Huircapan: combatió en Malvinas, mató a un coronel y fue prisionero de los ingleses

Relato en carne viva de Guillermo Huircapan, que con 19 años conformó la “Compañía C” encargada de tomar las Islas Malvinas el 2 de abril de 1982. Desde Puerto Madryn contó su historia: contuvo la embestida inglesa en la batalla de Pradera del Ganso, abatió a un teniente coronel y fue tomado prisionero por el enemigo.

15 MAY 2021 - 19:45 | Actualizado 25 ABR 2022 - 0:43

Por Martín Tacón / Redacción Jornada

A finales de 1981 me enteré que me tocaba la colimba. En ese entonces se convocaba por sorteo, y me tocó el ejército. Me habían mandado una citación para presentarme el 1ro de febrero del 82 al Regimiento de Infantería 25 de Sarmiento. Todo ese verano yo venía jugando al fútbol en las inferiores de Guillermo Brown de Puerto Madryn y la colimba tenía fama de ser dura, no se comparaba con los entrenamientos deportivos. Hice una pretemporada especial, me entrené por mi cuenta, salía a correr por la playa, me preparé. Yo tenía un buen estado físico para encarar ese año, aunque no sabía a qué me iba a enfrentar.

El 1ro de febrero me presenté en Sarmiento con varios muchachos de Chubut que no éramos el total de los “colimba”. Al otro día llegó el grueso que venía de Córdoba. Ahí nos empezaron a dar ropa de fajín y de combate, te visten “de verde” como decían ellos, y una vez que estás “de verde” sos soldado. Nos clasificaron por estudios. Había una sección especial que eran las AOR, aspirantes a oficiales de reserva, a cargo de un teniente llamado Roberto Néstor Estévez. Estábamos todos en filas, los que habían terminado la escuela primaria por un lado, los del secundario por el otro. Había unos pocos que tenían estudios universitarios. Yo, con 19 años, estaba dentro de los que habían terminado el secundario. El teniente tenía que elegir 45 soldados para después quedarse con 30. Fue eligiendo, y cuando pasó al lado mío me miró fijamente y me preguntó de dónde venía. Era una elección basada en la intuición. Él me eligió, pasé a la sección AOR y empezamos las instrucciones vivac, que son los entrenamientos militares de supervivencia en el campo, manejo de armas y brújula.

Quedé como navegante de la sección en el grupo comando. Volvimos al cuartel cuando terminamos la instrucción, a fines de marzo, y en apenas unos días, el 27, nos dieron orden de alistamiento. Para un militar, significa preparar las armas para iniciar una campaña. En la Plaza de Armas nos armaron y nos enteramos que se había conformado una nueva compañía en el regimiento: la Compañía C. El 27 de marzo a la noche salimos de Sarmiento armados hasta los dientes en camiones Unimog a Comodoro Rivadavia. En Comodoro pasamos al Regimiento 8, y viajamos en vuelo directo al aeropuerto Comandante Espora de Bahía Blanca. No teníamos idea a dónde íbamos.

Había rumores, pero a nosotros nos decían que íbamos a hacer un operativo. Los oficiales ya sabían. Nuestro jefe Roberto Estévez dejó una carta a su familia en el regimiento que hoy es muy famosa y estuvo un tiempo pegada en un subte de Buenos Aires. En la carta le agradece a su padre por los valores recibidos, como si supiera que no iba a volver. Es muy emotiva, dice: “Querido papá, cuando recibas esta carta yo ya estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios Nuestro Señor. Él, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en cumplimiento de mi misión. Pero fijate vos, ¡que misión!”.

Embarcamos en Puerto Belgrano. La sección “Romeo”, a cargo de Juan José Gómez Centurión, y la sección “Bote”, comandada por el teniente Roberto Estévez, embarcó en el buque Irízar. La sección “Gato”, a cargo del teniente Carlos Esteban, partió en el buque Cabo San Antonio, con el teniente coronel Seineldín. Y zarpamos con destino incierto para nosotros. Nunca antes me había subido a un barco tan grande, y en medio de la travesía nos agarró una tormenta impresionante que averió nuestro helicóptero que llevábamos en el helipuerto. Eso nos perjudicaría después en el desembarco. A bordo había cordobeses que nunca habían visto el mar en su vida y se agarraron una descompostura terrible. El Irízar era un buque rompehielos sin quilla, es como una palangana para subirse a las capas de hielo. Atravesamos la odisea del mar y la tormenta, y el 1ro de abril a la tarde el contralmirante Carlos Büsser nos informó por las radios de la flota que al otro día íbamos a tomar las Islas Malvinas.

Nos decían que era un día para la historia, que fuimos elegidos por la Divina Providencia para participar de un hecho histórico el 2 de abril. Nos dieron recomendaciones de respetar a la población, cuidar a las mujeres y a los niños, y que aquel al que encontraran haciendo algún tipo de pillaje o delito sería castigado con la máxima sentencia. Arriba del barco yo hablaba mucho con un amigo de Río Cuarto, Sergio Zabala, y él me decía cosas que uno no quería creer, pero lo que él dijo después se cumplió: “Negro, ahora se van a venir los ingleses y nos van a hacer pelota”. No queríamos creerlo pero era así, nos íbamos a enfrentar a una potencia mundial. Los primeros planes de la Junta Militar eran tomar Malvinas, plantar bandera y negociar. No enfrentar una guerra. Pero todo el pueblo alentó a Leopoldo Galtieri en Plaza de Mayo, y con eso nos envalentonamos pensando que Estados Unidos iba a intervenir para nosotros. Fue un error.

Bajo el fuego de la artillería

El 2 de abril desembarcamos en las Islas Malvinas. Por la avería del helicóptero desembarcamos a las 11 de la mañana, con lo cual ya habían pasado todos los sucesos en el pueblo donde murió el capitán de corbeta Pedro Edgardo Giachino. Actuaron primero los buzos tácticos, hicieron cabecera de playa y detrás entraron los vehículos anfibios. Ahí ingresó la sección “Bote”, la nuestra. La armada comandada por el capitán Giachino avanzó hacia el pueblo enfrentando a la guardia de los Royal Marines, que eran unos 30 ingleses. Él cayó ese día, pero los ingleses finalmente se rindieron a pesar de no haber tenido bajas. Se arrió la bandera inglesa y se izó la argentina.

Cuando desembarcamos teníamos la misión de apoderarnos del aeropuerto. No era fácil llegar, había que rodear una bahía y lo hicimos caminando con nuestros equipos. Llegamos al puerto de Puerto Argentinos y embarcamos en el buque Isla de los Estados junto con la compañía Ingenieros 9. Con ellos fuimos a Puerto Darwin, que queda a unos 70 kilómetros por mar. Desembarcamos al día siguiente. La isla ya estaba tomada y la población sabía lo que estaba pasando. Ahí nos quedamos y ese fue nuestro lugar de asentamiento definitivo. No nos encontramos con otros argentinos, pero sí hay historias del teniente Esteban que se encontró con gente que conocía porque iba a estudiar a Córdoba. Había mucho intercambio en esa época, gente que al único lugar al que podía ir era al continente. Cumpliendo la función militar estábamos en una situación engorrosa.

