La clave del día / Una foto

Esa mañana de noviembre de 2019 ganaba una pelea desigual: comenzaba el juicio oral y público por la desaparición de Ángel Bel, su compañero de vida. Más de 40 años después de esa desaparición que la marcó a fuego a ella y a su hijo Pablo, era la primera testigo en un Casino de Oficiales repleto de militancia.

03 JUN 2021 - 21:28 | Actualizado

Por Rolando Tobarez / @rtobarez

Saludó, se sentó y esperó. Era una más, como siempre actuó. No lucía como lo que era: la protagonista de una historia que allí mismo se estaba construyendo. Hasta que le pidieron retirarse. Por ley, hasta no brindar su testimonio no podría presenciar la audiencia. Abrió grandes esos ojos claros pero entendió. Se paró y caminó afuera, al hall. No cualquier hall sino una de las entradas a la Unidad Penitenciaria 6 de Rawson, escenario de mucho horror aún sin juzgar. Otros habían pisado esas baldosas para no regresar vivos.

La seguí con la mirada hasta que se perdió. Me levanté y la espié: se había sentado y charlaba amigablemente con la joven agente penitenciaria que controlaba el ingreso. Parecían dos vecinas. O madre e hija. En otros juicios de lesa humanidad en Chubut, las víctimas ni se acercaron a nada que estuviera uniformado. Por eso fue distinta a todos. Entendía que aquella época no es ésta. “Ayer no es hoy”, como canta Divididos. Lo suyo no era la venganza.

Nunca lo supo pero le saqué una foto que tampoco jamás vio y que la muestra como era, sin necesidad de ver su rostro ni de marchas ni de carteles. Afable, interesada genuinamente en el otro, paciente, magnética.

Luego declaró lo que todos ya sabemos de memoria. Ángel, su bebé en otros brazos, ella golpeando la puerta de los cuarteles, una frase que en otros personajes significa otra cosa.

Hilda Fredes decidió vivir para siempre.

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03 JUN 2021 - 21:28

Por Rolando Tobarez / @rtobarez

Saludó, se sentó y esperó. Era una más, como siempre actuó. No lucía como lo que era: la protagonista de una historia que allí mismo se estaba construyendo. Hasta que le pidieron retirarse. Por ley, hasta no brindar su testimonio no podría presenciar la audiencia. Abrió grandes esos ojos claros pero entendió. Se paró y caminó afuera, al hall. No cualquier hall sino una de las entradas a la Unidad Penitenciaria 6 de Rawson, escenario de mucho horror aún sin juzgar. Otros habían pisado esas baldosas para no regresar vivos.

La seguí con la mirada hasta que se perdió. Me levanté y la espié: se había sentado y charlaba amigablemente con la joven agente penitenciaria que controlaba el ingreso. Parecían dos vecinas. O madre e hija. En otros juicios de lesa humanidad en Chubut, las víctimas ni se acercaron a nada que estuviera uniformado. Por eso fue distinta a todos. Entendía que aquella época no es ésta. “Ayer no es hoy”, como canta Divididos. Lo suyo no era la venganza.

Nunca lo supo pero le saqué una foto que tampoco jamás vio y que la muestra como era, sin necesidad de ver su rostro ni de marchas ni de carteles. Afable, interesada genuinamente en el otro, paciente, magnética.

Luego declaró lo que todos ya sabemos de memoria. Ángel, su bebé en otros brazos, ella golpeando la puerta de los cuarteles, una frase que en otros personajes significa otra cosa.

Hilda Fredes decidió vivir para siempre.


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