Tony Leroy, el rey de la alegría

Historias Mínimas.

06 JUL 2019 - 21:18 | Actualizado

Por Ismael Tebes

Aquellas noches de diversión parecían no tener fin. Se unían con la mañana en un carrousel inolvidable, mágico y lleno de ritmos coloridos. Cada vez que el animador empalmaba “a oído” los temas de moda y alentaba frenéticamente, inclusive saltando a la pista con una gracia singular los bailables del viejo Centro Asturiano parecían encontrar su punto máximo.

El “hombre orquesta” capaz de movilizar a miles de personas cada fin de semana era un prócer de la diversión al que el apodo le sentaba a la perfección. Tony “Alegría” Leroy animó durante décadas la noche comodorense con un estilo singular y siendo un avanzado en la elite de los “deejays”. Cuando no existían las computadoras, ni los sofisticados programas de sonido éste pionero de las púas armaba sus propios bafles, luces y parlantes; ideaba sus shows, sorteaba autos entre el público y contrataba él mismo, a los grupos de moda abarrotando a doble sala el templo de la calle Asturias.

Se llamaba Juan Laurentino Cayumán y aunque inició su carrera como “Juan de la Púa”, eligió solo su propio sello con un apodo que rápido conquistó la noche comodorense. Amante de la música, fanático de Creedence, Johnny Rivers y Chuck Berry se crió en el barrio Pietrobelli cerca de la vieja cancha de Huracán donde los vecinos “sufrían” el sonido contundente de sus equipos en la esquina de Viamonte y Chaco. Comenzó musicalizando fiestas familiares y cumpleaños aunque encontró la veta al decidir convertirse en su propio producto dejando atrás todos sus trabajos formales. Allí pudo explotar al máximo la pasión por los discos y sus habilidades; diseñaba sus propios afiches invitando a los bailes y alquiló el Centro Asturiano como una llave al éxito. Parientes, amigos y vecinos del barrio componían su “personal” incluyendo la limpieza del salón, la boletería, el guardarropas; la atención en las mesas y el buffet en el que solía trabajar el hoy diputado provincial Carlos Gómez.

Aunque se vendía whisky y bebidas blancas, el clima era netamente familiar y las mesas solían reservarse el mismo mediodía del baile cuando se anunciaban los shows más convocantes. Las puertas se abrían a las 22 y el baile solía extenderse hasta las 5 o 6 de la mañana.

Tony Leroy se vestía para la ocasión con pantalones Oxford de colores fuertes y reinvertía constantemente en la compra de equipos. Hábil a la hora de la difusión, promovía sus bailes a través de “El Gira Noticias”, el programa de Domingo Herrero en LU4 y en el boca a boca, una versión antigua –y efectiva- del facebok.

El éxito lo acompañó al punto de convertirse en un promotor integral de espectáculos. Una vez al mes contrataba entre otros a Katunga, Los Iracundos, Los Galos, Los Pasteles Verdes, Los Moros y en especial al Cuarteto Imperial su número “de la suerte” que llegaba a reunir a mil quinientas personas en cada actuación. También apadrinó a “Luz Verde” y le dio escenario a los trelewenses de “Los Brillos”.

Capaz de hacer bailar a una palma de luz, el animador lo podía todo: “levantar” el clima en cuestión de minutos; parar la música para contar una anécdota; cautivar con un rock and roll bien “pateado” o improvisar con “enganches” a pura intuición.

Puso de moda los maratones bailables, una especie de desafío rítmico con premios en efectivo que se extendían por 24, 48 y hasta 72 horas. Las consignas eran bailar sin parar, variando los ritmos; sosteniendo la energía y la coordinación a los ojos del jurado. Los “valientes” que le ganaban al reloj, solían definir exhibiendo además de resistencia; habilidad y técnica. Su debilidad para comprar y renovar autos, lo llevó a sumar otro “gancho” entre el público. En ocasiones sorteó un viejo Ford T y un Fiat 600 además de obsequiar heladeras y electrodomésticos el Día de la Madre como muestra de su hábil manejo del marketing callejero.

“Fue único en lo suyo, lejos el mejor. Su familia heredó el amor por la música”, reconoce Silvia Campos su novia desde los 15, socia de la vida y madre de sus siete hijos: Karina, Paola, Sergio, Oscar, Sandra, César y Enrique. “Cuando nació el primer varón estaba animando los Carnavales de Laprida y regaló las consumiciones para festejar”, agregó.

El emblemático Centro Asturiano se cerró en 1.982 cuando el lugar fue utilizado durante la Guerra de Malvinas. Y esto llevó a Tony Leroy a mudarse a los barrios y a realizar giras por toda la región que incluían Trelew; Caleta Olivia, Sarmiento, Las Heras, Río Mayo y Pico Truncado.

Del mismo modo en el que cimentó su carrera, encontró el ocaso. Separado de su familia y con el alcoholismo como enemigo se sintió olvidado por muchos de los que ayudó. Y paradójicamente, quienes recibieron lo mejor de su alegría lo sumieron en una profunda tristeza. Vendió sus equipos y su colección de discos; resignó sus recuerdos y decidió embarcarse en su propio final cuando tenía jóvenes 43 años el 20 de junio de 1.990. De ningún modo su ocaso sin plaquetas, ni homenajes trastoca la magia que derrochaba a la hora de bailar en ese tiempo de sueños; los compases únicos; el gin tonic; la ropa “de salida” ni mucho menos, la fantasía de una década dorada, inolvidable.

