Aguilucho

Historias Mínimas.

03 AGO 2019 - 20:20 | Actualizado

Por Ismael Tebes

Había que verlos volar. Los aviones charters de la Fuerza Aérea Argentina llegaron al fin del mundo y hasta donde hicieran falta permitiendo una “rareza” de esos tiempos: jugar y volver en el día pensando en que debía cumplirse con el trabajo y las obligaciones. Aquel equipo del que los rivales no solían tener información, por su mismo anonimato era “indescifrable” en cuestiones futbolísticas pero tenía sin embargo la fórmula: la humildad del barrio, todo por ganar y un orgullo que iba más allá de sus propias limitaciones hasta convertirlo en invencible.

El “Aguilucho” que portaba en el pecho entre el rojo y el negro era más que un símbolo. Es que con Próspero Palazzo, el fútbol del potrero cobró altura; se hizo regional y hasta sobrevoló un ascenso sin mucha billetera, a puro oficio. Nadie quería jugar aquel Torneo del Interior de 1989 y el club, que tuvo su raíz en los viejos equipos “de campamento” decidió asumir la representación viniendo desde la Primera “B”. Y a su manera entre ferias de empanadas, rifas y bailes para recaudar, emprender aquel reto histórico.

José Antonio Karamarko, quien había hecho carrera paralela como futbolista y DT, conformó el plantel más propicio y bien “gasolero” con la consigna de potenciar a los pibes de las inferiores. Siempre estuvo convencido que se podía. Llegaron Eduardo Carrillo, “Camerún” Mansilla; el arquero César Cárdenas, “Roly” Villafañe; el “Negro” Silvestri, Adrián del Valle Silvera y Julio Argentino Ruíz, un cinco “metedor” incansable hecho casi a medida del equipo. Y estaba Horacio Moyano, un arquero innovador al estilo “Gatti” que marcó tendencias en el uso de los colores flúo; José Angel Maluchelli, delantero y hombre de Fuerza Aérea; Norberto Cuzen, el “Loco” Ferre y el piberío compuesto por Jorge Martínez, Diego Maza, “Huevo” Barrionuevo; Jorge Aparicio, “Bichi” Espinosa, “Kunta” Alaníz y el “Chavo” Campos.

Detrás siempre estuvieron las familias. Y los vecinos ansiosos que veían los entrenamientos con poca luz y clima bajo cero. Todos construyeron ésta sólida estructura que trasladó a la cancha, lo que se generaba en la calidez del vestuario. La clave era trabajar con humor; entre amigos que jugaban a la pelota y lo daban todo sin mezquindades.

El masajista más famoso del fútbol comodorense, el mítico José “Lalo” Uribe superó todos los récords de horas de sueño en los viajes terrestres pero solía “recuperar” en tiempo récord a cualquiera con su lámpara impiadosa y sus manos mágicas. El profe Hugo Zappia, azafata ocasional en algunos vuelos, fue un pionero de la autoestima futbolística y un referente positivo tanto como Antonio Ricardo Aparicio y Benito Carrizo, verdaderos próceres de la utilería.

Próspero Palazzo debutó el primero de febrero de 1.989 en el estadio Municipal, donde estableció su localía, ganándole 2 a 0 a Estrella del Sur de Caleta Olivia con goles de Eduardo Carrillo y Julio Martínez, el “Bambi”, jóven talento del barrio. Solamente perdió un partido en primera fase donde sorteó además a Petrolero Austral de Río Gallegos; Estrella Azul de Río Grande y Gaiman F.C..

El vuelo del “Aguilucho” llegó a Santa Rosa donde se encargó de dejar en el camino al poderoso All Boys en semifinales donde asomaba Claudio “Pampa” Biaggio luego goleador de San Lorenzo. Fue 2-1 en la ida y de visita, un 2-2 al estilo Palazzo: Estuvo arriba 2-0; la sufrió con dos defensores menos por rojas y resistió hasta levantar un muro en su defensa.

En la final otra vez enfrentó al Gaiman de los hermanos Calderón, Plácido Figueroa, Martinelli y compañía. Fue triunfo 2-0 en Km. 3 pero un freno con 0-5 incluído en la Villa Deportiva en un curioso alargue y 3 goles del comodorense Pisano. Este resultado lo llevó a la Rueda de Perdedores donde se reivindicó contra Unión Deportiva Catriel primero con un emotivo 4-3 en el estadio, dando vuelta el resultado un par de veces en la misma tarde y obteniendo de visitante un 1-0 heroico, con bombeada maléfica de un tal Juan Manuel Pompey, un expulsado, un penal atajado y un misil de “Lalo” Rivas a los 43’ del segundo tiempo que obligó a pegar rápido la vuelta y a cambiarse casi en el colectivo.

