Celina, Sheffield y el Plesiosaurio

Historias Mínimas.

08 JUN 2019 - 20:44 | Actualizado

Por Sergio Pravaz

Resulta indispensable sostener la idea que este relato, aunque haya sido contado por mi abuela en las rondas de invierno frente a los molles que ardían en el fogón de la casona de Paso de Indios, tiene algunos rasgos inverosímiles, más allá que uno a la abuela le crea como quien le cree a un santo que abre la boca y habla.

Y digo que resulta fantástica la historia, a tantos años de escuchada y muchos más de sucedida, aunque la tradición oral sea fuerte y se vista con atuendo de hierro cuando viene de la mano familiar. Pero en fin, vamos a los acontecimientos sin demoras porque, aunque no dudo de la inmensidad de los detalles, éstos han escapado por la escases de datos que el tiempo trajo, por ocultamiento o pérdida de los mismos en los pliegues de la memoria de la descendencia.

Sucede que siempre rondó en la entraña de la familia un fragmento de este suceso protagonizado por la abuela, que como un secreto que arrastra los pies, circuló entre las generaciones que componen nuestro árbol genealógico con diversas y espantadas apreciaciones, juzgamientos y sentencias que no hacen más que hablar de la cerrada hipocresía que habita en el nudo de la casta.

La abuela siempre tuvo un carácter de los mil diablos y nadie se animó a enfrentarle la cara. Era dura y curtida por el paisaje y la vida que había llevado en el campo.

Dicen los tíos que era sumamente bella y con un temperamento que excedía los roles femeninos dispuestos para las mujeres de esa época.

Durante el verano, cuando hacía algunas tareas propias del personal de servicio, no era habitual pero en ocasiones sucedía, como agacharse a juntar leña o inspeccionar los cascos de los caballos en el establo, los varones se ponían como locos cuando la blusa permitía mostrar, entre el escote, dos pechos asombrosos que Celina exhibía sin ningún tipo de pudor; dos pechos recargados que bajaban como montañas blancas hasta terminar en homéricos pezones que parecían querer morder la blusa de seda.

Un día llegó a la estancia el comisario Sheffield con la noticia que había divisado huellas de un Plesiosaurio por la zona y había dado parte al Museo de La Plata para que enviaran una expedición con el objeto de cazarlo, o al menos, tomar algunas muestras de tan increíble descubrimiento científico. La abuela se fascinó con este inglés flaco y huesudo de mirada azul y extraña como la historia que traía. Es cierto que a Celina no la debe haber impresionado tanto la historia de Sheffield como el porte del extranjero; piernas bien plantadas con una leve curvatura a la altura de las rodillas; cintura angosta con un pecho bien provisto que remataban unos brazos largos y unas manos más parecidas a las de un pianista que a las de un hombre como el que estaba frente a la dueña de la propiedad.

Después de hablar largo rato -era la primera vez que se veían aunque ambos tenían noticias de cada uno- llegó la noche, bastante cálida para la época y la abuela invitó al inglés a cenar.

El abuelo se encontraba en Buenos Aires haciendo algún negocio de manera que el tiempo se podía extender sin apresuramientos ni tensiones en una cena con buen diálogo y algunos movimientos de Bach en el fonógrafo.

La soledad y el hastío suelen ser pacientes tejedoras a la hora de entreverar las historias de la gente. Una vez concluida la cena, pasaron al cognac y algo estalló en los comensales. Presos tal vez de la fiebre que ocultaba la fantástica historia del Plesiosaurio comenzaron frenéticos a besarse mientras rodaban por el suelo dejando a cada paso una prenda. Tuvieron sexo según los dictados del temperamento de Celina, furiosa, apasionada y sin limitaciones, como queriendo arrancarse cada parte del cuerpo. Terminaron junto a la estufa y los últimos restos del molle cuando ya el gallo comenzaba a cantar el alba.

Nunca se supo más de aquella historia; lo que si se conoció a los pocos meses fue que la novedad del tremendo animal antediluviano fue una perfecta patraña que descubrieron los del Museo cuando tuvieron que regresar con las manos vacías luego de rastrillar la zona un grupo de 10 personas durante 35 días.

Siempre se supo que Celina había sido una mujer de gran carácter y si esta historia logró filtrarse, vaya uno a saber cómo en los bolsones de los recuerdos de familia, fue porque al morir el abuelo a los pocos años, dicen los criados que la abuela preguntó 7 veces por el tal Sheffield.

Al parecer, lo que puede suceder en apenas unas cuantas horas, dicen que suele tener la entidad suficiente como para dejar una huella en el corazón de las personas, más profunda de la que es capaz de marcar un Plesiosaurio a su paso.

