través de la música y los dibujos que elaboraba arriba de los vagones. Falleció víctima de una enfermedad cuando tenía no más de 24/25 años y entonces nació la leyenda del duende de La Trochita”, recordó  Carlos Kmet, otro de los íconos del ramal, actualmente jubilado, pero sigue yendo todos los días para “capacitar en el torno a los muchachos más jóvenes”, convencido de que el trencito “es el alma de este pueblo”.
Con sus aires del Lejano Oeste y epopeyas de bandoleros, el Viejo Expreso Patagónico sigue siendo una atracción para los amantes del mundo ferroviario, que no dudan en hacer miles de kilómetros para revivir este viaje por la historia.
“Los estamos esperando, salimos los martes y sábados, a las 15, desde la estación El Maitén. La formación va hasta el puente ferroviario sobre el río Chubut y luego transita los 26 km hasta el desvío Bruno Thomae, con la cordillera de los Andes a la derecha y el río Chubut y los cerros de la meseta a la izquierda”, detalla la subgerente del ramal, Susana Lara.
“Antes de partir, hacemos la visita guiada por el museo y los talleres, donde los turistas pueden conocer y revivir la historia del Viejo Expreso Patagónico, con sus locomotoras y vagones de un siglo de antigüedad. Precisamente, aquí se sigue fabricando cada pieza que se rompe, ya que no existe una casa de repuestos donde se pueda conseguir”, grafica.
 En cada viaje, entre miles de fotos, los pasajeros saturan de preguntas a los guardas vestidos a la vieja usanza, quienes recuerdan aquellas anécdotas de mochilleros tocando la guitarra y rodeando la salamandra alimentada a carbón de piedra, donde los paisanos calentaban su olla de comida para matizar las largas horas de un viaje que unía -hasta los años  ’80- pueblos tan remotos como Leleque, Mayoco, Ñorquinco o Cerro Mesa.
Con su trocha “económica” de sólo 75 cm, recorría 402 km entre Ingeniero Jacobacci y Esquel, donde doblaba en más de 600 curvas. Se gestó desde 1909 (bajo el impulso de Ezequiel Ramos Mejía), con la premisa de consolidar poblaciones y transportar productos agropecuarios (cruza íntegramente las estancias inglesas -hoy Benetton-, de norte a sur), además de las cargas comerciales de una franja cordillerana que se extendía por las provincias de Río Negro y Chubut. A El Maitén llegó en 1942 y a Esquel en 1945.
El propio Carlos Kmet recordó que “los primeros campamentos fueron de chapas, reemplazados por las casas de durmientes”, mientras acaricia una viga de quebracho colorado, que “garantiza una construcción de por vida”.
Ingresando al salón principal del museo, ponderó “la pinotea del cielorraso; antes todo se hacía con madera de primera, lo mismo los muebles, los vagones y sus asientos de cedro”.
Con todo, su verdadera pasión son “los planos a escala de las locomotoras Baldwin (Estados Unidos) y Henschel (Alemania)”, exhibidos en una de las paredes junto al frente de una vieja máquina -en su tamaño original- con su miriñaque característico. “Todos los coches y vagones eran de origen belga, de 1922”, remarcó. “En el ramal llegamos a tener 24 locomotoras en servicio, a las que se hacía una reparación general cada 8 años. Cada pieza que se cambiaba en el taller era exactamente igual a la que traía de fábrica”, valoró en referencia a los tornos y otras herramientas que aún están en uso.
Sobre la clásica “zorrita” exhibida, Kmet graficó que “eran de tracción a sangre, a cargo de la propia cuadrilla siempre dispuesta a salir para despejar las vías. Su trabajo era fundamental en aquellos inviernos tan nevadores”.
Un tablero con muchas chapitas cuidadosamente ordenadas “servía para el control de entrada y salida del personal. Algunas tenían el nombre y otras un número. Cuando tocaba la sirena de ingreso al taller, el capataz sabía con certeza quién había faltado”, explicó Kmet. Los nombres impresos demuestran que “había de cada pueblo un paisano”, con mezcla de apellidos mapuches, rusos, italianos, polacos. “Muchos se quedaron en el ferrocarril y otros se fueron a El Bolsón y El Hoyo a cultivar chacras”, recordó.
Recorrer las calles de El Maitén, y principalmente los alrededores de la estación, es sumergirse en el tiempo a través de las viviendas construidas con los durmientes centenarios de quebracho colorado, pegados con una argamasa que soportó muchos inviernos patagónicos,y que simbolizan la arquitectura de este pueblo cordillerano.
El “mundo ferroviario” se muestra en toda su dimensión apenas llegando, con las locomotoras a vapor preparando la salida; el enjambre de vías; el tanque de agua de altura asombrosa; el andén esperando a los turistas y la charla amable de algún lugareño, siempre dispuesto a contar cada detalle de un tiempo pasado que siempre fue mejor.#

