Hantavirus: habló por primera vez el paciente cero

Víctor Díaz fue el primer infectado de la cadena de contagios que dejó 12 muertos y 34 infectados.

03 MAR 2019 - 19:51 | Actualizado

Sacá un turno y vení en la semana”, recuerda Víctor Díaz que le dijo el médico que lo recibió en el hospital rural de Epuyén. No era día de atención. Y así lo hizo ese primer domingo de noviembre. Aunque los síntomas que venía atribuyendo a un resfrío común habían empeorado desde la madrugada, pidió un turno para la semana. El médico, que al mes firmaría el primer comunicado oficial sobre el brote epidémico de hantavirus, ni siquiera sospechó que ese paciente que estaba dejando ir sería el caso cero.

El brote, que comenzó a fines del año pasado, diezmó familias y causó discapacidad en sobrevivientes. Son, a la fecha, 34 casos confirmados y 12 muertes, en Chubut, Río Negro y en una localidad de Chile. Como otros vecinos, Díaz aceptó hablar con el diario La Nación sobre esas primeras semanas de incertidumbre en Epuyén y las localidades vecinas de la comarca andina hasta la llegada de profesionales del laboratorio nacional de referencia para hantavirus e insumos.

“Los médicos me decían que no era contagioso”, cuenta Díaz al repasar la información que recibió durante la internación en el hospital de Esquel, a la semana de la primera consulta cuando le pidieron que volviera con un turno.

“Andaban todos sin barbijo”, agrega. Las consultas en los hospitales locales se multiplicaban y pacientes con síntomas “sospechosos” recibían un “seguimiento ambulatorio”.

El primer parte diario del Ministerio de Salud provincial sobre el brote es del 7 de diciembre.

Dos días después de la declaración oficial de brote epidémico y uno de que un funcionario del Ministerio de Salud de Chubut se reuniera por primera vez con los vecinos que ya se habían autoconvocado a través de grupos de WhatsApp frente a la Municipalidad para pedir información y saber qué medidas de prevención tomar. Según detalla una docente que participó activamente de esas primeras reuniones, la comunidad temía que el contagio fuera interpersonal, como había sucedido en el brote de 1996 en El Bolsón.

Habían pasado cinco días de la primer muerte por hantavirus. Camila, de 14 años, murió en el hospital de Esquel. El conductor del remise que la trasladó a una de varias consultas previas y vecinos recuerdan cómo la madre relató en una de esas reuniones la derivación al hospital de Esquel por otro diagnóstico: peritonitis. Díaz está jubilado.

Tiene 68 años y trabajó más de 30 en una maderera. Ahora, se distrae con reparaciones en su casa, donde cría unos pocos animales, como ovejas o gallinas. Niega gran parte de lo que se dijo sobre él: no es changarín, leñador ni recolector de hongos.

Responde que aún no sabe con certeza cómo contrajo el virus con el que también enfermaron su hija Isabel -uno de los cinco casos del primer eslabón de contagio- y su exesposa, que murió los primeros días de enero. Y duda haber sido el paciente a partir del que se inició la cadena de transmisión, como señala la investigación epidemiológica del brote. “Autoricé que en mi casa colocaran 20 trampas para ratones porque son los que transmiten el virus y no había -cuenta-. Y como estaba todo limpio, hasta me pidieron permiso para instalar el laboratorio en el que un grupo de Buenos Aires y Rawson sacaba las muestras para estudiar los que capturaban en todas partes porque tenían agua y sombra.”

Sospecha que pudo haber estado expuesto al virus donde los lugareños recolectan hongos, camino al paraje El Coihue. “Pudo haber sido ahí cuando fui a buscar a mi hija”, plantea, porque es donde los especialistas en zoonosis capturaron un roedor infectado. “Otra persona que estuvo más de 20 días en terapia intensiva aparentemente también se contagió ahí”, recuerda su hija que les explicó un infectólogo de Esquel.

La cepa Andes Sur del virus hanta es epidémica en el sur. Es la única que se puede transmitir de persona a persona, además de la exposición a las partículas virales que eliminan roedores silvestres por las heces, la orina o la saliva como el resto de las cepas distribuidas en el país.

El sábado 3 de noviembre, el medio centenar de invitados a un cumpleaños de 15 fue llegando al salón Peumayen en Epuyén. Fue la reunión en la que coincidieron las cinco primeras personas que enfermaron entre el 20 y el 26 de ese mes, además del caso índice. Díaz cuenta que compartió la mesa con su hija y su compadre, Aldo Valle, que fue la segunda víctima fatal. No tuvo contacto, según dice, con el resto de los primeros casos detectados. “Nadie más se acercó a la mesa. Mi hija ayudaba a atender a los invitados. Pero ella enfermó mucho tiempo después”.

