Cadogan

Historias mínimas

18 MAR 2017 - 19:23 | Actualizado

Por Carlos Hughes

carloshughes@grupojornada.com

Twitter: @carloshughestre

El irremediable Cadogan Glyndwr tuvo la insospechada prudencia, sin embargo, de no dejar linaje. Y los cronistas de su época, la inverosímil determinación de brindarle escaso espacio a sus deudas con la Ley, convencidos de que tal cosa suponía popularizarlo, generando empatía entre los incautos. Su pavoroso prontuario es, así, un rompecabezas complejo y tal vez incompleto.

Sus días terminaron cuando el coronel Apolinario Negrete, cuya leyenda es vasta en hazañas de veracidad incierta, le descerrajó un tiro en el oído derecho para darle muerte en un paraje de la tundra patagónica, en el sur helado, tras perseguirlo durante años por toda la región.

Cerca del 1900, acaso una decena de años antes, se ubica la génesis de un historial de tropelías que, aunque parcial, resulta frondoso. Cadogan emergía a la sazón de una niñez complicada y belicosa que lo tuvo como protagonista en reyertas variopintas, las que le granjearon una docena de expulsiones de las capillas galeses, por entonces lugares de estudio de la región.

Su padre John Glyndwr, a diferencia de la mayoría de los galeses que desembarcó en Patagonia antes del 1900, detestaba la autoridad, descreía de la cultura y no tenía demasiado apego por el idioma más allá de hablarlo. Y no tuvo razones altruistas para embarcarse en la expedición al sur del mundo, sino necesidades un tanto más mundanas: la autoridad lo acechaba tras un historial de fechorías ruines en los condados de Monmouthshire y Glamorgan, en el viejo Gales.

Oculto en los suburbios de Londres, a oídos del inefable John llegó la noticia de un barco con temerarios galeses que zarparía a la conquista de territorios inexplorados en el sur del mundo. Según promesas que escuchó en esos lupanares, aquello era un conjunto de vergeles en un clima primoroso. Se especula, sin certeza alguna, que sobornó al capitán para viajar como grumete. Otras versiones dan cuenta, acaso de forma más admisible, de amenazas concretas para conseguir un lugar en la expedición. Sí se ha comprobado que llegó con aquellos primeros arriesgados, y que sus días nunca aportaron demasiado al historial de la Colonia, que lo desterró de sus libros.

Con el paso del tiempo su poco apego al trabajo y su tendencia a las tropelías, especialmente en las noches de bodegones que mixturaban originarios y extranjeros por igual, en ambientes de tabaco rancio y alcohol borgiano, terminaron por alejarlo de sus compatriotas. Cuando bebía, además, se volvía hostil.

John juntó sus pertrechos con Yanara, la sobrina de un Cacique de la comarca que no vio tanto sus antecedentes como sus cabellos frondosos y la profundidad de mar que portaba su mirada. En una casa de barro y maderos apartada de la civilización, que jamás acompañó el crecimiento y la modernización de la Colonia, la convivencia no fue más que un destrato hacia la pobre chica, en edad de adolescencia, a la que el viejo y huraño gales –además- golpeaba en las noches de borracheras frenéticas, que no fueron pocas.

Dicen que el pequeño Cadogan estaba presente la mañana que entró en la vivienda un nativo esmirriado y fiero que, tras extraer de su ropaje un facón de proporciones altaneras, le asestó a su padre cuatro puñaladas certeras en el medio del corazón, y lo tajeó de lado a lado regando con las tripas el piso de tierra. Aquel muchacho era su tío y se había cansado de recibir a Yanara en la toldería, molida a golpes.

El pequeño pasó los siguientes años viviendo con su madre y el matador de su padre, y peleándose en las capillas con sus pares galeses que, crueles como todo niño, denostaban su origen mestizo.