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08 JUN 2019 - 20:44

Por Sergio Pravaz

Resulta indispensable sostener la idea que este relato, aunque haya sido contado por mi abuela en las rondas de invierno frente a los molles que ardían en el fogón de la casona de Paso de Indios, tiene algunos rasgos inverosímiles, más allá que uno a la abuela le crea como quien le cree a un santo que abre la boca y habla.

Y digo que resulta fantástica la historia, a tantos años de escuchada y muchos más de sucedida, aunque la tradición oral sea fuerte y se vista con atuendo de hierro cuando viene de la mano familiar. Pero en fin, vamos a los acontecimientos sin demoras porque, aunque no dudo de la inmensidad de los detalles, éstos han escapado por la escases de datos que el tiempo trajo, por ocultamiento o pérdida de los mismos en los pliegues de la memoria de la descendencia.

Sucede que siempre rondó en la entraña de la familia un fragmento de este suceso protagonizado por la abuela, que como un secreto que arrastra los pies, circuló entre las generaciones que componen nuestro árbol genealógico con diversas y espantadas apreciaciones, juzgamientos y sentencias que no hacen más que hablar de la cerrada hipocresía que habita en el nudo de la casta.

La abuela siempre tuvo un carácter de los mil diablos y nadie se animó a enfrentarle la cara. Era dura y curtida por el paisaje y la vida que había llevado en el campo.

Dicen los tíos que era sumamente bella y con un temperamento que excedía los roles femeninos dispuestos para las mujeres de esa época.

Durante el verano, cuando hacía algunas tareas propias del personal de servicio, no era habitual pero en ocasiones sucedía, como agacharse a juntar leña o inspeccionar los cascos de los caballos en el establo, los varones se ponían como locos cuando la blusa permitía mostrar, entre el escote, dos pechos asombrosos que Celina exhibía sin ningún tipo de pudor; dos pechos recargados que bajaban como montañas blancas hasta terminar en homéricos pezones que parecían querer morder la blusa de seda.

Un día llegó a la estancia el comisario Sheffield con la noticia que había divisado huellas de un Plesiosaurio por la zona y había dado parte al Museo de La Plata para que enviaran una expedición con el objeto de cazarlo, o al menos, tomar algunas muestras de tan increíble descubrimiento científico. La abuela se fascinó con este inglés flaco y huesudo de mirada azul y extraña como la historia que traía. Es cierto que a Celina no la debe haber impresionado tanto la historia de Sheffield como el porte del extranjero; piernas bien plantadas con una leve curvatura a la altura de las rodillas; cintura angosta con un pecho bien provisto que remataban unos brazos largos y unas manos más parecidas a las de un pianista que a las de un hombre como el que estaba frente a la dueña de la propiedad.

Después de hablar largo rato -era la primera vez que se veían aunque ambos tenían noticias de cada uno- llegó la noche, bastante cálida para la época y la abuela invitó al inglés a cenar.

El abuelo se encontraba en Buenos Aires haciendo algún negocio de manera que el tiempo se podía extender sin apresuramientos ni tensiones en una cena con buen diálogo y algunos movimientos de Bach en el fonógrafo.

La soledad y el hastío suelen ser pacientes tejedoras a la hora de entreverar las historias de la gente. Una vez concluida la cena, pasaron al cognac y algo estalló en los comensales. Presos tal vez de la fiebre que ocultaba la fantástica historia del Plesiosaurio comenzaron frenéticos a besarse mientras rodaban por el suelo dejando a cada paso una prenda. Tuvieron sexo según los dictados del temperamento de Celina, furiosa, apasionada y sin limitaciones, como queriendo arrancarse cada parte del cuerpo. Terminaron junto a la estufa y los últimos restos del molle cuando ya el gallo comenzaba a cantar el alba.

Nunca se supo más de aquella historia; lo que si se conoció a los pocos meses fue que la novedad del tremendo animal antediluviano fue una perfecta patraña que descubrieron los del Museo cuando tuvieron que regresar con las manos vacías luego de rastrillar la zona un grupo de 10 personas durante 35 días.

Siempre se supo que Celina había sido una mujer de gran carácter y si esta historia logró filtrarse, vaya uno a saber cómo en los bolsones de los recuerdos de familia, fue porque al morir el abuelo a los pocos años, dicen los criados que la abuela preguntó 7 veces por el tal Sheffield.

Al parecer, lo que puede suceder en apenas unas cuantas horas, dicen que suele tener la entidad suficiente como para dejar una huella en el corazón de las personas, más profunda de la que es capaz de marcar un Plesiosaurio a su paso.


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