En la madrugada del domingo, Díaz empezó a sentirse mal. No tenía fiebre, pero los escalofríos, el dolor muscular y el decaimiento lo asustó lo suficiente como para ir al hospital, donde le pidieron que volviera con turno. No pudo esperar y regresó. Ahí le indicaron una radiografía de tórax y un análisis de sangre, que estaría listo el jueves. Pero un día antes, quedó internado por gastroenteritis. Tenía fiebre, náuseas y no comía. Los valores de laboratorio al día siguiente más las placas parecieron confundir aún más al médico. “Cuando ve que los resultados están muy alterados -relata su hija-, me saca al pasillo y me dice que tienen que hacerle una ecografía porque puede ser cáncer de pulmón con metástasis en el hígado.”

Ese día, empezó a tener dificultad para respirar. El viernes, otro médico indicó el traslado al hospital de Esquel. En la ambulancia, debieron administrarle oxígeno. Avanzaba el síndrome respiratorio por hantavirus.

“Le volvieron a hacer estudios -continúa la hija- y los médicos nos dijeron que podía ser gripe A, neumonía atípica, un virus o un hanta. Estuvo cuatro días en terapia intensiva y, después, una semana más, en sala común.

Dos días antes del alta, el infectólogo le confirmó que fue hantavirus, pero que ya lo había pasado y no era contagioso”. Era la confirmación del Malbrán del caso índice. De vuelta en Epuyén, cuando llevó a su padre al hospital para un control, Isabel le dijo al médico que no se sentía bien, que tenía escalofríos. La evaluó y le indicó un análisis, que volvió a hacerse al día siguiente, con casi 39 grados de temperatura. “Hasta ahí, nadie decía que era contagioso”, insiste.

Ese día quedó internada. Con los resultados de laboratorio, le diagnosticaron una infección urinaria y volvió a su casa con un antibiótico e ibuprofeno. Al día siguiente, se desplomó mientras desayunaba. Ahora con su madre, que había sido enfermera, regresó al hospital.

A las dos semanas, después de otra internación y otra alta, llegó la confirmación de Buenos Aires: tenía hantavirus. Para entonces, la infección había avanzado al pulmón derecho. Casi al mes, su madre también enfermó. Murió el 3 de enero. “Lo pude pasar, pero ya no quiero saber nada más de todo esto porque se llevó a mi mamá -dice Isabel con la voz quebrada por el dolor y el enojo-. Actuaron mal. Nadie nos dijo que era contagioso. Nadie me va a decir lo que es tener hantavirus y perder a alguien”. El reproche de su padre es hacia los médicos y la demora en la asistencia psicológica.

“Fue muy difícil todo acá -afirma Díaz-.Tuve la suerte de que la gente no se enojó. Muchos trataron de darme fuerza. Me fueron a visitar al hospital. Es un pueblo chico y cuando me veían, me decían ‘Qué suerte que te compusiste rápido’ o me preguntaban ‘¿Qué hiciste Díaz para zafar?’”. El aislamiento fue efectivo.

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03 MAR 2019 - 19:51

Sacá un turno y vení en la semana”, recuerda Víctor Díaz que le dijo el médico que lo recibió en el hospital rural de Epuyén. No era día de atención. Y así lo hizo ese primer domingo de noviembre. Aunque los síntomas que venía atribuyendo a un resfrío común habían empeorado desde la madrugada, pidió un turno para la semana. El médico, que al mes firmaría el primer comunicado oficial sobre el brote epidémico de hantavirus, ni siquiera sospechó que ese paciente que estaba dejando ir sería el caso cero.

El brote, que comenzó a fines del año pasado, diezmó familias y causó discapacidad en sobrevivientes. Son, a la fecha, 34 casos confirmados y 12 muertes, en Chubut, Río Negro y en una localidad de Chile. Como otros vecinos, Díaz aceptó hablar con el diario La Nación sobre esas primeras semanas de incertidumbre en Epuyén y las localidades vecinas de la comarca andina hasta la llegada de profesionales del laboratorio nacional de referencia para hantavirus e insumos.

“Los médicos me decían que no era contagioso”, cuenta Díaz al repasar la información que recibió durante la internación en el hospital de Esquel, a la semana de la primera consulta cuando le pidieron que volviera con un turno.

“Andaban todos sin barbijo”, agrega. Las consultas en los hospitales locales se multiplicaban y pacientes con síntomas “sospechosos” recibían un “seguimiento ambulatorio”.

El primer parte diario del Ministerio de Salud provincial sobre el brote es del 7 de diciembre.

Dos días después de la declaración oficial de brote epidémico y uno de que un funcionario del Ministerio de Salud de Chubut se reuniera por primera vez con los vecinos que ya se habían autoconvocado a través de grupos de WhatsApp frente a la Municipalidad para pedir información y saber qué medidas de prevención tomar. Según detalla una docente que participó activamente de esas primeras reuniones, la comunidad temía que el contagio fuera interpersonal, como había sucedido en el brote de 1996 en El Bolsón.

Habían pasado cinco días de la primer muerte por hantavirus. Camila, de 14 años, murió en el hospital de Esquel. El conductor del remise que la trasladó a una de varias consultas previas y vecinos recuerdan cómo la madre relató en una de esas reuniones la derivación al hospital de Esquel por otro diagnóstico: peritonitis. Díaz está jubilado.

