(Des)control total

Historias del crimen, por Daniel Schulman, especial para Jornada.

01 OCT 2016 - 21:50 | Actualizado

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

El tipo era neurótico. El tipo era raro. No tenía patología mental de ningún tipo, pero era medio retorcido. Tenía unos berretines muy acentuados que generaban rechazo tanto de él hacia los otros como de los otros hacia él.

Le jodía que la gente comiera cerca suyo, a tal punto de que para comer en cualquier comida con otras personas optó por ponerse tapones en los oídos, porque ese ruido le molestaba sobremanera.

También le jodía la supuesta respiración cercana de los otros. Decía que con esa respiración ajena se podía pescar alguna enfermedad, y fue por eso que en su casa se usaba barbijo.

Le jodía sobremanera el chirriar leve de la suela de los zapatos o zapatillas contra el piso, y por eso se usaban retazos de tela suave a modo de patines, para que no hubiera sonido en el desplazamiento de quienes se movieran por esa casa.

Así y todo con estas rarezas, logró enamorarse de una mujer, y logró que esa mujer se enamorara de él. Y no quedó ahí la cosa: tuvieron dos hijos; dos hermosos hijos que paulatinamente fueron creciendo y fueron mamando toda la normativa bizarra patológica de su padre.

Había reglas de todo tipo y para toda ocasión. Nada quedaba al azar en esa casa. Nada quedaba por fuera de algún atravesamiento regulador. Todo se tenía que hacer de determinada manera porque sino, la locura del tipo se disparaba, y se decantaba su psiquismo. Algunos, incluso, mucho tiempo después, dijeron que se trataba de un psicótico que no deliraba ni tenía alucinaciones. Un psicótico que tenía conservado el criterio de realidad. Psicosis ordinaria o no desencadenada, como afirman varios autores especialistas en el tema.

Y estaban bastante acertados.

Todo en la casa familiar tenía que estar sujeto a sus berretines: se hablaban de ciertos temas en algunos ambientes, se movían de determinada manera en otros, tales días se comían determinados platos determinados por el color y textura de los ingredientes, el barbijo sólo podía ser retirado durante la hora de la comida y en el baño (y a la hora de dormir, por supuesto), entre otros berretines. Berretines dictados por el fulano.

Por esta época, igualmente, el tipo solía estar feliz. Lo invadía una sensación de tranquilidad y felicidad cada vez que notaba cómo era la dinámica familiar al compás de su normativa.

No sucedía así en su trabajo. Ahí él sufría porque no tenía un puesto jerárquico donde pudiera bajar línea acerca de cómo diagramar el movimiento laboral. Y no sólo sufría por eso, sino también porque todos se le cagaban de risa. Era objeto de burlas por su comportamiento, no así por su desempeño ya que era muy eficiente y respetado en ese aspecto.

Pero claro, donde alguno buscaba distenderse, siempre se lo buscaba para joderlo.

Seguramente todo hubiera seguido ese mismo cauce, que se vio truncado por el cierre de la empresa que lo empleaba.

Igualmente no lo vivió como un golpe duro, ya que su mujer tenía un buen laburo y su estilo de vida no se veía alterado por la merma en los ingresos. Podían seguir con el mismo tren, pero lo que cambió fue la onda familiar: que él se tuviera que quedar en la casa todo el día (nunca tuvo intenciones de buscar trabajo) y que fuera ella quien se ausentara horas, fueron calando profundo en la tolerancia femenina, quien paulatinamente cada vez que podía sembraba la semillita de ir dejando de lado la normativa del movimiento familiar dentro de la casa.

Esas cosas antes no ocurrían, claro. Pero la mujer, al ver que el fulano no se preocupaba en lo más mínimo por laburar ni por hacer algo productivo, comenzó a intentar modificar el panorama que alguna vez había reinado dentro de esas paredes.

Entonces un día la mujer se puso firme y le dio un ultimátum a su marido: o conseguía nuevo laburo y seguían practicando todas las boludeces que él había instalado, o se iba de la casa. Y el fulano, frente a la movida de la mujer, ensayó que iba a conseguir trabajo en el corto plazo, cuestión que no ocurrió, y al poco tiempo se quedó afuera de la casa.

La mujer lo rajó, aunque le pasaba una cuota por mes para que se alquilara algún sucucho y que le alcanzara para la comida. Ningún lujo ni gusto; sólo lo mínimo.

Esto igualmente no fue lo que detonó el acto criminal del tipo. No le interesaba vivir como un duque ni consumir lo último y más caro. Lo que lo movía era el control, ese control patológico y obsesivo. Esa conducta compulsiva para satisfacer su berretín ideativo que no tenía ningún asidero en la realidad, salvo en su cabeza.

Quedarse afuera de su casa tampoco lo vivió como algo negativo en extremo.

Se alquiló una pieza de una pensión donde nadie le daba pelota y lo miraban con cara de pocos amigos cada vez que el tipo, con la ansiedad que le salía por los poros, intentaba imponer alguna normativa.

Le jodió tener que vivir en un lugar donde nadie seguía sus reglas bizarras. Le jodió tanto que le cargó las tintas a su mujer. La culpó de su supuesto calvario y ella optó por cortarle el rostro. No le pasó más pelota ni dejó que tuviera contacto con sus hijos.

Y él, lejos de aceptar esa regla, un día se metió en la casa que alguna vez supo regular con boludeces, y sin despertar a su mujer ni a sus hijos, los mató a los dos, a esas pobres criaturas que nunca habían tenido nada que ver con esos asuntos de adultos.

Hoy sigue preso en su país de origen, España.

Intentó también regular el modo de vida dentro de la cárcel, pero se cansó de que lo cagaran a palos y desistió.