Nos asentamos en una escuela que estaba tres kilómetros al sur de Pradera del Ganso y cinco al norte de Puerto Darwin. A esa escuela iban todos los pibes de la zona. Los primeros tiempos en el mes de abril estuvimos ahí, y el 24 de abril hicimos el juramento a la bandera. Si bien hasta ese punto nosotros no habíamos disparado ni un solo arma, empezamos a vivir las grandes miserias de la guerra con el hambre y el frío. Lo vivía con mis propios compañeros, con argentinos. Si podés robar, robas. Teníamos que cuidarnos porque el hambre era también un enemigo. No podías tener un pedazo de pan, una papa o un nabo. Mi familia me mandó una encomienda con media docena de bolas de fraile que llegaron verdes, amohosadas; las pelamos un poquito y al buche. Las compartía con mis amigos de trinchera. Nos habían prohibido tocar los animales de los campos vecinos, pero el teniente Estévez nos enviaba en misiones nocturnas furtivas para robar una o dos ovejas. De eso vivíamos.

Fue pasando el tiempo, las flotas se iban acercando, las negociaciones no avanzaban, y el 1ro de mayo comenzaron las hostilidades. Los aviones Vulcan atacaron Puerto Argentino; nos atacaban desde una altura en la que no podíamos contraatacar porque no teníamos armas de ese alcance. Gracias a Dios no pudieron dejar fuera de servicio la pista y casi no tuvimos bajas en ese ataque. En Pradera del Ganso, donde estábamos nosotros, nos atacaron con aviones Harrier que venían volando a baja altura. Fue el primer ataque que recibimos y fue impactante. Bajaron ametrallando y disparando, ahí murieron nueve soldados nuestros de la fuerza aérea, los agarraron por salir de la base de los Pucará. Mis primeros disparos los descargué contra esos aviones a baja altura. Cada vez que caía un avión de ellos los puteábamos y festejábamos como si fuera un gol de Argentina.

Todos los días nos bombardeaban y nos cañoneaban navalmente varios kilómetros mar adentro. Era un hostigamiento tremendo que no nos dejaba dormir. Nosotros sentíamos los estallidos y salíamos a construir trincheras. Nos lanzaban bombas beluga, que son unas bombas racimo que quedan activadas y si las movés bruscamente explotan y te arrancan la mano, el pie o te matan. Con mucho cuidado, limpiamos nuestra zona de esas bombas. Era una tarea riesgosa, en un cajón llevábamos de a tres hasta que el teniente las enterraba y las hacía explotar con una barra de trotyl. Vivíamos estas experiencias mientras escaseaba la comida porque la logística no llegaba.

El fiero rostro de la guerra

Y el 21 de mayo, después de fracasar en dos intentos de desembarque, los ingleses hicieron cabecera de playa en el Estrecho de San Carlos. Desembarcaron armamento, se replegaron y emprendieron el avance hasta nuestra posición. Sus bombardeos eran ablandamiento de zona para el avance de la infantería, tal es así que empezaron a aparecer soldados argentinos replegándose. Eran pequeñas facciones nuestras adelantadas que retrocedían al ver el avance de los ingleses. Muchos soldados con miedo. Adelante nuestro, cerca del Monte Darwin, estaba el Regimiento 12. Esa noche le ordenaron a nuestra sección avanzar a reforzar el Regimiento en Darwin porque el enemigo avanzaba y había que responder. Nos mandaron de carne de cañón con el teniente Estévez. Nos enlistamos, sacamos todo el armamento, dejamos nuestras cosas en la trinchera, y nos adentramos en la noche hacia la zona de Monte Darwin.

Éramos un grupo de tiradores. Nuestro armamento era liviano, estaba conformado por fusiles FAL y FAP. El mayor poder de fuego era de nuestras ametralladoras MAG, calibre 7.62. Teníamos lo que comúnmente se conoce como bazuca, que en esa época era casi obsoleto, sirve como antitanque o antipersonal. Yo era granadero, tenía un tromblón que va en la punta del fusil; se dispara con una munición de fogueo, se cambia el sistema de gas y dispara PAF o PDF, proyectiles engarzados que con un cálculo en ángulo del tromblón llega a 150 metros. Yo a Malvinas fui como granadero, pero solamente tenía la teoría. Tuve que aprender a disparar los PDF y los PAF en pleno combate.

Partimos hacia el frente y cruzamos una pasarela en fila india. Era de noche, casi no se veía. Fue una avanzada muy temeraria siguiendo al teniente Estévez hasta que hicimos contacto con el Regimiento 12, que estaba a cargo del teniente Peluffo. Nos quedamos rodilla a tierra con nuestros equipos, esperando que se organicen los oficiales, cuando de pronto, hacia abajo en una pequeña bahía, vimos personal avanzando por la costa hacia nosotros. No sabíamos si era tropa propia o enemiga, así que se le ordenó a un cabo y dos soldados que fueran a verificar. De repente comenzó el combate. El cabo y los dos soldados murieron acribillados instantáneamente. Las municiones trazantes venían hacia nosotros. Nos arrojamos al suelo y nos gritaron que nos desplegáramos hacia las trincheras de la derecha. No conocíamos ese terreno. Nos fuimos arrastrando mientras las balas nos pasaban silbando sobre la cabeza. Algunos compañeros cayeron. Respondimos al fuego en la oscuridad total, no se veía nada, pero nuestras balas trazantes nos guiaban al disparar, y apuntábamos hacia donde salían las balas del enemigo. En dos gatilladas vaciábamos el cargador de 20 municiones. Disparábamos a la vez que nos poníamos a cubierto hasta que llegamos a las trincheras. Sufrí una herida en el oído izquierdo por esquirlas de salva de artillería, se me reventó el tímpano. Estuve aturdido unos minutos pero no perdí el conocimiento.

El monte nos sirvió de parapeto. Rechazamos varios avances de los ingleses. El Monte Darwin es una colina, nosotros estábamos apostados al pie y los ingleses venían por encima. Detrás teníamos un llano que no daba posibilidad de repliegue porque hubiéramos quedado expuestos. Cuando asomaban, nosotros disparábamos. Yo estaba hombro a hombro con mi compañero de ametralladora, Ledesma, y al lado teníamos a los del Regimiento 12 que nos hacían de abastecedores de munición. Abarcamos la cima con nuestro fuego a unos 50 metros. Paralizamos el avance inglés y fue en esa batalla donde muchos años después nos enteramos que derribamos al teniente coronel de batallón de paracaidistas. Se insultaba con sus jefes porque no podían avanzar y él decidió ir al frente de batalla, eso lo supimos por el revisionismo y los documentales posteriores. El jefe que cayó delante nuestro era Herbert Jones. Él nunca nos vio, avanzó hacia una trinchera a mitad de ladera, lo vimos y lo derribamos.