Tiene 68 años y trabajó más de 30 en una maderera. Ahora, se distrae con reparaciones en su casa, donde cría unos pocos animales, como ovejas o gallinas. Niega gran parte de lo que se dijo sobre él: no es changarín, leñador ni recolector de hongos.

Responde que aún no sabe con certeza cómo contrajo el virus con el que también enfermaron su hija Isabel -uno de los cinco casos del primer eslabón de contagio- y su exesposa, que murió los primeros días de enero. Y duda haber sido el paciente a partir del que se inició la cadena de transmisión, como señala la investigación epidemiológica del brote. “Autoricé que en mi casa colocaran 20 trampas para ratones porque son los que transmiten el virus y no había -cuenta-. Y como estaba todo limpio, hasta me pidieron permiso para instalar el laboratorio en el que un grupo de Buenos Aires y Rawson sacaba las muestras para estudiar los que capturaban en todas partes porque tenían agua y sombra.”

Sospecha que pudo haber estado expuesto al virus donde los lugareños recolectan hongos, camino al paraje El Coihue. “Pudo haber sido ahí cuando fui a buscar a mi hija”, plantea, porque es donde los especialistas en zoonosis capturaron un roedor infectado. “Otra persona que estuvo más de 20 días en terapia intensiva aparentemente también se contagió ahí”, recuerda su hija que les explicó un infectólogo de Esquel.

La cepa Andes Sur del virus hanta es epidémica en el sur. Es la única que se puede transmitir de persona a persona, además de la exposición a las partículas virales que eliminan roedores silvestres por las heces, la orina o la saliva como el resto de las cepas distribuidas en el país.

El sábado 3 de noviembre, el medio centenar de invitados a un cumpleaños de 15 fue llegando al salón Peumayen en Epuyén. Fue la reunión en la que coincidieron las cinco primeras personas que enfermaron entre el 20 y el 26 de ese mes, además del caso índice. Díaz cuenta que compartió la mesa con su hija y su compadre, Aldo Valle, que fue la segunda víctima fatal. No tuvo contacto, según dice, con el resto de los primeros casos detectados. “Nadie más se acercó a la mesa. Mi hija ayudaba a atender a los invitados. Pero ella enfermó mucho tiempo después”.

En la madrugada del domingo, Díaz empezó a sentirse mal. No tenía fiebre, pero los escalofríos, el dolor muscular y el decaimiento lo asustó lo suficiente como para ir al hospital, donde le pidieron que volviera con turno. No pudo esperar y regresó. Ahí le indicaron una radiografía de tórax y un análisis de sangre, que estaría listo el jueves. Pero un día antes, quedó internado por gastroenteritis. Tenía fiebre, náuseas y no comía. Los valores de laboratorio al día siguiente más las placas parecieron confundir aún más al médico. “Cuando ve que los resultados están muy alterados -relata su hija-, me saca al pasillo y me dice que tienen que hacerle una ecografía porque puede ser cáncer de pulmón con metástasis en el hígado.”

Ese día, empezó a tener dificultad para respirar. El viernes, otro médico indicó el traslado al hospital de Esquel. En la ambulancia, debieron administrarle oxígeno. Avanzaba el síndrome respiratorio por hantavirus.

“Le volvieron a hacer estudios -continúa la hija- y los médicos nos dijeron que podía ser gripe A, neumonía atípica, un virus o un hanta. Estuvo cuatro días en terapia intensiva y, después, una semana más, en sala común.

Dos días antes del alta, el infectólogo le confirmó que fue hantavirus, pero que ya lo había pasado y no era contagioso”. Era la confirmación del Malbrán del caso índice. De vuelta en Epuyén, cuando llevó a su padre al hospital para un control, Isabel le dijo al médico que no se sentía bien, que tenía escalofríos. La evaluó y le indicó un análisis, que volvió a hacerse al día siguiente, con casi 39 grados de temperatura. “Hasta ahí, nadie decía que era contagioso”, insiste.

Ese día quedó internada. Con los resultados de laboratorio, le diagnosticaron una infección urinaria y volvió a su casa con un antibiótico e ibuprofeno. Al día siguiente, se desplomó mientras desayunaba. Ahora con su madre, que había sido enfermera, regresó al hospital.

A las dos semanas, después de otra internación y otra alta, llegó la confirmación de Buenos Aires: tenía hantavirus. Para entonces, la infección había avanzado al pulmón derecho. Casi al mes, su madre también enfermó. Murió el 3 de enero. “Lo pude pasar, pero ya no quiero saber nada más de todo esto porque se llevó a mi mamá -dice Isabel con la voz quebrada por el dolor y el enojo-. Actuaron mal. Nadie nos dijo que era contagioso. Nadie me va a decir lo que es tener hantavirus y perder a alguien”. El reproche de su padre es hacia los médicos y la demora en la asistencia psicológica.

“Fue muy difícil todo acá -afirma Díaz-.Tuve la suerte de que la gente no se enojó. Muchos trataron de darme fuerza. Me fueron a visitar al hospital. Es un pueblo chico y cuando me veían, me decían ‘Qué suerte que te compusiste rápido’ o me preguntaban ‘¿Qué hiciste Díaz para zafar?’”. El aislamiento fue efectivo.


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