Praga

La historia le reconoce muchos festejos a Emil Zátopek, pero ningún laurel empató con su retorno de las cenizas tras conocer la gloria primero, y el abismo después.

12 AGO 2017 - 18:06 | Actualizado

Por Carlos Hughes

carloshughes@grupojornada.com

Twitter: @carloshughestre


El optimista Alexander Dubcek pasó noches entre barrotes por desafiar al Poder pero ganó aun sin saberlo, quizás tardíamente y sin que tampoco sus adversarios se enteraran a tiempo. Su Primavera de Praga se saldó con un virtual secuestro y un pacto firmado bajo la amenaza soviética que lo rodeaba, allá en Moscú, pero la llama que encendió entonces ya nunca pudo extinguirse.

Fue así con todos ellos. Su adherente más famoso pagó, también, el precio de sus ideales. La historia le reconoce muchos festejos a Emil Zátopek, pero ningún laurel empató con su retorno de las cenizas tras conocer la gloria primero, y el abismo después.

Zátopek, que corría al límite de la agonía y transmitía sensación de muerte a cada paso, fue para muchos el mejor atleta de todos los tiempos, afirmación que no se basa en la temeridad de analistas y observadores sino en sus números implacables.

Toda su leyenda se construyó desde un catálogo de particularidades.

Contaba 18 años, tal vez 19, cuando tuvo un inicio azaroso en el atletismo. Fue en 1941. Trabajaba entonces en la fábrica de calzados Bata, que año a año organizaba una competencia en Zlin en la que sugería a sus empleados, con vehemencia, participar. Transitando ese albur es que lo hizo, sin demasiada convicción, pero terminó segundo y se enamoró para siempre de la pasión por correr.

Un lustro después sorprendió al continente con un 5to. lugar en 5 mil llanos durante los europeos de Oslo y dos años más tarde, en los Olímpicos de Londres, no sólo alcanzó Plata en esa distancia sino que logró Oro en los 10 mil, con record incluido.

Le siguieron cuatro años estupendos en los que demolió marcas con voracidad inaudita: cinco veces el mundial de los 10 mil metros, una vez el de las diez millas, dos el de los 20 kilómetros, otras dos el de la hora y una el de los 30 kilómetros. Y en su segunda cita olímpica, ya en Helsinki 52, hizo lo que nadie antes, y nunca más después: Oro en 5 mil, 10 mil y Maratón.

Promediando aquellos 42 kilómetros, distancia en la que debutaba, Zátopek pisó la mitad de carrera y le habló a un rival, que después contó el episodio: “Este es mi primer maratón. ¿Estamos yendo demasiado rápido?”, le preguntó, y como aquél le contestó que “no, demasiado lento”. Zátopek aceleró a su ritmo y llegó en soledad al estadio, y a la meta.

Ya con los años facturando los esfuerzos, y una hernia de disco a cuestas, terminó sexto en Melbourne 56 y en 1958 se despidió de las pistas en el Cross Internacional de Lasarte, en España.

Mientras tanto se vivían tiempos de cambios en su tierra. Bajo el mando de Antonín Novotny, Checoslovaquia intentaba, en los años 50 y parte de los 60, un proceso de desestalinización que llevó incluso a cambiar el nombre del país por República Socialista Checoslovaca. Entre otros adeptos hubo hombres de las letras que apoyaron esa suerte de flexibilización del “comunismo duro” que imponía Unión Soviética. Entre ellos Milan Kundera, cuya “insoportable levedad del ser” se lleva a cabo, justamente, en la antesala de la “Primavera de Praga”.

No obstante, Novotny no pudo profundizar sus propuestas y perdió apoyo. Emergió entonces la figura de Alexander Dubcek, que jugaba al ajedrez con las ideas y que, con una movida estratégica, invitó al país al mandamás soviético Leonid Breznev para que comprobara la caída de aquel líder, lo que desembocó en su propio ascenso.

Con mucho apoyo interno, entre los que se contó a Emil Zátopek –el máximo ídolo del país- Dubcek puso en marcha un programa de acción que buscaba aumentar la libertad de prensa (que, en rigor, no existía), la libertad de expresión y la libertad de circulación, además de limitar el poder de la policía secreta y avanzar en la federalización del país para convertirlo en dos naciones, Chequia y Eslovaquia.

La historia es compleja. Todo ocurrió entre el 5 de enero y el 20 de agosto de 1968 pero se resume con la preocupación que esto generó en Moscú, que buscaba tener sometido al bloque del Este y que terminó con la invasión de los firmantes –no todos- del pacto de Varsovia (URSS, República Democrática Alemana, Polonia, Hungría y Bulgaria) para ahogar la intentona.

Hubo muertos, encarcelados y se llevaron a Dubcek a Rusia para, bajo presión y calabozo, firmar un tratado que pusiera las cosas en caja. La popularidad del líder checo lo salvó, acaso, de la muerte. Fue dejado en el poder, aunque con accionar limitado.

Entre otras reacciones, Estados Unidos retiró el pliego de Shirley Temple, que ya estaba acomodándose en esa “nueva Praga” como embajadora, lo que ocurrió finalmente 20 años después, tras la caída del Muro de Berlín.