Afirma que vivir sin sus reglas es la peor condena que podría sufrir. Y la sigue sufriendo.

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01 OCT 2016 - 21:50

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

El tipo era neurótico. El tipo era raro. No tenía patología mental de ningún tipo, pero era medio retorcido. Tenía unos berretines muy acentuados que generaban rechazo tanto de él hacia los otros como de los otros hacia él.

Le jodía que la gente comiera cerca suyo, a tal punto de que para comer en cualquier comida con otras personas optó por ponerse tapones en los oídos, porque ese ruido le molestaba sobremanera.

También le jodía la supuesta respiración cercana de los otros. Decía que con esa respiración ajena se podía pescar alguna enfermedad, y fue por eso que en su casa se usaba barbijo.

Le jodía sobremanera el chirriar leve de la suela de los zapatos o zapatillas contra el piso, y por eso se usaban retazos de tela suave a modo de patines, para que no hubiera sonido en el desplazamiento de quienes se movieran por esa casa.

Así y todo con estas rarezas, logró enamorarse de una mujer, y logró que esa mujer se enamorara de él. Y no quedó ahí la cosa: tuvieron dos hijos; dos hermosos hijos que paulatinamente fueron creciendo y fueron mamando toda la normativa bizarra patológica de su padre.

Había reglas de todo tipo y para toda ocasión. Nada quedaba al azar en esa casa. Nada quedaba por fuera de algún atravesamiento regulador. Todo se tenía que hacer de determinada manera porque sino, la locura del tipo se disparaba, y se decantaba su psiquismo. Algunos, incluso, mucho tiempo después, dijeron que se trataba de un psicótico que no deliraba ni tenía alucinaciones. Un psicótico que tenía conservado el criterio de realidad. Psicosis ordinaria o no desencadenada, como afirman varios autores especialistas en el tema.

Y estaban bastante acertados.

Todo en la casa familiar tenía que estar sujeto a sus berretines: se hablaban de ciertos temas en algunos ambientes, se movían de determinada manera en otros, tales días se comían determinados platos determinados por el color y textura de los ingredientes, el barbijo sólo podía ser retirado durante la hora de la comida y en el baño (y a la hora de dormir, por supuesto), entre otros berretines. Berretines dictados por el fulano.

Por esta época, igualmente, el tipo solía estar feliz. Lo invadía una sensación de tranquilidad y felicidad cada vez que notaba cómo era la dinámica familiar al compás de su normativa.

No sucedía así en su trabajo. Ahí él sufría porque no tenía un puesto jerárquico donde pudiera bajar línea acerca de cómo diagramar el movimiento laboral. Y no sólo sufría por eso, sino también porque todos se le cagaban de risa. Era objeto de burlas por su comportamiento, no así por su desempeño ya que era muy eficiente y respetado en ese aspecto.

Pero claro, donde alguno buscaba distenderse, siempre se lo buscaba para joderlo.

Seguramente todo hubiera seguido ese mismo cauce, que se vio truncado por el cierre de la empresa que lo empleaba.

Igualmente no lo vivió como un golpe duro, ya que su mujer tenía un buen laburo y su estilo de vida no se veía alterado por la merma en los ingresos. Podían seguir con el mismo tren, pero lo que cambió fue la onda familiar: que él se tuviera que quedar en la casa todo el día (nunca tuvo intenciones de buscar trabajo) y que fuera ella quien se ausentara horas, fueron calando profundo en la tolerancia femenina, quien paulatinamente cada vez que podía sembraba la semillita de ir dejando de lado la normativa del movimiento familiar dentro de la casa.

Esas cosas antes no ocurrían, claro. Pero la mujer, al ver que el fulano no se preocupaba en lo más mínimo por laburar ni por hacer algo productivo, comenzó a intentar modificar el panorama que alguna vez había reinado dentro de esas paredes.

Entonces un día la mujer se puso firme y le dio un ultimátum a su marido: o conseguía nuevo laburo y seguían practicando todas las boludeces que él había instalado, o se iba de la casa. Y el fulano, frente a la movida de la mujer, ensayó que iba a conseguir trabajo en el corto plazo, cuestión que no ocurrió, y al poco tiempo se quedó afuera de la casa.

La mujer lo rajó, aunque le pasaba una cuota por mes para que se alquilara algún sucucho y que le alcanzara para la comida. Ningún lujo ni gusto; sólo lo mínimo.

Esto igualmente no fue lo que detonó el acto criminal del tipo. No le interesaba vivir como un duque ni consumir lo último y más caro. Lo que lo movía era el control, ese control patológico y obsesivo. Esa conducta compulsiva para satisfacer su berretín ideativo que no tenía ningún asidero en la realidad, salvo en su cabeza.

Quedarse afuera de su casa tampoco lo vivió como algo negativo en extremo.

Se alquiló una pieza de una pensión donde nadie le daba pelota y lo miraban con cara de pocos amigos cada vez que el tipo, con la ansiedad que le salía por los poros, intentaba imponer alguna normativa.

Le jodió tener que vivir en un lugar donde nadie seguía sus reglas bizarras. Le jodió tanto que le cargó las tintas a su mujer. La culpó de su supuesto calvario y ella optó por cortarle el rostro. No le pasó más pelota ni dejó que tuviera contacto con sus hijos.

Y él, lejos de aceptar esa regla, un día se metió en la casa que alguna vez supo regular con boludeces, y sin despertar a su mujer ni a sus hijos, los mató a los dos, a esas pobres criaturas que nunca habían tenido nada que ver con esos asuntos de adultos.

Hoy sigue preso en su país de origen, España.

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Afirma que vivir sin sus reglas es la peor condena que podría sufrir. Y la sigue sufriendo.


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