En el combate no hay tiempo para pensar. Durante el avance todos sentíamos un miedo infernal, temor, angustia, pero una vez que empiezan los tiros te olvidas de todo. Uno se va deshumanizando: es combatir, pelear por tu vida. Tres meses antes yo era un pibe de la calle, nunca había andado en barco, nunca había visto un helicóptero, nunca había manejado un arma, criado con los conceptos cristianos que dicen “no matarás”, y de repente me vi envuelto en una guerra en la cual festejaba ver caer a un soldado enemigo. Yo tengo una relación directa con Dios y siento que siempre me ha respondido, trato de ser digno de esa relación que creo tener. Él estuvo conmigo en la trinchera, porque las trazadoras venían hacia mí y a último momento se desviaban. Pero a otros creyentes no les pasó lo mismo, como a mi jefe, el teniente Estévez. Él cayó en esa batalla, y se dio una gran paradoja porque los tenientes de mayor rango de ambos bandos esa noche murieron al mismo tiempo.

Llegó la luz del día y fue ahí cuando se complicaron los ingleses. La ventaja tecnológica de ellos la hacían valer de noche. Con su atraso de avance sobre el Monte Darwin nos fortalecimos. Provocamos varias bajas, entre ellas la del jefe del pelotón de paracaidistas. Según su lenguaje en código de guerra esa noche, el teniente coronel Herbert Jones había sido designado como “Rayo de Sol”, y tras su muerte el radio operador Norman Barry comunicó la noticia al comando de retaguardia diciendo: “Rayo de Sol ha caído”. Eso generó críticas entre los ingleses y confusión porque el jefe, la mayor autoridad del avance, había ido al frente solo. Perdió el control táctico al atravesar las trincheras argentinas. Jones murió cerca de las 11 de la mañana, y a partir de ese momento los ingleses empezaron a utilizar los misiles MILAN, un arma que nosotros desconocíamos que se caracteriza por buscar el calor de las armas y los cuerpos. Con eso nos diezmaron y acallaron nuestras ametralladoras.

Mi vida en manos del enemigo

Nuestras trincheras se quedaban sin municiones y vimos que otros sectores, a lo lejos, empezaban a rendirse. A nosotros nos quedaba escasa munición, quizás para combatir una hora más. No podíamos replegarnos. Nuestro teniente, Estévez, había muerto antes del amanecer. El cabo primero Olmos quedó jefe de grupo y dijo: “Vamos a rendirnos”. Sacamos una camiseta blanca, la atamos a la punta de un fusil y uno de nosotros empezó a ondearla. Fue la mejor decisión porque seguir peleando hubiera sido combatir para morir. Olmos se quedó atrás con un fusil preparado y nos dijo: “Ustedes vayan saliendo, y si los matan yo me voy a llevar a un par de ingleses”. Al ver la bandera blanca, ellos bajaron agazapados. A unos diez metros nos gritaron que salgamos. Eso hicimos, y nos llevaron como prisioneros.

Nos tiraron al piso sobre la turba con brazos y piernas abiertas. Había nevisca y estaba lloviznando. Nos trataron rudo, hacía frío y si nos movíamos un poco nos daban patadas y culetazos de fusil en la espalda. Eran las tropas con las que habíamos estado combatiendo. Yo los escuchaba hablar pero no entendía lo que decían. Entre ellos había soldados jóvenes, aunque estaban bien alimentados y entrenados. Nosotros estábamos famélicos de hambre, a algunos se le veían las costillas, los ponías al sol y no necesitabas radiografía. Que estuviéramos mal alimentados fue una gran ventaja para ellos y lamentable para nosotros. Pasamos la noche como prisioneros, dormimos entre el humo de los arbustos incendiados que nos abrigó del frío. De pronto vino un tal García, traductor, y a través de él supimos que continuaba el duelo de artillería y no podían atender a sus heridos ni a los nuestros. Murieron varios soldados sin atención médica. En el amanecer del 29 pudieron los ingleses traer sus helicópteros, donde los prisioneros y heridos fuimos trasladados al hospital de Bahía Ajax. Yo tenía la oreja y el cuero cabelludo lastimados por el estallido de esquirlas, pero no era nada comparado a otros heridos que la estaban pasando mal. Nos llevaron a Puerto San Carlos y al otro día nos embarcaron en el buque St. Edmund. Poco a poco iban llegando otros prisioneros argentinos, entre ellos Miguel Cruzado, piloto de Pucará que fue derribado mientras volaba en apoyo nuestro, se eyectó y aterrizó en la retaguardia de las líneas inglesas.

A nosotros, los soldados del 12 y del 25, nos formaron en filas y nos dieron cargos. Teníamos que responder a qué unidad pertenecíamos. Yo dije: “Soldado del ejército argentino, regimiento de infantería 25, Compañía C, sección AOR Bote”. No respondíamos nada más porque de verdad no sabíamos nada; ellos querían saber qué armamento teníamos, pero no sabíamos de armamento antiaéreo ni de estrategia militar. Querían sacar información. Estuvimos varias noches en ese busque, hasta que un día nos pasaron en lanchones al buque que finalmente nos trasladaría a Montevideo, el Norland. A bordo del buque el trato mejoró considerablemente, aunque la comida seguía siendo escasa. Nos daban una latita con lentejas y tuco que para nosotros era un manjar pero no completaba ni las caries. Era lógico: la guerra continuaba y ellos estaban cuidando sus reservas.

Camino a Montevideo, con más de mil prisioneros de guerra argentinos, a veces se metían soldados ingleses a nuestro camarote y nos apuntaban. Hacían siempre lo mismo hasta que dejamos de prestarles atención y les dijimos que dejen de romper las pelotas. Ellos no entendían y nosotros nos reíamos. Finalmente llegamos a Uruguay. Mi familia sabía que yo había combatido en la batalla de Pradera del Ganso, pero no sabían qué había sido de mi suerte. A través de la Cruz Roja nos pasaron a la Armada uruguaya y después a Argentina, el 13 de junio del 82. Frente al barco argentino Puente Alsina, por el ojo de buey veíamos las mesas del comedor con tiras de pan caliente. Se nos hacía agua la boca. Nos dieron de comer a mansalva. Nosotros queríamos comer, comer y comer. No nos llenábamos nunca. Cruzando el Río de la Plata empezaron las descomposturas. En la noche, antes de alcanzar la costa bonaerense, sabíamos que al otro día nos iban a dar un desayuno, sin embargo, aunque no podíamos doblarnos de tanto comer, todavía teníamos hambre. Entonces nos escabullimos a oscuras hacia la cocina del barco, pensábamos que éramos los primeros, y nos encontramos con un hormiguero de soldados. Comían lo que hubiera, había uno arriba sirviendo chocolate. Nos comimos todo, era una cuestión psicológica.

