Historias Mínimas

Soldados bajo bandera, por Ismael Tebes.

30 MAR 2013 - 21:41 | Actualizado

Aquel sorteo de la Lotería Nacional no se esperaba por los premios. Más bien, lo contrario. Los tres fatales últimos números del DNI le traían al jóven argentino de aquel entonces, malas noticias. Se era todo o la nada misma con el azar en el medio. Una catástrofe sólo evitable con la fortuna de un número bajo no siempre bien visto, un sello de no apto o los anteojos culo de botella. La colimba empezaba justo ahí. Cuando ni siquiera se podía elegir el destino o la fuerza: Ejército, Marina y Fuerza Aérea y en el mejor de los casos, la opción voluntaria de alistarse en la Prefectura ya jugado y sin fichas. Una suerte de “entrega” por la Patria pero durmiendo en casa. Un ciudadano cumplía con miedo primero pero con orgullo después, el servicio militar obligatorio. De doce a catorce meses de rigurosa instrucción, un aprendizaje del manejo de armas y de romper con todos los esquemas preestablecidos: respeto a la voz de mando, disciplina y códigos-valores que duran toda la vida. Solían desterrarse todos los mimos maternos, la comida favorita y hasta el más mínimo berrinche. Se era lavanderoadministradorcosturero todo junto, sin necesidad de teoría. Y se estaba, a veces sin entenderlo plenamente, bajo bandera, concepto que equivalía a orgullo de la familia.

La juventud parecía quedarse en la guardia del Regimiento. Ahí en medio de uniformes, de borceguíes lustrosos que cortaban el aire y de looks calcados de pelo engominado y profusos bigotes todo parecía igualarse. No había clase social que valga. Ni doble apellido, ni hijos de. Todo se empardaba en un plano extremo. Altos y bajos, rubios y morochos, analfabetos y universitarios. Todos del mismo bando, verde igualitario con melenas que pasaron rápido a mejor vida. La revisación médica generalizada no dejaba nada por revisar, sin sutilezas, con la fórmula implacable del guante de goma. Ahí, la aptitud no dejaba de ser una buena pese a todo. Uno estaba listo para defender al país y le afloraba el nacionalismo extremo. Eso sí, con el precio de tener que despedirse del documento. Y de los viejos, de las novias. Y...de todo.

La incorporación a la fuerza tenía fecha y hora asignada. No así la baja. No había que llevar equipaje, todo se proveía en una bolsa gigantesca llena de sorpresas. Ropa de fajina, de gala, de deportes y “tiempo libre”; zapatillas Flecha algo demodé, enseres personales de lo más variados y al final, los elementos de mayor cotización: la bandeja y los cubiertos de aluminio. Solía completar el set, una taza que quemaba las manos sin importar su contenido. Las palabras como “tagarna”, “orden interno”, “paso vivo” y “cuerpo a tierra” se incorporaron de prepo al vocabulario. El físico se ponía a prueba cada día, “volando” a varios metros del suelo, con autoridad sin límites y rigor explícito. Al pitazo, se ordenaba y a los dos pitazos, se ejecutaba sin más. Se aprendía a fuerza de necesidad, pero se aprendía. Y a la vez, se fortalecía la amistad, compartiendo lo poco sin ningún complejo. La convivencia aportaba otros ingredientes: guitarreadas, guardias, cigarrillos armados para fumar en ronda, sentir al otro como un igual, tareas insólitas y arranchamientos que ponían a prueba la fortaleza. Adaptados o no a cualquiera se le inflaba el pecho ante el “Sí juro” que proponía defender a la Patria hasta perder la vida o desfilar con paso enérgico, gastando suela y rostro pétreo en cada 9 de Julio o 25 de Mayo. Acompasados, elegantes, como una unidad.

Superada la instancia formadora, la vida militar solía continuar en destinos muy variados. Otra vez en manos del azar; tocaba lo que tocaba ya con un rol protagónico en cualquier unidad de cualquier fuerza. Eso llamado destino. El servicio ya era más efectivo, con roles determinados y hasta con algunas “treguas” producto del conocimiento y el respeto que cada soldado se hubiere ganado.

Las cartas achicaban la distancia, las licencias eran un bálsamo y no había un rango más pesado que la antigüedad. El viejo mandaba al nuevo y éste al que vendría. Y servir no siempre era patriótico porque la escoba no era un fusil y la cocina no tenía mucho de campo de batalla. Tampoco la carretilla era el vehículo más apto para los autoproclamados “choferes” que sólo pretendían zafar. Parecía existir una frontera entre lo bueno y lo malo según la tira con que se mire. Ojalá volviera, piden algunos. Y no estaría mal claro, aggiornándose a lo que hay. Colimba equivalía a “correr, limpiar, barrer” pero tenía un profundo sentido patriótico, de vida sin reproches y de ser un hombre genuino, entero. Un reservista capaz de volver al primer llamado. Un tipo como cualquiera pero sin mezquindades, capaz de valorar y valorarse.