Así llegó a la final menos pensada, la del Octogonal ante Alianza Futbolística de Villa Mercedes en un cruce que abrió 1-0 en el sur y se definió en el estadio “Félix Luis Ramos” del club Colegiales con un 1-3 puro corazón el 29 de abril de 1989. Palazzo ganaba 1-0 por un penal convertido por Julio César Martínez; Moyano atajó un penal que parecía ser un gesto del destino, sufrió dos expulsiones y recién en el ST, el local lo pudo vulnerar con dos de Wilfredo Alaníz y uno de Luis Farías. La misión estaba cumplida con la bandera de los humildes, dientes apretados hasta el final y fútbol de ese que suele gustarle a la gente: arqueros intuitivos, atajadores; defensores que comían tobillos, raspadores y no tenían empacho en mandarla a la estratósfera si fuera necesario; volantes que daban hasta lo que no tenían y se multiplicaban; un par de habilidosos, rebeldes, fumadores y cascarrabias que no daban ninguna por perdida y goleadores que sabían “pescar” la oportunidad y nunca defraudaban estando “ahí”. Todo ese esfuerzo siempre parecía tener retribución en el público, sensible a la hora de inclinarse por el más débil (pero no tanto). Es que Palazzo, sin importar el resultado, solía regar la cancha con sudor.

Había unidad; un grupo de hombres convencidos de su misión y movidos por el orgullo de quienes los veían como titanes, del otro lado del alambrado. Y un conductor, motivador nato, que exprimía al límite lo que cada futbolista tenía sin vanidades, sin salir en la foto. El mismo que escribió un libro específico con ésta aventura futbolística orillando los 55 años de la institución y hoy define a un grupo de canosos honorables como “hijos deportivos”. El viejo barrio, vecino del Aeropuerto, no volvió a ser igual porque el fútbol terminó metiéndose en la sangre. Como cuando David venció a Goliat. Arriba, bien arriba.

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03 AGO 2019 - 20:20

Por Ismael Tebes

Había que verlos volar. Los aviones charters de la Fuerza Aérea Argentina llegaron al fin del mundo y hasta donde hicieran falta permitiendo una “rareza” de esos tiempos: jugar y volver en el día pensando en que debía cumplirse con el trabajo y las obligaciones. Aquel equipo del que los rivales no solían tener información, por su mismo anonimato era “indescifrable” en cuestiones futbolísticas pero tenía sin embargo la fórmula: la humildad del barrio, todo por ganar y un orgullo que iba más allá de sus propias limitaciones hasta convertirlo en invencible.

El “Aguilucho” que portaba en el pecho entre el rojo y el negro era más que un símbolo. Es que con Próspero Palazzo, el fútbol del potrero cobró altura; se hizo regional y hasta sobrevoló un ascenso sin mucha billetera, a puro oficio. Nadie quería jugar aquel Torneo del Interior de 1989 y el club, que tuvo su raíz en los viejos equipos “de campamento” decidió asumir la representación viniendo desde la Primera “B”. Y a su manera entre ferias de empanadas, rifas y bailes para recaudar, emprender aquel reto histórico.

José Antonio Karamarko, quien había hecho carrera paralela como futbolista y DT, conformó el plantel más propicio y bien “gasolero” con la consigna de potenciar a los pibes de las inferiores. Siempre estuvo convencido que se podía. Llegaron Eduardo Carrillo, “Camerún” Mansilla; el arquero César Cárdenas, “Roly” Villafañe; el “Negro” Silvestri, Adrián del Valle Silvera y Julio Argentino Ruíz, un cinco “metedor” incansable hecho casi a medida del equipo. Y estaba Horacio Moyano, un arquero innovador al estilo “Gatti” que marcó tendencias en el uso de los colores flúo; José Angel Maluchelli, delantero y hombre de Fuerza Aérea; Norberto Cuzen, el “Loco” Ferre y el piberío compuesto por Jorge Martínez, Diego Maza, “Huevo” Barrionuevo; Jorge Aparicio, “Bichi” Espinosa, “Kunta” Alaníz y el “Chavo” Campos.