Mi regreso a suelo argentino

En Astillero Río Santiago nos subieron a unos colectivos que tenían papel de diario en las ventanas y salimos a Campo de Mayo. La gente se fue enterando y se formó una caravana que nos seguía. El Ejército nos recibió y nos dio ropa nueva. El hambre continuaba; pero no era hambre en sí, sino ganas de comer. Era descanso, pastas, descanso, pastas, y nosotros dijimos: “Estos nos quieren hacer engordar”. Al otro día, el 14, nos enteramos que las fuerzas armadas argentinas se habían rendido. Fue una tristeza total. Nosotros íbamos escuchando el partido de Argentina-Bélgica en el Mundial 82, que perdimos. Ese año fue un desastre para nosotros hasta en el fútbol. En Buenos Aires la mayor parte de la gente estaba viviendo el Mundial, y nosotros veníamos de una guerra escondidos en los colectivos.

Yo no sabía cómo hacer para comunicarle a mi familia que estaba en el país. Me fui a una cantina de Campo de Mayo, donde un chico civil nos dijo que juntemos varias cartas, que él las mandaba. Le escribí unas líneas a mi vieja, le puse que estaba bien, que fui levemente herido en combate y le hice un dibujo de mi cabeza. La carta llegó enseguida a Madryn y uno de los muchachos del correo, Miguel González, que jugaba en Brown, dijo: “¡Escribió el cabezón!”, agarró la bicicleta y se fue a mi casa a las 8 de la mañana. Golpeó la puerta y salieron mis viejos. “¡Escribió Guillermo!”, dijo. Se pusieron a llorar los tres. Así se enteraron mis viejos que yo estaba vivo.

Después de cinco días en Campo de Mayo, nos subieron a un avión rumbo a Comodoro, y de Comodoro a Sarmiento. Nos tenían que decir que nos largaban, pero nos tuvieron dando vueltas un mes. No hacíamos nada en el ejército, comíamos y descansábamos. Fui ascendido a dragoneante, un rango por desempeño en Malvinas. Un día me dieron la licencia de baja. Fue en julio, ya había pasado un mes del final de la guerra. Estábamos más gorditos. Nos subimos a un colectivo; con Luis Endara éramos los únicos chubutenses, el resto eran todos cordobeses.

Nos dejaron en Ruta 3, arriba. Eran como la una de la mañana y estaba lloviendo. Nos bajamos con Luis, íbamos con el traje del ejército y una capa, y bajamos a pata. Hicimos dedo y nos trajeron hasta la ciudad. Yo vivía en Gales y Villegas, y Luis en España y Juan B. Justo. Cuando golpeé en mi casa fue pura alegría. Me abrazaba mi vieja, mi papá, mis hermanos. Se enteró el barrio y empezaron a venir los vecinos, los amigos. A las 3 de la mañana mi vieja dijo: “Bueno, Guillermo tiene que descansar porque está cansado”. Yo solía dormir con mis hermanos en la habitación, pero mi vieja me había armado una cama en su habitación. Estuve varias noches durmiendo con mis viejos. A veces me despertaba y estaba mi mamá al lado mío. Un día le dije: “Mamá, me voy a dormir con los chicos”. Fueron días duros para mi vieja.

Yo me sentía mal porque la gente me miraba raro. Iba al almacén y todos pensaban: “Ahí llegó el muchacho de Malvinas”. Nadie me hablaba, había un temor a preguntarme algo. Hasta el día de hoy mi familia no me pregunta sobre Malvinas. Los primeros años me costaba hablar de la guerra, lo empecé a superar junto con los otros veteranos y con las necesidades sociales de cada uno. Y después la vida sigue, uno tiene que trabajar. Me fui al puerto, donde trabajaba antes, y me tomaron como portuario. En el 83 entré en Aluar, estuve dos años y renuncié. Fui tachero, remisero, trabajé en una pesquera. Ahora trabajo como empleado público en la provincia. Me casé en el 98 y tuve cinco hijos.

La otra versión de mi relato

La vida me dio esta historia para contar y la estoy escribiendo. Son mis memorias, un libro. Hay una historia de la guerra que me gustaría conocer, y es el relato del operador de radio inglés que operó durante la batalla en Pradera del Ganso. Se llama Norman Barry. Me gustaría hablar con él, saber qué pasó, tener su testimonio en mis memorias. Hay muchas polémicas y mentiras que me gustaría esclarecer. Algunos dicen que Herbert Jones no murió en esa batalla o que no fue nuestra ametralladora la que lo bajó. Son disputas entre argentinos por ver quién se adjudica la muerte del teniente coronel inglés. En los primeros años todos decían diferentes versiones de las cosas. Cuando terminó la guerra, los militares se repartieron las medallas y los honores; nosotros teníamos a nuestro teniente muerto. De pronto un día leí que a Herbert Jones lo había bajado Gómez Centurión. Por ese tiempo yo di unos testimonios para el libro “Partes de guerra”, y fue cuando el historiador Oscar Teves, autor del libro “Malvinas: la batalla de Pradera del Ganso”, me llamó por teléfono y vino personalmente a Madryn para finalmente concluir que mi relato coincidía con la versión inglesa y que Jones había muerto efectivamente donde yo combatí.

El operador Norman Barry contó para la televisión inglesa que Herbert Jones no murió en el acto. Tenía un disparo con poco sangrado y acabó muriendo luego producto de la hemorragia. Uno siempre piensa que pudo haber hecho algo mejor; yo siento orgullo de haber tenido a un jefe como el teniente Roberto Néstor Estévez, que fue un patriota, un hombre que tenía el uniforme de San Martín, a diferencia de otras versiones de oficiales que solo maltrataban a su tropa. Mi orgullo es haber estado con él. Era un jefe de bajo rango, teniente de sección, pero se la jugó por nosotros y peleó con nosotros. Nos mantuvo en equipo. Si él no hubiera sido como fue, nosotros no hubiéramos ido al frente como fuimos. Nos tocó el contraataque en Pradera del Ganso y lo hicimos por él. Si pudiera volver el tiempo atrás y elegir, conociendo los compañeros que tuve y sabiendo que tendría a Estévez a mi lado, me subiría al Irízar otra vez.

Me gustaría volver a las Islas Malvinas. Antes de sacar mis memorias, me gustaría ir, recorrer con mis hijos los lugares donde estuve. Sería cerrar un círculo para mí, recordar las noches que pasamos, recorrer las trincheras y el sitio donde combatimos. Las islas son argentinas, son nuestras, pero nosotros no vamos a ver las Malvinas con la bandera argentina. Tal vez nuestros nietos. Malvinas trajo a la Argentina modificaciones institucionales importantes como la vuelta a la democracia. Se ocultan cosas, se habla de Alfonsín como padre de la democracia, pero ¿por qué pasó lo que pasó en Argentina? Fue porque hubo Malvinas. Fuimos el único país de América Latina que juzgó a sus dictadores. La historia debe ser contada integralmente. La guerra sirvió para que las islas entren en el sentimiento de la gente. Malvinas hoy está en la cultura popular, en el deporte, en los barrios. Nosotros no somos conquistadores: luchamos por la libertad como San Martín peleó por la libertad de nuestra tierra.