Zátopek pagó el precio de su apoyo a Dubcek y las críticas al régimen soviético: le quitaron su cargo de Coronel en las Fuerzas Armadas, el empleo y el coche que el gobierno entregaba a los deportistas destacados.

Fue expulsado de la fuerza, separado del partido y desterrado a Jáchymov, al noreste del país: allí le asignaron un puesto como trabajador en una mina de uranio, en un ambiente insalubre. Se le prohibió residir en Praga.

Ese destierro duró seis largos años en los que, recuerdan quienes lo conocieron en esa época, jamás esgrimió queja alguna y siempre se mostró amable, y hasta sonriente.

La vergüenza, acaso la clemencia, provocó que algunos miembros del partido presionaran en su nombre, con lo que lograron una suerte de “ascenso” que le significó un puesto como basurero y barrendero en la capital del país. La gente lo reconoció rápidamente y, dicen, cuando llegaba a las madrugadas a barrer las calles que le había asignado el régimen, sus vecinos ya habían hecho el trabajo por él.

Zátopek seguía siendo un héroe y provocaba una situación inverosímil, surrealista, en la que un basurero era aclamado por la gente cuando pasaba por la vereda. El gobierno, avergonzado, lo mandó entonces a cavar agujeros para postes telegráficos hasta que, finalmente, lo obligó a firmar un papel reconociendo su error de apoyar a Dubcek y lo “premió “con un puesto de archivista en un sótano del Centro de Información de Deportes.

Con el paso de los años y los cambios en la situación política, Zátopek volvió a tener el trato y la consideración que nunca debió perder. En 1997 lo nombraron “Mejor Atleta checo del Siglo”, y un año después el presidente de su país le otorgó la “Orden del León Blanco”, máxima distinción nacional.

Durante los últimos años de su vida trabajó como profesor de Educación Física, y mantuvo su cargo en el ejército de la República Checa hasta su fallecimiento, a los 78 años de edad. Se lo llevó un derrame cerebral.

Emil Zátopek murió el 22 de noviembre de 2000, en Praga, cuando tres años antes la reunión internacional de la asociación de atletismo “La Zapatilla de oro” lo había proclamado “Mejor Atleta del Siglo”.

Praga, dicen, seduce a los enamorados con su belleza sin par, embriagándolos de pasión. Detrás de sus calles irregulares y en lo profundo de su historia se escribieron, además de paisajes de belleza sublime, leyendas de ídolos que no siempre se pagaron con medallas pero sí con el reconocimiento perpetuo.

Saberlo quizás haga de Praga un lugar aún mucho mejor para conocer.

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12 AGO 2017 - 18:06

Por Carlos Hughes

carloshughes@grupojornada.com

Twitter: @carloshughestre


El optimista Alexander Dubcek pasó noches entre barrotes por desafiar al Poder pero ganó aun sin saberlo, quizás tardíamente y sin que tampoco sus adversarios se enteraran a tiempo. Su Primavera de Praga se saldó con un virtual secuestro y un pacto firmado bajo la amenaza soviética que lo rodeaba, allá en Moscú, pero la llama que encendió entonces ya nunca pudo extinguirse.

Fue así con todos ellos. Su adherente más famoso pagó, también, el precio de sus ideales. La historia le reconoce muchos festejos a Emil Zátopek, pero ningún laurel empató con su retorno de las cenizas tras conocer la gloria primero, y el abismo después.

Zátopek, que corría al límite de la agonía y transmitía sensación de muerte a cada paso, fue para muchos el mejor atleta de todos los tiempos, afirmación que no se basa en la temeridad de analistas y observadores sino en sus números implacables.

Toda su leyenda se construyó desde un catálogo de particularidades.

Contaba 18 años, tal vez 19, cuando tuvo un inicio azaroso en el atletismo. Fue en 1941. Trabajaba entonces en la fábrica de calzados Bata, que año a año organizaba una competencia en Zlin en la que sugería a sus empleados, con vehemencia, participar. Transitando ese albur es que lo hizo, sin demasiada convicción, pero terminó segundo y se enamoró para siempre de la pasión por correr.

Un lustro después sorprendió al continente con un 5to. lugar en 5 mil llanos durante los europeos de Oslo y dos años más tarde, en los Olímpicos de Londres, no sólo alcanzó Plata en esa distancia sino que logró Oro en los 10 mil, con record incluido.

Le siguieron cuatro años estupendos en los que demolió marcas con voracidad inaudita: cinco veces el mundial de los 10 mil metros, una vez el de las diez millas, dos el de los 20 kilómetros, otras dos el de la hora y una el de los 30 kilómetros. Y en su segunda cita olímpica, ya en Helsinki 52, hizo lo que nadie antes, y nunca más después: Oro en 5 mil, 10 mil y Maratón.

Promediando aquellos 42 kilómetros, distancia en la que debutaba, Zátopek pisó la mitad de carrera y le habló a un rival, que después contó el episodio: “Este es mi primer maratón. ¿Estamos yendo demasiado rápido?”, le preguntó, y como aquél le contestó que “no, demasiado lento”. Zátopek aceleró a su ritmo y llegó en soledad al estadio, y a la meta.

