Cholila: los recuerdos de una abuela campesina

Sigue viviendo en su casa hace décadas, levantada con sus paredes francesas de barro y caña coihue. Mantiene los hábitos y costumbres heredadas por generaciones.

18 SEP 2021 - 20:13 | Actualizado

Varios kilómetros montaña arriba en el paraje El Cajón, la abuela Clementina Carrasco –a quien todo el mundo conoce como doña Monona-, sigue viviendo en su casa levantada hace muchas décadas, con sus paredes francesas de barro y caña colihue, y que ya han resistido “demasiados inviernos”.

A sus 89 años, sigue conservando una jovial sonrisa y no duda en recibir a las visitas con un mate dulce. Enseguida invita a sentarse y prolongar la charla.

Cuenta que llegó al lugar hace muchos años y es una de las ancianas que resguardan la memoria de los pioneros. Sus recuerdos se remontan a su nacimiento en Ñorquinco, aunque allí “nunca me subí a La Trochita, porque me daba miedo por lo rápido que andaba”, se ríe.

Cuando tenía 11 años, sus padres decidieron mudarse a Cholila: “Vinimos arriba de un camión con mis hermanos Juan Rubén y Ernestina Elsa. Enseguida, acá la familia se encargó de cuidar ovejas y hacer leña que se transportaba hasta las chacras en un carro tirado por bueyes”, evocó.

“Mi vida siempre estuvo en el campo –agregó-, mi suegro tenía ovejas y me daba los corderitos guachos para que los criara, así arranqué”.

De igual modo, la mujer se acuerda de “cuando teníamos que hacer los mandados. Tocaba ir con el carro hasta la Villa El Blanco o a lo de Francisco Breide, cerca de Gendarmería Nacional. Salíamos a la mañana y llegábamos a la noche, así fue toda la vida y nadie se quejaba”, remarcó.

Tampoco reniega de los tiempos “cuando caía la noche y había que prender un farol o una lámpara a kerosene. Por suerte, después apareció la electricidad y también llegó hasta mi rancho”.

La ronda de mates siguió girando y no tardaron en aparecer los bizcochos caseros de sus propias manos. Entonces hubo una referencia obligada a sus preferencias por la gastronomía campesina, donde doña Monona no dudó en valorar “la sopa que siempre hice para mis hijos, nietos y los vecinos que llegaban de visita. Le pongo ajos, cebollas, aceite, papas y las verduras que haya”, graficó.

De igual modo, valoró las épocas “cuando ordeñaba vacas y también hacía dulce de leche, quesos y manteca”.

Medio en broma, medio en serio, la abuela dice que “tengo que hacer memoria para acordarme cuántos hijos tengo, porque son un montón y por eso no los cuento”. En realidad, fueron 13 hijos y actualmente “es Victoriano quien está más tiempo conmigo. Es el jefe de la casa y quien se encarga de criar los animales” en un corral de madera rústica lindero al hogar. Del resto de la prole, precisa que “todos los varones están en el pueblo y todos viven del campo”.

Acerca de su educación y la de sus hermanos, Victoriano relató que “fuimos todos a la escuela 121. En ese tiempo no había caminos y menos transporte escolar. Había que ir caminando y se tardaba una hora y media para llegar y otro tanto de vuelta, así todos los días”.

“Nevando o lloviendo tenían que ir igual –agregó Monona-, así nos decían los maestros. No quedaba otra que calzarse las botas de goma y encarar para abajo”, al tiempo que recordó “la escuela anterior que funcionó en la casa de Juan Barrera. ”.

Acerca de los inviernos de antaño, Clementina Carrasco reflejó que “cuando nevaba mucho, entraba nieve a la casa y la sacamos con palas. Era muy duro”.

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18 SEP 2021 - 20:13

Varios kilómetros montaña arriba en el paraje El Cajón, la abuela Clementina Carrasco –a quien todo el mundo conoce como doña Monona-, sigue viviendo en su casa levantada hace muchas décadas, con sus paredes francesas de barro y caña colihue, y que ya han resistido “demasiados inviernos”.

A sus 89 años, sigue conservando una jovial sonrisa y no duda en recibir a las visitas con un mate dulce. Enseguida invita a sentarse y prolongar la charla.

Cuenta que llegó al lugar hace muchos años y es una de las ancianas que resguardan la memoria de los pioneros. Sus recuerdos se remontan a su nacimiento en Ñorquinco, aunque allí “nunca me subí a La Trochita, porque me daba miedo por lo rápido que andaba”, se ríe.

Cuando tenía 11 años, sus padres decidieron mudarse a Cholila: “Vinimos arriba de un camión con mis hermanos Juan Rubén y Ernestina Elsa. Enseguida, acá la familia se encargó de cuidar ovejas y hacer leña que se transportaba hasta las chacras en un carro tirado por bueyes”, evocó.

“Mi vida siempre estuvo en el campo –agregó-, mi suegro tenía ovejas y me daba los corderitos guachos para que los criara, así arranqué”.

De igual modo, la mujer se acuerda de “cuando teníamos que hacer los mandados. Tocaba ir con el carro hasta la Villa El Blanco o a lo de Francisco Breide, cerca de Gendarmería Nacional. Salíamos a la mañana y llegábamos a la noche, así fue toda la vida y nadie se quejaba”, remarcó.

Tampoco reniega de los tiempos “cuando caía la noche y había que prender un farol o una lámpara a kerosene. Por suerte, después apareció la electricidad y también llegó hasta mi rancho”.

La ronda de mates siguió girando y no tardaron en aparecer los bizcochos caseros de sus propias manos. Entonces hubo una referencia obligada a sus preferencias por la gastronomía campesina, donde doña Monona no dudó en valorar “la sopa que siempre hice para mis hijos, nietos y los vecinos que llegaban de visita. Le pongo ajos, cebollas, aceite, papas y las verduras que haya”, graficó.

De igual modo, valoró las épocas “cuando ordeñaba vacas y también hacía dulce de leche, quesos y manteca”.

Medio en broma, medio en serio, la abuela dice que “tengo que hacer memoria para acordarme cuántos hijos tengo, porque son un montón y por eso no los cuento”. En realidad, fueron 13 hijos y actualmente “es Victoriano quien está más tiempo conmigo. Es el jefe de la casa y quien se encarga de criar los animales” en un corral de madera rústica lindero al hogar. Del resto de la prole, precisa que “todos los varones están en el pueblo y todos viven del campo”.

Acerca de su educación y la de sus hermanos, Victoriano relató que “fuimos todos a la escuela 121. En ese tiempo no había caminos y menos transporte escolar. Había que ir caminando y se tardaba una hora y media para llegar y otro tanto de vuelta, así todos los días”.

“Nevando o lloviendo tenían que ir igual –agregó Monona-, así nos decían los maestros. No quedaba otra que calzarse las botas de goma y encarar para abajo”, al tiempo que recordó “la escuela anterior que funcionó en la casa de Juan Barrera. ”.

Acerca de los inviernos de antaño, Clementina Carrasco reflejó que “cuando nevaba mucho, entraba nieve a la casa y la sacamos con palas. Era muy duro”.


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