“En la U-6 Amaya perdió la voluntad hasta para comer”

El juicio por los casos Amaya y Solari.

25 ABR 2013 - 22:35 | Actualizado

Por Rolando Tobarez

En una postal inédita, la jueza Nora Cabrera de Monella sacó de su cartera pañuelos de papel y un prefecto se los alcanzó a Domingo Vargas, que lagrimeaba. Fue un par de minutos de silencio profundo en el Cine Teatro “José Hernández” de Rawson. El testigo, exdetenido político en la Unidad 6, se conmovió al recordar la primera vez que lograron salir al sol del patio del penal.

“Nos sacamos la ropa y parecíamos fantasmas: estábamos pálidos, desteñidos, flacos, mal alimentados”, relató como pudo. “Nos mirábamos entre nosotros y podíamos contarnos las costillas; teníamos olor y un color pálido verdoso. La debilidad era tal que nos tiramos en el patio, sin ganas de hacer ejercicio ni de correr”, agregó con sollozos.

La descripción del régimen carcelario fue lúcida y duró una hora y media, como para que el tribunal entendiera dónde fueron prisioneros, entre tantos otros, Hipólito Solari Yrigoyen y Mario Abel Amaya. Los imputados Luis García, Osvaldo Fano y Jorge Steding escucharon serios.

Para Segundo, hace tiempo que la U-6 debió ser destruida. “Desde que se inventó es un peligro, como un arma cargada, tiene un diseño formateado para la destrucción física y psíquica de los presos. No debería funcionar más como un lugar de encierro. Todo está al servicio de la eliminación del adversario”.

En este escenario, el testigo consideró que nadie sin resistencia física podía soportar la dinámica represiva interna. “Es lo que pasó con Amaya, no era un lugar donde hubiera podido sostenerse. Había perdido la voluntad. No quería ni comer aunque hasta le daban comida en la boca; la represión había avanzado hasta lo más profundo dentro de él y dijo: ´Hasta acá llegué´”.

El primer quiebre emocional de Vargas había sido al recordar un Día del Penitenciario en la cárcel. Les prometieron festejo con arroz con pollo y cumplieron: tuvo su plato caliente. Se lo quitaron en segundos, ni lo había tocado. “Se me ocurrió sacar comida con la mano y ponerla en el suelo para que me quede algo; era de animales comer del piso pero había que sobrevivir”, recordó con angustia que se notó al micrófono.

Tuvo un párrafo para el exguardiacárcel Steding, como varios de los últimos testimonios. “Era el encargado de los partes inventados y tenía placer de pegar en la nuca para que agachemos la cabeza. Muchas veces estaba detrás de las rejas, miraba el pabellón y mandaba un celador a buscar alguien para sancionar”.

No fue la única escena de 1976.

-¿A qué terrorista viene a ver usted?, le preguntaron al padre de Vargas en una visita a la U-6. El hombre era un campesino humilde que esperaba ingenuo que alguien saque el vidrio que lo separaba de su hijo. “Esa era la verdadera represión”, le dijo el testigo al tribunal.

Segundo confirmó la existencia de un “pelotón fantasma” que se hacía llamar “Cabo Valenzuela”, en referencia al agente asesinado por la guerrilla en la fuga de 1972. “Se reivindicaba como un grupo de venganza que entraba a los gritos a los calabozos pegando patadas en las puertas”, relató.

Un cuerpo irreconocible

Jorge Ferronato fue parte de la Juventud Radical y de los pocos que estuvo en el velorio de Amaya, en Mataderos. “Fue una situación muy compleja porque había muerto un dirigente muy emblemático, con quien teníamos una relación afectiva y política muy especial”, le contó al tribunal. No había dónde velarlo hasta que apareció una sala en los arrabales de Capital Federal. “Ir de noche fue traumático”, reveló.