Ya con los años facturando los esfuerzos, y una hernia de disco a cuestas, terminó sexto en Melbourne 56 y en 1958 se despidió de las pistas en el Cross Internacional de Lasarte, en España.

Mientras tanto se vivían tiempos de cambios en su tierra. Bajo el mando de Antonín Novotny, Checoslovaquia intentaba, en los años 50 y parte de los 60, un proceso de desestalinización que llevó incluso a cambiar el nombre del país por República Socialista Checoslovaca. Entre otros adeptos hubo hombres de las letras que apoyaron esa suerte de flexibilización del “comunismo duro” que imponía Unión Soviética. Entre ellos Milan Kundera, cuya “insoportable levedad del ser” se lleva a cabo, justamente, en la antesala de la “Primavera de Praga”.

No obstante, Novotny no pudo profundizar sus propuestas y perdió apoyo. Emergió entonces la figura de Alexander Dubcek, que jugaba al ajedrez con las ideas y que, con una movida estratégica, invitó al país al mandamás soviético Leonid Breznev para que comprobara la caída de aquel líder, lo que desembocó en su propio ascenso.

Con mucho apoyo interno, entre los que se contó a Emil Zátopek –el máximo ídolo del país- Dubcek puso en marcha un programa de acción que buscaba aumentar la libertad de prensa (que, en rigor, no existía), la libertad de expresión y la libertad de circulación, además de limitar el poder de la policía secreta y avanzar en la federalización del país para convertirlo en dos naciones, Chequia y Eslovaquia.

La historia es compleja. Todo ocurrió entre el 5 de enero y el 20 de agosto de 1968 pero se resume con la preocupación que esto generó en Moscú, que buscaba tener sometido al bloque del Este y que terminó con la invasión de los firmantes –no todos- del pacto de Varsovia (URSS, República Democrática Alemana, Polonia, Hungría y Bulgaria) para ahogar la intentona.

Hubo muertos, encarcelados y se llevaron a Dubcek a Rusia para, bajo presión y calabozo, firmar un tratado que pusiera las cosas en caja. La popularidad del líder checo lo salvó, acaso, de la muerte. Fue dejado en el poder, aunque con accionar limitado.

Entre otras reacciones, Estados Unidos retiró el pliego de Shirley Temple, que ya estaba acomodándose en esa “nueva Praga” como embajadora, lo que ocurrió finalmente 20 años después, tras la caída del Muro de Berlín.

Zátopek pagó el precio de su apoyo a Dubcek y las críticas al régimen soviético: le quitaron su cargo de Coronel en las Fuerzas Armadas, el empleo y el coche que el gobierno entregaba a los deportistas destacados.

Fue expulsado de la fuerza, separado del partido y desterrado a Jáchymov, al noreste del país: allí le asignaron un puesto como trabajador en una mina de uranio, en un ambiente insalubre. Se le prohibió residir en Praga.

Ese destierro duró seis largos años en los que, recuerdan quienes lo conocieron en esa época, jamás esgrimió queja alguna y siempre se mostró amable, y hasta sonriente.

La vergüenza, acaso la clemencia, provocó que algunos miembros del partido presionaran en su nombre, con lo que lograron una suerte de “ascenso” que le significó un puesto como basurero y barrendero en la capital del país. La gente lo reconoció rápidamente y, dicen, cuando llegaba a las madrugadas a barrer las calles que le había asignado el régimen, sus vecinos ya habían hecho el trabajo por él.

Zátopek seguía siendo un héroe y provocaba una situación inverosímil, surrealista, en la que un basurero era aclamado por la gente cuando pasaba por la vereda. El gobierno, avergonzado, lo mandó entonces a cavar agujeros para postes telegráficos hasta que, finalmente, lo obligó a firmar un papel reconociendo su error de apoyar a Dubcek y lo “premió “con un puesto de archivista en un sótano del Centro de Información de Deportes.

Con el paso de los años y los cambios en la situación política, Zátopek volvió a tener el trato y la consideración que nunca debió perder. En 1997 lo nombraron “Mejor Atleta checo del Siglo”, y un año después el presidente de su país le otorgó la “Orden del León Blanco”, máxima distinción nacional.

Durante los últimos años de su vida trabajó como profesor de Educación Física, y mantuvo su cargo en el ejército de la República Checa hasta su fallecimiento, a los 78 años de edad. Se lo llevó un derrame cerebral.

Emil Zátopek murió el 22 de noviembre de 2000, en Praga, cuando tres años antes la reunión internacional de la asociación de atletismo “La Zapatilla de oro” lo había proclamado “Mejor Atleta del Siglo”.

Praga, dicen, seduce a los enamorados con su belleza sin par, embriagándolos de pasión. Detrás de sus calles irregulares y en lo profundo de su historia se escribieron, además de paisajes de belleza sublime, leyendas de ídolos que no siempre se pagaron con medallas pero sí con el reconocimiento perpetuo.

Saberlo quizás haga de Praga un lugar aún mucho mejor para conocer.


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