Detrás siempre estuvieron las familias. Y los vecinos ansiosos que veían los entrenamientos con poca luz y clima bajo cero. Todos construyeron ésta sólida estructura que trasladó a la cancha, lo que se generaba en la calidez del vestuario. La clave era trabajar con humor; entre amigos que jugaban a la pelota y lo daban todo sin mezquindades.

El masajista más famoso del fútbol comodorense, el mítico José “Lalo” Uribe superó todos los récords de horas de sueño en los viajes terrestres pero solía “recuperar” en tiempo récord a cualquiera con su lámpara impiadosa y sus manos mágicas. El profe Hugo Zappia, azafata ocasional en algunos vuelos, fue un pionero de la autoestima futbolística y un referente positivo tanto como Antonio Ricardo Aparicio y Benito Carrizo, verdaderos próceres de la utilería.

Próspero Palazzo debutó el primero de febrero de 1.989 en el estadio Municipal, donde estableció su localía, ganándole 2 a 0 a Estrella del Sur de Caleta Olivia con goles de Eduardo Carrillo y Julio Martínez, el “Bambi”, jóven talento del barrio. Solamente perdió un partido en primera fase donde sorteó además a Petrolero Austral de Río Gallegos; Estrella Azul de Río Grande y Gaiman F.C..

El vuelo del “Aguilucho” llegó a Santa Rosa donde se encargó de dejar en el camino al poderoso All Boys en semifinales donde asomaba Claudio “Pampa” Biaggio luego goleador de San Lorenzo. Fue 2-1 en la ida y de visita, un 2-2 al estilo Palazzo: Estuvo arriba 2-0; la sufrió con dos defensores menos por rojas y resistió hasta levantar un muro en su defensa.

En la final otra vez enfrentó al Gaiman de los hermanos Calderón, Plácido Figueroa, Martinelli y compañía. Fue triunfo 2-0 en Km. 3 pero un freno con 0-5 incluído en la Villa Deportiva en un curioso alargue y 3 goles del comodorense Pisano. Este resultado lo llevó a la Rueda de Perdedores donde se reivindicó contra Unión Deportiva Catriel primero con un emotivo 4-3 en el estadio, dando vuelta el resultado un par de veces en la misma tarde y obteniendo de visitante un 1-0 heroico, con bombeada maléfica de un tal Juan Manuel Pompey, un expulsado, un penal atajado y un misil de “Lalo” Rivas a los 43’ del segundo tiempo que obligó a pegar rápido la vuelta y a cambiarse casi en el colectivo.

Así llegó a la final menos pensada, la del Octogonal ante Alianza Futbolística de Villa Mercedes en un cruce que abrió 1-0 en el sur y se definió en el estadio “Félix Luis Ramos” del club Colegiales con un 1-3 puro corazón el 29 de abril de 1989. Palazzo ganaba 1-0 por un penal convertido por Julio César Martínez; Moyano atajó un penal que parecía ser un gesto del destino, sufrió dos expulsiones y recién en el ST, el local lo pudo vulnerar con dos de Wilfredo Alaníz y uno de Luis Farías. La misión estaba cumplida con la bandera de los humildes, dientes apretados hasta el final y fútbol de ese que suele gustarle a la gente: arqueros intuitivos, atajadores; defensores que comían tobillos, raspadores y no tenían empacho en mandarla a la estratósfera si fuera necesario; volantes que daban hasta lo que no tenían y se multiplicaban; un par de habilidosos, rebeldes, fumadores y cascarrabias que no daban ninguna por perdida y goleadores que sabían “pescar” la oportunidad y nunca defraudaban estando “ahí”. Todo ese esfuerzo siempre parecía tener retribución en el público, sensible a la hora de inclinarse por el más débil (pero no tanto). Es que Palazzo, sin importar el resultado, solía regar la cancha con sudor.

Había unidad; un grupo de hombres convencidos de su misión y movidos por el orgullo de quienes los veían como titanes, del otro lado del alambrado. Y un conductor, motivador nato, que exprimía al límite lo que cada futbolista tenía sin vanidades, sin salir en la foto. El mismo que escribió un libro específico con ésta aventura futbolística orillando los 55 años de la institución y hoy define a un grupo de canosos honorables como “hijos deportivos”. El viejo barrio, vecino del Aeropuerto, no volvió a ser igual porque el fútbol terminó metiéndose en la sangre. Como cuando David venció a Goliat. Arriba, bien arriba.


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