Ferronato quedó impactado cuando lo vio en el cajón. Lo definió como “un shock de profunda consternación”. Y es que “me costó reconocerlo y encontrar a mi amigo en ese despojo; no podía creer que fuera el tipo que tanto admirábamos”.

Amaya estaba “extremadamente flaco y muy desmejorado” y su cabello negro y fuerte era ahora un pelo casi rapado y “totalmente blanco, pero no por la vejez”. El testigo no observó heridas pero ante el tribunal lo comparó con “un chico hambriento de Biafra”.

Algo parecido sintió José “Cata” Romero, el penalista de Trelew que fue amigo de Amaya y estuvo en su segundo velorio, en Trelew. “Al ver el cadáver me dije ´Éste no es Amaya, éste no es el petiso´. Hasta su madre decía que se lo habían cambiado”. La única convencida era la cuñada de la víctima, Blanquita. “Estaba muy delgado y aunque era ñato, tenía una nariz puntiaguda como un afiler. No tenía ninguna lesión”, afirmó el abogado.

“Era un tipo muy especial y cáustico”, lo definió Romero. “Era un hombre de bien, jugábamos a las cartas, tomábamos mate, comíamos asados y teníamos afecto mutuo. Siempre supuse que era un idealista y me decía que no estaba metido en la guerrilla pero que era un político y por eso le interesaba la situación”.

Otro testigo que necesitó refrescar la memoria fue René Eguillor. Su padre fue el perito fotógrafo cuando le pusieron una bomba en la casa a Hipólito Solari Yrigoyen, en Puerto Madryn. En 1985, Eguillor firmó una declaración testimonial dando cuenta de una frase de Carlos Barbot, exjefe militar en el Valle, en charla con Mario Rapaport en el Hotel Playa, por ese atentado: “Lamento que el tiro que disparé no le haya dado a Solari”, habría dicho en rueda de amigos. Eguillor negó haber sabido nada del tema y hasta dijo que “no hubo absolutamente ningún comentario”. Pero cuando le leyeron su declaración y le mostraron su firma admitió: “Si está mi firma debe ser correcto”.

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25 ABR 2013 - 22:35

Por Rolando Tobarez

En una postal inédita, la jueza Nora Cabrera de Monella sacó de su cartera pañuelos de papel y un prefecto se los alcanzó a Domingo Vargas, que lagrimeaba. Fue un par de minutos de silencio profundo en el Cine Teatro “José Hernández” de Rawson. El testigo, exdetenido político en la Unidad 6, se conmovió al recordar la primera vez que lograron salir al sol del patio del penal.

“Nos sacamos la ropa y parecíamos fantasmas: estábamos pálidos, desteñidos, flacos, mal alimentados”, relató como pudo. “Nos mirábamos entre nosotros y podíamos contarnos las costillas; teníamos olor y un color pálido verdoso. La debilidad era tal que nos tiramos en el patio, sin ganas de hacer ejercicio ni de correr”, agregó con sollozos.

La descripción del régimen carcelario fue lúcida y duró una hora y media, como para que el tribunal entendiera dónde fueron prisioneros, entre tantos otros, Hipólito Solari Yrigoyen y Mario Abel Amaya. Los imputados Luis García, Osvaldo Fano y Jorge Steding escucharon serios.

Para Segundo, hace tiempo que la U-6 debió ser destruida. “Desde que se inventó es un peligro, como un arma cargada, tiene un diseño formateado para la destrucción física y psíquica de los presos. No debería funcionar más como un lugar de encierro. Todo está al servicio de la eliminación del adversario”.

En este escenario, el testigo consideró que nadie sin resistencia física podía soportar la dinámica represiva interna. “Es lo que pasó con Amaya, no era un lugar donde hubiera podido sostenerse. Había perdido la voluntad. No quería ni comer aunque hasta le daban comida en la boca; la represión había avanzado hasta lo más profundo dentro de él y dijo: ´Hasta acá llegué´”.