Si Argentina ganaba la guerra, los militares hubieran hecho propia esa victoria. Por eso pienso que nuestros soldados no murieron en vano, porque generaron una modificación en el andar institucional de la República. A veces sueño con Malvinas, tengo pesadillas. Superé etapas difíciles. Quiera o no, todos los días pienso en eso. Cuando me preguntan “¿Vos pensas todavía en Malvinas?”, yo creo que ningún veterano volvió de Malvinas. Cuando pasa un avión, la gente común ve un avión; nosotros imaginamos otras cosas. Cada vez que miro el mar me acuerdo de mis compañeros caídos, de nuestra lucha y de lo que hicimos por nuestras queridas Islas Malvinas.

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15 MAY 2021 - 19:45

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El 1ro de febrero me presenté en Sarmiento con varios muchachos de Chubut que no éramos el total de los “colimba”. Al otro día llegó el grueso que venía de Córdoba. Ahí nos empezaron a dar ropa de fajín y de combate, te visten “de verde” como decían ellos, y una vez que estás “de verde” sos soldado. Nos clasificaron por estudios. Había una sección especial que eran las AOR, aspirantes a oficiales de reserva, a cargo de un teniente llamado Roberto Néstor Estévez. Estábamos todos en filas, los que habían terminado la escuela primaria por un lado, los del secundario por el otro. Había unos pocos que tenían estudios universitarios. Yo, con 19 años, estaba dentro de los que habían terminado el secundario. El teniente tenía que elegir 45 soldados para después quedarse con 30. Fue eligiendo, y cuando pasó al lado mío me miró fijamente y me preguntó de dónde venía. Era una elección basada en la intuición. Él me eligió, pasé a la sección AOR y empezamos las instrucciones vivac, que son los entrenamientos militares de supervivencia en el campo, manejo de armas y brújula.

Quedé como navegante de la sección en el grupo comando. Volvimos al cuartel cuando terminamos la instrucción, a fines de marzo, y en apenas unos días, el 27, nos dieron orden de alistamiento. Para un militar, significa preparar las armas para iniciar una campaña. En la Plaza de Armas nos armaron y nos enteramos que se había conformado una nueva compañía en el regimiento: la Compañía C. El 27 de marzo a la noche salimos de Sarmiento armados hasta los dientes en camiones Unimog a Comodoro Rivadavia. En Comodoro pasamos al Regimiento 8, y viajamos en vuelo directo al aeropuerto Comandante Espora de Bahía Blanca. No teníamos idea a dónde íbamos.

Había rumores, pero a nosotros nos decían que íbamos a hacer un operativo. Los oficiales ya sabían. Nuestro jefe Roberto Estévez dejó una carta a su familia en el regimiento que hoy es muy famosa y estuvo un tiempo pegada en un subte de Buenos Aires. En la carta le agradece a su padre por los valores recibidos, como si supiera que no iba a volver. Es muy emotiva, dice: “Querido papá, cuando recibas esta carta yo ya estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios Nuestro Señor. Él, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en cumplimiento de mi misión. Pero fijate vos, ¡que misión!”.

Embarcamos en Puerto Belgrano. La sección “Romeo”, a cargo de Juan José Gómez Centurión, y la sección “Bote”, comandada por el teniente Roberto Estévez, embarcó en el buque Irízar. La sección “Gato”, a cargo del teniente Carlos Esteban, partió en el buque Cabo San Antonio, con el teniente coronel Seineldín. Y zarpamos con destino incierto para nosotros. Nunca antes me había subido a un barco tan grande, y en medio de la travesía nos agarró una tormenta impresionante que averió nuestro helicóptero que llevábamos en el helipuerto. Eso nos perjudicaría después en el desembarco. A bordo había cordobeses que nunca habían visto el mar en su vida y se agarraron una descompostura terrible. El Irízar era un buque rompehielos sin quilla, es como una palangana para subirse a las capas de hielo. Atravesamos la odisea del mar y la tormenta, y el 1ro de abril a la tarde el contralmirante Carlos Büsser nos informó por las radios de la flota que al otro día íbamos a tomar las Islas Malvinas.

Nos decían que era un día para la historia, que fuimos elegidos por la Divina Providencia para participar de un hecho histórico el 2 de abril. Nos dieron recomendaciones de respetar a la población, cuidar a las mujeres y a los niños, y que aquel al que encontraran haciendo algún tipo de pillaje o delito sería castigado con la máxima sentencia. Arriba del barco yo hablaba mucho con un amigo de Río Cuarto, Sergio Zabala, y él me decía cosas que uno no quería creer, pero lo que él dijo después se cumplió: “Negro, ahora se van a venir los ingleses y nos van a hacer pelota”. No queríamos creerlo pero era así, nos íbamos a enfrentar a una potencia mundial. Los primeros planes de la Junta Militar eran tomar Malvinas, plantar bandera y negociar. No enfrentar una guerra. Pero todo el pueblo alentó a Leopoldo Galtieri en Plaza de Mayo, y con eso nos envalentonamos pensando que Estados Unidos iba a intervenir para nosotros. Fue un error.

Bajo el fuego de la artillería

El 2 de abril desembarcamos en las Islas Malvinas. Por la avería del helicóptero desembarcamos a las 11 de la mañana, con lo cual ya habían pasado todos los sucesos en el pueblo donde murió el capitán de corbeta Pedro Edgardo Giachino. Actuaron primero los buzos tácticos, hicieron cabecera de playa y detrás entraron los vehículos anfibios. Ahí ingresó la sección “Bote”, la nuestra. La armada comandada por el capitán Giachino avanzó hacia el pueblo enfrentando a la guardia de los Royal Marines, que eran unos 30 ingleses. Él cayó ese día, pero los ingleses finalmente se rindieron a pesar de no haber tenido bajas. Se arrió la bandera inglesa y se izó la argentina.

Cuando desembarcamos teníamos la misión de apoderarnos del aeropuerto. No era fácil llegar, había que rodear una bahía y lo hicimos caminando con nuestros equipos. Llegamos al puerto de Puerto Argentinos y embarcamos en el buque Isla de los Estados junto con la compañía Ingenieros 9. Con ellos fuimos a Puerto Darwin, que queda a unos 70 kilómetros por mar. Desembarcamos al día siguiente. La isla ya estaba tomada y la población sabía lo que estaba pasando. Ahí nos quedamos y ese fue nuestro lugar de asentamiento definitivo. No nos encontramos con otros argentinos, pero sí hay historias del teniente Esteban que se encontró con gente que conocía porque iba a estudiar a Córdoba. Había mucho intercambio en esa época, gente que al único lugar al que podía ir era al continente. Cumpliendo la función militar estábamos en una situación engorrosa.

