Un tranvía plateado

Historias Mínimas.

20 JUL 2019 - 19:39 | Actualizado

Por Alfredo Páez /Especial para Jornada

Por más que trate de hallar en los recuerdos un día de sol en los de ese invierno, no lo encuentro. Todos se parecen a aquel sábado 26 de julio, frío, húmedo, lloviznoso, con el cielo obscuro, tapado por nubes cargadas de presagios.

A primera hora de la noche la familia se preparó para salir porque tenían que ir a la casa del tío Pocholo a saludarlo, algo ineludible para mi madre pues su hermano había cumplido años el día anterior.

Vivíamos a tres cuadras de la estación Campo de Mayo del ferrocarril Urquiza, que todavía era conocido como el “Lacroze”.

En ese tiempo estaban construyendo nuevas estaciones, había pocos habitantes en la zona y un tranvía plateado, más bien chato y construido por Fabricaciones Militares, alcanzaba para cubrir ese tramo del servicio. Era igual a los que circulaban por las calles de Buenos Aires.

Pero era un “tren” y por eso tenía horario para ese menester. Circulaban cada media hora, por ejemplo, el de las 20.33, o el de las 21.03, y en este último es en el que queríamos viajar.

Para no perderlo bastaba con salir de la casa diez minutos antes. Mis padres y mi hermana ya estaban en la puerta de calle cuando se dan cuenta que la radio había quedado encendida, por lo que me mandaron a apagarla.

Mientras iba a hacerlo escuché una voz que no era común, tan grave y pausada que me asustó y decía algo que a través de los años no voy a olvidar, quizás mi memoria cambie alguna palabra pero el contenido y el asombro del momento es el mismo: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación”.

¡Papá!, ¡Mamá!, ¡murió Evita!, ¡murió Evita! El apuro, la atención que había que poner para pisar en las piedras que habían puesto los vecinos para que funcionaran como una incipiente vereda y no meter los pies en el barro, hizo que nadie me prestara atención; aunque yo insistía ¡Papá!, ¡Mamá!, ¡murió Evita!, ¡murió Evita!

Por aquellos años, la estación “Campo de Mayo” del ferrocarril Urquiza era un apeadero hecho con durmientes de madera apilados, con un galpón de chapa sin frente que servía para que las personas se guarecieran de la intemperie en caso de ser necesario. Como lo era esa noche.

Hoy pienso que el frío y la humedad que calaba los huesos hizo que nadie pudiera escuchar lo que yo decía porque amuchados en el tranvía tratábamos de darnos calor unos a otros.

¿Qué estás diciendo?, preguntó de pronto mi mamá. ¡Murió Evita!, le contesté. ¿De dónde sacaste eso?, insistió casi zamarreándome. ¡Lo dijo la radio, mamá!

Todos quedamos en silencio, el traqueteo del tranvía que circulaba por una sola vía apenas impedía que fuera absoluto.

El viaje duraba un poco, a veces hacía el tramo en un instante, otras, como esa noche, fue eterno llegar hasta Pereyra, donde se hacía el trasbordo a un tranvía más grande, de color verde, los verdaderos “Lacroze”, esos que forman parte de la historia.

¡No puede ser!, ¿estás seguro?, era las únicas frases que se escuchaban entre los pocos pasajeros que estaban sentados en el vagón. Mi mamá empezó a llorar en silencio; mi papá, sin palabras, muy serio, tenía a mi hermana dormida en los brazos.

Aun no sé por qué esa estación se llama Tropezón, pero ahí bajamos para seguir caminando unas cinco cuadras por la avenida San Martín y dos más por una paralela, para llegar a la casa del tío Pocholo.

El Pocholo, que era el orgullo de la familia porque había terminado exitosamente el secundario en el Colegio Carlos Pellegrini, trabajaba en una compañía de seguros y era delegado sindical, estaba conversando animadamente con varios amigos cuando llegamos. Mi madre no podía evitar que se viera el llanto en sus ojos que sería continuo en los próximos días.

¿Qué pasa? preguntó Amalia, la esposa de mi tío. “Prendan la radio porque parece que pasó algo terrible”, dijo mi mamá.

Todas las emisoras pasaban la misma música, esa que le decían “sacra”. Esto sorprendió a todos, hasta que reiteraron el mensaje que yo había escuchado antes de salir de casa.

Todos, hombres y mujeres se encerraron en sí mismo por largo rato. Con mi hermana y mis primos dejamos de jugar asombrados por ver y sentir tanta tristeza. Nadie tuvo ganas de quedarse y cada uno se fue por su lado.

Cuando íbamos en busca del tren, andando por la avenida San Martin, tres autos detienen su marcha, de ellos bajaron un montón de jóvenes que cantaban y bailaban. Dejaron de hacerlo y comenzaron a aplaudir en el mismo instante que uno de ellos terminó de pintar en la pared: ¡viva el cáncer!