Un invierno cercano al 1900, cuando ya (acaso) pisaba la adolescencia, Cadogan se entreveró en una discusión fulera en un piringundín de un paraje llamado Drofa Dulog. Se armó un revuelo entre galeses, nativos, algún inglés llegado en búsqueda de un oro ilusorio y varios italianos que se habían quedado tras construir una vía férrea al norte del lugar. Cadogan mató a dos de ellos, a cuatro nativos, a un galés y también dio cuenta del inglés. O lo acusaron de ello. El resto –sobrevivientes en fuga- huyó y fue con el cuento a la Colonia. Cuando las autoridades llegaron al lugar encontraron todos los cuerpos pero ninguna cabeza, aunque les habían colocado los ojos en los pezones. Estaban todos castrados y el mar de sangre era tal que entraron chapoteando.

Nunca más volvieron a verlo hasta el día de su muerte, pues Negrete no siguió su figura, sino el recorrido de la sangre que fue dejando en el camino. A Cadogan Glyndwr se le atribuye el doble crimen de la pareja de ancianos en Bryn Crwn, al oeste de la Colonia; el asesinato cruel de un puestero de campo en la zona de Paso de Indios, al que le arrancó las tripas y dejó colgado en la entrada a la estancia, atado con sus propias vísceras; y la violación de dos monjas, también lapidadas, a quienes además mutiló una vez muertas.

La leyenda cuenta que en su hora final negó todas las muertes ante Negrete, salvo la del puestero, al que admitió ultimar porque lo llamó mestizo. “Ahí nomás lo enfrié”, dicen que reconoció.

Y cuentan, también, que cantó con sentimiento sincero el Calon Lan como un último deseo concedido por el coronel.

Un viejo daguerrotipo muestra a Negrete, se presume, en el momento exacto en el que le pega el tiro en el oído. Se distingue, incluso, el detalle de la sangre estallando al otro lado de la cabeza.

Esa imagen estuvo traspapelada por años, hasta que medio siglo después surgió en una biblioteca de Aberystwyth un manuscrito extenso, bajo el título “El día que me mataron”, que culmina con esa ilustración.

El libro está rubricado por Cadogan Glyndwr, al parecer su autor.

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18 MAR 2017 - 19:23

Por Carlos Hughes

carloshughes@grupojornada.com

Twitter: @carloshughestre

El irremediable Cadogan Glyndwr tuvo la insospechada prudencia, sin embargo, de no dejar linaje. Y los cronistas de su época, la inverosímil determinación de brindarle escaso espacio a sus deudas con la Ley, convencidos de que tal cosa suponía popularizarlo, generando empatía entre los incautos. Su pavoroso prontuario es, así, un rompecabezas complejo y tal vez incompleto.

Sus días terminaron cuando el coronel Apolinario Negrete, cuya leyenda es vasta en hazañas de veracidad incierta, le descerrajó un tiro en el oído derecho para darle muerte en un paraje de la tundra patagónica, en el sur helado, tras perseguirlo durante años por toda la región.

Cerca del 1900, acaso una decena de años antes, se ubica la génesis de un historial de tropelías que, aunque parcial, resulta frondoso. Cadogan emergía a la sazón de una niñez complicada y belicosa que lo tuvo como protagonista en reyertas variopintas, las que le granjearon una docena de expulsiones de las capillas galeses, por entonces lugares de estudio de la región.

Su padre John Glyndwr, a diferencia de la mayoría de los galeses que desembarcó en Patagonia antes del 1900, detestaba la autoridad, descreía de la cultura y no tenía demasiado apego por el idioma más allá de hablarlo. Y no tuvo razones altruistas para embarcarse en la expedición al sur del mundo, sino necesidades un tanto más mundanas: la autoridad lo acechaba tras un historial de fechorías ruines en los condados de Monmouthshire y Glamorgan, en el viejo Gales.