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16 FEB 2019 - 20:31

Fue el hijo de un ferroviario y se crio en una casa pegada a las vías. Quedó huérfano muy jovencito y creció entre nosotros, yendo del taller a Vías y Obras o a la estación, donde todo el mundo lo conocía. Cuando cerró el ramal y la provincia del Chubut lo reabrió para los viajes con turistas, aún con su discapacidad se hizo famoso a través de la música y los dibujos que elaboraba arriba de los vagones. Falleció víctima de una enfermedad cuando tenía no más de 24/25 años y entonces nació la leyenda del duende de La Trochita”, recordó  Carlos Kmet, otro de los íconos del ramal, actualmente jubilado, pero sigue yendo todos los días para “capacitar en el torno a los muchachos más jóvenes”, convencido de que el trencito “es el alma de este pueblo”.
Con sus aires del Lejano Oeste y epopeyas de bandoleros, el Viejo Expreso Patagónico sigue siendo una atracción para los amantes del mundo ferroviario, que no dudan en hacer miles de kilómetros para revivir este viaje por la historia.
“Los estamos esperando, salimos los martes y sábados, a las 15, desde la estación El Maitén. La formación va hasta el puente ferroviario sobre el río Chubut y luego transita los 26 km hasta el desvío Bruno Thomae, con la cordillera de los Andes a la derecha y el río Chubut y los cerros de la meseta a la izquierda”, detalla la subgerente del ramal, Susana Lara.
“Antes de partir, hacemos la visita guiada por el museo y los talleres, donde los turistas pueden conocer y revivir la historia del Viejo Expreso Patagónico, con sus locomotoras y vagones de un siglo de antigüedad. Precisamente, aquí se sigue fabricando cada pieza que se rompe, ya que no existe una casa de repuestos donde se pueda conseguir”, grafica.
 En cada viaje, entre miles de fotos, los pasajeros saturan de preguntas a los guardas vestidos a la vieja usanza, quienes recuerdan aquellas anécdotas de mochilleros tocando la guitarra y rodeando la salamandra alimentada a carbón de piedra, donde los paisanos calentaban su olla de comida para matizar las largas horas de un viaje que unía -hasta los años  ’80- pueblos tan remotos como Leleque, Mayoco, Ñorquinco o Cerro Mesa.
Con su trocha “económica” de sólo 75 cm, recorría 402 km entre Ingeniero Jacobacci y Esquel, donde doblaba en más de 600 curvas. Se gestó desde 1909 (bajo el impulso de Ezequiel Ramos Mejía), con la premisa de consolidar poblaciones y transportar productos agropecuarios (cruza íntegramente las estancias inglesas -hoy Benetton-, de norte a sur), además de las cargas comerciales de una franja cordillerana que se extendía por las provincias de Río Negro y Chubut. A El Maitén llegó en 1942 y a Esquel en 1945.
El propio Carlos Kmet recordó que “los primeros campamentos fueron de chapas, reemplazados por las casas de durmientes”, mientras acaricia una viga de quebracho colorado, que “garantiza una construcción de por vida”.
Ingresando al salón principal del museo, ponderó “la pinotea del cielorraso; antes todo se hacía con madera de primera, lo mismo los muebles, los vagones y sus asientos de cedro”.
Con todo, su verdadera pasión son “los planos a escala de las locomotoras Baldwin (Estados Unidos) y Henschel (Alemania)”, exhibidos en una de las paredes junto al frente de una vieja máquina -en su tamaño original- con su miriñaque característico. “Todos los coches y vagones eran de origen belga, de 1922”, remarcó. “En el ramal llegamos a tener 24 locomotoras en servicio, a las que se hacía una reparación general cada 8 años. Cada pieza que se cambiaba en el taller era exactamente igual a la que traía de fábrica”, valoró en referencia a los tornos y otras herramientas que aún están en uso.
Sobre la clásica “zorrita” exhibida, Kmet graficó que “eran de tracción a sangre, a cargo de la propia cuadrilla siempre dispuesta a salir para despejar las vías. Su trabajo era fundamental en aquellos inviernos tan nevadores”.
Un tablero con muchas chapitas cuidadosamente ordenadas “servía para el control de entrada y salida del personal. Algunas tenían el nombre y otras un número. Cuando tocaba la sirena de ingreso al taller, el capataz sabía con certeza quién había faltado”, explicó Kmet. Los nombres impresos demuestran que “había de cada pueblo un paisano”, con mezcla de apellidos mapuches, rusos, italianos, polacos. “Muchos se quedaron en el ferrocarril y otros se fueron a El Bolsón y El Hoyo a cultivar chacras”, recordó.
Recorrer las calles de El Maitén, y principalmente los alrededores de la estación, es sumergirse en el tiempo a través de las viviendas construidas con los durmientes centenarios de quebracho colorado, pegados con una argamasa que soportó muchos inviernos patagónicos,y que simbolizan la arquitectura de este pueblo cordillerano.
El “mundo ferroviario” se muestra en toda su dimensión apenas llegando, con las locomotoras a vapor preparando la salida; el enjambre de vías; el tanque de agua de altura asombrosa; el andén esperando a los turistas y la charla amable de algún lugareño, siempre dispuesto a contar cada detalle de un tiempo pasado que siempre fue mejor.#


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