Nos asentamos en una escuela que estaba tres kilómetros al sur de Pradera del Ganso y cinco al norte de Puerto Darwin. A esa escuela iban todos los pibes de la zona. Los primeros tiempos en el mes de abril estuvimos ahí, y el 24 de abril hicimos el juramento a la bandera. Si bien hasta ese punto nosotros no habíamos disparado ni un solo arma, empezamos a vivir las grandes miserias de la guerra con el hambre y el frío. Lo vivía con mis propios compañeros, con argentinos. Si podés robar, robas. Teníamos que cuidarnos porque el hambre era también un enemigo. No podías tener un pedazo de pan, una papa o un nabo. Mi familia me mandó una encomienda con media docena de bolas de fraile que llegaron verdes, amohosadas; las pelamos un poquito y al buche. Las compartía con mis amigos de trinchera. Nos habían prohibido tocar los animales de los campos vecinos, pero el teniente Estévez nos enviaba en misiones nocturnas furtivas para robar una o dos ovejas. De eso vivíamos.

Fue pasando el tiempo, las flotas se iban acercando, las negociaciones no avanzaban, y el 1ro de mayo comenzaron las hostilidades. Los aviones Vulcan atacaron Puerto Argentino; nos atacaban desde una altura en la que no podíamos contraatacar porque no teníamos armas de ese alcance. Gracias a Dios no pudieron dejar fuera de servicio la pista y casi no tuvimos bajas en ese ataque. En Pradera del Ganso, donde estábamos nosotros, nos atacaron con aviones Harrier que venían volando a baja altura. Fue el primer ataque que recibimos y fue impactante. Bajaron ametrallando y disparando, ahí murieron nueve soldados nuestros de la fuerza aérea, los agarraron por salir de la base de los Pucará. Mis primeros disparos los descargué contra esos aviones a baja altura. Cada vez que caía un avión de ellos los puteábamos y festejábamos como si fuera un gol de Argentina.

Todos los días nos bombardeaban y nos cañoneaban navalmente varios kilómetros mar adentro. Era un hostigamiento tremendo que no nos dejaba dormir. Nosotros sentíamos los estallidos y salíamos a construir trincheras. Nos lanzaban bombas beluga, que son unas bombas racimo que quedan activadas y si las movés bruscamente explotan y te arrancan la mano, el pie o te matan. Con mucho cuidado, limpiamos nuestra zona de esas bombas. Era una tarea riesgosa, en un cajón llevábamos de a tres hasta que el teniente las enterraba y las hacía explotar con una barra de trotyl. Vivíamos estas experiencias mientras escaseaba la comida porque la logística no llegaba.

El fiero rostro de la guerra

Y el 21 de mayo, después de fracasar en dos intentos de desembarque, los ingleses hicieron cabecera de playa en el Estrecho de San Carlos. Desembarcaron armamento, se replegaron y emprendieron el avance hasta nuestra posición. Sus bombardeos eran ablandamiento de zona para el avance de la infantería, tal es así que empezaron a aparecer soldados argentinos replegándose. Eran pequeñas facciones nuestras adelantadas que retrocedían al ver el avance de los ingleses. Muchos soldados con miedo. Adelante nuestro, cerca del Monte Darwin, estaba el Regimiento 12. Esa noche le ordenaron a nuestra sección avanzar a reforzar el Regimiento en Darwin porque el enemigo avanzaba y había que responder. Nos mandaron de carne de cañón con el teniente Estévez. Nos enlistamos, sacamos todo el armamento, dejamos nuestras cosas en la trinchera, y nos adentramos en la noche hacia la zona de Monte Darwin.

Éramos un grupo de tiradores. Nuestro armamento era liviano, estaba conformado por fusiles FAL y FAP. El mayor poder de fuego era de nuestras ametralladoras MAG, calibre 7.62. Teníamos lo que comúnmente se conoce como bazuca, que en esa época era casi obsoleto, sirve como antitanque o antipersonal. Yo era granadero, tenía un tromblón que va en la punta del fusil; se dispara con una munición de fogueo, se cambia el sistema de gas y dispara PAF o PDF, proyectiles engarzados que con un cálculo en ángulo del tromblón llega a 150 metros. Yo a Malvinas fui como granadero, pero solamente tenía la teoría. Tuve que aprender a disparar los PDF y los PAF en pleno combate.

Partimos hacia el frente y cruzamos una pasarela en fila india. Era de noche, casi no se veía. Fue una avanzada muy temeraria siguiendo al teniente Estévez hasta que hicimos contacto con el Regimiento 12, que estaba a cargo del teniente Peluffo. Nos quedamos rodilla a tierra con nuestros equipos, esperando que se organicen los oficiales, cuando de pronto, hacia abajo en una pequeña bahía, vimos personal avanzando por la costa hacia nosotros. No sabíamos si era tropa propia o enemiga, así que se le ordenó a un cabo y dos soldados que fueran a verificar. De repente comenzó el combate. El cabo y los dos soldados murieron acribillados instantáneamente. Las municiones trazantes venían hacia nosotros. Nos arrojamos al suelo y nos gritaron que nos desplegáramos hacia las trincheras de la derecha. No conocíamos ese terreno. Nos fuimos arrastrando mientras las balas nos pasaban silbando sobre la cabeza. Algunos compañeros cayeron. Respondimos al fuego en la oscuridad total, no se veía nada, pero nuestras balas trazantes nos guiaban al disparar, y apuntábamos hacia donde salían las balas del enemigo. En dos gatilladas vaciábamos el cargador de 20 municiones. Disparábamos a la vez que nos poníamos a cubierto hasta que llegamos a las trincheras. Sufrí una herida en el oído izquierdo por esquirlas de salva de artillería, se me reventó el tímpano. Estuve aturdido unos minutos pero no perdí el conocimiento.

El monte nos sirvió de parapeto. Rechazamos varios avances de los ingleses. El Monte Darwin es una colina, nosotros estábamos apostados al pie y los ingleses venían por encima. Detrás teníamos un llano que no daba posibilidad de repliegue porque hubiéramos quedado expuestos. Cuando asomaban, nosotros disparábamos. Yo estaba hombro a hombro con mi compañero de ametralladora, Ledesma, y al lado teníamos a los del Regimiento 12 que nos hacían de abastecedores de munición. Abarcamos la cima con nuestro fuego a unos 50 metros. Paralizamos el avance inglés y fue en esa batalla donde muchos años después nos enteramos que derribamos al teniente coronel de batallón de paracaidistas. Se insultaba con sus jefes porque no podían avanzar y él decidió ir al frente de batalla, eso lo supimos por el revisionismo y los documentales posteriores. El jefe que cayó delante nuestro era Herbert Jones. Él nunca nos vio, avanzó hacia una trinchera a mitad de ladera, lo vimos y lo derribamos.

En el combate no hay tiempo para pensar. Durante el avance todos sentíamos un miedo infernal, temor, angustia, pero una vez que empiezan los tiros te olvidas de todo. Uno se va deshumanizando: es combatir, pelear por tu vida. Tres meses antes yo era un pibe de la calle, nunca había andado en barco, nunca había visto un helicóptero, nunca había manejado un arma, criado con los conceptos cristianos que dicen “no matarás”, y de repente me vi envuelto en una guerra en la cual festejaba ver caer a un soldado enemigo. Yo tengo una relación directa con Dios y siento que siempre me ha respondido, trato de ser digno de esa relación que creo tener. Él estuvo conmigo en la trinchera, porque las trazadoras venían hacia mí y a último momento se desviaban. Pero a otros creyentes no les pasó lo mismo, como a mi jefe, el teniente Estévez. Él cayó en esa batalla, y se dio una gran paradoja porque los tenientes de mayor rango de ambos bandos esa noche murieron al mismo tiempo.