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06 JUL 2019 - 21:18

Por Ismael Tebes

Aquellas noches de diversión parecían no tener fin. Se unían con la mañana en un carrousel inolvidable, mágico y lleno de ritmos coloridos. Cada vez que el animador empalmaba “a oído” los temas de moda y alentaba frenéticamente, inclusive saltando a la pista con una gracia singular los bailables del viejo Centro Asturiano parecían encontrar su punto máximo.

El “hombre orquesta” capaz de movilizar a miles de personas cada fin de semana era un prócer de la diversión al que el apodo le sentaba a la perfección. Tony “Alegría” Leroy animó durante décadas la noche comodorense con un estilo singular y siendo un avanzado en la elite de los “deejays”. Cuando no existían las computadoras, ni los sofisticados programas de sonido éste pionero de las púas armaba sus propios bafles, luces y parlantes; ideaba sus shows, sorteaba autos entre el público y contrataba él mismo, a los grupos de moda abarrotando a doble sala el templo de la calle Asturias.

Se llamaba Juan Laurentino Cayumán y aunque inició su carrera como “Juan de la Púa”, eligió solo su propio sello con un apodo que rápido conquistó la noche comodorense. Amante de la música, fanático de Creedence, Johnny Rivers y Chuck Berry se crió en el barrio Pietrobelli cerca de la vieja cancha de Huracán donde los vecinos “sufrían” el sonido contundente de sus equipos en la esquina de Viamonte y Chaco. Comenzó musicalizando fiestas familiares y cumpleaños aunque encontró la veta al decidir convertirse en su propio producto dejando atrás todos sus trabajos formales. Allí pudo explotar al máximo la pasión por los discos y sus habilidades; diseñaba sus propios afiches invitando a los bailes y alquiló el Centro Asturiano como una llave al éxito. Parientes, amigos y vecinos del barrio componían su “personal” incluyendo la limpieza del salón, la boletería, el guardarropas; la atención en las mesas y el buffet en el que solía trabajar el hoy diputado provincial Carlos Gómez.

Aunque se vendía whisky y bebidas blancas, el clima era netamente familiar y las mesas solían reservarse el mismo mediodía del baile cuando se anunciaban los shows más convocantes. Las puertas se abrían a las 22 y el baile solía extenderse hasta las 5 o 6 de la mañana.

Tony Leroy se vestía para la ocasión con pantalones Oxford de colores fuertes y reinvertía constantemente en la compra de equipos. Hábil a la hora de la difusión, promovía sus bailes a través de “El Gira Noticias”, el programa de Domingo Herrero en LU4 y en el boca a boca, una versión antigua –y efectiva- del facebok.

El éxito lo acompañó al punto de convertirse en un promotor integral de espectáculos. Una vez al mes contrataba entre otros a Katunga, Los Iracundos, Los Galos, Los Pasteles Verdes, Los Moros y en especial al Cuarteto Imperial su número “de la suerte” que llegaba a reunir a mil quinientas personas en cada actuación. También apadrinó a “Luz Verde” y le dio escenario a los trelewenses de “Los Brillos”.

Capaz de hacer bailar a una palma de luz, el animador lo podía todo: “levantar” el clima en cuestión de minutos; parar la música para contar una anécdota; cautivar con un rock and roll bien “pateado” o improvisar con “enganches” a pura intuición.

Puso de moda los maratones bailables, una especie de desafío rítmico con premios en efectivo que se extendían por 24, 48 y hasta 72 horas. Las consignas eran bailar sin parar, variando los ritmos; sosteniendo la energía y la coordinación a los ojos del jurado. Los “valientes” que le ganaban al reloj, solían definir exhibiendo además de resistencia; habilidad y técnica. Su debilidad para comprar y renovar autos, lo llevó a sumar otro “gancho” entre el público. En ocasiones sorteó un viejo Ford T y un Fiat 600 además de obsequiar heladeras y electrodomésticos el Día de la Madre como muestra de su hábil manejo del marketing callejero.

“Fue único en lo suyo, lejos el mejor. Su familia heredó el amor por la música”, reconoce Silvia Campos su novia desde los 15, socia de la vida y madre de sus siete hijos: Karina, Paola, Sergio, Oscar, Sandra, César y Enrique. “Cuando nació el primer varón estaba animando los Carnavales de Laprida y regaló las consumiciones para festejar”, agregó.

El emblemático Centro Asturiano se cerró en 1.982 cuando el lugar fue utilizado durante la Guerra de Malvinas. Y esto llevó a Tony Leroy a mudarse a los barrios y a realizar giras por toda la región que incluían Trelew; Caleta Olivia, Sarmiento, Las Heras, Río Mayo y Pico Truncado.

Del mismo modo en el que cimentó su carrera, encontró el ocaso. Separado de su familia y con el alcoholismo como enemigo se sintió olvidado por muchos de los que ayudó. Y paradójicamente, quienes recibieron lo mejor de su alegría lo sumieron en una profunda tristeza. Vendió sus equipos y su colección de discos; resignó sus recuerdos y decidió embarcarse en su propio final cuando tenía jóvenes 43 años el 20 de junio de 1.990. De ningún modo su ocaso sin plaquetas, ni homenajes trastoca la magia que derrochaba a la hora de bailar en ese tiempo de sueños; los compases únicos; el gin tonic; la ropa “de salida” ni mucho menos, la fantasía de una década dorada, inolvidable.


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