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30 MAR 2013 - 21:41

Aquel sorteo de la Lotería Nacional no se esperaba por los premios. Más bien, lo contrario. Los tres fatales últimos números del DNI le traían al jóven argentino de aquel entonces, malas noticias. Se era todo o la nada misma con el azar en el medio. Una catástrofe sólo evitable con la fortuna de un número bajo no siempre bien visto, un sello de no apto o los anteojos culo de botella. La colimba empezaba justo ahí. Cuando ni siquiera se podía elegir el destino o la fuerza: Ejército, Marina y Fuerza Aérea y en el mejor de los casos, la opción voluntaria de alistarse en la Prefectura ya jugado y sin fichas. Una suerte de “entrega” por la Patria pero durmiendo en casa. Un ciudadano cumplía con miedo primero pero con orgullo después, el servicio militar obligatorio. De doce a catorce meses de rigurosa instrucción, un aprendizaje del manejo de armas y de romper con todos los esquemas preestablecidos: respeto a la voz de mando, disciplina y códigos-valores que duran toda la vida. Solían desterrarse todos los mimos maternos, la comida favorita y hasta el más mínimo berrinche. Se era lavanderoadministradorcosturero todo junto, sin necesidad de teoría. Y se estaba, a veces sin entenderlo plenamente, bajo bandera, concepto que equivalía a orgullo de la familia.

La juventud parecía quedarse en la guardia del Regimiento. Ahí en medio de uniformes, de borceguíes lustrosos que cortaban el aire y de looks calcados de pelo engominado y profusos bigotes todo parecía igualarse. No había clase social que valga. Ni doble apellido, ni hijos de. Todo se empardaba en un plano extremo. Altos y bajos, rubios y morochos, analfabetos y universitarios. Todos del mismo bando, verde igualitario con melenas que pasaron rápido a mejor vida. La revisación médica generalizada no dejaba nada por revisar, sin sutilezas, con la fórmula implacable del guante de goma. Ahí, la aptitud no dejaba de ser una buena pese a todo. Uno estaba listo para defender al país y le afloraba el nacionalismo extremo. Eso sí, con el precio de tener que despedirse del documento. Y de los viejos, de las novias. Y...de todo.

La incorporación a la fuerza tenía fecha y hora asignada. No así la baja. No había que llevar equipaje, todo se proveía en una bolsa gigantesca llena de sorpresas. Ropa de fajina, de gala, de deportes y “tiempo libre”; zapatillas Flecha algo demodé, enseres personales de lo más variados y al final, los elementos de mayor cotización: la bandeja y los cubiertos de aluminio. Solía completar el set, una taza que quemaba las manos sin importar su contenido. Las palabras como “tagarna”, “orden interno”, “paso vivo” y “cuerpo a tierra” se incorporaron de prepo al vocabulario. El físico se ponía a prueba cada día, “volando” a varios metros del suelo, con autoridad sin límites y rigor explícito. Al pitazo, se ordenaba y a los dos pitazos, se ejecutaba sin más. Se aprendía a fuerza de necesidad, pero se aprendía. Y a la vez, se fortalecía la amistad, compartiendo lo poco sin ningún complejo. La convivencia aportaba otros ingredientes: guitarreadas, guardias, cigarrillos armados para fumar en ronda, sentir al otro como un igual, tareas insólitas y arranchamientos que ponían a prueba la fortaleza. Adaptados o no a cualquiera se le inflaba el pecho ante el “Sí juro” que proponía defender a la Patria hasta perder la vida o desfilar con paso enérgico, gastando suela y rostro pétreo en cada 9 de Julio o 25 de Mayo. Acompasados, elegantes, como una unidad.

Superada la instancia formadora, la vida militar solía continuar en destinos muy variados. Otra vez en manos del azar; tocaba lo que tocaba ya con un rol protagónico en cualquier unidad de cualquier fuerza. Eso llamado destino. El servicio ya era más efectivo, con roles determinados y hasta con algunas “treguas” producto del conocimiento y el respeto que cada soldado se hubiere ganado.

Las cartas achicaban la distancia, las licencias eran un bálsamo y no había un rango más pesado que la antigüedad. El viejo mandaba al nuevo y éste al que vendría. Y servir no siempre era patriótico porque la escoba no era un fusil y la cocina no tenía mucho de campo de batalla. Tampoco la carretilla era el vehículo más apto para los autoproclamados “choferes” que sólo pretendían zafar. Parecía existir una frontera entre lo bueno y lo malo según la tira con que se mire. Ojalá volviera, piden algunos. Y no estaría mal claro, aggiornándose a lo que hay. Colimba equivalía a “correr, limpiar, barrer” pero tenía un profundo sentido patriótico, de vida sin reproches y de ser un hombre genuino, entero. Un reservista capaz de volver al primer llamado. Un tipo como cualquiera pero sin mezquindades, capaz de valorar y valorarse.


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