Llegó la luz del día y fue ahí cuando se complicaron los ingleses. La ventaja tecnológica de ellos la hacían valer de noche. Con su atraso de avance sobre el Monte Darwin nos fortalecimos. Provocamos varias bajas, entre ellas la del jefe del pelotón de paracaidistas. Según su lenguaje en código de guerra esa noche, el teniente coronel Herbert Jones había sido designado como “Rayo de Sol”, y tras su muerte el radio operador Norman Barry comunicó la noticia al comando de retaguardia diciendo: “Rayo de Sol ha caído”. Eso generó críticas entre los ingleses y confusión porque el jefe, la mayor autoridad del avance, había ido al frente solo. Perdió el control táctico al atravesar las trincheras argentinas. Jones murió cerca de las 11 de la mañana, y a partir de ese momento los ingleses empezaron a utilizar los misiles MILAN, un arma que nosotros desconocíamos que se caracteriza por buscar el calor de las armas y los cuerpos. Con eso nos diezmaron y acallaron nuestras ametralladoras.

Mi vida en manos del enemigo

Nuestras trincheras se quedaban sin municiones y vimos que otros sectores, a lo lejos, empezaban a rendirse. A nosotros nos quedaba escasa munición, quizás para combatir una hora más. No podíamos replegarnos. Nuestro teniente, Estévez, había muerto antes del amanecer. El cabo primero Olmos quedó jefe de grupo y dijo: “Vamos a rendirnos”. Sacamos una camiseta blanca, la atamos a la punta de un fusil y uno de nosotros empezó a ondearla. Fue la mejor decisión porque seguir peleando hubiera sido combatir para morir. Olmos se quedó atrás con un fusil preparado y nos dijo: “Ustedes vayan saliendo, y si los matan yo me voy a llevar a un par de ingleses”. Al ver la bandera blanca, ellos bajaron agazapados. A unos diez metros nos gritaron que salgamos. Eso hicimos, y nos llevaron como prisioneros.

Nos tiraron al piso sobre la turba con brazos y piernas abiertas. Había nevisca y estaba lloviznando. Nos trataron rudo, hacía frío y si nos movíamos un poco nos daban patadas y culetazos de fusil en la espalda. Eran las tropas con las que habíamos estado combatiendo. Yo los escuchaba hablar pero no entendía lo que decían. Entre ellos había soldados jóvenes, aunque estaban bien alimentados y entrenados. Nosotros estábamos famélicos de hambre, a algunos se le veían las costillas, los ponías al sol y no necesitabas radiografía. Que estuviéramos mal alimentados fue una gran ventaja para ellos y lamentable para nosotros. Pasamos la noche como prisioneros, dormimos entre el humo de los arbustos incendiados que nos abrigó del frío. De pronto vino un tal García, traductor, y a través de él supimos que continuaba el duelo de artillería y no podían atender a sus heridos ni a los nuestros. Murieron varios soldados sin atención médica. En el amanecer del 29 pudieron los ingleses traer sus helicópteros, donde los prisioneros y heridos fuimos trasladados al hospital de Bahía Ajax. Yo tenía la oreja y el cuero cabelludo lastimados por el estallido de esquirlas, pero no era nada comparado a otros heridos que la estaban pasando mal. Nos llevaron a Puerto San Carlos y al otro día nos embarcaron en el buque St. Edmund. Poco a poco iban llegando otros prisioneros argentinos, entre ellos Miguel Cruzado, piloto de Pucará que fue derribado mientras volaba en apoyo nuestro, se eyectó y aterrizó en la retaguardia de las líneas inglesas.

A nosotros, los soldados del 12 y del 25, nos formaron en filas y nos dieron cargos. Teníamos que responder a qué unidad pertenecíamos. Yo dije: “Soldado del ejército argentino, regimiento de infantería 25, Compañía C, sección AOR Bote”. No respondíamos nada más porque de verdad no sabíamos nada; ellos querían saber qué armamento teníamos, pero no sabíamos de armamento antiaéreo ni de estrategia militar. Querían sacar información. Estuvimos varias noches en ese busque, hasta que un día nos pasaron en lanchones al buque que finalmente nos trasladaría a Montevideo, el Norland. A bordo del buque el trato mejoró considerablemente, aunque la comida seguía siendo escasa. Nos daban una latita con lentejas y tuco que para nosotros era un manjar pero no completaba ni las caries. Era lógico: la guerra continuaba y ellos estaban cuidando sus reservas.

Camino a Montevideo, con más de mil prisioneros de guerra argentinos, a veces se metían soldados ingleses a nuestro camarote y nos apuntaban. Hacían siempre lo mismo hasta que dejamos de prestarles atención y les dijimos que dejen de romper las pelotas. Ellos no entendían y nosotros nos reíamos. Finalmente llegamos a Uruguay. Mi familia sabía que yo había combatido en la batalla de Pradera del Ganso, pero no sabían qué había sido de mi suerte. A través de la Cruz Roja nos pasaron a la Armada uruguaya y después a Argentina, el 13 de junio del 82. Frente al barco argentino Puente Alsina, por el ojo de buey veíamos las mesas del comedor con tiras de pan caliente. Se nos hacía agua la boca. Nos dieron de comer a mansalva. Nosotros queríamos comer, comer y comer. No nos llenábamos nunca. Cruzando el Río de la Plata empezaron las descomposturas. En la noche, antes de alcanzar la costa bonaerense, sabíamos que al otro día nos iban a dar un desayuno, sin embargo, aunque no podíamos doblarnos de tanto comer, todavía teníamos hambre. Entonces nos escabullimos a oscuras hacia la cocina del barco, pensábamos que éramos los primeros, y nos encontramos con un hormiguero de soldados. Comían lo que hubiera, había uno arriba sirviendo chocolate. Nos comimos todo, era una cuestión psicológica.

Mi regreso a suelo argentino

En Astillero Río Santiago nos subieron a unos colectivos que tenían papel de diario en las ventanas y salimos a Campo de Mayo. La gente se fue enterando y se formó una caravana que nos seguía. El Ejército nos recibió y nos dio ropa nueva. El hambre continuaba; pero no era hambre en sí, sino ganas de comer. Era descanso, pastas, descanso, pastas, y nosotros dijimos: “Estos nos quieren hacer engordar”. Al otro día, el 14, nos enteramos que las fuerzas armadas argentinas se habían rendido. Fue una tristeza total. Nosotros íbamos escuchando el partido de Argentina-Bélgica en el Mundial 82, que perdimos. Ese año fue un desastre para nosotros hasta en el fútbol. En Buenos Aires la mayor parte de la gente estaba viviendo el Mundial, y nosotros veníamos de una guerra escondidos en los colectivos.

