Historias Mínimas / El árbol de moras

31 AGO 2019 - 19:39 | Actualizado

Por Alfredo Páez

Desde fines del invierno, cuando aparecieron los primeros brotes en sus ramas, todos los días cuando pasaban frente a él para ir a la escuela, se detenían para observar cómo se iba transformando. En ese instante comenzaban los sesudos razonamientos para determinar cuándo atacarlo.

Por entonces eran tres las horas de clase ante la falta de aulas en las escuelas de ese poblado barrio del gran Buenos Aires que recibía el nombre de “Villa e’l perro”, porque así se acostumbraba a designar a esos nuevos caseríos que se formaban gracias a la migración interna y la existencia de los creíbles créditos para la vivienda del Banco Hipotecario. Pero en esos años (y ahora también), allí vivían “los cabecitas negras”, los villeros, los gronchos.

Ellos eran cinco chicos de entre nueve y diez años que caminaban unas diez cuadras todos los días, al costado de la ruta nacional, hasta el colegio.

El árbol de moras estaba casi a la mitad del trayecto, en un lugar donde el terreno tenía una breve elevación, lo que, por la altura y la edad de ellos, casi lo convertía en un tótem sagrado.

Ya en plena primavera, ese objeto de estudio estaba tan frondoso que permitía hacer el diario análisis bajo la sombra.

El retorno de la escuela siempre era lento, cansino, demorado. El desarrollo de las moras ya las mostraba blanquecinas, aunque aún no eran objeto de deseo, sino de estudio, como lo era cada insecto o cosa que les pareciera extraña y que se cruzara bajo sus pies. No habían determinado cuando sería el momento. Cada día observaban el estado de las moras. Si estaban parejas en color y tamaño, si las mejores estaban muy altas o cuáles eran las ramas que había que subir para alcanzarlas.

Una tarde de calor en la que los guardapolvos blancos pesaban como plomo, decidieron trepar y como manga de langosta saciaron el deseo de tantos meses.

Al bajar se dieron cuenta de que estaban al borde de una crisis que ninguno iba a poder evitar: las manos, la cara, las piernas y los delantales escolares estaban todo manchados.

Con porte resignando, cada uno se fue separando del grupo hasta quedar él solo, cabeza gacha, tizón de ligustro en mano haciendo malabares hasta el paredón de la esquina de su casa.

Su mente estaba centrada en demorar lo más posible llegar frente a su madre. El comisario, desde la ventanilla de patrullero le gritó por lo que acaba de escribir, solo era una Pe sobre una Ve corta.

Lo esposaron con la mirada y se lo llevaron. Mandaron aviso s la madre.

Nunca se supo cómo fue que ella llegó antes que la patrulla. Lo cierto es que estaba dentro la comisaría, de chancletas, restregándose las manos con el delantal y preguntando con voz firme donde estaba su hijo.

El comisario quiso imponer su autoridad al decirle que lo del niño era porque ella le había enseñado. Que ella sabía perfectamente que estaba prohibido hacer esas cosas, que él sabía que ella era una reconocida peronista del barrio, que por esa vez pasaba, pero que en la próxima le aplicaría toda la ley.

Cuando se sentaron en la parte trasera del auto, la madre lo abrazó y lo acarició con firmeza.Ella negó siempre que le hubiese sacado el guardapolvo morado a chancletazos.

Lo negó hasta su último suspiro.

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31 AGO 2019 - 19:39

Por Alfredo Páez

Desde fines del invierno, cuando aparecieron los primeros brotes en sus ramas, todos los días cuando pasaban frente a él para ir a la escuela, se detenían para observar cómo se iba transformando. En ese instante comenzaban los sesudos razonamientos para determinar cuándo atacarlo.

Por entonces eran tres las horas de clase ante la falta de aulas en las escuelas de ese poblado barrio del gran Buenos Aires que recibía el nombre de “Villa e’l perro”, porque así se acostumbraba a designar a esos nuevos caseríos que se formaban gracias a la migración interna y la existencia de los creíbles créditos para la vivienda del Banco Hipotecario. Pero en esos años (y ahora también), allí vivían “los cabecitas negras”, los villeros, los gronchos.

Ellos eran cinco chicos de entre nueve y diez años que caminaban unas diez cuadras todos los días, al costado de la ruta nacional, hasta el colegio.

El árbol de moras estaba casi a la mitad del trayecto, en un lugar donde el terreno tenía una breve elevación, lo que, por la altura y la edad de ellos, casi lo convertía en un tótem sagrado.

Ya en plena primavera, ese objeto de estudio estaba tan frondoso que permitía hacer el diario análisis bajo la sombra.

El retorno de la escuela siempre era lento, cansino, demorado. El desarrollo de las moras ya las mostraba blanquecinas, aunque aún no eran objeto de deseo, sino de estudio, como lo era cada insecto o cosa que les pareciera extraña y que se cruzara bajo sus pies. No habían determinado cuando sería el momento. Cada día observaban el estado de las moras. Si estaban parejas en color y tamaño, si las mejores estaban muy altas o cuáles eran las ramas que había que subir para alcanzarlas.

Una tarde de calor en la que los guardapolvos blancos pesaban como plomo, decidieron trepar y como manga de langosta saciaron el deseo de tantos meses.

Al bajar se dieron cuenta de que estaban al borde de una crisis que ninguno iba a poder evitar: las manos, la cara, las piernas y los delantales escolares estaban todo manchados.

Con porte resignando, cada uno se fue separando del grupo hasta quedar él solo, cabeza gacha, tizón de ligustro en mano haciendo malabares hasta el paredón de la esquina de su casa.

Su mente estaba centrada en demorar lo más posible llegar frente a su madre. El comisario, desde la ventanilla de patrullero le gritó por lo que acaba de escribir, solo era una Pe sobre una Ve corta.

Lo esposaron con la mirada y se lo llevaron. Mandaron aviso s la madre.

Nunca se supo cómo fue que ella llegó antes que la patrulla. Lo cierto es que estaba dentro la comisaría, de chancletas, restregándose las manos con el delantal y preguntando con voz firme donde estaba su hijo.

El comisario quiso imponer su autoridad al decirle que lo del niño era porque ella le había enseñado. Que ella sabía perfectamente que estaba prohibido hacer esas cosas, que él sabía que ella era una reconocida peronista del barrio, que por esa vez pasaba, pero que en la próxima le aplicaría toda la ley.

Cuando se sentaron en la parte trasera del auto, la madre lo abrazó y lo acarició con firmeza.Ella negó siempre que le hubiese sacado el guardapolvo morado a chancletazos.

Lo negó hasta su último suspiro.


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