A 30 años de la "mano de Dios"

Han pasado treinta años y pasarán treinta más y cincuenta más y cien más pero los grandes trazos de la sideral gesta maradoniana se mantendrán inmaculados, con YouTube o sin YouTube, puesto que ha sido y será el peso del recuerdo y de la tradición oral el eje supremo del acontecimiento honrado.

21 JUN 2016 - 12:31 | Actualizado

Acontecimiento por su carácter extraordinario y por pasmoso, honrado por su exigencia a ser evaluado con el debido respeto y la debida ponderación y asimismo generoso por herencia de significantes.

Pocos sucesos, en la historia del deporte propiamente dicho, han condensado el abanico de lecturas, emociones y moralejas que el consumado el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca.

Pocos, urge que sea subrayado, más allá de las fronteras de la Argentina, que ya sería decir.

Para nosotros (y salvadas las excepciones que cada quien desee puntuar), los nacidos en esta tierra o buenamente asimilados a ella, aquella victoria representó un opíparo desquite de la desdicha de Wembley 66 y una no menos dichosa tentación de registrarla en las mismas coordenadas que se cuecen las habas de la política, de la geopolítica y de la guerra, una guerra, La Guerra, cuyas heridas aún sangraban y dolían con su primigenia crueldad.

¿El deporte y la política no deben ser mezclados?

¡Por supuesto que no! Pero está visto que pocas cosas han sido y son más mezclables que el deporte y todo lo demás: huelga abundar en pelos y señales.

Pero eso sí: en todo caso los goles de Maradona y el triunfo argentino tuvieron un valor simbólico (descomunal, pero simbólico al fin), que no invita a confundir a los gobernantes con los gobernados ni mucho menos a aplaudir a los fascistoides barrabravas argentinos que pretendieron vengar a los caídos en Malvinas con riñas de cientos contra cientos de hooligans en las calles de Ciudad de México.

Triunfo simbólico, aquel del que mañana se cumplirán treinta-años-treinta, que fue en rigor literal en el estricto plano futbolístico que a la vez representó, según entiende el autor de estas líneas, el momento culminante del Mundial 86, interpretado lo culminante como el punto más alto de alguna cosa, su expresión principal y superior, y no ya su mera terminación.

Desde esa perspectiva, ni el decisivo gol de Jorge Burruchaga ni la coronación misma versus el cuco germano gozan de un privilegio capaz de opacar la obra que Maradona pudo y supo con su más genuina mano de Dios, la que anidaba en su botín izquierdo y la que con singular artesanía moldeó la que el más fantástico relator deportivo de habla hispana, Víctor Hugo Morales, describió como la jugada de todos los tiempos.

(Tan majestuosa fue la jugada que uno de sus víctimas directas, Gary Lineker, estrella de Inglaterra y caballero sin par, llegó a confesar que, in situ, antes que lamentarse se regocijó y pensó "qué golazo hizo este tipo").

Postal, poster, iconografía y bronce, el primoroso alarde de desenfado y destrezas de Maradona bien merece poner en segundo orden, por qué no en tercero, la deliberada trampa del primer gol, sospechada de celestial pero más bien un fruto jugoso para discernir alcances y límites de la picardía criolla y la picardía a secas: lo que a grandes trazos se da en llamar "ética" y desvela a los filósofos del deporte.

Tal vez menos filosófica, acaso providencial, se vuelve la certeza de que el aniversario supone un gigantesco regalo al propio Maradona, en la medida que nos aleja del penoso saltimbanqui verbal y nos acerca, con sincera gratitud y emoción, al único Maradona público que vale la pena: al artista de la pelota número 5 que gambeteó a todos los ingleses y metió el gol.

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21 JUN 2016 - 12:31

Acontecimiento por su carácter extraordinario y por pasmoso, honrado por su exigencia a ser evaluado con el debido respeto y la debida ponderación y asimismo generoso por herencia de significantes.

Pocos sucesos, en la historia del deporte propiamente dicho, han condensado el abanico de lecturas, emociones y moralejas que el consumado el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca.

Pocos, urge que sea subrayado, más allá de las fronteras de la Argentina, que ya sería decir.

Para nosotros (y salvadas las excepciones que cada quien desee puntuar), los nacidos en esta tierra o buenamente asimilados a ella, aquella victoria representó un opíparo desquite de la desdicha de Wembley 66 y una no menos dichosa tentación de registrarla en las mismas coordenadas que se cuecen las habas de la política, de la geopolítica y de la guerra, una guerra, La Guerra, cuyas heridas aún sangraban y dolían con su primigenia crueldad.

¿El deporte y la política no deben ser mezclados?

¡Por supuesto que no! Pero está visto que pocas cosas han sido y son más mezclables que el deporte y todo lo demás: huelga abundar en pelos y señales.

Pero eso sí: en todo caso los goles de Maradona y el triunfo argentino tuvieron un valor simbólico (descomunal, pero simbólico al fin), que no invita a confundir a los gobernantes con los gobernados ni mucho menos a aplaudir a los fascistoides barrabravas argentinos que pretendieron vengar a los caídos en Malvinas con riñas de cientos contra cientos de hooligans en las calles de Ciudad de México.

Triunfo simbólico, aquel del que mañana se cumplirán treinta-años-treinta, que fue en rigor literal en el estricto plano futbolístico que a la vez representó, según entiende el autor de estas líneas, el momento culminante del Mundial 86, interpretado lo culminante como el punto más alto de alguna cosa, su expresión principal y superior, y no ya su mera terminación.

Desde esa perspectiva, ni el decisivo gol de Jorge Burruchaga ni la coronación misma versus el cuco germano gozan de un privilegio capaz de opacar la obra que Maradona pudo y supo con su más genuina mano de Dios, la que anidaba en su botín izquierdo y la que con singular artesanía moldeó la que el más fantástico relator deportivo de habla hispana, Víctor Hugo Morales, describió como la jugada de todos los tiempos.

(Tan majestuosa fue la jugada que uno de sus víctimas directas, Gary Lineker, estrella de Inglaterra y caballero sin par, llegó a confesar que, in situ, antes que lamentarse se regocijó y pensó "qué golazo hizo este tipo").

Postal, poster, iconografía y bronce, el primoroso alarde de desenfado y destrezas de Maradona bien merece poner en segundo orden, por qué no en tercero, la deliberada trampa del primer gol, sospechada de celestial pero más bien un fruto jugoso para discernir alcances y límites de la picardía criolla y la picardía a secas: lo que a grandes trazos se da en llamar "ética" y desvela a los filósofos del deporte.

Tal vez menos filosófica, acaso providencial, se vuelve la certeza de que el aniversario supone un gigantesco regalo al propio Maradona, en la medida que nos aleja del penoso saltimbanqui verbal y nos acerca, con sincera gratitud y emoción, al único Maradona público que vale la pena: al artista de la pelota número 5 que gambeteó a todos los ingleses y metió el gol.


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