El primer quiebre emocional de Vargas había sido al recordar un Día del Penitenciario en la cárcel. Les prometieron festejo con arroz con pollo y cumplieron: tuvo su plato caliente. Se lo quitaron en segundos, ni lo había tocado. “Se me ocurrió sacar comida con la mano y ponerla en el suelo para que me quede algo; era de animales comer del piso pero había que sobrevivir”, recordó con angustia que se notó al micrófono.

Tuvo un párrafo para el exguardiacárcel Steding, como varios de los últimos testimonios. “Era el encargado de los partes inventados y tenía placer de pegar en la nuca para que agachemos la cabeza. Muchas veces estaba detrás de las rejas, miraba el pabellón y mandaba un celador a buscar alguien para sancionar”.

No fue la única escena de 1976.

-¿A qué terrorista viene a ver usted?, le preguntaron al padre de Vargas en una visita a la U-6. El hombre era un campesino humilde que esperaba ingenuo que alguien saque el vidrio que lo separaba de su hijo. “Esa era la verdadera represión”, le dijo el testigo al tribunal.

Segundo confirmó la existencia de un “pelotón fantasma” que se hacía llamar “Cabo Valenzuela”, en referencia al agente asesinado por la guerrilla en la fuga de 1972. “Se reivindicaba como un grupo de venganza que entraba a los gritos a los calabozos pegando patadas en las puertas”, relató.

Un cuerpo irreconocible

Jorge Ferronato fue parte de la Juventud Radical y de los pocos que estuvo en el velorio de Amaya, en Mataderos. “Fue una situación muy compleja porque había muerto un dirigente muy emblemático, con quien teníamos una relación afectiva y política muy especial”, le contó al tribunal. No había dónde velarlo hasta que apareció una sala en los arrabales de Capital Federal. “Ir de noche fue traumático”, reveló.

Ferronato quedó impactado cuando lo vio en el cajón. Lo definió como “un shock de profunda consternación”. Y es que “me costó reconocerlo y encontrar a mi amigo en ese despojo; no podía creer que fuera el tipo que tanto admirábamos”.

Amaya estaba “extremadamente flaco y muy desmejorado” y su cabello negro y fuerte era ahora un pelo casi rapado y “totalmente blanco, pero no por la vejez”. El testigo no observó heridas pero ante el tribunal lo comparó con “un chico hambriento de Biafra”.

Algo parecido sintió José “Cata” Romero, el penalista de Trelew que fue amigo de Amaya y estuvo en su segundo velorio, en Trelew. “Al ver el cadáver me dije ´Éste no es Amaya, éste no es el petiso´. Hasta su madre decía que se lo habían cambiado”. La única convencida era la cuñada de la víctima, Blanquita. “Estaba muy delgado y aunque era ñato, tenía una nariz puntiaguda como un afiler. No tenía ninguna lesión”, afirmó el abogado.

“Era un tipo muy especial y cáustico”, lo definió Romero. “Era un hombre de bien, jugábamos a las cartas, tomábamos mate, comíamos asados y teníamos afecto mutuo. Siempre supuse que era un idealista y me decía que no estaba metido en la guerrilla pero que era un político y por eso le interesaba la situación”.

Otro testigo que necesitó refrescar la memoria fue René Eguillor. Su padre fue el perito fotógrafo cuando le pusieron una bomba en la casa a Hipólito Solari Yrigoyen, en Puerto Madryn. En 1985, Eguillor firmó una declaración testimonial dando cuenta de una frase de Carlos Barbot, exjefe militar en el Valle, en charla con Mario Rapaport en el Hotel Playa, por ese atentado: “Lamento que el tiro que disparé no le haya dado a Solari”, habría dicho en rueda de amigos. Eguillor negó haber sabido nada del tema y hasta dijo que “no hubo absolutamente ningún comentario”. Pero cuando le leyeron su declaración y le mostraron su firma admitió: “Si está mi firma debe ser correcto”.


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