Yo no sabía cómo hacer para comunicarle a mi familia que estaba en el país. Me fui a una cantina de Campo de Mayo, donde un chico civil nos dijo que juntemos varias cartas, que él las mandaba. Le escribí unas líneas a mi vieja, le puse que estaba bien, que fui levemente herido en combate y le hice un dibujo de mi cabeza. La carta llegó enseguida a Madryn y uno de los muchachos del correo, Miguel González, que jugaba en Brown, dijo: “¡Escribió el cabezón!”, agarró la bicicleta y se fue a mi casa a las 8 de la mañana. Golpeó la puerta y salieron mis viejos. “¡Escribió Guillermo!”, dijo. Se pusieron a llorar los tres. Así se enteraron mis viejos que yo estaba vivo.

Después de cinco días en Campo de Mayo, nos subieron a un avión rumbo a Comodoro, y de Comodoro a Sarmiento. Nos tenían que decir que nos largaban, pero nos tuvieron dando vueltas un mes. No hacíamos nada en el ejército, comíamos y descansábamos. Fui ascendido a dragoneante, un rango por desempeño en Malvinas. Un día me dieron la licencia de baja. Fue en julio, ya había pasado un mes del final de la guerra. Estábamos más gorditos. Nos subimos a un colectivo; con Luis Endara éramos los únicos chubutenses, el resto eran todos cordobeses.

Nos dejaron en Ruta 3, arriba. Eran como la una de la mañana y estaba lloviendo. Nos bajamos con Luis, íbamos con el traje del ejército y una capa, y bajamos a pata. Hicimos dedo y nos trajeron hasta la ciudad. Yo vivía en Gales y Villegas, y Luis en España y Juan B. Justo. Cuando golpeé en mi casa fue pura alegría. Me abrazaba mi vieja, mi papá, mis hermanos. Se enteró el barrio y empezaron a venir los vecinos, los amigos. A las 3 de la mañana mi vieja dijo: “Bueno, Guillermo tiene que descansar porque está cansado”. Yo solía dormir con mis hermanos en la habitación, pero mi vieja me había armado una cama en su habitación. Estuve varias noches durmiendo con mis viejos. A veces me despertaba y estaba mi mamá al lado mío. Un día le dije: “Mamá, me voy a dormir con los chicos”. Fueron días duros para mi vieja.

Yo me sentía mal porque la gente me miraba raro. Iba al almacén y todos pensaban: “Ahí llegó el muchacho de Malvinas”. Nadie me hablaba, había un temor a preguntarme algo. Hasta el día de hoy mi familia no me pregunta sobre Malvinas. Los primeros años me costaba hablar de la guerra, lo empecé a superar junto con los otros veteranos y con las necesidades sociales de cada uno. Y después la vida sigue, uno tiene que trabajar. Me fui al puerto, donde trabajaba antes, y me tomaron como portuario. En el 83 entré en Aluar, estuve dos años y renuncié. Fui tachero, remisero, trabajé en una pesquera. Ahora trabajo como empleado público en la provincia. Me casé en el 98 y tuve cinco hijos.

La otra versión de mi relato

La vida me dio esta historia para contar y la estoy escribiendo. Son mis memorias, un libro. Hay una historia de la guerra que me gustaría conocer, y es el relato del operador de radio inglés que operó durante la batalla en Pradera del Ganso. Se llama Norman Barry. Me gustaría hablar con él, saber qué pasó, tener su testimonio en mis memorias. Hay muchas polémicas y mentiras que me gustaría esclarecer. Algunos dicen que Herbert Jones no murió en esa batalla o que no fue nuestra ametralladora la que lo bajó. Son disputas entre argentinos por ver quién se adjudica la muerte del teniente coronel inglés. En los primeros años todos decían diferentes versiones de las cosas. Cuando terminó la guerra, los militares se repartieron las medallas y los honores; nosotros teníamos a nuestro teniente muerto. De pronto un día leí que a Herbert Jones lo había bajado Gómez Centurión. Por ese tiempo yo di unos testimonios para el libro “Partes de guerra”, y fue cuando el historiador Oscar Teves, autor del libro “Malvinas: la batalla de Pradera del Ganso”, me llamó por teléfono y vino personalmente a Madryn para finalmente concluir que mi relato coincidía con la versión inglesa y que Jones había muerto efectivamente donde yo combatí.

El operador Norman Barry contó para la televisión inglesa que Herbert Jones no murió en el acto. Tenía un disparo con poco sangrado y acabó muriendo luego producto de la hemorragia. Uno siempre piensa que pudo haber hecho algo mejor; yo siento orgullo de haber tenido a un jefe como el teniente Roberto Néstor Estévez, que fue un patriota, un hombre que tenía el uniforme de San Martín, a diferencia de otras versiones de oficiales que solo maltrataban a su tropa. Mi orgullo es haber estado con él. Era un jefe de bajo rango, teniente de sección, pero se la jugó por nosotros y peleó con nosotros. Nos mantuvo en equipo. Si él no hubiera sido como fue, nosotros no hubiéramos ido al frente como fuimos. Nos tocó el contraataque en Pradera del Ganso y lo hicimos por él. Si pudiera volver el tiempo atrás y elegir, conociendo los compañeros que tuve y sabiendo que tendría a Estévez a mi lado, me subiría al Irízar otra vez.

Me gustaría volver a las Islas Malvinas. Antes de sacar mis memorias, me gustaría ir, recorrer con mis hijos los lugares donde estuve. Sería cerrar un círculo para mí, recordar las noches que pasamos, recorrer las trincheras y el sitio donde combatimos. Las islas son argentinas, son nuestras, pero nosotros no vamos a ver las Malvinas con la bandera argentina. Tal vez nuestros nietos. Malvinas trajo a la Argentina modificaciones institucionales importantes como la vuelta a la democracia. Se ocultan cosas, se habla de Alfonsín como padre de la democracia, pero ¿por qué pasó lo que pasó en Argentina? Fue porque hubo Malvinas. Fuimos el único país de América Latina que juzgó a sus dictadores. La historia debe ser contada integralmente. La guerra sirvió para que las islas entren en el sentimiento de la gente. Malvinas hoy está en la cultura popular, en el deporte, en los barrios. Nosotros no somos conquistadores: luchamos por la libertad como San Martín peleó por la libertad de nuestra tierra.

Si Argentina ganaba la guerra, los militares hubieran hecho propia esa victoria. Por eso pienso que nuestros soldados no murieron en vano, porque generaron una modificación en el andar institucional de la República. A veces sueño con Malvinas, tengo pesadillas. Superé etapas difíciles. Quiera o no, todos los días pienso en eso. Cuando me preguntan “¿Vos pensas todavía en Malvinas?”, yo creo que ningún veterano volvió de Malvinas. Cuando pasa un avión, la gente común ve un avión; nosotros imaginamos otras cosas. Cada vez que miro el mar me acuerdo de mis compañeros caídos, de nuestra lucha y de lo que hicimos por nuestras queridas Islas Malvinas.


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