Aunque hubo días de sol, estoy convencido que esas nubes llenas de presagios no se disiparon por mucho tiempo.#

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20 JUL 2019 - 19:39

Por Alfredo Páez /Especial para Jornada

Por más que trate de hallar en los recuerdos un día de sol en los de ese invierno, no lo encuentro. Todos se parecen a aquel sábado 26 de julio, frío, húmedo, lloviznoso, con el cielo obscuro, tapado por nubes cargadas de presagios.

A primera hora de la noche la familia se preparó para salir porque tenían que ir a la casa del tío Pocholo a saludarlo, algo ineludible para mi madre pues su hermano había cumplido años el día anterior.

Vivíamos a tres cuadras de la estación Campo de Mayo del ferrocarril Urquiza, que todavía era conocido como el “Lacroze”.

En ese tiempo estaban construyendo nuevas estaciones, había pocos habitantes en la zona y un tranvía plateado, más bien chato y construido por Fabricaciones Militares, alcanzaba para cubrir ese tramo del servicio. Era igual a los que circulaban por las calles de Buenos Aires.

Pero era un “tren” y por eso tenía horario para ese menester. Circulaban cada media hora, por ejemplo, el de las 20.33, o el de las 21.03, y en este último es en el que queríamos viajar.

Para no perderlo bastaba con salir de la casa diez minutos antes. Mis padres y mi hermana ya estaban en la puerta de calle cuando se dan cuenta que la radio había quedado encendida, por lo que me mandaron a apagarla.

Mientras iba a hacerlo escuché una voz que no era común, tan grave y pausada que me asustó y decía algo que a través de los años no voy a olvidar, quizás mi memoria cambie alguna palabra pero el contenido y el asombro del momento es el mismo: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación”.

¡Papá!, ¡Mamá!, ¡murió Evita!, ¡murió Evita! El apuro, la atención que había que poner para pisar en las piedras que habían puesto los vecinos para que funcionaran como una incipiente vereda y no meter los pies en el barro, hizo que nadie me prestara atención; aunque yo insistía ¡Papá!, ¡Mamá!, ¡murió Evita!, ¡murió Evita!

Por aquellos años, la estación “Campo de Mayo” del ferrocarril Urquiza era un apeadero hecho con durmientes de madera apilados, con un galpón de chapa sin frente que servía para que las personas se guarecieran de la intemperie en caso de ser necesario. Como lo era esa noche.

Hoy pienso que el frío y la humedad que calaba los huesos hizo que nadie pudiera escuchar lo que yo decía porque amuchados en el tranvía tratábamos de darnos calor unos a otros.

¿Qué estás diciendo?, preguntó de pronto mi mamá. ¡Murió Evita!, le contesté. ¿De dónde sacaste eso?, insistió casi zamarreándome. ¡Lo dijo la radio, mamá!

Todos quedamos en silencio, el traqueteo del tranvía que circulaba por una sola vía apenas impedía que fuera absoluto.

El viaje duraba un poco, a veces hacía el tramo en un instante, otras, como esa noche, fue eterno llegar hasta Pereyra, donde se hacía el trasbordo a un tranvía más grande, de color verde, los verdaderos “Lacroze”, esos que forman parte de la historia.

¡No puede ser!, ¿estás seguro?, era las únicas frases que se escuchaban entre los pocos pasajeros que estaban sentados en el vagón. Mi mamá empezó a llorar en silencio; mi papá, sin palabras, muy serio, tenía a mi hermana dormida en los brazos.

Aun no sé por qué esa estación se llama Tropezón, pero ahí bajamos para seguir caminando unas cinco cuadras por la avenida San Martín y dos más por una paralela, para llegar a la casa del tío Pocholo.

El Pocholo, que era el orgullo de la familia porque había terminado exitosamente el secundario en el Colegio Carlos Pellegrini, trabajaba en una compañía de seguros y era delegado sindical, estaba conversando animadamente con varios amigos cuando llegamos. Mi madre no podía evitar que se viera el llanto en sus ojos que sería continuo en los próximos días.

¿Qué pasa? preguntó Amalia, la esposa de mi tío. “Prendan la radio porque parece que pasó algo terrible”, dijo mi mamá.

Todas las emisoras pasaban la misma música, esa que le decían “sacra”. Esto sorprendió a todos, hasta que reiteraron el mensaje que yo había escuchado antes de salir de casa.

Todos, hombres y mujeres se encerraron en sí mismo por largo rato. Con mi hermana y mis primos dejamos de jugar asombrados por ver y sentir tanta tristeza. Nadie tuvo ganas de quedarse y cada uno se fue por su lado.

Cuando íbamos en busca del tren, andando por la avenida San Martin, tres autos detienen su marcha, de ellos bajaron un montón de jóvenes que cantaban y bailaban. Dejaron de hacerlo y comenzaron a aplaudir en el mismo instante que uno de ellos terminó de pintar en la pared: ¡viva el cáncer!

Aunque hubo días de sol, estoy convencido que esas nubes llenas de presagios no se disiparon por mucho tiempo.#


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