Oculto en los suburbios de Londres, a oídos del inefable John llegó la noticia de un barco con temerarios galeses que zarparía a la conquista de territorios inexplorados en el sur del mundo. Según promesas que escuchó en esos lupanares, aquello era un conjunto de vergeles en un clima primoroso. Se especula, sin certeza alguna, que sobornó al capitán para viajar como grumete. Otras versiones dan cuenta, acaso de forma más admisible, de amenazas concretas para conseguir un lugar en la expedición. Sí se ha comprobado que llegó con aquellos primeros arriesgados, y que sus días nunca aportaron demasiado al historial de la Colonia, que lo desterró de sus libros.

Con el paso del tiempo su poco apego al trabajo y su tendencia a las tropelías, especialmente en las noches de bodegones que mixturaban originarios y extranjeros por igual, en ambientes de tabaco rancio y alcohol borgiano, terminaron por alejarlo de sus compatriotas. Cuando bebía, además, se volvía hostil.

John juntó sus pertrechos con Yanara, la sobrina de un Cacique de la comarca que no vio tanto sus antecedentes como sus cabellos frondosos y la profundidad de mar que portaba su mirada. En una casa de barro y maderos apartada de la civilización, que jamás acompañó el crecimiento y la modernización de la Colonia, la convivencia no fue más que un destrato hacia la pobre chica, en edad de adolescencia, a la que el viejo y huraño gales –además- golpeaba en las noches de borracheras frenéticas, que no fueron pocas.

Dicen que el pequeño Cadogan estaba presente la mañana que entró en la vivienda un nativo esmirriado y fiero que, tras extraer de su ropaje un facón de proporciones altaneras, le asestó a su padre cuatro puñaladas certeras en el medio del corazón, y lo tajeó de lado a lado regando con las tripas el piso de tierra. Aquel muchacho era su tío y se había cansado de recibir a Yanara en la toldería, molida a golpes.

El pequeño pasó los siguientes años viviendo con su madre y el matador de su padre, y peleándose en las capillas con sus pares galeses que, crueles como todo niño, denostaban su origen mestizo.

Un invierno cercano al 1900, cuando ya (acaso) pisaba la adolescencia, Cadogan se entreveró en una discusión fulera en un piringundín de un paraje llamado Drofa Dulog. Se armó un revuelo entre galeses, nativos, algún inglés llegado en búsqueda de un oro ilusorio y varios italianos que se habían quedado tras construir una vía férrea al norte del lugar. Cadogan mató a dos de ellos, a cuatro nativos, a un galés y también dio cuenta del inglés. O lo acusaron de ello. El resto –sobrevivientes en fuga- huyó y fue con el cuento a la Colonia. Cuando las autoridades llegaron al lugar encontraron todos los cuerpos pero ninguna cabeza, aunque les habían colocado los ojos en los pezones. Estaban todos castrados y el mar de sangre era tal que entraron chapoteando.

Nunca más volvieron a verlo hasta el día de su muerte, pues Negrete no siguió su figura, sino el recorrido de la sangre que fue dejando en el camino. A Cadogan Glyndwr se le atribuye el doble crimen de la pareja de ancianos en Bryn Crwn, al oeste de la Colonia; el asesinato cruel de un puestero de campo en la zona de Paso de Indios, al que le arrancó las tripas y dejó colgado en la entrada a la estancia, atado con sus propias vísceras; y la violación de dos monjas, también lapidadas, a quienes además mutiló una vez muertas.

La leyenda cuenta que en su hora final negó todas las muertes ante Negrete, salvo la del puestero, al que admitió ultimar porque lo llamó mestizo. “Ahí nomás lo enfrié”, dicen que reconoció.

Y cuentan, también, que cantó con sentimiento sincero el Calon Lan como un último deseo concedido por el coronel.

Un viejo daguerrotipo muestra a Negrete, se presume, en el momento exacto en el que le pega el tiro en el oído. Se distingue, incluso, el detalle de la sangre estallando al otro lado de la cabeza.

Esa imagen estuvo traspapelada por años, hasta que medio siglo después surgió en una biblioteca de Aberystwyth un manuscrito extenso, bajo el título “El día que me mataron”, que culmina con esa ilustración.

El libro está rubricado por Cadogan Glyndwr, al parecer su autor.


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